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Un muerto en vacaciones. El partisano desastroso

Trad. de Francesc Miravitles

248 págs.

Trad. de Thomas Kaut

176 págs.

Trad. de Gerardo Bovenzi y Francisco Laborda; Introducción Domenico Vecchioni

224 págs.

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«Partisano desastroso… Bachiller con educación humanista, pero al mismo tiempo también un químico y finalmente un ex deportado», así definía el escritor italiano Primo Levi su vida y su profesión. Recién llegado de su largo calvario en los campos de exterminio, de su largo período de «muerto en vacaciones» («un judío en manos alemanas es siempre un muerto en vacaciones», le gustaba repetir al filósofo vienés y suicida Jean Améry), soñando aún cada noche con la palabra Wstawac (a levantarse), sus familiares, sus amigos le tendrán que decir todo el tiempo: «¡Descansa!». Hablaba mucho, relataba de una forma maniaca, sin parar: «Quería entender lo que le había pasado», dirá una de sus mejores amigas. Había nacido, gracias a Auschwitz, sin él haberlo buscado anteriormente, un escritor.

A los 24 años, en 1943, tras una denuncia hecha por un traidor del grupo de partisanos al que pertenecía, Primo Levi fue arrestado por la milicia fascista e internado en un campo de tránsito, para finalmente acabar deportado a Auschwitz. Su formación de químico le haría salvar su vida y trabajar en la fábrica I. G. Farben de Monowitz-Auschwitz. En enero de 1945, liberado por los soviéticos, se verá arrastrado hacia atrás junto con el Ejército Rojo y comenzará un demencial y tortuoso periplo a través de Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Rumania y Hungría. Por razones nunca aclaradas la repatriación de aquel puñado de sobrevivientes italianos de Auschwitz no culminaría hasta pasados nueve meses. Al llegar a Turín, pronto reemprenderá su profesión de químico, la labor «de anfibio, de centauro» de toda su vida, como él decía, mitad escritor, mitad científico. Mucho después, el 11 de abril de 1987, Primo Levi se tiraría por el hueco de la escalera de esa misma casa de Turín, la misma donde había nacido y a la que había vuelto después de pasar por el infierno.

Voluminosa y documentadísima biografía, tejida paralelamente a lo que es la obra de este autor, es decir, a esa impresionante y absolutamente fundamental materia testimonial, de carácter autobiográfico, que escribió a la vuelta de los campos de concentración, representada en Si esto es un hombre y La tregua, con su libro Primo Levi, la tragedia de un optimista, la escritora Myriam Anissimov, nacida a su vez en un campo de refugiados de Suiza, ha elaborado una densa y exigente indagación que incluye personajes reales salidos de las páginas de Levi (el truculento Cesare de La tregua, el siniestro alemán Müller de El sistema periódico, que se pone en contacto con Levi al acabar la guerra), su apasionada y reputada formación de químico, Auschwitz y el largo retorno, las interminables polémicas y los desacuerdos surgidos con otros escritores y estudiosos judíos (Bruno Bettelheim, Hannah Arendt, Jean Améry), los incesantes testimonios que de por vida Primo Levi se vería obligado a ofrecer y, finalmente, la desesperación y el fatalismo («todo lo que he escrito no sirve de nada») en el que se vio sumido en la última época de su vida. Pero, también, y sobre todo, estará la incomprensible epopeya inicial que atravesó la publicación de sus textos. Porque uno más de los permanentes enigmas en el caso Levi será el de la suerte, o larga mala suerte inicial, que tuvieron sus libros. Primo Levi sólo comenzaría a ser uno de los escritores más conocidos internacionalmente a partir de comienzos de los ochenta, y ello pese a la traducción de sus libros al inglés (tanto en los Estados Unidos como en Israel) que pasó, de forma inexplicable, casi totalmente desapercibida en las décadas precedentes.

