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Haruki Murakami: Tokio blues

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El título original de Tokio blues es Norwegian Wood, título a su vez de una melodía de The Beatles. Este cambio es importante porque no tiene explicación posible y eso es, precisamente, lo que lo hace significativo, como veremos más adelante. De momento adentrémonos en este libro de adolescentes y adolescencia protagonizado por un muchacho llamado Toru Watanabe, que es quien cuenta la historia que ocupa la novela, como narrador, diecisiete años más tarde. Retrocedemos con él al Tokio de los años sesenta, donde conoce a una pareja –ella, Naoko; él, Kizuki– de la que se hace inseparable hasta el suicidio de él. Un año más tarde, retoma su relación de amistad (quizá debiéramos decir de hermandad) con Naoko, una muchacha psicológicamente débil y terriblemente afectada por la muerte de su compañero. Cuando ella es internada en un centro de reposo,Toru conoce a Midori, por la que se siente muy atraído también. Midori es, al contrario que Naoko, una muchacha de carácter decidido, vivaracha y muy poco convencional en su manera de ser.Toru se encuentra dividido entre las dos mujeres aunque apenas se relaciona sexualmente con ellas, pero sí lo hace con otras muchachas de paso sin mayor interés para él que el desahogo de un encuentro casual. Estamos ante un clásico relato de adolescente en pos de su personalidad adulta.

De los dieciocho a los veinte años de Toru es el período en que se desarrolla este encuentro bifronte y todos los males, sentimientos atormentados, dudas, indecisiones y deseos de la adolescencia conforman el caldo en que bullen su cuerpo y su espíritu. De tratarse de un retrato de adolescencia, nada nuevo aportaría a ejercicios anteriores a él, como El adolescente de Dostoyevski o El guardián entre el centeno de Salinger, por citar dos ejemplos de alto valor literario. Pero el libro de Murakami tiene un escenario que podríamos aceptar como novedoso; un escenario sentimental, no geográfico, pues la ciudad de Tokio pertenece a la clase de grandes urbes del planeta donde se desarrollan hoy buena parte de los dramas contemporáneos. Ese escenario es el de una clase de soledad que está extendiéndose en el mundo urbano de hoy y que podríamos definir en una primera aproximación como la soledad desenraizada.

Me explicaré. En principio, parece que toda soledad requiere una ausencia, pero ésta no tiene por qué ser necesariamente una ausencia de raíces; la soledad es a menudo relativa u ocasional; siempre causa daño, mas no suele ser estable salvo en casos extremos. Lo que define a esta nueva forma de soledad es que los individuos afectados por ella parecen no provenir de ninguna parte y no ir a ninguna parte, y esa sensación sí es estable. Se caracteriza por una carencia afectiva que parece haber sido el caldo de cultivo de su existencia desde que adquirieron el uso de razón; y también por una última displicencia hacia la razón de vivir y por la falta de objetivos estimulantes de futuro. Hay en esta clase reciente de soledad, que es sólo urbana, un dejarse llevar por las circunstancias en la medida en que parecen ser o inevitables o un peso demasiado lastrado como para tratar de desprenderse de él.

La vida, entonces, se convierte en un desconcierto, pero, sobre todo, se convierte en un espacio donde no hay apoyo para los afectos ni para descargar la sentimentalidad, de modo que la característica inestabilidad de la vida moderna se convierte no en un suelo movedizo sobre el que luchar por buscar alguna forma de asiento o mecanismo contra la incertidumbre, sino en un suelo que nos mueve de acá para allá y en el que chocamos de diversas maneras y en ocasiones siempre únicas e irrepetibles con otros seres tan desconcertados como nosotros. La vida se convierte en un desconcierto… y en un cansancio. Es la sensación de cansancio la que parece apoderarse de las actitudes y los gestos de los personajes atrapados en ella. No hay lucha por salir de ahí o entenderse de otra manera sino que se vive como algo irremediable, como un modo de ser que a uno le ha tocado vivir. Hay algo de destino o de sino en esta actitud que se fundamenta en el desafecto, en la falta de raíces, en la sensación de no pertenecer a nada que no sea el propio cuerpo con el que se deambula de un lado para otro.Y todo ello genera, en el trato con los demás, una mezcla de reconcentración, timidez, falta de riesgo, miedo a dejarse ver y necesidad de hacerlo a la vez, que se resume en una actitud de contención no diré que autista, pero sí que reservada y autoconsciente en grado sumo. Son dos palabras las que resumen esta actitud ambivalente: deseo y temor; un clásico del paso por la vida; sólo que aquí, en esta historia y, más allá de ella, en este mundo nuestro que ha iniciado ya el siglo XXI, apunta a la falta de raíces como detonante principal.

