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Una mirada desapasionada a la desigualdad económica (II)

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En la primera parte de este ensayo describía la evolución de la desigualdad desde finales de los años setenta hasta el inicio de la recesión. Contaba allí que la desigualdad, medida con el índice de Gini, había empeorado en casi todo el mundo, pero había mejorado en España; y que medida como el porcentaje de la renta total en manos de los súper ricos había empeorado (y mucho) en los países anglosajones, pero no en España. Nos queda por explicar, hasta donde podamos, los porqués de estas evoluciones. Por qué el incremento de la desigualdad en casi todo el mundo. Por qué la disminución en España. Y, claro, también nos queda por hablar de lo que ha pasado desde la recesión; y por qué.

1. Los sospechosos habituales

Empecemos por ver las razones que se han dado para explicar el aumento de la desigualdad en la mayoría de las sociedades durante el período que va desde los años setenta hasta el inicio de la recesión.

Los sospechosos habituales son tres: 1) la globalización, 2) el proceso de cambio tecnológico y 3) la primacía ideológica del liberalismo económico, que se articula en un marco del cambio regulatorio y de la fiscalidad. Pongámoslos uno a uno frente al tribunal.

1.1 La dichosa globalización

El primer acusado siempre es la globalización, entendida como disminución de las dificultades para comprar, y vender, en el extranjero. El extranjero: no como ente abstracto donde uno pasa las vacaciones, sino como persona que en algún sitio del mundo vende su trabajo demasiado barato (al menos para mi gusto) y me quita la clientela.

Hay varios razonamientos económicos en esta dirección. El principal (a juzgar por cuanto se oye, y por cuán vehementemente se expone) es muy antiguo y conceptualmente muy sólido. Es el siguiente: una de las mayores diferencias entre países ricos y pobres es que, en los países ricos, el capital y la fuerza de trabajo cualificada son ambos relativamente abundantes, mientras que los países pobres se caracterizan por tener en relativa abundancia fuerza de trabajo sin cualificar. Ahora bien, tanto hay individuos poco cualificados en los países ricos como los hay con todos los doctorados del mundo en los países pobres.

Al mismo tiempo, hay bienes cuya producción requiere de más empleo cualificado (digamos, por ejemplo, diseño y construcción de satélites espaciales), mientras que hay otros bienes que parece más lógico producir con mano de obra poco cualificada (digamos, por ejemplo, la siembra y recolección de patatas). Supondremos también que los dos bienes son una necesidad imperiosa, y que en los dos países va a consumirse de ambos bienes. En más o menos intensidad, pero se consumen siempre los dos (es un ejemplo ilustrativo, no se lo tome usted literalmente).

El efecto competitivo de la globalización favorece a los de arriba y a los de abajo y perjudica a los de en medio

Imaginemos primero lo que pasa si los países están cerrados al comercio exterior. Hay un enorme muro de hielo que los separa y no puede exportarse nada de un lado al otro, un muro en la línea del de Juego de tronos. Como en los dos lados del muro tienen una necesidad imperiosa tanto de satélites como de patatas, a ambos lados del muro se producen unos y otras. En el país rico se vivirá mejor en términos medios, porque los ingenieros (y hay muchos) son buenos fabricando satélites, pero también patatas, mientras que a los analfabetos les cuesta horrores fabricar satélites. Imagínese que es usted un analfabeto en el país rico. Hay pocos como usted, y se necesitan muchas patatas. Tendrán que poner a unos cuantos ingenieros a cosecharlas, y a usted no le pagarán mucho menos que a ellos. Las patatas son un bien relativamente escaso, luego caro, y es usted quien las produce principalmente, luego su salario es relativamente alto… relativamente con respecto al país pobre, donde el bien escaso son los satélites que fabrican (principalmente) los ingenieros.

Y ahora imaginemos que el muro de hielo se deshace y puede exportarse con libertad. «Obviamente» (entre comillas, porque aunque esto se conoce desde hace doscientos años, hay aún muchos que no lo entienden), el país rico tiende a especializarse en producir satélites y el país pobre en producir patatas. En el mundo deja de haber ingenieros recogiendo patatas y analfabetos diseñando satélites, y se produce necesariamente más de ambos. En principio, todo bien. El PIB de los dos países tiene, necesariamente, que aumentar, porque es como si, efectivamente, produjesen con una mejor tecnología: cada output se produce con el input que mejor le conviene.

Ahora bien, reparemos en un detalle. Los analfabetos del país rico salen perdiendo, porque de pronto dejan de ser un bien escaso: hay muchísimos analfabetos en el país pobre, todos dispuestos a recoger patatas. Los ingenieros del país rico dejan de hacerlo y se ponen (todos) a fabricar unos satélites chulísimos que les venden a los fabricantes de patatas del país pobre a cambio de… patatas. En consecuencia, la desigualdad en el país rico debería aumentar.

Cuando la economía estaba cerrada, los analfabetos del país rico eran distintos a los del país pobre, porque los primeros vivían rodeados de ingenieros que necesitaban comer patatas, mientras que en el país pobre se veían obligados a diseñar (mal que bien) satélites. Los primeros vivían claramente mejor que los segundos. Cuando la economía se abre completamente, nada les distingue. La renta de los pobres del país rico debería ir hacia abajo.

Con menos matices, pero seguro que ha oído usted versiones de este argumento. Son abundantes. En términos políticos, van del progresismo antiglobalizador (que si la deslocalización, que si no-logo) al neofascismo xenofóbico (que si los malditos extranjeros le están quitando el trabajo, o el pan, a mis hijos; como si los hijos de los extranjeros no tuviesen derecho a trabajo, o a pan). Sin embargo, un aspecto interesante de este argumento, que se olvida en todas esas articulaciones políticas, es que, por necesidad, se produce en las dos direcciones. Aumenta la desigualdad en el país rico, pero debería disminuir en el pobre, porque allí, tras la caída del muro, los ingenieros, que eran enormemente escasos, se enfrentan a la competencia de muchísimos ingenieros del país rico. Pierden. Los analfabetos ven, por el contrario, cómo la demanda de sus servicios como patateros aumenta, porque los demandan los ingenieros del país rico. Ganan.

¡Ops! Pero recordemos que es un hecho empírico que la desigualdad ha aumentado en (casi) todas partes. En los países ricos… y en los pobres. Esto debería hacer sospechar que la globalización, al menos en esta encarnación, parece no ser una causa predominante del aumento generalizado de la desigualdad. No sólo eso: es que además, si se hacen las sumas, los números no cuadran.

