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Un mundo herido

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Alejandro solía tomar el sol en la puerta de su casa. Sacaba una silla de playa, con franjas blancas y azules, y se sentaba, protegiéndose la cabeza con una gorra de los Chicago Bulls. Si era verano, se ponía el bañador y una camisa desabotonada. Descalzo, con el pelo largo y una barba de náufrago, llamaba la atención de los turistas que a veces se acercaban al pueblo, atraídos por las casas de pizarra y la diminuta iglesia, un prodigio de sencillez y equilibrio. No se atrevían a decirle nada, pues su aspecto inspiraba miedo, pero lo cierto es que se trataba de un muchacho pacífico e inofensivo. Alejandro escuchaba música en un viejo radiocasete que desafiaba al tiempo con su funcionamiento impecable. Las viejas cintas que ponía una y otra vez patinaban, deformando ligeramente la música, pero el alto volumen ocultaba los problemas de reproducción. Los vecinos se quejaban, especialmente durante la hora de la siesta, una tradición  muy arraigada en Algar de las Peñas, pero sus lamentos solo despertaban perplejidad en Alejandro, que no entendía su malestar. Era música de los ochenta, canciones de los Secretos, Nacha Pop, Alaska, Radio Futura. ¿Qué tenían de malo? No creía que abusara del volumen. Además, lo hacía para calmar la confusión que bullía en su interior, atormentándolo día y noche. Estaba demasiado atrapado por ese pandemónium como para prestar atención al mundo exterior y sus menudencias, siempre intempestivas.

En el bar de Martín, no se hablaba de otra cosa:

-¿Hasta cuándo vamos aguantar esto?
-¿Es que tiene que suceder una desgracia para que alguien ponga fin a esta situación?
-Está mucho peor desde que volvió de Madrid. Se podía haber quedado allí.

Los vecinos habían recurrido a la Guardia Civil sin conseguir nada más que unos días de relativa tranquilidad. Alejandro bajaba la música, pero al poco tiempo volvía a subirla. Cuando se acercaban a su casa a protestar, se disculpaba y reducía el volumen. No era un joven violento ni maleducado, pero saltaba a la vista que no se encontraba bien.

-Los putos porros –decía Martín, mientras limpiaba la barra.
-Y pastillas. También se tomaba pastillas.
-Se ha frito el cerebro. Pobre chaval.
-Sí, pobre chaval, pero no deja de tocarnos los cojones.

Alejandro había crecido en el pueblo. Hijo único, se había quedado huérfano a los diecinueve años, cuando sus padres, un sencillo matrimonio de agricultores, fallecieron en un accidente de tráfico. Volvían de hacer unos trámites en Guadalajara y un camionero invadió su carril. El conductor se había quedado dormido tras un largo recorrido por Francia y parte de España, incumpliendo las horas de descanso preceptivas. Alejandro se quedó solo, pues sus abuelos habían muerto tiempo atrás, y no tenía primos ni tíos en el pueblo. La emigración se había encargado de destruir todos sus vínculos, desperdigando a sus familiares por España y América Latina. Su abuela materna se ahorcó a los cuarenta años, poco después de un parto. Siempre se dijo que por su estirpe corrían gotas de locura. Se rumoreaba que el suicidio de su abuela no fue un caso aislado. Había otros casos en la familia, pero los prejuicios se habían ocupado de borrar o desdibujar los datos que habrían permitido reconstruir esas historias desdichadas.

Alejandro había sido mal estudiante. Ni siquiera logró terminar la educación básica. Con un simple certificado de escolaridad en el bolsillo, se puso a trabajar con su padre, pastor, agricultor y albañil ocasional. Con algo de tierra en la parte trasera de la casa, cuidaban un huerto donde habían plantado árboles frutales. Tímido y no muy atractivo, las chicas no tomaban en serio a Alejandro. Nunca había tenido una novia. De vez en cuando, se acercaba al «Lovely», un burdel situado a pocos kilómetros del pueblo. Casi todas las putas eran feas y habían dejado la juventud atrás hacía mucho tiempo, pero cobraban poco y si algún cliente les repugnaba, sabían disimularlo. Los encuentros apenas duraban media hora y transcurrían en habitaciones mal ventiladas y con las paredes sucias y despintadas. Alejandro no sabía nada del amor. Solo conocía los espasmos del sexo venal, donde las palabras siempre estaban vacías y las miradas escondían mucho más de lo que exteriorizan. Tampoco sabía mucho sobre la amistad. Los escasos adolescentes del pueblo le consideraban un tonto inofensivo y se burlaban de él con crueldad. Solía reunirse con el Rata y el Tochi, dos chicos de su edad que le alentaban a meterse en líos para contemplar regocijados su incapacidad de salir de ellos.