Curiosamente,Tokio, la ciudad más poblada del planeta, parece que ni pintada para albergar estas historias de anonimato y deriva. Pienso en un filme que ha causado sensación en medio mundo y en el que se muestra con eficiencia otra cara de esta forma de soledad: me refiero a la película Lost in Translation, de Sofia Coppola. Es la historia de dos seres que flotan en medio de esta sociedad urbanita sin entender por qué están allí ni qué hacen allí. El cansancio les domina, como el aburrimiento o, por mejor decir, el lento paso de las horas. Bien es verdad que ellos están en tránsito en la ciudad y los protagonistas de nuestra novela, no; pero la soledad y el desconcierto son los mismos y, además, la novela comienza cuando el protagonista,Toru Watanabe, diecisiete años más tarde, aterriza en un aeropuerto europeo, un espacio tan lejano como Tokio lo es para la pareja de la película. En la película, el personaje masculino advierte la sequedad de las raíces que lo unen a su familia al otro lado del mundo y comienza a asumir que la profundidad de su soledad es superior a todo cuanto hubiera podido aceptar o disimular hasta entonces; y la muchacha descubre que la soledad comienza en su propio marido al que acompaña y nada sabemos del resto de su entorno, si es que afectivamente existe tal entorno. En todos ellos hay una resignada acepción de las cosas: son así, y sólo algunos fogonazos afectivos en medio de la contención de los deseos son capaces de iluminarlos de cuando en cuando, como luciérnagas en la noche. En realidad, bien podemos decir que a Toru Watanabe las cosas le suceden a él, que no es él quien le sucede a las cosas; y esto se aplica igualmente a los protagonistas de la película.Todos se mueven, pero ninguno lucha. Es una forma de soledad con la que se carga. Punto. La vida moderna.

Este planteamiento es novedoso, en efecto, está empezando a recogerse y mostrarse artísticamente de modo reciente. La esencia de la soledad no cambia, lo que cambia es el modo, ahí está su contemporaneidad. En las expresiones de soledad precedentes a ésta, un personaje puede desconocer hasta su origen, pero sabe a dónde pertenece de un modo u otro; aunque sea un excluido, las raíces son reconocibles. Esta nueva soledad, en cambio, se caracteriza por disponer no sólo de lo que podríamos denominar una falta activa de afecto sino también de cualquier clase de anclaje ancestral. Murakami y Coppola no lo diagnostican, se limitan a mostrarlo: vea usted lo que nos está sucediendo. En cierto modo podríamos hablar de retratismo en la medida que es un retrato de nuestro tiempo, pero no es un diagnóstico porque deja las causas en manos del lector. Es un arte sintomático, podríamos decir: manifiesta el síntoma, pero, insisto, no emite un diagnóstico. No trato con esta aseveración de exigírselo a los autores, eso sería una estupidez.Trato, simplemente, de definir su posición. Es, por tanto, una propuesta activa además de un retrato, porque lleva implícita la reflexión del lector o espectador sobre el asunto.

Sin embargo, creo que Murakami juega con las cartas marcadas, juega a su favor para cubrirse y ese es el problema para la novela, un problema eminentemente literario.Veámoslo.

¿Qué sucede cuando abres tu corazón?: que te curas. Ése es el anhelo utópico de una sociedad desenraizada y en él creen todos los infelices personajes de este libro. Esta misma creencia resume la superficialidad del relato. Porque el problema principal es que este retrato no se adentra en los personajes sino que se limita a describirlos. No se adentra en el sentido de los sucesos sino que se contenta con constatar que los sucesos no tienen sentido. «¿Cuántas decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?», se pregunta uno de ellos. Y a la pregunta de ¿cuáles son tus problemas?, otro contesta: «Mi familia, mi novio, las irregularidades de la regla…». Esta suma de manifestaciones cotidianas es la que trata de establecer el sentido de la novela en la medida que lo característico de los personajes es que suceden cosas, unas anodinas (una pelea, unas notas mediocres…) y otras de verdadera importancia (el suicidio de Kizuki, por ejemplo), pero, en su relato, el personaje Watanabe trata igual a unas que a otras siendo tan disímiles en cuanto a su potencial dramático. Eso es manifestación de un modo de ver la vida que padece de anomia, pero no es más que eso. El porqué no queda explícito porque no es intención del autor hacerlo, pero tampoco queda implícito. De este modo, su actitud es más propia de un fedatario que de un literato: da fe de un hecho, pero no construye el hecho.

