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El odio al romanticismo

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Me gustaría, en ésta y sucesivas entregas, comentar un libro que ha tenido una importancia enorme en la configuración de la opinión del intelectual español actual. Me refiero a Las raíces del romanticismo, de Isaiah Berlin, un libro que –me da la impresión– es el principal responsable de la visión general que existe en España sobre el fenómeno romántico.

Las raíces del romanticismo es, en mi opinión, un gran libro a pesar de las limitaciones de su autor, su evidente torpeza en muchos temas y el afán de simplificación y manipulación de los datos que se apodera de él muchas veces. Es un gran libro porque se las arregla, a pesar de todo, para ser una buena introducción al romanticismo y porque, a pesar de que su autor no las entiende bien y tampoco las comparte, expone con claridad muchas de las ideas principales del movimiento.

Siempre me ha sorprendido el odio que existe en España hacia el romanticismo. El gesto de suficiencia, de desprecio, de sarcasmo casi, que aparece en los rostros de historiadores, politólogos, filósofos, etc. cuando aparece el término «romántico» siempre me coge por sorpresa. También que se utilice el término a modo de insulto o descalificación: llamarle a algo «romántico» es lo mismo que llamarlo loco, iluso o imbécil. Cuando no sospechoso de desviación ideológica grave, por supuesto.

En España se identifica el romanticismo con el fascismo, con el nacionalismo y con algo llamado «irracionalismo». He estado en foros intelectuales donde la palabra «romántico» se identificaba automáticamente con Hitler y con ETA, del mismo modo que «emoción» significa en muchos de esos foros lo mismo que locura o crimen. Supongo que muchos de mis lectores no me creerán o pensarán que estoy exagerando, pero lo que digo es completamente cierto. En España se identifica lo romántico con lo ridículo, la locura y el crimen. Lo «romántico» trata de las emociones, y estas son, por definición, antimodernas, salvajes, asesinas y racistas.

Esta visión no es completamente falsa. Hubo románticos que fueron reaccionarios y nacionalistas, es cierto. Algunos, como Fichte, alimentarían en el siglo XX las ansias imperialistas del pueblo germano (aunque las consecuencias que llegarían a tener sus discursos dejarían a Fichte, sin duda, asombrado). Pero el romanticismo no son los Discursos a la nación alemana de Fichte, ni tampoco las obras de Joseph de Maistre, un autor de segunda fila que siempre ha sido un ídolo del pensamiento reaccionario. La mayoría de los románticos fueron claramente progresistas, admiraron los ideales de la Revolución Francesa y se horrorizaron con el Terror posterior. Existió un romanticismo conservador y muy católico, esto es muy cierto, pero la esencia del romanticismo es la revolución y la lucha contra la tiranía en todas sus formas: la política, la religiosa, la moral. La propia noción de «escritor comprometido», la creencia de que el arte puede ser un instrumento político e influir en la sociedad y en la historia (es decir, principios que sin duda estos críticos del romanticismo aceptan y aprueban a pies juntillas) son de raigambre romántica.

Es evidente que el fascismo se nutre de ciertas ideas románticas, sobre todo de escritores de cuarta fila. Pero también se nutre de ideas del despotismo ilustrado, de las extrañas divagaciones de Nietzsche, así como de fuentes tan insospechadas como el pensamiento de Darwin. ¿Acaso no influyó en la eugenesia hitleriana la idea de la «supervivencia del más fuerte»? Sin embargo, a nadie se le ocurre colocar a Darwin como uno de los antecedentes del fascismo. Si es cierto que algunas ideas románticas (e, insisto, algunas y sin duda no las centrales y, desde luego, no las de los autores más importantes) influirían o serían usadas por los nazis, no lo es menos que muchas ideas ilustradas darían origen a otro horror comparable al fascismo: el estalinismo, la inmensa maquinaria de represión y muerte del Gulag.

Cabría preguntarse por qué nadie dice: «La Ilustración es el origen de las masacres comunistas». A mí me parecería una frase bárbara, desenfocada e injusta, pero no es menos cierta que la que afirma que el romanticismo es el origen del fascismo. Horkheimer y Adorno abordaron este tema tan problemático (especialmente para el marxista Adorno) en su Dialéctica de la Ilustración, donde expusieron con gran claridad cómo la Ilustración, por la aplicación literal y ciega de ciertos principios de su ideario, pudo llegar a generar algo que era absolutamente opuesto a su naturaleza esencial. Y, desde luego, a nadie se le ocurre negar la importancia del proyecto ilustrado por los resultados deplorables que algunas de sus ideas llegarían a tener con el paso del tiempo. Pero ya sabemos que las salvajadas de un lado y de otro siempre se miden con raseros diferentes.