Nadie duda de que hay un poso de verdad en la historia anterior (que, por cierto, se llama modelo de Heckscher-Ohlin), pero su evidencia empírica es poco satisfactoria. De hecho, es casi devastadora. Y no es que sean una horda de derechistas radicales quienes así lo postulan. Fue Paul Krugman quien, hará unos veinte años, dejó claro que la apertura del comercio no podía afectar sino muy marginalmente al nivel de desigualdad, y en todo caso era del todo incapaz de explicar el aumento de la desigualdad que ya entonces se percibía en Estados Unidos. Quizá tenga efectos, pero parece improbable que sea esta la principal causa del aumento de la desigualdad.

Hay, en todo caso, al menos dos encarnaciones más de la globalización como acusado que aún no han sido absueltas. La primera podríamos llamarla «cola de león/cabeza de ratón». El aumento de la globalización aumenta la competencia y es costoso para la mediocridad. Esto es porque, si los países están divididos por el enorme muro de hielo, un empresario muy capaz sólo puede vender en el mercado local y, por tanto, no va a contratar a muchísimos trabajadores. La demanda de trabajo es relativamente baja, al igual que los salarios, y empresarios mediocres pueden sobrevivir porque los costes salariales son bajos. Entonces el muro de hielo se derrite. Resulta que el talentoso empresario local puede exportar la mar de bien al extranjero, pero para eso necesita de más trabajadores. La demanda de trabajo aumenta y, con ella, los salarios. Ahora la vida es mucho más difícil para los empresarios mediocres.

En general, el efecto competitivo de la globalización favorece a los de arriba y a los de abajo (porque cobran salarios mayores al trabajar para empresarios eficientes en vez de para idiotas) y perjudica a los de en medio. Es mala para el mediocre, que medra en la falta de competencia. Para que nos entendamos: la globalización es buena para Bob Dylan, pero mala para Lluís Llach. Así, puede ayudar a explicar el despunte de la parte del pastel de los de arriba del todo. Nótese que esto no es malo: nos permite escuchar a Bob Dylan y dejar de escuchar música subvencionada.

(Permítaseme una digresión. Hace mucho que creo que el nacionalismo, en realidad, va de esto: del deseo del mediocre de mantener sus ventajas. Y que por este motivo la pequeña empresa familiar (ineficiente, dirigida por el hijo tonto de un padre rico) es el maná político (y la mamá ideológica) del nacionalismo. Mirar a España los últimos años no hace sino reforzar esta creencia.)

En todo caso, ¿cuál es la evidencia de este efecto? Aún escasa, pero crecienteGiovanni Pica y José V. Rodríguez Mora, «Who’s afraid of a globalized world? Foreign Direct Investments, local knowledge and allocation of talents», Journal of International Economics, vol. 85, núm. 1 (septiembre de 2011), pp. 86-101; Gene M. Grossman, «Heterogeneous Workers and International Trade», Universidad de Princeton (febrero de 2013); Anders Akerman, Elhanan Helpman, Oleg Itskhoki, Marc-Andreas Muendler y Stephen Redding, «Sources of Wage Inequality», American Economic Review Papers & Proceedings (2013).. Además, ahora me doy cuenta de algo que no comenté en la primera parte (pido disculpas). Existe la evidencia de una caída de la renta de la clase media en favor de las partes más y menos pudientes de la distribución tanto para Estados Unidos como para el Reino UnidoStephen Machin y John Van Reenen, «Changes in Wage Inequality», Center for Economic Performance, Special Paper núm. 18 (abril de 2007).. Para el resto del mundo no sabría qué decir, aunque mi opinión personal es que no es descabellado que este tipo de efectos estén produciéndose. De alguna manera, es una historia demasiado bonita como para ser incorrecta.

Aún nos queda tercer cargo acusatorio contra la globalización, y es que ha forzado cambios políticos que a su vez han hecho aumentar la desigualdad. Nótese que, en esta acusación, la globalización se habría compinchado con otro de los acusados: la regulación de la actividad económica. Volveré a esta acusación cuando hablemos de política, un poco más abajo.

Y hasta aquí la actuación del fiscal. Ahora, si yo fuera el abogado defensor de la globalización, no dejaría de alegar que, independientemente de todo lo anterior, también es obvio que la globalización ha tenido efectos positivos sobre la desigualdad en el planeta Tierra. Esto es así porque ha contribuido significativamente (enormemente) a la convergencia en la renta entre países. Al menos sobre este tema hay un consenso esencial entre los especialistas. Es otro tema, y no quiero entrar en él, pero la evidencia es apabullante. Han crecido los países en vías de desarrollo que se han abierto, y no los que no. El proteccionismo debe entenderse siempre como una forma de dar galletas a unos frente a otros y distorsionar la competencia. Así, la convergencia entre seres humanos de la que se hablaba en la primera parte se habría visto favorecida al ampliar nuestros horizontes a través de la globalización.

Visto, pues, para sentencia (que usted dicta). Pasemos al siguiente acusado.

1.2 El cambio tecnológico

En el período en el que se ha producido un empeoramiento generalizado de la desigualdad también ha habido un cambio tecnológico notable. Notable no tanto por cuánto han cambiado las cosas, sino por cómo lo han hecho. Desde el inicio de la revolución industrial (la verdadera liberación de los humanos de la miseria generalizada) el cambio tecnológico ha sido una constante. Sin embargo, se ha aducido que la introducción de tecnologías de la información es especial porque se trata de un cambio sesgado en favor de los más cualificados (en inglés, skill biased technological change, o SBTC).

Los ordenadores benefician a los que tienen actividades creativas y perjudican a los que realizan actividades automatizables

Piense usted en la introducción de los ordenadores. Son fantásticos para hacer lo repetitivo, y sustituyen espléndidamente el trabajo realizado antes por personal poco cualificado. Por eso el valor relativo de la parte creativa del trabajo habría aumentado. Piense usted en una secretaria y un ejecutivo. En el pasado, el ejecutivo tomaba decisiones y le dictaba cartas a una secretaria. Hoy tiene que tomar decisiones igual que antes, pero no se las dicta a una secretaria: para eso está el ordenador. La secretaria es menos necesaria, y pasará a cobrar relativamente menos.

Otro ejemplo. Piense en un delineante y un arquitecto. El primero no puede hacer lo que hace el segundo. Para el segundo es hoy en día mucho más fácil hacer lo que hacía el primero. La introducción de los ordenadores beneficia a los que tienen actividades creativas y perjudica a los que realizan (o realizaban) actividades repetitivas y/o automatizables.