Los personajes acaban mostrando su lado frágil, su miedo a romperse; esto es lo que les contiene, lo que dificulta sus relaciones; alcanzan una forma de cercanía que es, a la vez, una forma de rechazo.Todo lo cual concluye en una forma de egoísmo a fin de cuentas. Eso es lo que está bien visto. Sin embargo, no acabamos de saber lo que cada uno significa para el otro: ahí entra en acción una vaguedad que encierra a cada uno en su mundo y las reacciones ante el problema son escapar y dejar pasar los días. De hecho, éste es un relato de tiempos muertos, como en Lost in Translation. Pero también relato de tiempos muertos era una hermosísima película de Howard Hawks, Hatari! La diferencia estaba en que, en el caso de Hawks, los tiempos muertos eran los que daban sentido a los tiempos vivos. Los unos eran impensables sin los otros y el machihembrado de ambos ofrecía un acabado impecable.

Las tres mujeres que afectan a Watanabe son, curiosamente, complementarias. Midori es, exactamente, el complemento de Naoko; es de carne y hueso, activa, mientras que Naoko es pasiva, más parece una fijación adolescente elaborada por el protagonista.Y la tercera, Reiko, la compañera de cuarto de Naoko en la casa de reposo, una mujer adulta, pero tan escondida como Naoko, acaba proporcionando a Watanabe un desahogo con la mujer madura que es, en realidad, una excusa estructural del autor, por lo que su contacto final con el chico suena a falso, blando, infantiloide, un encuentro aplazado y pactado para redondear la influencia de las mujeres en la vida de Watanabe. Aquí es donde la novela deja ver su lado más débil.

La joven Midori, un tanto alocada y extravagante, parecería la encargada de manifestar una mayor vitalidad mientras que a Reiko le correspondería la sabiduría de la madurez y a Naoko el papel de muchacha ensoñada y ensoñante. Midori es también, frente a las otras dos, la más contemporánea, incluso en su modo de hablar: «Gastaba mis ahorros en comida. Así eduqué mi paladar.Tengo mucha intuición. Mi punto débil es el pensamiento lógico». Cuando trata de explicarse, cae en el terreno flotante de los demás, sin embargo: «Siempre estuve hambrienta.Aunque sólo hubiera sido una vez, hubiera querido recibir amor a raudales. Hasta hartarme. Hasta poder decir: Ya basta, estoy llena, no puedo más». No los sacaremos de ahí. La novela se extiende, reitera incluso, pero no ahonda; es pura superficie al alcance de todos los públicos que se deleitan con una apariencia de intensidad que trata de pasar por alta literatura dramática.

Hay algo más. El narrador cuenta desde los treinta y siete años. Han pasado diecisiete desde que ocurrió todo el asunto. Es, por lo tanto, otro hombre; pero eso carece de importancia para el autor. Que desembarque en Hamburgo y escuche Norwegian Wood es tan solo una excusa para ofrecer el relato. El problema es que lo está contando el mismo protagonista diecisiete años después y esto no está en la novela. No está y debería estar porque un autor consciente ha de saber que, una vez establecidas las coordenadas de la novela, debe atenerse a ellas. No puede contarse en primera persona una historia sobre la que han pasado diecisiete años sin que este lapso de tiempo afecte de algún modo a la narración. Este agujero es lamentable.Acorde con ello,Norwegian Wood es sólo una referencia, no una presencia; quiero decir que lo mismo hubiera dado cualquier otra melodía, lo cual no deja de ser un descuido, una falta de autoexigencia. El gran libro es aquel en el que todos su elementos, incluidos los menores, demuestran ser imprescindibles.Todo lo cual, lastimosamente, deja un proyecto de plato contundente en un entrante bien cocinado, pero sin verdadera sustancia. Lo que sí hay que hacer notar es la habilidad del editor al cambiar el título: es un toque de glamour que actúa como guinda de un éxito previsible.


Tokio Blues, de Haruki Murakami, ha sido publicada por Tusquets.

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