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Tobias Wolff: «Aquí empieza nuestra historia»

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Aunque existe una antología de relatos de Tobias Wolff con el mismo título, Aquí empieza nuestra historia es originalmente el título de un relato suyo que forma parte de la colección De regreso al mundo (Alfaguara), relato que, curiosamente, no aparece en la antología antes mencionada y que es, en mi opinión, el mejor relato jamás escrito sobre el tema de la iniciación a la escritura.

Tobias Wolff, nacido en Alabama en 1945, se graduó en Stanford, universidad de la que actualmente es profesor. Luchó en Vietnam por espacio de cuatro años y ejerció diversos oficios hasta dedicarse a la literatura. Pertenece, junto con su amigo, ya fallecido, Raymond Carver, al estilo minimalista que dio en llamarse dirty realism, de enorme importancia en la segunda mitad del pasado siglo. Ha obtenido por dos veces el Premio O’Henry, el más importante para el género cuento en Estados Unidos. El cuento es la gran especialidad de Wolff, aunque ha escrito también con fortuna novela (Ladrón de cuarteles), memorias (Vida de este chico, En los ejércitos del faraón) y un texto entre realidad y ficción (Vieja escuela), que también trata el tema de los primeros pasos de una vocación literaria. Hoy día es el más importante cuentista vivo en lengua inglesa, prolongando con honor la gran tradición del cuento norteamericano.

El relato «Aquí empieza nuestra historia» comienza en San Francisco, en un restaurante de segunda junto a los muelles donde un joven llamado Charlie trabaja de camarero. La niebla ha vuelto a caer por décimo día consecutivo y todo el servicio se asoma a los ventanales a contemplarla. El Golden Gate «parecía flotar suelto a medida que la niebla penetraba ondulante en el puerto y empezaba a dar alcance a las barcas». Es una tarde fría, húmeda y desapacible, y Charlie anda de un lado a otro con el carrito colocando las servilletas que previamente ha doblado y los cuadraditos de mantequilla en pequeños cuencos llenos de hielo picado. Odia su trabajo, que le parece un sinsentido y, a la vez, teme perderlo. Cuando acaba el turno, a las nueve de la noche, emprende la vuelta a casa por el camino más largo, Columbus Avenue, porque es el que tiene mejor iluminación. Camina pegado a las paredes hasta que llega a un café que frecuenta cuando libra. En ese momento el autor hace la primera advertencia: es un café mencionado por Jack Kerouac en una novela. Está lleno de italianos que acuden porque en la gramola hay abundancia de música de ópera, «pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos tiempos». Se sienta a leer, escuchando la música. «Le agradaba pensar que la mujer grosera y desastrada que le traía su capuccino había sido en otros tiempo la amante de Neil Cassady. Era posible».

Así pues, tenemos a un aprendiz de camarero que siente devoción por la generación beatnik y, de paso, por la literatura. Esto lo deduce el lector apoyándose en los nombres citados y en la actitud de Charlie, pero no se dice expresamente, sino que queda implícito. La atracción por el mundo de esos escritores seguramente leídos es una mera fascinación que no va más allá en el interés de Charlie, pero es su imaginación la que le empuja a acechar las sombras fantasmales de sus escritores favoritos. Esta noche, sin embargo, en el café no hay más que cuatro viejos. Se queda haciendo un poco de tiempo y, mientras espera, entran un hombre y dos mujeres que toman asiento en la mesa contigua a la de Charlie. A todo esto, la sensación de soledad personal en la noche brumosa y en el café casi vacío va construyéndola el autor con apenas unas cuantas pinceladas de gran precisión para rodear al muchacho del ambiente necesario al sentido del relato.

Como no tiene nada que hacer, Charlie escucha sin querer la conversación de los tres recién llegados. Al parecer son miembros del coro de una iglesia y vienen de ensayar. El trío lo forman la mujer, Audrey, su marido, Truman, y el otro hombre que se llama George. Audrey y George son los que cantan y están relatando al marido un viaje que han hecho recientemente a un festival de coros. Los tres hablan y saltan de un tema a otro hasta que George empieza a contar, a instancias de Audrey, una historia de amour fou entre una mujer y un tipo más joven que la acosa. La historia se convierte ahora en el centro del relato, pero se bifurca en dos sentidos: de un lado, el de la historia propiamente dicha, es decir, la anécdota; de otro, sirve para dejar claras las diferencias de sensibilidad vital entre Audrey y su marido. Al final, Audrey se exaspera levemente y en los momentos finales de esta conversación entendemos que ella quiere que algo más salga a relucir, pero no sucede así y los tres terminan sus consumiciones y se van.