Ya se vio en la primera parte que, en particular en los países anglosajones, ha aumentado la importancia del nivel de educación en la determinación del salario. Gente con la misma diferencia en cualificación ahora tiene sueldos mucho más distintos que en el pasado. Y esto a pesar de que en este período ha aumentado muchísimo el acceso a la educación superior.

De hecho, si hay algo que sorprende más que el aumento de la desigualdad en Estados Unidos es el hecho de que es el país importante en que un mayor porcentaje de la población termina los estudios universitarios. Y esto a pesar de que la educación superior es esencialmente privada y enormemente cara (aunque también de una calidad extraordinaria que nos deja a los europeos en evidencia). Para que se haga usted una idea: el coste de matricular a un alumno en una universidad decentita puede ser de unos cincuenta mil euros… al año… y sólo de matrícula. Y, a pesar de eso, van a la universidad y escuelas profesionalesDerecho, Medicina, Periodismo o Administración de empresas son allí estudios profesionales que se realizan después de acabar una carrera. Son más años, y más costes. más que en ningún otro sitio. ¿Por qué? Pues no porque tenga un especial afán intelectual por educarse, sino porque creen que les vale la pena. Porque son conscientes del enorme (y creciente) diferencial entre educados y no educados.

La evidencia acusatoria por aquí es, pues, apabullante. Además, SBTC nos ayuda a explicar la generalización del aumento de la desigualdad no sólo en los países ricos, sino también en los pobres. Visto para sentencia.

1.3 La primacía ideológica del liberalismo económico

El siguiente acusado es, probablemente, el que goza de menos simpatía popular. Uno diría en ocasiones que si el sheriff no estuviese protegiéndolo en la cárcel, las masas enardecidas lincharían al acusado antes de llegar a juicio. Definitivamente, el liberalismo cae mal.

Y no faltan razones para la antipatía. No se hace simpático por su falta de compasión. Ni ayuda que le digan al que está hundido que si está ahí abajo, en el hedor de la derrota, es por su culpa. Por su falta de esfuerzo. Por gandul. Por malo. Con esa prepotencia que da el mirar de arriba abajo, con el viento de la victoria soplándote en la cara. No, no se hace simpático.

Definitivamente, el liberalismo cae mal. No se hace simpático por su falta de compasión

Hace pocos días que murió Margaret Thatcher, santa patrona del liberalismo, y su más celosa inquisidora. A todas luces, una persona notable: tanto por de dónde venía como por dónde acabó. No había nadie más improbable para ser la inquisidora del liberalismo que la hija de un tendero. La primera mujer que alcanza la presidencia del gobierno de un país importante por méritos propios y no por ser hija o viuda de alguien. Y, al mismo tiempo, estandarte de la derecha más conservadora. El primer primer-ministro de la historia de Gran Bretaña con serios conocimientos científicos y la primera persona en una posición de poder que abogó por la lucha contra el cambio climático y los peligros de no controlarlo (en 1990). Y, sin embargo, odiada hasta el resquemor por la misma izquierda que hace de la liberación de la mujer y la lucha contra el cambio climático dos de sus rasgos ideológicos definitorios.

A mí, que vivo en su tierra, la reacción pública tras su muerte me ha impresionado profundamente. Por la visceralidad de las opiniones expresadas en una cultura que tiene la moderación como rasgo distintivo. Obviamente, decir que era una figura proclive a despertar sentimientos contrapuestos es quedarse corto. Por un lado, una parte importante de la población y los medios la describen como alguien que cambió el país de forma decisiva y, en general, positiva. Los conservadores (que, recordemos, son la mayoría) van a más, y la tachan de la salvadora que frenó la decadencia de un país gobernado por rigideces institucionales.

Pero, por otro lado, una parte considerable, y considerablemente ruidosa, de la población le detestaba, y con fruición. Con un odio casi descarnado. Hay gente que se ha puesto a bailar en público celebrando su muerte. Los hay que han brindado con champán (o, quizá, cava, para ahorrar); como dicen que se hizo en España en el 75, pero en público y notoriamente. Se han hecho chistes en televisión a su costa, con sorna. En la radio emitieron una canción que se llama «Ha muerto la bruja». Todo muy poco británico, ciertamente.

Todo esto viene a cuento porque, además de recordar lo tontos que son los estereotipos del británico tomando té calmadamente, da que pensar acerca del porqué. Y una explicación bien a mano la ha dado un gráfico que circula en Internet con la serie temporal del índice de Gini en el Reino Unido (no dice de qué, si de renta generada, o disponible, o riqueza). En los once años en que Maggie gobernó se disparó… y ahí arriba se ha quedado.

Soy escéptico de estos gráficos que circulan por la web. La mayoría tergiversan, cuando no dicen tonterías. Sin embargo, en este caso hay algo de verdad. Ya vimos que en los países anglosajones la desigualdad ha aumentado una barbaridad, y lo hizo al mismo tiempo que Reagan y Thatcher gobernaban. En este período, y en estos países, los tipos impositivos para los ricos bajaron una barbaridad. Se liberalizaron mercados. Disminuyó el poder de los sindicatos. Se implementó una política económica liberal que, en gran medida (incluso tras varapalos financieros), se mantiene. Y es que en estos países, y en este período, los liberales ganaron por goleada la batalla ideológica y, en consecuencia, su implementación política.

De ahí a imaginar que esto tiene algo que ver con el aumento de la desigualdad, e incluso con la fiesta de los ricos, hay un trecho muy corto. De hecho, son más que sospechas. John DiNardo, Nicole Fortin y Thomas LemieuxJohn DiNardo, Nicole M. Fortin y Thomas Lemieux, «Labor Market Institutions and the Distribution of Wages, 1973-1992: A Semiparametric Approach», Econometrica, vol. 64, núm. 5 (septiembre de 1996), pp. 1001-1044.  Nicole M. Fortin y Thomas Lemieux, «Institutional Changes and Rising Wage Inequality: Is There a Linkage?», The Journal of Economic Perspectives, vol. 11, núm. 2 (primavera de 1997), pp. 75-96. demostraron convincentemente (hace quince años) que el aumento en la dispersión salarial en Estados Unidos no puede ser explicado estadísticamente sólo por el cambio tecnológico, y que el proceso paulatino de cambio institucional (des-sindicalización de la industria y disminución del salario mínimo) explica una parte importante de la diferencia; y ellos no son los primeros ni los últimos en encontrar evidencias en esta dirección.