-Que sí, que le gustas a la Guadalupe –aseguraba el Rata con malicia-. Ve y dile algo.
-Pídele un beso –recomendaba el Tochi-. Sé que se muere de ganas de dártelo.
-¿De veras? –preguntaba Alejandro-. Yo no he notado nada.
-¡Qué tonto eres! –exclamaba el Rata-. No te enteras de nada. Está loca por ti, pero tiene su orgullo y lo disimula.
-¡Tienes que lanzarte a la piscina! –decía el Tochi-. Acércate y dale un beso en los morros. Así. De repente. Ya verás qué contenta se pone.

Alejandro lo hizo y solo consiguió una sonora bofetada que provocó las carcajadas de sus amigos. Fingiendo animarlo, le habían acompañado hasta la pequeña plaza situada delante de la iglesia y se habían quedado a cierta distancia, la suficiente para no parecer implicados en la cruel mascarada y, al mismo tiempo, no perderse la escena.

Cuando los padres de Alejandro fallecieron, el Rata y el Tochi convirtieron la casa de su amigo en una especie de club social, organizando fiestas que reunían a los doce o quince adolescentes del pueblo. Las juergas se prolongaban días y nadie se ocupaba de limpiar o recoger. La vivienda se deterioró rápidamente: paredes manchadas, ceniceros a rebosar, latas vacías, platos rotos, el baño degradado a letrina, la bañera repleta de inmundicias. Alejandro fumaba porros desde los catorce, pero en aquel frenesí de noches en blanco y con la música a todo volumen comenzó a encadenar uno tras otro e incluso se aventuró con las pastillas. Había cobrado un seguro de vida por la muerte de sus padres y derrochaba a manos llenas, sin pensar en el mañana. Sus amigos abusaban de él sin mala conciencia, acercándose al Burger King para comprar diez o doce menús con su dinero. De vez en cuando, Alejandro se acercaba al «Lovely», invitando al Rata y al Tochi. Sus amigos eran groseros, zafios, desconsiderados. Trataban mal a las prostitutas, provocando situaciones incómodas. En alguna ocasión los habían invitado a marcharse y no de buenos modos. Alejandro se engañaba a sí mismo, fantaseando que algunas de las mujeres con las que mantenía relaciones sexuales sentían algo por él. Simpatía y quizás una pizca de afecto. A fin de cuentas, lo abrazaban, lo besaban y le susurraban cosas al oído. Guarradas que intentaban provocarle el orgasmo para acortar el intercambio carnal. Eso le hacía dudar. Quizás no había nada de cariño; solo desprecio por alguien que se apropiaba temporalmente de su cuerpo. Cuando le rondaban esas ideas por la cabeza, se iba a la barra y pedía un whisky tras otro hasta sumergir su conciencia en un estado de confusión donde nada importaba demasiado.

