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BERNARDO ATXAGA. TRES DECLARACIONES

TRES DECLARACIONES

BERNARDO ATXAGA

Tres declaraciones, de Bernardo Atxaga,ha sido publicada por Ikeritz.

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Hay una cualidad en la escritura de Bernardo Atxaga que me ha llamado la atención desde la publicación de su Obabakoak, una cualidad que es consustancial a su escritura por cuanto no le ha abandonado en ninguno de sus textos, tanto si son mayores como menores; esa cualidad es la de la sencillez narrativa. Conviene decir en seguida que es una sencillez propia de una escritura fundacional, de una escritura que actúa como si fuera la primera vez que algo se cuenta. Naturalmente que no es así, a estas alturas no podría ser así; de hecho, en la narrativa de Atxaga hay una deuda muy fuerte con la narración popular, con los cuentos populares, lo que remite, a su vez, a la tradición de la oralidad, de una parte, y a la creación de espacios narrativos de fuerte carga simbólica, de otra. Son espacios que, como ha visto muy bien Ángel García Galiano, no se configuran diciendo «este lugar es así» sino «aquí pasó esto». Si a ello añadimos que la literatura vasca ha sido hasta hace nada territorio casi exclusivo de curas y bersolaris, la noción de literatura fundacional aplicada a la obra de Bernardo Atxaga adquiere aún más peso y, sobre todo, más sentido.

Este pequeño librito que comentamos contiene tres relatos reveladores del modo de hacer de su autor. Están concebidos como tres declaraciones de una voz que es, a la vez, narradora y protagonista del relato. El primero de ellos –único al que me referiré– cuenta el ciclo vital de un mayoral de diligencia convertido en salteador. Atrapado tras su primer y único delito, hace esta declaración a instancia del alcaide de la prisión donde cumple ya ocho años de encarcelamiento con la intención más bien desesperanzada de obtener una medida de gracia. Todo el peso del relato está puesto en la convicción del preso de que si delinquió, fue sólo una vez y lo que plantea, en realidad, es que en la vida ha de haber proporcionalidad y que el valor de su vida honesta –dejando aparte los motivos por los que delinquió– ha de contrapesarse en tiempo con el de su vida deshonesta. Es, como se ve, una curiosa propuesta que cuenta con la idea de que no hay más que una vida y en ésta deben caber lo malo y lo bueno; la justicia –de la que desespera– debería ser una adecuación entre ambos conceptos aplicada a la vida real del sujeto.

La vida de este Antonio de Murguía que firma la declaración es la de un zagal que vive con austeridad y pobreza en la casa de su padre y un día en que la tormenta obliga a una diligencia a buscar cobijo encarna en él el sueño de llegar a ser mayoral; ya crecido, abandona la casa para ganarse la vida; esta separación convierte el alejamiento en olvido, pero consigue su propósito al cabo del tiempo; hasta que un día, por mor de la casualidad, ha de buscar cobijo bajo una tormenta y el refugio a la vista resulta ser la casa paterna olvidada. Y algo se remueve dentro de él, del mayoral que está a punto de ser desbancado por la existencia del ferrocarril, y roba y abandona a sus últimos clientes.

La historia es perfectamente circular: del niño que sueña al adulto derrotado por el sueño cumplido; y también: del origen del deseo al término del deseo, representados por la casa paterna. La diferencia está en que rechaza implícitamente el regreso al origen y, justamente ahí, rompe con todas sus normas y comete un delito. La razón por la que lo hace es evidente y está muy bellamente expresada porque está construida sobre imágenes que han sido rectamente entramadas hasta este momento preciso: si el origen le lleva al deseo de ser algo, es inaceptable que el origen selle el fin del deseo. La única forma de seguir con vida es, entonces, romper con aquello que la realidad extrae del olvido: con la imagen de aquel niño soñador, hoy derrotado por las circunstancias de la vida y el progreso de la técnica. Quizá se pueda soportar la derrota, mas en otro lugar, nunca en el centro en el que nació el deseo. Ocho años después, considera que el castigo es suficiente; lo considera en la medida que ha comprendido, en su sencillez, la relación entre realidad y deseo, e incluso, habiendo aprendido a leer y escribir entretanto, considera también que quizá pudiera convertirse en un hombre de leyes si le dejaran en libertad.

La mentalidad del personaje está muy bien cumplida en su propia voz. Cito unas pocas expresiones ejemplares: «En una ocasión me trajeron una mula con una pata dislocada, y por curarla gané diez reales, lo suficiente para comprarme un queso»; «El tiempo siguió su curso, como siempre lo hace, a uña de caballo»; «Sentí un gran alivio. El sueño de mi niñez se había cumplido. Podía cerrar aquel sueño como se cierra un cofre ya lleno». No creo que el lector necesite más para hacerse una idea del personaje del que hablo. Pero a la convicción de la voz se une la trama a la vez compleja y sencilla de este breve relato. La anécdota es bien corta, pues relata del modo más escueto una historia que tampoco es tan interesante en sí; la expresión es eficaz, pues reproduce con verosimilitud la voz de este alma simple; pero todo esto no conduce a mucho más que una estampa de costumbres. ¿Dónde está la fuerza del relato? Sin duda, en su valor simbólico. Y éste es producto de la concepción mítico-fundacional de la literatura de Atxaga que, como decía al principio de esta nota, le pertenece con toda propiedad, tanto en sus mejores textos como en los de ejecución más discreta.

La trama, a diferencia de la anécdota y también de la intriga, es la que de verdad dibuja el sentido de un texto por medio de la ordenación de la historia que contiene el relato, sea ésta lineal o fragmentaria en extremo. Dicho de otro modo: la trama es la que contiene de manera práctica el sentido de la narración. En la sencillez de la literatura de Atxaga –tan deudora de la narración oral, pero tan bien dispuesta a aprovechar la literariedad de la escritura– se produce, en sus mejores momentos, una transfiguración. Esa transfiguración es en realidad producto de un habilísimo esfuerzo por devolver la imagen literaria al espacio simbólico, de tal manera que la apariencia de estampa de costumbres de ese relato, o de los mejores cuentos de Obabakoak, se convierte, gracias a ese esfuerzo constantemente sostenido por el texto, en el espacio fundacional del relato. Lo simbólico en su valor de universal, es alcanzado por el grado de intensidad sobre lo particular o local, pues la intensidad significa, aunque parezca paradójico, concentración y depuración de todos los elementos accesorios y anecdóticos. Cuando Atxaga alcanza estos momentos, se ejemplifica bien la idea de que sólo la claridad es verdaderamente compleja. Atxaga puede transitar sobre terrenos ya practicados en otras literaturas sin miedo, pues el suyo es un camino iniciático en la literatura vasca contemporánea.

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