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Un yanqui en Innisfree

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Cuando fantaseamos con el paraíso, solemos caracterizarlo como un espacio –casi siempre, un jardín y, en algunos casos, una isla? en el que los ríos corren bulliciosamente entre todos los matices del verde, celebrando el triunfo de la vida sobre la muerte. En The Quiet Man (Un hombre tranquilo, 1952), John Ford sitúa el paraíso en Innisfree, un pueblecito irlandés con un pequeño río de aguas verdes, un viejo puente de piedra, una alegre taberna con barriles repletos de cerveza negra y una iglesia antigua, con vitrales policromados y una torre puntiaguda. El río atraviesa la población –levantada sobre un istmo?, comunicado con dos lagos rodeados de llanuras verdes, con infinidad de muros de piedra semiderruidos, que dividen laderas, colinas y planicies en cuadrados y rectángulos. La naturaleza convive con una imprecisa geometría que recuerda a cada paso la acción del hombre. Un bosque, un apeadero ferroviario y una abadía en ruinas del siglo XIII, con una majestuosa cruz celta, completan un paisaje que seduce sin esfuerzo, insinuando que la eternidad no es un ensueño, sino un lugar real, que nos ofrece la oportunidad de abandonar la rueda implacable del tiempo. El imaginario Innisfree se rodó en Cong, un pueblecito de novecientos habitantes, que pertenece al condado de Mayo, situado en la región de Connemara. Actualmente, Cong parece menos real que Innisfree, pues ha mimetizado el orbe imaginario creado por John Ford. Algunos establecimientos comerciales han adoptando el nombre de la película, que puede leerse en fachadas, escaparates y letreros. En 1990, José Luis Guerín rodó un documental titulado Innisfree, certificando que la ficción suele ser más duradera que la realidad, incluso hasta el extremo de suplantarla.

En la ficción cinematográfica, Innisfree es un paraíso verde esmeralda. Es el color de los vagones del tren de que se baja Sean Thornton (Jonh Wayne), el hombre tranquilo que huye de su pasado, regresando a su pueblo de nacimiento. Su familia emigró a Estados Unidos, huyendo de la pobreza y la escasez de oportunidades. Sean se curtió en una sociedad dura «como el acero», que no le regaló nada. Boxeador profesional, mató a un contrincante en el ring. Aunque se trató de un accidente, el sentimiento de culpa le hizo colgar los guantes. Su vuelta a Irlanda puede interpretarse como una fuga, pero también como un viaje moral, donde conviven el anhelo de expiación y la necesidad de reconstruir su identidad, seriamente maltrecha por la inesperada experiencia de matar a un semejante. El boxeo es un deporte, no una reyerta. Se rige por unas reglas, que incluyen el respeto al rival. La muerte del adversario rompe un equilibrio creado para evitar desenlaces fatales. Es una desgracia que actúa como una fuerza centrífuga, expulsando de la competición al púgil implicado en el desdichado lance. No es una expulsión formal, acordada, sino un efecto colateral, simbólico, que el afectado vive como un forzado exilio, casi como una sentencia bíblica. Sean «Tornado» Thornton pierde el áspero edén forjado en América. Es un edén turbulento, pero no exento de dignidad y coraje. Se ve obligado a buscar otro paraíso, más luminoso y armónico. Por eso, emprende un viaje hacia los orígenes, concretamente hacia Blanca mañana, la casita en que nació y pasó su primera infancia.

El tren que lleva a Sean hasta Innisfree no parece un simple medio de locomoción, sino un vehículo encantado, con su verde esmeralda, casi irreal, que –en mi caso? siempre me ha recordado a la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz (The Wizard of Oz), la famosa película infantil de 1939. De hecho, cuando Sean baja del tren, empieza el cuento de hadas, sólo que la inocencia no está encarnada por Dorothy Gale (Judy Garland), sino por un estilo de vida arcaico, preindustrial, reacio a cualquier forma de modernidad, donde el matriarcado comparte sus privilegios con un machismo que exalta una violencia ritualizada, no muy distinta de la que acontece en un cuadrilátero de boxeo. El primer asalto comienza en el andén, cuando el jefe de estación y el maquinista discuten sobre el camino hacia Innisfree. Cada uno propone un itinerario, que no conduce a Innisfree. No es una burla, sino una advertencia. Sean se interna en un mundo con unas reglas propias, y necesitará descubrirlas si no quiere extraviarse. La disputa sobre los caminos alternativos hacia otros destinos desemboca en un galimatías. Una mujer se suma a la discusión, incrementado la confusión. Sean está cada vez más desorientado y perplejo. La aparición de un hombrecillo con aspecto de duende resuelve la situación. Se trata de Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald), un borrachín que trabaja ocasionalmente de cochero, guía y casamentero. Su escasa estatura contrasta con la Sean. Todo indica que el héroe necesita a un geniecillo para superar las distintas pruebas que le planteará el destino a fin de medir su valor y justificar su protagonismo.