Si esto es un hombre se publicaría en 1947, casi clandestinamente y sin que nadie lo advirtiera, por un pequeño editor. Como cuenta Myriam Anissimov: «Giulio Einaudi, el editor en que se había pensado, no había aceptado publicarlo. El libro pasó por diversas manos, entre ellas, las de Cesare Pavese, de la editorial directamente salida de la Resistencia. Más abrumador aún era el caso de Natalia Ginzburg, cuyo marido, Leone, había muerto a causa de las torturas, en la prisión de Regina Coeli de Roma, y que había rechazado el manuscrito, juzgando que el momento no era "oportuno para su publicación". En ese período de la posguerra, incluso los que habían combatido el fascismo y el nazismo no estaban dispuestos a escuchar el testimonio de un sobreviviente de Auschwitz… Todos los grandes editores solicitados habían rechazado el manuscrito de un desconocido. La belleza del libro no había conmovido a la lectora profesional que era Natalia Ginzburg. En aquel tiempo, en Einaudi, se interesaban más por las mediocres tentativas de la literatura experimental que por la perfección clásica del manuscrito de un joven autor que no pertenecía al mundillo». Respecto a esto, no hay que olvidar los ataques posteriores, en 1977 concretamente, que le dispensaron grandes popes del experimentalismo, como el mismo Manganelli, que arremetió de forma violenta contra la famosa claridad de Levi, que él llevaba tan a gala («no me hubiera perdonado tampoco que un informe químico no se pudiera entender», solía decir): «Primo Levi sostiene –escribió en un artículo de aquel entonces Manganelli– que lo sano es preferible a lo malsano, la claridad a lo inefable. Esto suena como un caso típico de terrorismo existencial». En los últimos días de vida de Levi, como cuenta asimismo su biógrafa, Giulio Einaudi se dirigió por vez primera en veinte años al domicilio de Primo Levi, un autor que la editorial había rechazado durante once años seguidos y que actualmente sostenía la empresa con sus ventas. En aquel abril de 1987 Einaudi estaba en una situación de bancarrota: «Giulio Einaudi subió por el Corso Re Umberto para proponerle la presidencia honorífica de la editorial a Primo Levi, pero éste rechazó educadamente esta oferta tardía».

En vida, Primo Levi concedió innumerables entrevistas. Todo ello formaba parte de su pródiga y característica oralidad que él entendía como una actividad más de su actividad de escritor, de esa actividad, casi deber, que se había impuesto para dar testimonio. «La necesidad de hablar "a los demás", de hacer que "los demás" supiesen», obedecía, cuenta Levi en la famosa presentación de Si esto es un hombre, a un «impulso inmediato y violento»: «la necesidad de comer y la de contar» se situaban para él en un mismo plano de «primordial necesidad». Ordenado por temas (vida, libros, literatura, lager, judaísmo o Estado de Israel) el volumen titulado Primo Levi: Entrevistas y conversaciones, de un interés indudable por la inteligencia, rapidez y precisión con que Levi aborda cada cuestión planteada, recoge una variada serie de entrevistas, sobre todo realizadas por periodistas italianos, aunque también incluye otras, como una excepcional, publicada en 1986 en The New York Book Review, y firmada por Philip Roth («El hombre salvado por su oficio»). Hace unos años la editorial Anaya/Mario Muchnik ya publicó un pequeño pero muy valioso libro que recogía las conversaciones entre Primo Levi y el escritor, y gran amigo suyo, Ferdinando Camon.

No es casualidad que el francés Alain Finkielkraut comience su último y excelente libro La humanidad perdida (Ensayo sobre el siglo XX) con un pasaje directamente salido de Si esto es un hombre. Cuando Primo Levi se enfrenta en Auschwitz al temible Doktor Pannwitz, terrible en su frío y perfecto arianismo, ese mismo frío le traspasa inmediatamente y anota: «Aquella mirada no se cruzó entre dos hombres.» Se intercambiaba, dice, «como a través de la pared de vidrio de un acuario» entre dos seres de distinta especie. Por su parte, más adelante, ese mismo gesto nohumano, Finkielkraut lo retoma con el terrorífico testimonio del escritor polaco Alexander Wat, autor de un famoso libro: Mon siècle. Confession d'un intellectuel européen. Wat, entonces aún comunista, corre en 1935 a informarse directamente, en casa de otro poeta comunista polaco que acaba de regresar de la Unión Soviética, de la verdad sobre la hambruna desatada en Ucrania, que ha costado la vida de cinco millones de campesinos. «Entonces él hizo un gesto de despreocupación con la mano… Qué le importaban a él cinco millones de mujiks… ¡No lo había dicho así, pero aquel gesto!».