El dinero se acabó pronto. Alejandro se quedó sin nada en pocos meses. Cuando vio el extracto del banco, arrojando un saldo inferior a cincuenta euros, se lanzó sobre la cama y se encendió un porro. Quizás ese fue el primer día en que experimentó ideas delirantes. Tuvo la impresión de que se comunicaba con su abuela, que había cogido una soga para ahorcarse. Le sobrecogió su mirada. La muerte ya estaba allí, suspendida de un dolor infinito. Su abuela  se subía a una banqueta y, con sus manos salpicadas de manchas de color café, anudaba la cuerda a una vieja viga de madera. Después, hacía un nudo e introducía el cuello. Durante un instante, se quedaba inmóvil con la mirada henchida de tristeza. Sus ojos parecían perdidos en una lejanía indefinida, como si contemplaran el ancho, interminable río del pasado, con sus aguas profundas y negras como una de esas nubes que arruinan las cosechas. Alejandro chilló para que no saltara, pero la imagen de su abuela se desvaneció. Sintió que daba un paso en falso, que soñaba que soñaba, que caía por el barranco donde antiguamente se arrojaban los perros muertos, que viajaba en un ataúd, buscando un cementerio donde aceptaran sus restos, que avanzaba por el pasillo de un hospital y se topaba con un cadáver desnudo, con los ojos abiertos y una mueca de espanto. De repente, su mente experimentó un brusco giro y se vio a sí mismo en medio de una multitud. Una masa humana que rugía y le arrastraba, sumergiendo su cabeza en un río de cabezas, pechos, brazos, piernas que flotaban como árboles recién talados. Era como estar en el vientre de un monstruo, deslizándose por galerías húmedas con un hedor insoportable. Sobrecogido, se levantó de la cama con la impresión de que se iba a desmayar. Mareado y con náuseas, salió de su casa y se sentó en una silla. Pensó que tomar el aire le aliviaría. El cielo parecía un mar tranquilo y soberano. Ni viento ni nubes ni una solitaria vela perturbaban su quietud. Había algo en su azul metálico que revelaba el carácter de sus aguas: salobres, frías como un glacial, maliciosas, bíblicas, feroces. Alejandro recordó a don Antonio, el párroco anterior, según el cual en el infierno es un lugar frío. «No os engañéis», decía. «Allí no hay fuego, sino un viento helado que corta la carne como un cuchillo». ¿Sería cierto? Mientras pensaba esas cosas, no advirtió que un desconocido se sentaba a su lado. No era del pueblo, pero tampoco tenía el aspecto de uno de esos turistas que a veces se acercaban a fotografiarse delante de las casas de pizarra, atraídos por una arquitectura que aparentaba rescatar estampas de otro tiempo, cuando no cabía otra alternativa que adaptarse a los materiales disponibles. El hombre parecía recién salido de una hoguera, con la piel tiznada por un sol implacable. Alto, corpulento y con el pelo gris, una enorme cicatriz con aspecto de llamarada corría por su mejilla y bajaba por su cuello hasta desaparecer por debajo de la ropa. Parecía un corte infligido por ese viento afilado como un cuchillo del que hablaba don Antonio, el párroco. ¿Procedía ese hombre del infierno?

-¿Nos conocemos? –preguntó Alejandro, sin saber con certeza si contemplaba algo real o se había internado en un delirio.
-No –contestó escuetamente el desconocido, estirando una pierna, que adquirió una posición antinatural, como si el dolor lastrara sus movimientos-. Estoy de paso.

Alejandro advirtió en su voz fortaleza y obstinación.

-¿Cómo se llama?

El hombre no respondió. Se limitó a extraer de un bolsillo una pipa rudimentaria. Con gestos solemnes, casi mayestáticos, sacó tabaco, lo depositó en la cazoleta, lo empujó hacia abajo con el pulgar y lo encendió con una cerilla de madera, que chisporroteó como un fuego de artificio. Se llevó la pipa a los labios, secos y agrietados como la corteza de un árbol muerto, y aspiró con evidente placer. Después, expulsó el humo lentamente. Vestido con un chaquetón marinero y un gorro de lana, parecía un gran señor que ha orbitado por el mundo, un hombre ferozmente libre y sin miedo.

-He venido a advertirle, joven –dijo-. Márchese del pueblo. Aquí corre peligro.
-¿Qué clase de peligro?
-No lo sé con claridad, pero una fuerza injuriosa e impulsada por una malicia indestructible intentará destruirlo.
-¿No podré defenderme?
-Tendría que tener más carácter, ser capaz de golpear al sol, si este se atreviera a insultarle. Yo lo hice, pero me costó perder la pierna. Desde entonces, no hay paz para mí. Márchese antes de que le suceda lo mismo.
-Yo no he hecho nada malo.
-¿Y eso qué importa? No se juzga a los hombres por sus actos, sino por lo que aparentan.