Durante el camino, Michaleen hace preguntas sin descanso. Su talante parlanchín no irrita al lacónico Sean, que acaba franqueándose con él. Michaleen conocía a su familia y al propio Sean cuando era un mocoso que apenas le llegaba a la barbilla. La sinceridad brota cuando Sean le pide que se detenga un momento para contemplar Blanca mañana. La pequeña casita blanca, con el tejado de paja y unas contraventanas de madera, simboliza esa dicha que se confunde con la infancia, cuando la expectativa del dolor y la muerte aún no ha irrumpido en la conciencia. La visión de Blanca mañana es un atisbo del paraíso, que se despliega poco a poco. La aparición del padre Lonergan (Ward Bond) sólo corrobora que Sean ha penetrado en un mundo nuevo. El sacerdote celebra que el nieto de Sean Thornton haya vuelto a Innisfree, pues desciende de una familia honorable: «No he olvidado a tu abuelo. Murió en prisión. Tu padre también era un buen hombre». El paraíso verde esmeralda no es el mundo al revés, sino un mundo que subvierte las reglas de la sociedad convencional. Algo más adelante, Michaleen confesará a un excomandante del IRA que no pierde la esperanza de una nueva rebelión contra los ingleses. No sabemos en qué año transcurre la película, pero quizá se refiere a la fallida Rebelión de Pascua de abril de 1916. John Ford escatima las señas de identidad del mundo moderno. Sólo el obispo anglicano que visita al reverendo Playfair (Arthur Shields) y su esposa Elizabeth (Eileen Crowe) utiliza un automóvil. El resto de los personajes se desplazan a pie, en bicicleta o a caballo. El automóvil parece un intruso, quizá la indicación de que ni siquiera el paraíso puede librarse de los cambios.

La aparición de Mary Kate Danhaer (Maureen O’Hara) ?«una pelirroja con todas las consecuencias», según Michaleen? corrobora a Sean que ha cruzado el umbral de un verdadero edén. Mary Kate lleva una falda roja, combinada con un vestido azul. Su pelo rojo resplandece, pero enseguida se esconde debajo de un pañuelo, que pone de manifiesto su condición de mujer humilde. Los colores de su ropa contrastan poderosamente con los prados verdes y los árboles frondosos. Conduce un rebaño de ovejas, ayudada por un hermoso Collie de pelo largo, cuyo manto rubio y blanco añaden más cromatismo a una secuencia que deliberadamente se aleja de la realidad, estilizando a los personajes y acentuando el carácter idílico de la escena. Es inevitable pensar en la literatura pastoril, con su Arcadia y su exaltación platónica de la naturaleza y los afectos. Sean se enamora inmediatamente de ella, sin hacer caso a Michaleen, que intenta enfriar su entusiasmo, señalando que es una solterona sin dote y con un carácter imposible. Sean no le hace caso y, cuando a la mañana siguiente coincide con ella en la iglesia, le ofrece agua bendita con la mano para que se santigüe, escandalizando a los parroquianos. Mary Kate acepta y comienza una historia de amor plagada de obstáculos.

Will Danaher (Victor McLaglen), hermano de Kate y uno de los terratenientes locales, frustrará el romance, pues no soporta que Sean haya comprado Blanca mañana a la viuda Sarah Tillane (Mildred Natwick). Hacía tiempo que deseaba adquirir la pequeña casa, pues quería eliminar la distancia que lo separaba de la viuda, la mujer más rica del pueblo y a la que ama, aparentemente sin ser correspondido. En una película de John Ford, no pueden faltar los puñetazos, especialmente si aparece Victor McLaglen, campeón de los pesos pesados del Ejército Británico en 1918. Sean, que protagoniza con Mary Kate varias escenas románticas verdaderamente memorables (el accidentado encuentro nocturno en Blanca mañana, el beso en la abadía bajo una lluvia sombría, una pequeña y melancólica conversación frente al fuego de una chimenea), deberá superar distintas pruebas para conseguir el amor y el respeto de su esposa. Vencerá en una tradicional carrera de caballos celebrada en una playa cercana; participará en una pequeña conspiración urdida por Michaleen, el padre Lonergan y el reverendo Playfair para engañar a Will Danaher y lograr su consentimiento para la boda con Mary Kate; aceptará estoicamente el desprecio de su mujer, que lo considera un cobarde, y, finalmente, se someterá a la ordalía de pelear con Will, su cuñado, incumpliendo su promesa de no volver a usar sus puños. Cuando Will descubre que lo han engañado, propina un puñetazo a Sean, dejándolo inconsciente. Después se niega a entregar la dote de su hermana. Gracias al padre Lonergan, accede a que se lleven los muebles, pero no el dinero. Sean no comprende la actitud de su mujer, que se niega a consumar el matrimonio hasta recuperar sus objetos. Para él, sólo son «cachivaches». Para ella, representan «trescientos años de sueños felices» y, sobre todo, la anhelada emancipación de su hermano: «Siempre he sido una criada –exclama? y lo seguiré siendo hasta que recupere mis cosas».