Creo que Las raíces del romanticismo, de Isaiah Berlin, es un libro peligroso. El peligro se deriva del enorme prestigio de su autor y de que sus afirmaciones casi nunca son literalmente falsas. Berlin se las arregla para parafrasear ideas hasta desdibujarlas, para extraer de dichas ideas conclusiones gratuitas o aparentemente «lógicas», pero que las desvirtúan y desfiguran, y para colocar generalizaciones, sensaciones e impresiones (muchas de ellas de un marcado tono personal) al mismo nivel que los hechos objetivos. Muy extraño para un historiador. En efecto, porque éste es un libro muy, muy extraño.

Las raíces del romanticismo no nació originalmente como libro, sino como un ciclo de conferencias pronunciadas por Isaiah Berlin en Washington. Algo de la vaguedad y del carácter elocuente de sus páginas tiene que ver con su origen oratorio. Me interesa el libro no sólo porque me interesa el tema del que trata y porque me parece trágico y peligroso que en España –especialmente– se entienda tan mal el romanticismo, o lo que es lo mismo, la modernidad, sino porque el texto de Berlin me parece un verdadero jardín de paradojas intelectuales. Una y otra vez, al leerlo, me preguntaba cómo era posible que un intelectual de renombre mundial pudiera incurrir en tales disparates, cómo era posible que un pensador de primera fila tuviera un entendimiento tan prodigiosamente limitado en tantos aspectos. Pero comencemos, ya, nuestro recorrido por el libro.

Conferencia primera: En busca de una definición

Comienza Berlin presentándonos la tesis de su obra. Es esta: «Mi tesis es que el movimiento romántico ha sido una transformación tan radical y de tal calibre que nada ha sido igual después de este». Así dicho, no parece gran cosa. Pero si seguimos leyendo entenderemos, quizá, mejor lo que quiere decir Berlin. Su idea viene a ser que hasta la llegada del romanticismo el mundo estaba más o menos bien, las cosas estaban más o menos ordenadas y todo parecía tener más o menos sentido, pero que todo eso quedó destruido y trastocado con la llegada del romanticismo. Para Berlin, la historia parece dividirse en dos etapas: la anterior al romanticismo, dulces y serenos milenios de orden, confianza y vida tranquila y armoniosa, y la posterior al romanticismo, llena de caos, infelicidad y confusión.

Se pregunta Berlin cuáles serían las razones de que a fines del siglo XVIII, una época encantadora, feliz y pacífica en la que todo el mundo vivía bien y se sabía disfrutar de la vida, la gente comienza a volverse «súbitamente neurótica y melancólica». No entiende –dice– por qué se produjo el estallido violento de la Revolución Francesa, ni tampoco entiende qué relación puede tener dicha revolución con la aparición del romanticismo. Es pronto, pero ya podemos comenzar a señalar las paradojas del razonamiento de Berlin.

La primera es que él no pretende estudiar el romanticismo, ni deducir de qué se trata a la luz de los hechos y de los textos. Lo que parece hacer, por el contrario, es partir de una definición previa de lo que es el romanticismo. Se trata de una definición tosca, escolar y pueril, vagas nociones de vehemencia, caos, turbulencia, melancolía, como si el romanticismo no fuera una estética, un ideario, una visión del mundo, sino una especie de estado psicológico, un capricho del ánimo. Si los hechos se adecuan a su definición, todo va bien. Si no se adecuan, entonces Berlin confiesa su confusión y afirma que no entiende nada. Así, por ejemplo, para Berlin, la Revolución Francesa fue una puesta en práctica de los ideales de justicia universal de la Ilustración. Dado que el romanticismo nada tiene que ver con la Ilustración, ya que todo él es melancolía, vehemencia emocional y «culto al talento» y a la «autenticidad» (un término que le parece especialmente odioso), ¿qué puede tener que ver con la revolución en tanto que aplicación de los principios ilustrados?

Dado que la Revolución Francesa fue el gran símbolo del romanticismo y dado que, como es evidente y bien sabido, la mayoría de los románticos se sintieron inspirados y exaltados por la ella, Berlin debería comenzar por considerar que no puede hacerse un corte brusco entre la Ilustración y el romanticismo. La Revolución es una consecuencia de la Ilustración, y puesto que los románticos eran revolucionarios, es evidente que esa definición escolar y pueril del romántico como exaltado violento e irracional no tiene el menor sentido.