A la mañana siguiente, Alejandro se gastó los cincuenta euros que le quedaban en pagar el billete de autobús con destino a Madrid. No sabía qué haría allí, pero pensó que tendría más oportunidades que en el pueblo. Logró un empleo en una pizzería, con un salario miserable que solo le permitía pagar el alquiler de una habitación. Vivía en Ciudad Lineal, cerca del parque El Calero. En sus ratos libres, se sentaba en un banco y se fumaba unos porros. Si tenía dinero, también consumía pastillas. Las ideas delirantes volvieron, pero acompañadas de voces. Comenzó a crear problemas en el trabajo. No respondía cuando le hablaban, se confundía al atender a los clientes, no cumplía con las normas de higiene. Finalmente, lo despidieron. Como no había ahorrado nada, al acabar el mes no pudo pagar el alquiler y se quedó en la calle. Durante un tiempo, durmió en bancos y portales. Mendigaba para comer. Siempre se guardaba algo para hacerse unos porros, pero fumaba menos y su salud mental mejoró un poco. En un arrebato de lucidez, decidió volver al pueblo. Allí al menos tendría un techo. No esperaba encontrar su casa ocupada por el Rata y el Tochi. Si cuando se marchó bordeaba la ruina, ahora parecía haber sufrido un bombardeo: colchones cochambrosos arrojados por el suelo, paredes pintarrajeadas, bolsas de basura rebosantes de latas y desperdicios. En una habitación, había un motor desguazado. El Rata poesía un ciclomotor y estaba cambiando piezas para incrementar su potencia. En otra estancia, el Tochi, que practicaba la caza furtiva, había enchufado un congelador viejo y lo había llenado de conejos atrapados con lazos. Cuando vieron aparecer a Alejandro, ninguno ocultó su desilusión.

-Pensábamos que no volverías –dijo el Rata, mostrando esos incisivos grandes y adelantados que le habían granjeado su apodo.
-Esto no se hace, tío –comentó el Tochi-. ¿Ahora qué hacemos con nuestras cosas?
-Podéis quedaros un tiempo.

El Rata y el Tochi, acostumbrados a imponer su voluntad, escucharon con desagrado el comentario.

-Vale, tío. Un tiempo –dijo el Tochi-. Tú mandas. Es tú casa, ¿no?

Dos semanas después, no se habían marchado y la convivencia se había convertido en un infierno. El Rata y el Tochi maltrataban a Alejandro, ridiculizando todo lo que hacía. El motor desguazado seguía en su sitio y el congelador cada vez albergaba más conejos.

-No caces tantos –suplicaba Alejandro-. Ya sabes que están prohibidos los lazos. Si te pilla el Seprona, te empapela.
-Vete a tomar por culo. ¿Te crees que soy un pardillo? ¿Acaso no te los comes tú también? Serás desagradecido…

Alejandro bajó la mirada, pues era cierto que algún día había cenado arroz con conejo, pero eso no justificaba las bromas pesadas que sufría a todas horas, ni la violencia que sufría la casa, cada vez más estragada. Una noche, con el cerebro saturado de porros y alcohol, el Rata y el Tochi arrojaron cortezas de cerdo sobre su cabeza, escupieron en su lata de cerveza, le pegaron collejas con saña y, por último, casi enloquecidos, introdujeron su cabeza en el inodoro y tiraron de la cadena. Alejandro se marchó de la casa llorando y en la plaza del pueblo se topó con Julián, que caminaba utilizando como bastón su paraguas rojo.

-Chico, ¿qué pasa?

Entre hipidos  y sollozos, relató lo sucedido.

-¡Vaya par de cabrones! Esto lo solucionó yo. Ven conmigo.

Desde que se marchó Raquel del pueblo, esa joven rumana a la que quería como una hija y a la que había propuesto casarse para dejarle su casa y su pensión, el rostro de Julián se había ensombrecido. Solo hablaba con Juan, el sacerdote, y con Ana, la hija de Consuelo, una niña muy extraña que incomodaba a la gente con sus ojos negros, dos piedras refulgentes con aspecto de esconder en su interior un fuego perpetuo. Juan, que no contaba con la simpatía de las beatas, intentaba confortarle, pero su torpeza solo le permitía encadenar frases hechas y lugares comunes, lo cual provocaba que Julián, lejos de enfadarse, sintiera lástima, pensando que estaba peor que él. Sospechaba que no tenía fe. Cuando hablaba de Dios, sus palabras transmitían falta de convicción. Julián nunca había creído en Dios. De hecho, nunca se había tomado la religión en serio. Sus convicciones anarquistas alentaban el anticlericalismo, pero aquel curita le inspiraba pena. No era como don Antonio, el párroco anterior, un fanático que ni siquiera le saludaba, pues sabía que era ateo y no se lo perdonaba. En cambio, Juan siempre había sido muy cordial con él. Ana también era muy cariñosa, pero su madre, Consuelo, apenas los veía juntos se enfurecía. Solían hablar a escondidas, casi siempre acompañados por Juan para evitar habladurías. Componían un extraño trío al que a veces se sumaba Alejandro, al cual estimaban, pues aunque su cabeza era una jaula de grillos, se comportaba como un buen muchacho y parecía un perro apaleado, siempre con la mirada sumida en la perplejidad y el desconsuelo.