Tal y como está construido el relato, el foco de atención se ha desplazado de Charlie, su situación, sus sentimientos y sus preocupaciones de joven desorientado y pobre a una charla razonablemente insustancial de un trío de personas perfectamente mediocres. Hay un momento en el que él teme que se den cuenta de que está escuchándoles, pero quizá sólo sirve para recordar al lector que el protagonista está escuchando. En realidad, Charlie desaparece de escena, por así decirlo; lo que le interesa al autor es que no perdamos de vista que todo esto, toda la conversación de los tres, que el relato transcribe enteramente, está escuchándola Charlie. ¿Por qué la escucha? No lo sabemos. Es de suponer que sucede así porque no tiene nada mejor que hacer y se encuentra dejando pasar el tiempo delante de su capuccino. Es evidente también que nadie lo espera, que está dejando correr los minutos porque, en realidad, no tiene ningún deseo de volver a su casa. Luego sabremos que es una habitación en Broadway, en lo alto de la colina donde «a veces, por la noche se sentaba sobre un muro y miraba hacia las luces de North Beach». Aunque el lector no tiene por qué saberlo, ni falta que le hace, conviene decir, sin embargo, que North Beach es lo que se llama el distrito red-light, zona de noctambulismo nocturno para adultos, lleno de discotecas y clubes donde se encuentran lugares famosos como el teatro Showgirls, y esas son las luces a que se refiere el texto y que Charlie contempla, falto de sueño y harto de su vida mediocre, algunas noches. De día también puede ver desde allí el mismísimo Golden Gate, es decir, tiene todo San Francisco a sus pies, hasta el mar, pero se encuentra en lo alto de un muro que cierra la calle para evitar que los coches se despeñen, tal es su pronunciada pendiente; el muro nos sugiere enseguida la distancia, la lejanía respecto a todo aquello que es el esplendor, el triunfo, la salida de la mediocridad.

Hasta ese momento hemos estado pensando (los lectores) que el deseo de Charlie es el de todo joven norteamericano: llegar a ser alguien, llegar a la cumbre simbolizada en este caso por el glamour de la noche, las luminarias, el champán y las bellas mujeres. Entonces, en cuanto el trío desaparece del café, el relato cambia de rumbo. Este muchacho desesperanzado, que no tiene ante sí más que una noche fría y húmeda, una niebla fantasmal y la perspectiva de acostarse en una humilde habitación a la espera de recomenzar su rutina al día siguiente, ha estado escuchando atentamente la insulsa conversación del trío y, no teniendo nada más que hacer, se echa de nuevo a la calle, rumbo a su cama.

Un buen lector ha de haber quedado intrigado por las dos partes de un relato que parece que va a contar la vida gris que está matando a un espíritu joven para luego desviarse y relatar una conversación de adultos tan mediocres como él, pero ya embarcados en la mediocridad para el resto de sus vidas. ¿Acaso busca el autor este preciso contraste? Sin embargo, en su sencillez, en su linealidad, en su desarrollo netamente minimalista, el lector percibe una fuerza que lo ha atrapado, que ha de estar por encima de la apariencia de banalidad y que, en buena lógica, debe conducirle a un final mucho más sustancioso.

Avanzamos un poco más –el relato es muy corto– y entramos en una tercera parte. Charlie sale a la calle. Y ahí nos enteramos de algo más, algo sumamente importante. En primer lugar, que Charlie ha venido a San Francisco en mitad del verano dejando su casa familiar; que su padre, para convencerle de que no fuera a San Francisco en verano llega a citar la autoridad de Mark Twain (otra referencia literaria); que Charlie está empezando a desanimarse de veras, pero no quiere reconocerlo, ni reconocer que no tiene amigos, que su soledad es extrema y, descubrimiento final, que los editores a los que ha enviado su primera novela o lo han ignorado o se han reído de él.