Sean se cruza con Will en la taberna en varias ocasiones. No responde a sus bravatas. Todos piensan que le tiene miedo. Una noche, mientras observa el fuego de la cocina con Mary Kate, surge un momento de complicidad y el matrimonio por fin se consuma, pero al día siguiente Mary Kate abandona a Sean, avergonzada por su resistencia a hacer frente a su hermano. Sean, aficionado a las galopadas suicidas, se monta en su caballo y acude a toda prisa a la estación de Innisfree para obligarla a volver. El último trecho sitúa en el mismo plano al tren verde esmeralda y al jinete, creando una atmósfera de desesperación romántica. Mary Kate intenta huir del paraíso, quizá subiendo a un barco con destino a Estados Unidos. Cuando Sean irrumpe en el andén, el jefe de estación y el maquinista han discutido por una nimiedad y están preparándose ceremoniosamente para una pelea a puñetazos. Son hombres de cierta edad, calvos y nada atléticos. El gesto de doblar las mangas de sus camisas para pelear con libertad de movimientos resulta grotesco. Por el contrario, la esperada pelea entre los dos colosos posee un carácter épico, que mantiene en vilo a toda la región. Sean saca a su mujer del vagón y la obliga a caminar hasta la casa de su hermano. No lo hace con delicadeza, sino forzándola a saltar, arrastrarse o cojear. Una multitud creciente los acompaña, exteriorizando su alborozo. Sean ha decidido asumir las reglas de Innisfree y cumplir con un rito que le granjeará el respeto de todos. Volver a pelear le devolverá el afecto de su mujer y le permitirá superar el sentimiento de culpa. Las puertas del paraíso se abrirán definitivamente para él.

La pelea discurre en tono de comedia. Cada puñetazo o patada podría derribar a un buey, pero los contendientes se recobran enseguida. A veces, los ayudan con un balde de agua. Un puñetazo de Sean envía a Will a un río. Poco después, Will le arroja una pinta de cerveza negra a la cara. Ambos acaban mojados y magullados, pero entre golpe y golpe se hacen amigos. La pelea desata apuestas en las que participan hasta la viuda Tillane y el reverendo Playfair. Michaleen se hace cargo de las apuestas y emplea su adjetivo favorito para celebrar los momentos estelares del combate: «Homérico. Es homérico». Dan Tobin (interpretado por Francis Ford, hermano mayor y mentor de John) agoniza en su lecho. Es un anciano venerable, que mantuvo una relación de cordial amistad con el abuelo de Sean. Parece que ha llegado su hora, pero se levanta de la cama cuando descubre que los dos rivales recorren las calles de Innisfree intercambiando mamporros.

La película finaliza con primeros planos de los personajes principales sonriendo a la cámara. ¿Acaso la comedia revela su condición de impostura, despidiéndose de los espectadores con un gesto típico del teatro? Yo no hablaría de impostura, sino de mito con resonancias homéricas y ecos de la mitología cristiana. El hombre tranquilo es la historia de un hombre que intenta regresar al hogar de su infancia, a ese lugar apacible donde las disputas se arreglan de forma divertida e incruenta. La gran y esperada pelea no es violenta, sino entrañable e hilarante. De hecho, sirve para reconciliar a una familia y marcar el inicio del aplazado idilio entre Will y la viuda Tillane, que aceptan a Michaleen como casamentero. No hay odio en Innisfree. El sacerdote católico y sus feligreses fingen ser anglicanos para que el obispo no traslade al reverendo Playfair. Mary Kate, lejos de mostrar codicia, quema el dinero de la dote y adquiere su anhelada libertad. Los hombres cantan y ríen en la taberna, felices y despreocupados. La excelente banda sonora de Victor Young proporciona un inspirado telón de fondo a la trama, subrayando los aspectos festivos y prodigando cierta melancolía –nunca desolación? cuando la ocasión lo exige. El paraíso de John Ford se opone al mundo moderno, exaltando lo arcaico y rural. Algunos opinarán que la comparación es improcedente, pero la Irlanda de John Ford me recuerda a la Galicia del Valle-Inclán modernista.

No sé si existe el paraíso, pero no me importaría que se pareciera a Innisfree, con su tren verde esmeralda, sus suaves colinas y el caballo de Michaleen frenando en seco al pasar por la taberna para que su dueño pueda beber una pinta de cerveza negra.

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