Julián llevó a su casa a Alejandro y le pidió que esperara en el vestíbulo. Al poco apareció con una escopeta de caza.

-Soy un viejo, pero esto compensa la diferencia de edad. Ya verás cómo corren.

Alejandro se asustó y le suplicó que no hiciera nada.

-Esos dos me dan miedo.
-No te preocupes. Iremos en coche. No hace falta que tú te bajes.
-Podría pasarle algo.
-He pasado por la cárcel, perdí a mi mujer, le importo un comino a mi hija, alejaron de mí a la única persona que me apreciaba, tengo el corazón escacharrado y el reuma me atormenta. ¿Qué más puede sucederme?

Alejandro y Julián subieron a un viejo Land Rover y cruzaron el pueblo en silencio. Cuando llegaron su destino, Julián agarró la escopeta y bajó del coche. No tuvo que llamar a la puerta, pues estaba abierta. Entró en la casa, pegando voces. Al poco, salieron el Tochi y el Rata corriendo, con las manos en la cabeza, como si intentaran protegerse de un golpe o un disparo. Enseguida, apareció Julián, con la escopeta apoyada en la cadera y escupiendo insultos. Cuando comprobó que los jóvenes se habían marchado y no hacían amago de volver, pidió a Alejandro que le ayudara.

-Vamos a sacar el puto congelador y esa mierda de motor –dijo-. Han convertido tu casa en una pocilga. Hay que despejar.

Entre el viejo y el joven, movieron el congelador hasta la entrada y lo ataron con unos pulpos para que no se abriera. Después, con una cadena, lo engancharon al Land Rover y Julián aceleró, arrastrándolo a la calle. A continuación, echaron las piezas del motor al maletero.

-Vamos a hacer una excursión –dijo Julián-. Esto se parece a las manifestaciones contra Franco. Me siento más joven.

El Land Rover cruzó el pueblo produciendo un ruido infernal. Los vecinos que se habían sentado a las puertas de su casa se quedaron estupefactos, contemplando el espectáculo. Julián no se detuvo hasta que llegaron al pequeño barranco de las afueras.

-Ya sabes que este lugar se utilizaba antes como moridero. Se arrojaba a los animales que la palmaban, casi siempre burros o perros. Hoy lanzaremos un cargamento de conejos y un motor destripado.

El congelador cayó con estrépito, reventando al golpearse contra las piedras del fondo. Los conejos quedaron desperdigados. Poco después, se reunieron con ellos las piezas del motor.

-Vente a mi casa unos días –aconsejó Julián-. La escopeta mantendrá alejados a tus amigos.

Alejandro aceptó. Durante una semana, el viejo experimentó la ilusión de vivir acompañado. De noche, veían juntos la televisión y si hacía buen tiempo, charlaban en el patio, disfrutando del olor a madreselva. Julián sabía que Alejandro no aguantaría muchos días a su lado. A los jóvenes no les agrada la compañía de los viejos. A su edad, había asumido que solo le quedaba sufrir una pérdida tras otra. Una zona de su cerebro aún fantaseaba con la reaparición de Raquel, pero sabía que era un anhelo poco realista. Sin embargo, de vez en cuando se dejaba arrastrar por la nostalgia, recordando los escasos momentos que compartieron, cuando pensó que era posible eludir la perspectiva de un ocaso solitario y miserable.

Alejandro manifestó una mañana que deseaba volver a su casa. Julián insistió en acompañarle. Quería asegurarse de que el Tochi y el Rata no le molestarían. Esta vez dejó la escopeta, pero cogió una llave inglesa, que se guardó en la cazadora. Se acercaron a pie y comprobaron que no había nadie.

-Esto es un desastre –dijo Julián-. Te ayudaré a limpiar. ¿Tienes dinero? ¿No? Yo te dejaré algo. Tendrás que plantar una huerta y coger unas gallinas. Tal vez no sería una mala idea echar unos cuantos corderos.

Mientras hablaban, escucharon ruidos en el exterior. Julián sacó la llave inglesa y salió al porche, con la mirada endurecida y la mandíbula apretada. El Tochi y el Rata se encontraban a unos pasos, lanzando llamaradas de odio por los ojos.