Lo que no está tan claro es que la Revolución forme parte del proyecto ilustrado. La Ilustración quiso transformar la sociedad poniendo al frente de ésta las «luces», es decir, la razón, y quiso desterrar la religión y la superstición por medio de una educación basada en los hechos y en la ciencia. La obsesión de los ilustrados es lo útil, razón por la cual nunca fueron amigos de las artes, consideradas un entretenimiento ocioso y carente de utilidad práctica. Estaban convencidos de que, cuando a través de la educación y la instrucción pública, lograra desterrarse el oscurantismo, se crearía un mundo en el que no existirían guerras ni violencia y en el que regiría una justicia universal. Los ideales ilustrados fueron adoptados, como bien sabemos, por muchos monarcas grandes y pequeños a lo largo y ancho de Europa. Carlos III de España, por ejemplo, cuya sola mención todavía provoca en nosotros una sensación de admiración y nobleza, fue un monarca ilustrado. Los monarcas o «déspotas» ilustrados mejoraron las condiciones de vida de la gente común, reformaron las leyes, abolieron la tortura, estimularon la agricultura con la construcción de canales y pantanos, apoyaron la ciencia con la creación de universidades y laboratorios, y modernizaron las ciudades con grandes plazas y avenidas. Intuimos que la Ilustración fue más reformista que revolucionaria. Es evidente que la generación revolucionaria de Marat, Danton o Robespierre tenía una visión del mundo muy distinta de la de Montesquieu, D’Alembert o Diderot.

Pero hay algo mucho más obvio, y es que la Revolución Francesa y todas las revoluciones que seguirían son, desde luego, el símbolo central del romanticismo. Tendemos a ignorar en estos casos el flujo de la historia. Beethoven admiraba la revolución y su encarnación más visible, Napoleón Bonaparte, pero cuando Napoleón se convirtió también él en un tirano, se sintió tan desengañado que le escribió una marcha fúnebre. William Blake cantó la Revolución Francesa en uno de sus poemas extensos, pero perdió todo su entusiasmo al comprobar el baño de sangre en que se había convertido. Victor Hugo, perteneciente a una generación posterior, fue antirrevolucionario durante su juventud, dado que él no había conocido el mundo anterior a la Revolución y de ésta sólo había conocido sus excesos. Pero más adelante cambió de parecer y se convirtió, con el estreno de Ernani, no sólo en el líder del romanticismo francés, sino en un defensor acérrimo de la revolución artística y política.

Pero me gustaría adelantar ya, de una vez por todas, uno de los principales obstáculos que existen, a mi modo de ver, para comprender correctamente el romanticismo. Nos encontramos con este pequeño escollo una y otra vez, y ciertamente nos lo encontramos una y otra vez en el texto de Berlin. Desde mi punto de vista, es un error equiparar Ilustración y romanticismo, ya que ambos fenómenos históricos tenían ámbitos muy diferentes. La Ilustración es, sobre todo, un proyecto social y político, académico y científico, mientras que el romanticismo es sobre todo un fenómeno artístico.

Por eso, cuando se dice que el romanticismo no estaba interesado en la ciencia, por ejemplo, no está mintiéndose, pero sí está desfigurándose la verdad. La revolución científica nunca fue parte de la revolución romántica porque los románticos eran sobre todo poetas, músicos, artistas, filólogos o folcloristas, mientras que los ilustrados eran pensadores, juristas, reformadores sociales, científicos, naturalistas, físicos, botánicos…

Por esa razón, los ilustrados sintieron casi siempre una cordial aversión por las artes y combatieron con saña el teatro, las «comedias», las novelas (un género particularmente odiado), la ópera (que fue prohibida en diversas ocasiones), así como la poesía lírica, considerada un género carente por completo de «utilidad pública» y, por tanto, irrelevante. Vemos que en la Rusia soviética, heredera natural de muchos ideales de la Ilustración, también la poesía lírica fue vista con malos ojos, se persiguió el arte «subjetivo» y se consideró que toda la creación artística debería ser parte de la maquinaria ideológica del Estado. Para los ilustrados, el arte debía ser «útil», es decir, pedagógico, porque la ilustración no entendía lo que era la imaginación. Y es lógico (y también una gran fortuna para todos) que un físico o un jurista no entiendan lo que es la imaginación y no le atribuyan valor alguno.