Hay que fijarse, además, en los impuestos, algo que, particularmente en Estados Unidos, produce sarna. Y es que en el sur de Europa no se tiene consciencia del nivel de progresividad impositiva en el mundo anglosajón antes de los años setenta, ni de la posterior caída de la progresividad fiscal (al menos así medida). Mire usted este gráfico. Durante la presidencia de Eisenhower (republicano y conservador, recuérdelo, pero de los que aún no sabían qué es eso del liberalismo) la tasa impositiva marginal para las rentas más altas en Estados Unidos era del 90%. Lo repito, aprovechando que quizás aún tenga usted la boca abierta, el 90%. Por cada dólar extra que un millonario ganase, el estado se quedaba con 90 céntimos. Ahí es nada.

Desde 1964, el tipo impositivo ha ido bajando; y mucho. Ahora se sitúa alrededor del 35%. Y no es una ficción fruto de que la tasa marginal por sí sola podría engañar, porque la progresividad también depende de a partir de qué renta empieza a aplicarse. La tasa impositiva media del 0,1% más rico (el porcentaje que pagan en total, no por dólar extra generado) ha pasado de más del 60% tras la Segunda Guerra Mundial a poco más del 20% hoy en día.

El sistema democrático tiene mecanismos para superar las desigualdades: redistribución y reparto equitativo

La caída en la progresividad es brutalmente chocante: tanto por lo altísima que era como por lo muchísimo que ha bajado. Porque, de hecho, con buena planificación y buenos contables, si usted es rico, puede apañarse unos impuestos sumamente moderados. Mitt Romney, el candidato republicano a las últimas elecciones, a pesar de tener una enorme fortuna, pagaba una tasa efectiva del 14,1% de su renta en impuestos. Obviamente, pasa algo bien raro cuando Warren Buffett, uno de los hombres más ricos del mundo, se queja de que paga demasiado poco en impuestos.

En Estados Unidos (y en el Reino Unido, donde ha pasado algo parecido) se ha hablado, y se habla, mucho de este cambio. Porque es brutal. Estos países han sustituido sistemas fiscales extremadamente progresivos por sistemas mucho más regresivos. Y esto se ha producido al mismo tiempo que las convicciones económicas (y éticas) del liberalismo se han expandido. Impuestos bajos. Incentivos. Incentivos. Mercado. Mercado. Impuestos bajos.

Su efecto más obvio es que la fiesta de los súper ricos es aún más divertida, pero lo interesante es que afecta no sólo a cuánto pueden gastar, sino también a cuánto ganan o, al menos, a cuánto declaran. Por un lado, tasas marginales más bajas hacen que haya menos cantantes de rock «viviendo» en Suiza, pero también que haya menos incentivos para llevarse su dinero a las islas Caimán.

Pero, además, afecta a sus incentivos a ganar más. La inmensa mayoría de los que ganan una barbaridad lo hacen porque les gusta: el poder, el estar ahí arriba. Ahora bien, tampoco faltan quienes piensan que para que te quiten el 85% o el 90% de lo que ganas trabajando un poco más, mejor te vas de vacaciones, que para eso te has comprado el yate. Por una cosa y otra, es esperable que una regresión de las tasas impositivas marginales más altas aumente el porcentaje de la renta en manos de los más ricos, y un aumento de la desigualdad. Como mínimo, de la que observamos.

Aunque en esto de gravar con impuestos bajos a los muy, muy ricos, los estadounidenses no se quedan solos. De hecho, todos estamos por la labor. En España están las SICAV, y, en Estados Unidos, Romney obtuvo sus bajos impuestos mediante una cosa llamada CRUT. En todas partes parece haber un acrónimo impronunciable y de oscuro significado que permite a los adinerados pagar muy poco. ¿Por qué? Porque si no, se llevan su capital a otro sitio y, en vez de pagar poco, no pagan nada. Es lo que tiene la movilidad del capital, que los países compiten para atraerlo. Y no hay mejor manera de atraer capital que poner impuestos bajos a los que lo tienen en abundancia. Cosas de la competencia fiscal y regulatoria entre países. Se trata de cuando se conchaban la globalización con el liberalismo, creando algo así como el supervillano de la película: el Lex Luthor de la distribución de la renta.

En todas partes hay un acrónimo impronunciable que permite a los adinerados pagar muy poco. Si no, se llevan su capital a otro sitio y, en vez de pagar poco, no pagan nada

Los países, sobre todo los pequeños, idean incentivos para intentar atraer a empresas y capital, a fuerza de «des-regular» mercados y poner impuestos bajos. Ahí tienes a tus Irlandas, tus Islandias, tus Suizas, tus Chipres, tus Luxemburgos, tus Austrias o tus islas Caimán. Los países grandes pueden bien seguirles, bien perder aún más impuestos y capital; es decir, que les siguen. Lo divertido es que como todo el mundo pone impuestos bajos, la cantidad de capital que se atrae es relativamente escasa, y todo se queda en… impuestos bajos y poca regulación. Si además hay alguien diciendo que eso de poner impuestos bajos y desregulación es, al fin y al cabo, lo correcto, ahí tiene usted la receta de un liberal a favor del movimiento del capital y en contra de Estados grandes y de coordinación impositiva. Y este es el motivo por el que desmembrar estados en entidades «nacionales» más pequeñas es un acto conservador: en un entorno donde los de arriba tienen facilidad para mover sus recursos, dividir el Estado es disminuirlo. Es necesariamente favorable para los que están arriba, porque disminuye la capacidad de los Estados para redistribuir impositivamente y para regular en favor de los que están abajo.

Juntándolo todo, en fin, yo soy de la opinión de que el liberalismo como vencedor de la batalla intelectual tiene algo que ver con el empeoramiento de la distribución de la renta en casi todas partes. Pero ahora no me atrevo a dictar sentencia. Lo más probable es que los tres acusados tengan parte de culpa, y que ninguno haya actuado en soledad. Existen, de todas maneras, diferencias entre ellos. El tercero es, de lejos, el más doloso. La globalización y el cambio tecnológico han traído consigo aspectos enormemente positivos. Creo que muchos de nosotros estaríamos dispuestos a aceptar estos beneficios incluso si es a cambio de aumentos moderados de la desigualdad.

Sin embargo, es como mínimo muy debatible que el establecimiento del paradigma liberal y la desregularización de la economía hayan traído ventajas que compensen por el aumento de la desigualdad que se observa en los países anglosajones. Cuando ves que en los últimos treinta años la mayoría de los norteamericanos no ha aumentado su nivel de vida sustancialmente, te da que pensar. Aunque no se comparta, sí que se entiende que genere tanta antipatía y qué hay tras el porqué de esos insultos al cadáver de Mrs. Thatcher.