-¡Siempre llevas algo, viejo! –masculló el Rata, señalando la llave inglesa.
-Claro que sí. No tengo vuestra edad, cabrones.
-Algún día te pillaremos y te dejaremos guapo –intervino el Tochi, sonriendo amenazador.
-Pues más vale que me dejéis  en el sitio porque si puedo levantarme y volver a casa, cogeré la escopeta y me la echaré a la cara apenas me cruce con vosotros. Yo nos os dejaré guapos. Os dejaré secos.
-No fanfarronees –dijo el Rata con una mueca de incredulidad.
-Ya he pasado por la cárcel y en tiempos mucho más duros. No me quita el sueño volver allí. Y para lo que me queda… Por lo menos me marcharé con la alegría de haber limpiado el pueblo de indeseables. Así que no me calentéis. Os advierto que he traído la escopeta. Está detrás de la puerta y con los cartuchos listos.

El Rata y el Tochi comprendieron que no hablaba en broma. Su odio se transformó en miedo. Sin decir nada, se alejaron sin dejar de mirar hacia atrás.

-Se lo han tragado –dijo Alejandro-. ¡Qué huevos tienes!
-El valor viene solo cuando no tienes nada que perder.

Durante las semanas siguientes, Julián ayudó a Alejandro. Plantaron una pequeña huerta, compraron gallinas y corderos, sanearon y desinfectaron los árboles frutales, limpiaron la casa y la pintaron. Julián se sentía feliz. A diferencia de su hija y sus nietos, Alejandro le agradecía todo lo que hacía por él. Era evidente que no estaba bien. Muchas veces parecía ausente o decía incoherencias. En ocasiones, era increíblemente negligente con la huerta o los animales.

-Putos porros, putas pastillas –murmuraba Julián.

Alejandro había dejado de fumar y tomar pastillas, pero su cerebro parecía definitivamente alterado. Habían vuelto las ideas delirantes y, en los momentos previos a conciliar el sueño, escuchaba voces.

-De la semana que viene no pasa –decía Julián-. Vamos al ambulatorio para que te echen un vistazo.

Alejandro asentía, confuso, pues no comprendía que sus delirios y sus voces constituyeran un problema. Sin embargo, no quería llevar la contraria al único amigo que tenía. Nunca discutían o se peleaban. Todo discurría con naturalidad, como si se limitaran a reproducir una rutina ancestral. La calma se rompió súbitamente. Mientras trabajaba en el huerto, Julián sintió una opresión en el pecho y un sudor frío que comenzó a bajar por su frente. No perdió la serenidad. Sabía de qué se trataba. Sin decirle nada a Alejandro, se subió al Land Rover y le pidió que se ocupara de todo hasta su vuelta. No sabría cuándo regresaría. Le había surgido un imprevisto y no podía entretenerse. Disimulando el dolor, se despidió con preocupación. No por él, sino por Alejandro, pues temía que el Rata y el Tochi volvieran a molestarle. Pensó en dejarle la escopeta, pero lo descartó. No quería que en un ataque de pánico matara a esos dos cabrones y lo enviaran a prisión o a un psiquiátrico.

Julián pensó que pasaría unos días en el hospital, pero su estancia se prolongó dos meses. Durante ese tiempo, el Rata y el Tochi no dejaron de hostigar a Alejandro. Si se cruzaban con él, lo empujaban con violencia. De noche, se acercaban a su casa y lo insultaban. A veces, se meaban en la puerta. El cura intervino, pero sin éxito. Solo logró que el Rata y el Tochi se burlaran de él, preguntándole si era cierto que había perdido la fe y solo seguía en su puesto para no quedarse en el paro. Alejandro dejo de afeitarse y cortarse el pelo. Con una gorra de los Chicago Bulls, pasaba las horas en el porche, con un viejo radiocasete a todo volumen, suscitando la indignación de los vecinos. Todo empeoró trágicamente cuando Susana, una quinceañera, desapareció. Empezaron a circular toda clase de historias por el pueblo. Sus padres dijeron que alguien la había secuestrado, que era una niña muy buena, que no podía haberse fugado, como apuntaba la Guardia Civil. El Tochi y el Rata sugirieron que tal vez había sido Alejandro, pues todo el mundo sabía que era un tarado. Una noche comenzaron a concentrarse vecinos en la puerta de su casa, gritando su nombre en tono intimidatorio. Asustado, Alejandro no se atrevió a salir. Una piedra rompió un cristal. Es difícil saber lo que habría sucedido, si en ese momento no hubiera aparecido el coche de la Guardia Civil, que se dirigió lentamente hacia la pequeña turba con las luces encendidas. Un agente bajó y abrió la puerta de atrás. Susana bajó avergonzada, tapándose la cara con las manos.