Sí, es cierto que la Ilustración fue en muchos aspectos un movimiento antiartístico, aunque esto raramente se recuerda (quizá porque manifestar cualquier recelo a la Ilustración puede ganarle a uno el apelativo de «fascista»), pero no es cierto que la época romántica fuera de ningún modo «anticientífica». ¿Cómo iba a serlo y por qué?

Berlin afirma no comprender el vínculo que existe entre la revolución política y la revolución romántica, y tampoco, dice, entre éstas y la revolución industrial que, nos advierte en una frase encantadora, «no ha de tomarse como algo irrelevante». En efecto, la revolución industrial no debe tomarse como algo irrelevante, y debemos comprender las tres revoluciones –la romántica, la política y la industrial– como fenómenos evidentemente vinculados y relacionados.

Los románticos, dice Berlin, «no estaban fundamentalmente interesados en el conocimiento ni en el avance de la ciencia». Habría que definir con cuidado de qué se trata ese «conocimiento», porque afirmar, por ejemplo, que Novalis, Keats o Schopenhauer no estaban interesados en el conocimiento resulta algo bastante extraño. Por lo que respecta a la ciencia, hemos de repetir que ésta nunca fue parte, realmente, del programa romántico, lo cual no quiere decir, por supuesto, que los románticos (dejando aparte esos escritores reaccionarios de tercera fila, como Joseph de Maistre) estuvieran en contra de la ciencia. Hubo, por otra parte, románticos que tuvieron un intenso interés por la ciencia. No pondremos el ejemplo obvio de Goethe, porque suele considerarse que el Goethe maduro no es un romántico, un empeño a mi parecer tan inútil como el de aquellos que pretenden clasificar a compositores como Beethoven o Schubert (es la tendencia mayoritaria hoy en día) como pertenecientes al «clasicismo». Pero dejemos a Goethe y vayamos, por ejemplo, al caso de Adelbert von Chamisso, el autor de la preciosa novela Peter Schlemihl, una de las obras maestras de la narrativa romántica. Chamisso, novelista y poeta, fue sobre todo un hombre de ciencia y dedicó la mayor parte de su vida a recorrer el mundo en diversas expediciones científicas. A él se le deben la clasificación de numerosas especies botánicas, como la amapola californiana, un importante trabajo sobre los árboles de México y un estudio sobre el lenguaje hawaiano. La brevedad de la obra literaria de Chamisso se debe, precisamente, a la intensidad de su actividad científica.

Sin embargo, he dicho que la ciencia no fue parte del programa romántico, y me gustaría poner un ejemplo para aclarar mi punto de vista y poner las cosas en perspectiva. Tomemos la historia del ferrocarril, quizá la innovación técnica más importante del siglo XIX. Las máquinas de vapor fueron creadas en el último tercio del siglo XVIII, pero la primera locomotora la presentó Richard Trevithick en 1804, el mismo año en que Beethoven componía la Sonata «Waldstein» y Jean Paul publicaba su autobiográfica Flegeljahre. En 1825, George Stephenson construyó la primera locomotora de vapor, que arrastró trenes de transporte público entre Stockton y Darlington, el mismo año en que Rossini estrenó su divertidísima ópera Il viaggio a Reims (un viaje que se realizaría en coche de postas, claro está) y dos años después de que August Wilhelm Schlegel publicara su traducción del Baghavad Gita. ¿Podemos relacionar la sonata de Beethoven o la traducción del sánscrito de Schlegel con los primeros intentos de construir locomotoras de vapor? ¿Podríamos decir, por ejemplo, que Schlegel, al traducir el Baghavad Gita, estaba, de algún modo, intentando sabotear los intentos de George Stephenson?

Pero, como sabemos, la primera línea de ferrocarril interurbano, que unió Liverpool con Manchester, se inauguró en 1830. Una fecha clave de la revolución industrial y también en la moderna configuración de Europa y del mundo. Pero 1830 fue también un año particularmente significativo para las artes. 1830 es el año de la Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz, que señala el verdadero principio del romanticismo musical, crea un género nuevo (la «música de programa») e inicia el moderno uso de la orquesta, y es además el año de la famosa «Batalla de Ernani» (el estreno de la tragedia Ernani, de Victor Hugo, se convirtió en una batalla campal entre los defensores del teatro clasicista y los jóvenes románticos), una obra muchas veces considerada como el comienzo del romanticismo literario.