Personalmente, estoy convencido de la importancia de los incentivos, y de la necesidad de que exista responsabilidad por las acciones de cada cual. Ahora bien, creo que hay evidencia suficiente para afirmar que puede haber contribuido de forma desmesurada al aumento de las desigualdades; y que puede resultar ser algo a medio plazo muy negativo. Debería hacerse lo indecible por evitar el desgarro social.

Y quizás aquí radica el problema. He leído estos días que Mrs. Thatcher dijo durante su mandato en el gobierno que la sociedad no existe, sino tan solo individuos y familias. No sé si es verdad que lo dijo (dicen que dijo tantas cosas), pero estoy seguro de que, si lo dijo, estaba equivocada. La sociedad existe. Nos miramos los unos a los otros. Cuando nos sentimos ofendidos por una injusticia, reaccionamos. Y también lo hacemos colectivamente. Nos indignamos. Votamos. Y podemos, como mínimo, cambiar las instituciones que nos gobiernan.

Antes de pasar página quiero mencionar que circula por ahí una opinión, que podríamos llamar neomarxista, que cree que este aumento de la desigualdad es el estado natural de las cosas; que hemos vivido una ilusión de igualdad, pero que estamos abocados a la desigualdad, porque es algo así como un mecanismo innato del capitalismo. A mí me parece que, afortunadamente, no es así. El capitalismo no puede separarse de la acción política. Si las desigualdades son muy grandes, el sistema democrático tiene mecanismos para superarlo a través de la redistribución y del reparto equitativo de las oportunidades a través de un sistema educativo eficiente. Puede hacerse, claro que se puede. Es cierto que la competencia fisca complica las cosas, pero no las hace imposibles. Lo que hay que hacer es votar. En Estados Unidos ya lo hicieron una vez en los años treinta, y es posible que ahora estén haciéndolo otra vez. Y ahí están como mínimo los países nórdicos para demostrar que un sistema de incentivos eficiente es compatible con un nivel de equidad razonable. Claro que se puede, pero para eso hay que votar; y, quizás, estar un tanto indignado.

2. España cañí

Ahora toca hablar de España que, como se vio en la primera parte, es un bicho raro en esto de la desigualdad. Mientras que ésta aumentaba en todas partes, aquí disminuía. Si la globalización estaba incrementando las desigualdades en Europa, también debería hacerlo en España. Si el cambio tecnológico estaba aumentando las desigualdades, también debería hacerlo en España. Y, claramente, no lo hizo.

Uno podría pensar a que se debe a la evolución política y del marco salarial, y bien puede haber mucho de esto. No nos olvidemos que cuando en Estados Unidos tenían a Johnson, España tenía a FrancoBueno, España tenía a Franco cuando estaba Johnson… y Kennedy, y Nixon, y Ford, y Eisenhower, y Truman, y Roosevelt.. Cuando el Reino Unido tenía a Thatcher, España tenía a Felipe González. No me parece descabellado pensar que el cambio en el modelo sindical y del papel del Estado en la actividad económica tenga que ver con la mejora de la desigualdad.

No me parece descabellado, pero creo que, como mínimo, hay algo más. Yo visualizo lo que ha pasado en España con un recuerdo de juventud: pero de la de Gonzalo Torrente Ballester, que no la mía. Hace ya muchos años, en un programa de televisión, Gonzalo Torrente Ballester se quejaba del deterioro del nivel de vida en España. Contaba él que en su juventud, siendo catedrático de instituto, podía permitirse tener servicio doméstico, pero que «hoy en día» (esto es, a finales de los ochenta) eso era impensable. Y sí que lo era, pero no porque hubiese bajado el salario de los catedráticos de enseñanza media (como él parecía creer), sino porque había subido, y mucho, el de la gente con poquísima educación y recursos; en gran parte, porque ya quedan pocos de ellos. Digo yo que lo hacía sin saberlo, pero Torrente Ballester se quejaba de que ya no había miseria ajena de la que él pudiese aprovecharse. De la caída de la desigualdad.

Recordemos que la desigualdad salarial proviene de la conjunción de dos cosas: por un lado, las diferencias en los salarios medios de personas con unas u otras características, y, por otro, de cuán distintas son las personas. Por ejemplo, una sociedad puede tener rentas salariales muy desiguales si éstas son muy sensibles a diferencias en la educación. Pero también puede tenerse mucha desigualdad incluso si la correlación entre salarios y educación es baja: basta con que las diferencias en educación sean lo suficientemente altas.

En comparación con otros países, la desigualdad salarial en España proviene de este segundo factor. Nuestros salarios dependen relativamente poco de lo que somos, pero somos muy distintos entre nosotros. Las diferencias en nivel educativo son mucho más altas en España de lo que lo son, por ejemplo, en los países nórdicos. Y no sólo eso, ya que la evidencia indica que la caída de la desigualdad en España se debe no tanto a que disminuyan las diferencias entre individuos con distintos elementos observables dados (empleo, estudios, profesión, sector, edad, experiencia, sexo), como a que disminuyen las diferencias entre las características observables de las personas.

En otras palabras, la desigualdad disminuyó en España (con algún altibajo) en los treinta años anteriores a la presente recesión no tanto porque hayan disminuido las diferencias entre los salarios que cobran los guapos y los feos, como porque ahora hay menos diferencias en cuán guapos y feos somos. De hecho, somos, en general, todos bastante más guapos de lo que éramos. No está mal.

El mérito en la disminución de la desigualdad radica en gran medida en el acceso a mejores niveles de educación

¿Y a qué todo esto? El hecho de que las diferencias salariales fuesen relativamente pequeñas si están condicionadas por características de los trabajadores bien podría ser por la regulación fascistoide de un régimen que en gran medida hemos heredado. Que si el Fuero del Trabajo, que si el sindicato vertical. Muy bonito sobre el papel, pero papel mojado a la vista de las enormes desigualdades en cómo éramos. El mérito en la disminución de la desigualdad radica probablemente en gran medida en el acceso generalizado a mejores niveles de educación, que nos ha hecho más parecidos los unos a los otros. No tanto en el funcionamiento del mercado de trabajo como en el crecimiento económico y la creación de un Estado del bienestar razonable.

En mi opinión, es bien plausible que la caída de la desigualdad en España, al tiempo que aumenta en el resto del mundo, es una consecuencia de haber empezado con más de una generación de retraso a construir el Estado del bienestar. No es que el cambio tecnológico o la globalización no nos hayan afectado, pero se ha visto más que compensado porque, durante este período, nosotros montábamos un Estado del bienestar (que funciona aceptablemente) mientras que otros desmontaban parte del suyo.