Ahora es cuando se relaciona y se entiende la referencia a los beatniks. ¡De modo que Charlie es un aprendiz de escritor que se gana la vida como camarero mientras sus sueños van desvaneciéndose! Cuando mira hacia North Beach lo imagina lleno de escritores escribiendo y luego reuniéndose de madrugada a tomar copas y tener las conversaciones brillantes y profundas como las que cuenta a sus padres en sus cartas, mintiendo, soñando.

«Estaba al borde de renunciar», se lee en uno de los últimos párrafos. La luz no lo ilumina, la inspiración no existe, es evidente que no sabe por qué no consigue escribir bien, parece como si estuviera esperando una revelación que no llega, está muy cerca de rendirse. Pero la revelación ha llegado. Lo maravilloso de este cuento es que ha llegado aunque él aún no lo sabe, que no sabe cómo ha sido y que ni siquiera la ha asimilado, pero ha llegado y la lleva en su mente y en su corazón sin ser aún plenamente consciente de ello. El lector curtido, en cambio, ha captado el doble sentido de la conversación y aquí establece Wolff la perspectiva: el lector sabe o sabrá antes que el protagonista, el protagonista aún no; la ventaja del lector coloca el relato a la distancia justa que hace que el texto se vuelva autónomo.

La conversación entre los dos hombres y la mujer es mucho más que las anécdotas sobre las que conversan. Si algo distingue a la literatura es que, al dirigirse a la imaginación del lector, al tener que ponerla en movimiento y fecundarla, necesita de un arma sustancial a la escritura literaria: la sugerencia. Al contrario que la evidencia, propia del discurso lógico, la sugerencia es el alma de la expresión literaria; sin ella, incluso en los textos más limpios y directos, la narrativa o la poesía caerían en el vacío. El ejercicio de sugerencia que nos propone Wolff, el que confiere toda la grandeza a su relato, sobre el que puede cimentar su sentido, es que tras la aparentemente banal conversación del trío está la verdad: que George y Audrey no saben cómo decirle al obtuso Truman que son amantes. Y eso –porque Wolff lo hace perfectamente– no lo ha pescado conscientemente Charlie, sino inconscientemente, es decir, no sabe aún lo que ha oído, pero lo ha oído y lo lleva dentro y pronto va a acabar por asimilarlo y hacerse la luz en su cabeza. Y entonces escribirá por fin, porque habrá descubierto, experimentado, que el secreto del arte literario es la sugerencia.

«Estaba al borde de renunciar. Él mismo no sabía hasta qué punto estaba al borde de renunciar hasta que notó que acababa de decidir continuar a pesar de todo».
Ese notó es definitivo. «Se quedó allí parado y escuchó la sirena de la niebla en la bahía. La tristeza de ese sonido, la idea de él mismodeteniéndose a escucharlo, la densidad de la niebla, todo ello le proporcionó una sensación de placer».

Ese es el momento de la revelación, contado por medio de sensaciones. Luego reemprende, andando, el camino a su habitación en lo alto de la colina. Camina bajo la luz de las farolas que brillan, se cruza con una mujer, la pendiente se acentúa y se detiene a tomar aliento. Entonces oye de nuevo la sirena en la niebla, pero esta vez suena para él de otra manera. El final es grandioso: «Sabía que en alguna parte, allí fuera, un barco se dirigía a puerto a pesar del solemne aviso, y mientras caminaba Charlie se imaginaba arrodillado en la proa, con un farol en la mano, atento a la luz que brillaba justo ante él. Cualquier distracción desvanecida. Demasiado vigilante para tener miedo. La lengua humedeciendo los labios, los ojos muy abiertos, listo para avisar en esta niebla cambiante, que en cualquier momento podía revelar cualquier cosa».

La otra parte del alma de la expresión literaria, la que encarna la sugerencia, es la creación de las imágenes literarias adecuadas a la intención, cuyo valor emocional y simbólico es lo que determina la gran escritura; como, por ejemplo, las que acabamos de leer, recogiendo admirablemente el sentido de su relato, a Tobias Wolff.
 

Tobias Wolff, De regreso al mundo, Alfaguara.

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Ficha técnica

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