Vemos, pues, que el año 1830 fue un año clave tanto en lo que ahora llamaríamos «tecnociencia» como en las artes. La pregunta sería: ¿qué relación existe entre la inauguración de la primera línea de ferrocarril interurbano y la creación del ancho de vía internacional, y el estreno de la Sinfonía Fantástica, la aparición del moderno concepto de orquestación o la batalla suscitada por Ernani? Desde luego, la única relación entre esos fenómenos, que pertenecen, los primeros, a la historia de la ingeniería y, los segundos, a la historia de las artes, es simplemente su coincidencia en el tiempo. El desarrollo de las vías férreas y el desarrollo de la forma musical o dramática no tienen ninguna relación directa unos con otros, ni tendrían por qué tenerlo. Sería muy justo decir que a Berlioz no le interesaba gran cosa la ciencia. Le interesaba tan poco, de hecho, que después de estudiar un año de medicina abandonó la facultad espantado para no volver a pisarla nunca. Pero sería un disparate afirmar que Berlioz estaba «en contra» de la ciencia o que el estreno de la Sinfonía Fantástica influyó de cualquier manera, positiva o negativa, en la creación del moderno sistema mundial de ferrocarriles. Añadamos, en fin, una viñeta curiosa: la del anciano Antonín Dvo?ák, uno de los grandes compositores del romanticismo, y su gran admiración por las locomotoras.

La realidad es que durante la época romántica, la ciencia y la técnica avanzaron de una forma asombrosa y transformaron radicalmente la sociedad y la vida de Europa. El hecho es que la historia no avanza mediante grupos de ideologías contrarias que se enfrentan limpiamente entre sí, siempre los mismos: clásicos y románticos, revolucionarios y conservadores, güelfos y gibelinos, o como queramos llamarlos. La historia avanza por medio de eso que Arthur Koestler llamó «holones», es decir, niveles emergentes sucesivos, de modo que lo que en una época se opone como dicotomía, en la época siguiente pasa a formar parte de un mismo «holón». La lucha que los ilustrados llevaron a cabo contra la religión y la superstición tenía pleno sentido en su momento, pero a mediados del siglo XIX la realidad de Europa era completamente distinta a la de mediados del XVIII. La del siglo XVIII era una sociedad semifeudal de aristócratas y campesinos, la de mediados del XIX una de burgueses enriquecidos y masas de proletarios que se hacinaban en suburbios y trabajaban en fábricas. La idealización un tanto abstracta de la ciencia, de las «luces», de la «razón» y de lo «útil» que llevaron a cabo los ilustrados no tendría el menor sentido, por ejemplo, en la Inglaterra de Charles Dickens, una sociedad absolutamente mercantilizada, totalmente materialista y embarcada en un proceso de mecanización no sólo del trabajo, sino también de los propios seres humanos.

Lo cierto es que, a mediados del siglo XIX, la ciencia, la técnica, la industria, la maquinización y la ingeniería no necesitaban ya de ninguna doctrina filosófica que las defendiera o que las impulsara. Ya no existía un Antiguo Régimen de aristócratas que practicaran el ingenio en los salones y tocaran el clave, sino un nuevo régimen de grandes comerciantes cuyo único valor era el dinero. La «utilidad», el gran caballo de batalla de los ilustrados, no sólo era ahora el valor predominante, sino que comenzaba a mostrar una faz siniestra, esa misma que Adorno y Horkheimer supieron describir con tanta exactitud en su Dialéctica de la Ilustración.

La actitud progresista, innovadora o «moderna» no es la misma en todas las épocas, ni podría serlo. Una actitud «moderna» en 1750 resultará antigua y conservadora en 1800, del mismo modo que lo que en 1800 resulta innovador y avanzado, en 1850 será ya parte de la tradición y la nostalgia. Esta verdad de Perogrullo debería ser totalmente obvia para todo el mundo, pero no lo es. Los autoproclamados defensores del “«proyecto ilustrado» se empeñan en ignorar la historia, en tergiversar los hechos, en reducir la complejidad del tapiz histórico a un par de posiciones, siempre dos, siempre autoexcluyentes y siempre las mismas.

Mi tesis es la siguiente: en el siglo XVIII, lo moderno, lo progresista, lo avanzado, era ser ilustrado. En el siglo XIX, lo moderno, lo progresista, lo avanzado, era ser romántico. Pero hay una diferencia entre ambas etapas: que la del romanticismo no sólo es más moderna porque lo es en términos absolutos, sino porque es en el romanticismo cuando se crea el hombre moderno y cuando se inicia la visión del mundo y de la realidad que sigue siendo todavía la nuestra. Hablo de la Ilustración y el romanticismo históricos y reales, no de vagas abstracciones manipuladas, no de principios abstractos.

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