Bueno, hay una cosa más que ayudó al descenso de la desigualdad: el boom de la construcción, que disparó los salarios de los trabajadores con pocos niveles de cualificación. Los datos parecen indicar que no fue lo principalJosep Pijoan-Mas, Virginia Sánchez-Marcos, «Spain is Different: Falling Trends of Inequality», Review of Economic Dynamics, vol. 13, núm. 1 (enero de 2010, pp. 154-178). Hipólito Simón,  «La desigualdad salarial en España: una perspectiva internacional y temporal», Investigaciones económicas, vol. XXXIII, núm. 3 (septiembre de 2009), pp. 439-471. , pero sin duda desempeñó un papel relevante: podía vivirse muy bien con pocos estudios. Y, claro, todo suma. Los individuos, más iguales (de lo que eran, aún mucho más diferentes entre nosotros de lo que lo son los suecos entre ellos), y los que están peor, cobrando sueldos inflados. Menos desigualdad. Jauja.

Recordemos, no obstante, que estoy escribiendo esto porque en la prensa se dice, se insiste, que la desigualdad en España es altísima, y crece desorbitadamente. Y yo aquí contando que España se salvó de la quema. Que los ricos aquí no han estado de fiesta, o al menos que su fiesta ha sido menos divertida que la de todos los demás. Puede ser, pero entonces, ¿a qué el cabreo? ¿A qué que se hable tanto de desigualdad? ¿Cómo es que la Eurostat dice que nuestro índice de Gini se ha disparado? ¿Miente la prensa?

3. Es el paro, estúpido

Bueno, sí, la prensa miente. Mucho, a menudo, y a menudo con alevosía. Además, cuando los periodistas hablan de economía, por lo general son un océano de confusión. Van perdidos, y nos pierden. Pero en este caso, y sin que sirva de precedente, ya tienen un poco de razón, aunque por lo general con una interpretación confusa, entre ilógica y mal informada.

Lo que reconcilia las dos cosas es, obviamente, la recesión. Aquí es donde todo cambia para España, y el motivo es, sin duda, el nivel de desempleo. En las recesiones, la desigualdad en la renta generada aumenta no tanto porque aumente la dispersión en los salarios, sino porque aumenta la dispersión de las horas trabajadas. Y esto se debe a que lo que define esencialmente a una recesión es el aumento del desempleo. No sólo eso, sino que los que se quedan sin empleo son sobre todo personas con rentas bajas. El resultado es que los de abajo trabajan menos horas, luego aun en el caso de que no les bajen los salarios (de hecho, que no bajen los salarios es lo que provoca el desempleo, pero eso es otra historia), el grado de desigualdad aumenta.

Es verdad que los ingresos de los trabajadores menos cualificados deben de haber bajado en España durante la recesión. Pero con casi total certeza se debe sobre todo a que un sector que pagaba una barbaridad (si se me permite decirlo, pagaba «en exceso») ha desaparecido. Sus trabajadores, al paro. Y si encuentran otro trabajo, será con los sueldos que cobran «normalmente» los trabajadores sin cualificación. Un hecho de los ciclos de negocios que cuesta hacer entender es que los salarios varían muy poco con el ciclo: lo que varía es la cantidad de empleo. De hecho, lo que produce grandes niveles de desempleo es precisamente que los salarios oscilan muy poco. Si los salarios bajasen mucho, los empresarios seguirían ganando dinero con los trabajadores y no tendrían ganas de despedirlos.

Así, durante una recesión no cae el salario y la renta de todos a la vez (lo que nos haría más pobres, pero no cambiaría la desigualdad), sino que cae mucho la de algunos (los que se quedan en paro) y poco o nada la de los demás, de resultas de lo cual a la desigualdad le pasan cosas muy divertidas. No sólo el pastel se hace más pequeño, sino que las porciones pequeñas disminuyen de tamaño proporcionalmente más que el pastel. Las más grandes disminuyen proporcionalmente con menor rapidez. El nivel de desigualdad crece. Esto pasa en todas partes, y en todas las recesiones, pero en esto del desempleo no nos gana nadie a los españoles. Por consiguiente, en esto de empeorar la distribución de la renta cuando llega una recesión tampoco nos gana nadie. Y es que España, rara avis del mundo desarrollado, es diferente para lo bueno y para lo malo. Lo que decía: España cañí.

Lo que nos hace diferentes para lo malo es el desempleo. Es nuestro drama nacional, nuestra cruz y nuestro desastre

No sólo somos el único país desarrollado (y de los pocos países en general) donde la distribución de la renta ha tenido una tendencia secular a la mejora. También somos el país con las instituciones del mercado laboral más peculiares. Sólo nosotros compaginamos un nivel de protección al empleo enorme con un nivel de cobertura del seguro de desempleo altísima. España es el país donde el desempleo es el más alto en los buenos y en los malos tiempos; pero en las malas rachas es muchísimo más exagerado que en ningún otro sitio. Bueno, últimamente están los griegos intentando emularnos, pero yo confío en que a fuer de no reformar de verdad (pero de-verdad-de-verdad) el mercado laboral y el marco educativo, no consigan alcanzarnos. Nadie es mejor que nosotros en eso de no reformar.

En fin, que cuando viene una recesión la distribución de la renta empeora en España una barbaridad y mucho más que en los países que nos rodean. Es una de las cosas que trae aparejadas una tasa de desempleo del 25%, o de más del 50% para los jóvenes, que hace que a tu distribución de la renta le pasen cosas divertidísimas.

Dicho sea esto, quiero también resaltar que en todos los países el aumento de la desigualdad durante recesiones es menor en la renta disponible (y el consumo) que en la renta generada. El Estado redistribuye y, en alguna medida, protege de estos vaivenes que da la vida. En todas partes, aunque en unas mejor que en otras.

Es notable el caso de Suecia a comienzos de los años noventa. Su recesión fue de órdago, no del todo disímil de la que estamos pasando nosotros ahora, y, sin embargo, aunque la renta generada empeoró su distribución enormemente, la renta disponible apenas lo hizo. Para eso es para lo que quieres el Estado del bienestar. Obviamente, en Suecia funciona. Obviamente, en España, no.

Estoy defendiendo, por tanto, que el problema en España no es la desigualdad. No es que los salarios sean especialmente desiguales, ni que el papel impositivo del Estado sea regresivo. No. De hecho, las diferencias salariales en España han disminuido históricamente mientras las de todos los demás aumentaban. No: el problema en España es el desempleo, y es un problema diferente del que hace que la desigualdad sea parte fundamental del debate político en el mundo anglosajón.