-La encontramos en Guadalajara con un chico al que había conocido por internet. No ha pasado nada. Era un chaval de su edad que aprovechó la ausencia de sus padres para invitarla a pasar unos días en su casa.

Mientras hablaba el agente, Alejandro salió de su casa y se detuvo frente a los vecinos que hacía unos instantes lo insultaban, acusándole de secuestrador. No dijo nada. Sus ojos parecían ausentes, como si hubieran escapado definitivamente del mundo.

 

 

Julián volvió al pueblo  con algo menos de peso y un nuevo bypass. Martín, el dueño del bar, le contó lo sucedido y le explicó que Alejandro había desaparecido.

-Todos se marchan –musitó Julián consternado-. Algún día el pueblo se quedará vacío.
-Sí, claro. Como otros de la zona. Yo aguantaré hasta el final. No me gustan las ciudades.

Abatido, Julián se acercó a casa de Alejandro. Solo necesitó ver la puerta abierta y los cristales de las ventanas rotos para saber que el interior se hallaba devastado. Entró y comprobó que no se equivocaba. Alguien se había ocupado a conciencia de no dejar sana ni una puerta ni una baldosa. Pensó de inmediato en el Rata y el Tochi. Esa había sido su venganza. Se acercó a la huerta y descubrió que había corrido la misma suerte. No quedaba ni un ápice de vida en la tierra que había trabajado con tanta ilusión.

Se sentó en una piedra y se masajeó las sienes, con gesto de dolor.

-Se lo dije –comentó una voz situada a su espalda.

Julián volvió la cabeza y se encontró con un hombre con la piel de color del bronce y una cicatriz en la mejilla. Alto y fuerte, llevaba un chaquetón marinero y un gorro de lana.

-¿Nos conocemos? –preguntó Julián.

El hombre respondió con una pregunta:

-¿Era amigo suyo?
-¿Alejandro? Sí, sí lo era. Pobre muchacho, estaba muy solo.
-Parece que usted también está solo.
-Como usted.
-¿Cómo lo sabe?
-Los individuos de la misma especie se reconocen enseguida.

Durante unos instantes, los dos hombres permanecieron en silencio, observando la estepa. Bajo la caricia del viento, los campos de trigo y cebada producían una música que recordaba el sonido de un arpa.

-He oído ese sonido –comentó el desconocido.
-¿Dónde?
-En el mar.
-¿Es usted marinero?
-Sí, he pasado la mayor parte de mi vida en el mar.
-No parece muy satisfecho con eso.
-El mar me arrebató una pierna y, durante uno de mis viajes, mi esposa, mucho más joven que yo, murió. Cuando pude visitar su tumba, llevaba nueve meses bajo tierra.
-Yo también soy viudo, pero casi nunca me separé de mi mujer. No sé qué es peor. La extraño a todas horas. Todos los huecos del día me parecen un horrible desierto.
-¿Cuál era su profesión?
-De joven, albañil. Luego, fui tipógrafo y encuadernador.
-Yo no soportaba permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Me sentía como un ciempiés atrapado en un bote de cristal. Pasé muchos años en el mar, buscando algo. O quizás huyendo. Ahora estoy muy cansado. Recogí muchos náufragos, pobres gentes enloquecidas por la sed y el sol. O mutilados por algún monstruo marino. Por eso me aventuré tierra adentro. Pensé que en este lugar no habría tanto sufrimiento, pero ya he visto que aquí también hay muchos náufragos, como ese pobre muchacho.
-Y monstruos, también hay monstruos.

En ese momento, apareció Ana, con sus enormes ojos negros. Llevaba en sus manos un pajarillo herido que emitía leves quejidos. La niña sonrió a los dos hombres, con la dulzura de un ángel que baja a la tierra y extiende sus alas sobre un mundo herido. A los lejos, un milano planeaba con sus alas extendidas, como una gaviota que escruta el océano buscando algo de comida y quizás algo de esperanza.

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