A través de textos y autores diversos (desde Sartre, Lévinas, Julien Benda, Hannah Arendt, Jean Améry, Raymond Aron o fray Bartolomé de las Casas) Finkielkraut intentará en su libro indagar en las razones profundas que convierten al siglo XX en el más terrible período de la historia de los hombres, en un «universo concentronario» y brutalizado, símbolo máximo de una humanidad ausente que tan sólo parece ser capaz de producir grandes masas de refugiados, desplazados y exiliados: fantasmagóricas cohortes de «caballeros Sin País de la triste figura y anatemizados», como los llamaba el filósofo Hans Mayer que un día transmutó su nombre por el anagrama de Jean Améry.

Por su parte, Rosetta Loy (Roma, 1931), una conocida novelista italiana que ha visto traducidos en los últimos años varias obras suyas en nuestro país (Los caminos de polvo, Sueños de invierno, o la excelente Chocolate en casa Hanselmann), publicó no hace mucho en Italia un riguroso, poético y a la vez muy honesto libro, o indagación sobre su pasado privado, de italiana crecida en una familia de la alta burguesía católica, en relación con su pequeña, y sobre todo ignorada en aquel entonces, ración de «culpa colectiva» de todos los italianos que vivieron la triste etapa del fascismo mussoliniano y la colaboración estrecha de éste con el régimen nazi que deportaba sin cesar a miles de judíos. Rosetta Loy, apoyándose en las implacables armas de la historia, con cifras y datos inapelables, tanto de su país, como del resto de Europa, va narrando, desde el invierno de 1936 de su infancia, lo que supo y sabe del significado de la palabra «hebreo». Su libro, La parola ebreo, citando al pie de la letra leyes raciales de la época, vergonzosas y violentas declaraciones antisemitas (muchas de ellas de escritores, como es el caso de Giovanni Papini), movimientos, o más bien no-movimientos de la consentidora diplomacia vaticana (con un papa filonazi, Pío XII, a la cabeza), actos anónimos de heroísmo, cifras casi ridículas de las escasas voces que osaban alzarse contra las continuas deportaciones, o las igualmente incomprensibles medidas de los aliados respecto a la destrucción de los campos de aniquilamiento, todo ello irá trazando un angustioso cúmulo de preguntas y sinrazones suspendido en el tiempo. Unas preguntas que se intentará contestar todo el resto de su vida una niña romana que de repente se despide, para no volver a ver nunca más, de una familia de judíos vecina a ellos, con la que creció y convivió toda la infancia. Ya de mayor, siguiendo su rastro perdido, descubrirá que todos ellos murieron recién llegados a Auschwitz.

El libro que el periodista italiano Enrico Deaglio dedicó a la historia del italiano Giorgio Perlasca no podía estar mejor titulado: La banalidad del bien. Pícaro entre los pícaros, esta vez la aventura delirante y la picaresca estarían encaminadas a salvar a una parte importante de la humanidad en aquel entonces amenazada: los judíos de Budapest. Perlasca, un antiguo joven soldado italiano, se ve, de repente, en la última y más cruenta etapa de la guerra mundial, involucrado en algo que no había pensado, pero que a la vez no duda un momento. Sin grandes ideologías que lo respalden, sin un plan previsto de antemano, llamado tan sólo por la desesperación que veía ante sus ojos, el joven Perlasca, que se dedicaba al comercio de carne en Budapest, salvó de la muerte segura a miles de judíos húngaros. Hoy, como el famoso Oscar Schindler de Spielberg y como el misterioso (misterioso por su desaparición) Wallenberg sueco, tiene su lugar y su árbol entre los Justos, en el monte del Recuerdo de Jerusalén. La historia comienza en la tenebrosa Budapest de 1944, en la que reinaban las «cruces flechadas», los feroces nazis locales, apoyados por las SS de Eichmann, «maestro del exterminio». Allí, Giorgio Perlasca se hizo pasa de forma suicida por funcionario español de una legación española inexistente y se dedicó a expedir frenéticamente miles de pasaportes y documentos falsos para hacer huir a supuestos judíos sefardíes. En 1987, por pura casualidad, algunos de los que había salvado cuarenta años antes encontraron su pista. Vivía en un modesto piso de las afueras de Padua y no tenía teléfono. Para contactar con él se tenía que llamar a casa de su hermana. Cuando lo llamaban, ella prendía con una pinza de la ropa un diario en el balcón y así, cuando Giorgio lo veía, llamaba por el portero automático, la hermana se asomaba y le comunicaba quién había llamado. Cuando lo encontraron se mostró sorprendido por que lo fueran a buscar: cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo, decía sin cesar. El antiguo héroe anónimo sobreviviría aún unos pocos años, los suficientes para recibir los honores y reconocimientos que merecía.

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