Cuando oiga usted a alguien quejarse del aumento de la desigualdad en España y al mismo tiempo decir que no debemos reformar nuestra regulación laboral: cuando oiga esto, dígale usted, siendo educado, que se vaya a hacer puñetas. Lo que nos hace diferentes para lo malo en cuanto a desigualdad es el desempleo. Es nuestro drama nacional, nuestra cruz y nuestro desastre.

4. La recesión, ese pisito tan chulo que se compró usted, y los súper ricos

Fíjese que no he hablado aún de cómo está tratando la recesión a los súper ricos, y eso que reviste particular interés. Antes hemos visto que la recesión produce desempleo, y el desempleo aumenta la desigualdad, pero antes no se había visto lo que les pasa a los súper ricos debido al dichoso top-coding, y uno podría sospechar que a los muy ricos las depresiones (y, en particular, esta) no les sientan bien.

Los ricos son, al fin y al cabo, los que tienen más activos, y en particular los que tienen más activos financieros. Así, la caída de las Bolsas no les han sentado nada bien, y las pérdidas de valor de su capital (que debe de ser imputado como una reducción de la renta) han provocado que desde hace cinco años la proporción del pastel en manos de los muy ricos haya disminuido. Esto es así tanto en Estados Unidos como, por lo general, en el resto de países. La fiesta, donde la hubo, acabó, por tanto, cuando llegó la crisis. Pues quizá sí suceda que la crisis la pagan los capitalistas. Bueno, los capitalistas y los parados. De hecho, un reciente artículo de Emmanuel Saez demuestra que, en Estados Unidos, el porcentaje de la renta en manos de los súper ricos ha disminuido en la recesión, pero menos de lo que disminuyó en otras recesiones.

Un aspecto adicional de esta recesión sobre la desigualdad tiene que ver con la distribución de activos. En España, como en casi todas partes, las clases medias y populares ponen sus activos sobre todo en propiedad inmobiliaria. Pero en España a la gente se le fue la mano. Venga a comprar viviendas, con eso de que «es una gran inversión» que «nunca baja de precio», «para qué pagar un alquiler cuando puedo comprarme mi casa». Así, en un ejercicio de insensatez colectiva, las clases medias y populares españolas no sólo invirtieron mucho en inmuebles, sino que empeñaron sus rentas futuras a cambio de una propiedad. Se hipotecaron locamente, con un desparpajo que raya en la inconsciencia.

Las clases medias y populares españolas se hipotecaron locamente, con un desparpajo que raya en la inconsciencia

Y, claro, los precios de la vivienda no es que bajasen, es que se estrellaron. En la medida en que los activos financieros se recuperen antes que la propiedad inmobiliaria, lo que parece bastante factible tal y como están las cosas, esto debería incidir en un aumento de la desigualdad y en un aumento del porcentaje de la renta en manos de los súper ricos: durante el boom, las clases medias disfrutaron de un aumento enorme de su riqueza, o así lo percibían, porque el valor de los inmuebles subía y subía. La desigualdad bajaba, porque los súper ricos tienen, relativamente, mucho menos activos en propiedad inmobiliaria. Pero ahora todo apunta a que será al revés.

En todo caso, debo confesar mi irritación cuando, después de esta estupidez colectiva, España entera se pone a echarle la culpa a los bancos, a los que prestaron el dinero para comprar la vivienda. Que yo sepa, a nadie le forzaron. Es verdad que algunos bancos (y muchísimas cajas) prestaban dinero con una alegría idiota (sólo equiparable a la alegría con que los españolitos deseaban endeudarse). Cierto. Pero si un banco no le hubiese dado usted un préstamo, se hubiese puesto usted de los nervios. Muy probablemente, usted hubiese mentado a la madre y a toda la familia cercana del director del banco.
Durante unos quince años, los españoles estuvieron especulando. Especulando como locos. Como especulan los tiburones de las finanzas. Con los ojitos encendidos. Contando el dinero que iban a ganar. Así especulaban, con avaricia. Y no me negará usted que tiene una cierta gracia que ahora se eche la culpa de todo a los «especuladores» y a los bancos, dándole un giro sorprendente al significado del verbo «especular».

Pero, en fin, ahí estamos. De la misma manera que el boom debió de ayudar a disminuir la desigualdad (sobre todo mirando hacia los súper ricos), el batacazo tiene que ayudar a que aumente.

5. Put the blame on mambo

¿Qué hacer? Claro, como si fuese fácil…

Lo primero, ser sinceros con nosotros mismos y dejar de engañarnos jugando al solitario. Dejar de tener ataques de buenismo y de buscar malos y culpables a quienes colgar un sambenito. Lo primero es empezar a hablar de desempleo, y no de desigualdad.

Porque es mucho más fácil hablar de desigualdad. Como no se sabe muy bien de qué se habla, puede ponerse uno a divagar sin buscar culpables específicos. Nos quedamos con que si «la banca», o que si «los ricos», o que si «los políticos»; o mejor, con que si «el capitalismo». Es más fácil llenarse la boca de palabras grandilocuentes. De que si hay que luchar contra «la pobreza». De que si hay que cambiar «el sistema» (malo, malo, malo sistema).

Hablar de desempleo es más fastidiado. Resulta que las empresas no son oenegés. Las empresas están ahí para ganar dinero. No contratan a nadie a no ser que esperen ganar dinero contratándolo. No se contrata más a no ser que bien aumente la productividad de los empleados (para que la empresa pueda ganar más dinero con ellos), bien se les paguen salarios más bajos. Es impepinable. Como lo primero es imposible en el corto (e incluso medio) plazo, sólo queda lo segundo: bajar los sueldos. Y anda, a ver quién es el guapo que dice esto y gana unas elecciones.

No, todo son eufemismos. Y, mientras tanto, paro, paro, paro.

Vale, estaría muy bien aumentar nuestra productividad. Esto pasa, entre otras cosas, por mejorar de arriba abajo el sistema educativo, que es, objetivamente, muy mejorable. También podría mejorarse la competencia, facilitando la creación de empresas, desregulando mercados que se han regulado en favor de Pepito o Juanito: pero todo eso es muy difícil de cambiar.

También hay que controlar algún sector que se desreguló demasiado. Por ejemplo, las cajas de ahorro, si aún existieran, deberían cambiar completamente de forma de gobernarse: pero, claro, ya no existen. En España sobra regulación, y notarios, y abogados; y falta mercado. Mercado y competencia: responsabilidad individual, incentivos. ¿Se acuerdan? Incentivos. Pero toda esa regulación ha creado intereses; y la cofradía de los intereses creados tiene cogido al poder político por los bemoles. Me da a mí que eso pasa aquí y en todas partes, pero aquí los intereses creados han generado algunos monstruos.

En todo caso, incluso si pudiese reformarse, no iba a generar gran cosa en el corto plazo. Si pudiese reformarse la universidad, pasando por encima de tanto catedrático que no investiga, sus efectos no se notarían más que dentro de bastantes años. Y aún se tardaría más en notar los efectos de un cambio en la educación primaria y secundaría, que es, creo, incluso más importante.

Y si cambiáramos la regulación del mercado laboral para hacerla más razonable, asegurándonos, por ejemplo, que el sistema dual de contratos temporales no vuelva a generar una masa de jóvenes sin vinculación permanente con las empresas en las que trabajan, y a los que ni les va ni le viene adquirir conocimientos que aumenten su productividad en la empresa en la que trabajan (total, en seis meses tendrán que irse), tampoco obtendríamos nada a corto plazo.

No, a corto plazo solo te queda bajar sueldos. Y esto no es divertido. O bajas sueldos, o tienes demasiado paro. Y bajar sueldos no te hace popular, ciertamente no con los que tienen los sueldos altos. Hemos incentivado a una generación a no educarse, ofreciéndoles trabajos con sueldos excesivos en construcción o servicios. Y ahora que no hay construcción, son jóvenes que aspiran a sueldos altos, aún con realidades de productividad muy bajas. La receta perfecta para un desempleo escandaloso.

En vez de hablar de decisiones difíciles y de tomar el toro por los cuernos, nos ponemos a hablar de desigualdad. En abstracto. Que si aumenta, que si son los ricos, que se quedan con una parte mayor del pastel. Es más fácil echarle la culpa a lo abstracto. Al «capitalismo». A cosas que no se entienden muy bien, pero que suenan guay. A la explotación. A la globalización. A los bancos. Put the blame on mambo.

*      *      *

¿Qué hacer?

Pues reforma lo que puedas. Intenta capear el vendaval de las finanzas públicas, que no es poca cosa. Procura pagar las pensiones el mes que viene, aunque tarde o temprano también tengas que reformarlas. Intenta que tu país no se desmiembre en pedacitos, que va todo encaminado a ello; y si a Cataluña se la llevan por delante los nacionalistas, la habremos fastidiado de-verdad-de-verdad. Pueden hacerse muchas cosas, y son pocas –que me conste– las que están haciéndose. De hecho, hay alguna que me consta que no se hace; y alguna otra que me consta que está haciéndose mal.

Mientras tanto, agárrate bien y aguanta. Procura bajar los salarios si de verdad quieres bajar el desempleo a corto plazo. Ah, y prepárate para un sopapo en las próximas elecciones. Procura que el coste social de la insensatez pasada (esos pisos tan majos que los españolitos se compraron, y el gasto público desmesurado) sea el menor posible, pero hazlo asegurándote de que los bancos que te quedan no se peguen otra bofetada. Que van tocados, y no los quieres hundidos.

Pueden hacerse muchas cosas, y son pocas las que están haciéndose

¿Y de la desigualdad? Pues eso, baja el paro. Es esa la historia de la que nosotros hablamos. Por supuesto que estaría muy bien hacernos suecos. Que estaría muy bien mejorar nuestro sistema educativo. Que estaría muy bien que nos pareciéramos más entre nosotros, pero con incentivos que determinen el qué hacemos. En los países nórdicos hay más igualdad, pero si la condición se centra en cómo somos hay mucha dispersión, porque allí importa el qué hacemos. En todo caso, no nos haremos suecos mañana por la mañana. Y, de todas formas, insisto en que no es este el tema que está generando alarma social. El problema, nuestro problema, es el paro.

Ya lo decía en la primera parte. Si hablamos tanto de desigualdad es por mimetismo cultural atontado. Se habla en la prensa de la desigualdad porque es un problema norteamericano. Porque en los países anglosajones sí que hay un tema gordísimo con la evolución de la desigualdad en los últimos decenios. Si existe demanda en España para leer este ensayo es porque se oye hablar del tema en un contexto estadounidense, porque allí lo discuten en el congreso, escriben libros, hacen películas.

No es que lo de la desigualdad me parezca poco interesante. De hecho, es a lo que me dedico. Estudiar el tema de la desigualdad (o aspectos de ella) es, en el fondo, lo que me da de comer y, en mi opinión (definitivamente sesgada), se trata de un tema fascinante. De esos de los que, si empiezas a pensar, no paras, y disfrutas aprendiendo. Y es que hay muchos aspectos de la desigualdad que me he dejado en el tintero. He hablado todo el rato de desigualdad como si fuese una sola cosa, pero cuando uno se pone a pensar en estos temas es fácil acabar diferenciando entre igualdad en las condiciones iniciales, de cómo se traduce en bienestar material, de igualdad de oportunidades y de herencia, y de cómo ésta afecta a las condiciones iniciales. Hay, por ejemplo, una literatura fascinante sobre cómo se traduce la desigualdad económica en diferencias en salud y expectativas de vidaJosep Pijoan-Mas y José-Víctor Ríos-Rull. «Heterogeneity in Expected Longevities», Center for Economic Policy Research, Discussion Paper núm. 9123 (septiembre de 2012).  que ni siquiera he mencionado.

No lo he hecho porque nuestros problemas acuciantes no tienen nada que ver con ellos, igual que tienen poco que ver con las causas de la evolución de la desigualdad en Estados Unidos. En ese sentido, y sólo en ese sentido, ponernos a discutir airada y vigorosamente de desigualdad es poco menos que hacernos una enorme y colectiva paja mental. Y también, qué narices, una demostración de nuestra irrelevancia intelectual, una muestra de cuánto miramos desde Europa a Estados Unidos, no sólo para buscar soluciones a nuestros problemas, sino también para determinar los problemas que tenemos.

Lo que quiero resaltar es que España es casi el lugar en el que menos importa si el aumento de la desigualdad se debe a la globalización, o al cambio tecnológico, o a la actividad política. Hay cosas mucho más apremiantes: las causas últimas del absurdo nivel de desempleo que sufrimos y que puede costarle la juventud a una generación de españoles.

Aquí de lo que deberíamos hablar ahora es de paro. Paro, paro. Mucho paro.

José V. Rodríguez Mora es catedrático de Economía en la Universidad de Edimburgo.

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