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Tintín el reino del Pelícano Negro

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Nunca creí que viajaría al Reino de Syldavia en unas circunstancias tan aciagas. A pesar del buen gobierno del rey Muskar XII, el avance del populismo y de las pretensiones separatistas de las dos regiones más prósperas del país, han puesto en peligro el régimen de libertades de una de las democracias más ejemplares de Europa. Cuando el rey me nombró Caballero de la Orden del Pelícano de Oro, comprendí que estaría vinculado a Syldavia el resto de mi vida, pues era el primer extranjero que recibía esa distinción.

Yo solo era un joven reportero de Le Petit Vingtième y pensaba que no merecía un honor semejante, pero el buen Muskar XII, también joven y con una gran preparación, estimó que mi papel en la recuperación del Cetro de Ottokar había salvado al país del complot organizado por la República de Borduria para anexionarse Syldavia. Años más tarde, Muskar XII nombró Caballero de la Orden del Pelícano de Oro a otro extranjero, el escritor griego Apolline Papadimitriou, Premio Nobel de Literatura. Indudablemente, reunía más méritos que yo, pues sus valientes artículos a favor de la monarquía parlamentaria de Syldavia contribuyeron a frenar las ambiciones expansionistas de Plekszy-Gladz, dictador de Borduria. Diez años después, Apolline Papadimitriou había acudido de nuevo a Syldavia para apoyar a Muskar XII, escribiendo nuevos artículos contra el separatismo y el populismo. Además, con enorme generosidad, había recomendado al rey que me hiciera llamar:

-Majestad, le ruego que llame a Tintín. Pienso que en esta hora de incertidumbre, su presencia sería de una gran ayuda. Es un incansable defensor de la libertad.

Cuando la Embajada de Syldavia llamó a Moulinsart, el capitán Haddock cogió el teléfono, pensando que preguntaban una vez más por la carnicería Sanzot. Sus gritos de cólera hicieron temblar el auricular y la voz que hablaba desde el otro lado enmudeció, pensando que había marcado por equivocación el número de una casa de alienados.

-¡Mil rayos! –exclamó el capitán-. Ya he dicho mil veces que no es aquí. ¿No hay forma de que dejen de molestarme?

El empleado de la embajada se disculpó, aclarando que no pretendía molestar y que solo deseaba hablar conmigo, pues el rey Muskar XII se enfrentaba a una crisis de estado y necesitaba mi ayuda.

-¿Por qué no lo ha dicho antes? –preguntó Haddock-. ¿Piensa que estoy senil y ya no me entero de las cosas?

Y alargando el auricular hacia mí, añadió, ya más calmado:

-Grumetillo, es para ti. Algo importante. Creo que nos toca hacer las maletas. Pensé que este año sería tranquilo, pero me he equivocado de nuevo.

Cogí el aparato y escuché la voz de un hombre que se identificó como el secretario del embajador de Syldavia. Me explicó que el embajador quería hablar conmigo en su despacho a la mayor brevedad. Yo contesté que estaba a su disposición. Presumí que era algo grave y quise mostrar mi lealtad a un país que había sido tan atento conmigo. Esa misma tarde, Haddock, Milú y yo nos entrevistamos con el embajador, un hombre elegante y distinguido que ya peinaba canas y que llevaba un alfiler con el escudo de Syldavia en el ojal de la americana. Nos explicó que las dos regiones más ricas del país no cesaban de desafiar a la ley, adoptando iniciativas inconstitucionales para independizarse.

-Hablan de vías pacíficas y democráticas, pero lo que hacen no es pacífico ni democrático.

Ahí no se acababa el problema. Una ola de populismo recorría el país. Simpatizantes del régimen comunista de Plekszy-Gladz hablaban de asaltar los cielos, citando a Carl Schmitt y Robespierre. Su líder, Paul Churches, pedía la guillotina para los enemigos del pueblo. Elogiaba el terror jacobino y, al mismo tiempo, se embriagaba leyendo al jurista que exaltó la dictadura nazi. En el otro extremo, el hijo de Müsstler, el antiguo líder de la Guardia de Acero, una organización fascista, demandaba un giro autoritario. Financiado por Roberto Rastapopoulos, un conocido multimillonario que había amasado una fortuna con toda clase de negocios turbios, proponía salir de la UE, abandonar el euro, deportar masivamente a los inmigrantes ilegales, legalizar la venta de armas a los ciudadanos sin antecedentes penales y combatir con dureza la ideología LGTBI. El programa de Paul Churches no era menos inquietante. Quería nacionalizar la banca, restringir la propiedad privada, subir brutalmente los impuestos, reconocer el derecho de autodeterminación y reescribir la Carta Magna en un lenguaje inclusivo. Nada de hombres y mujeres. A partir de ahora solo se hablaría de «humanes» y se impondrían fuertes multas a los periodistas y escritores que se resistieran a adoptar esta expresión.

-Y lo peor de todo –concluyó el embajador, con la cara compungida-. Quieren transformar Syldavia en una República, forzando el exilio del rey.

-¡Mil millones de naufragios! –exclamó Haddock, alzando la voz-. ¡Jamás! Dígale a Su Majestad que puede contar con nosotros para lo que sea. El linaje de los Hadoque no conoce el miedo y nunca ha dado la espalda a la llamada del deber. ¡Les enseñaremos modales a esos anacolutos con diploma de analfabetos y cerebros de vendedores de alfombras!

Milú asintió, ladrando con fuerza.

-¡No saben qué alegría me dan! –dijo el embajador, extendiendo las manos-. El rey les pide que viajen lo antes posible a Syldavia. Además, podrán reencontrarse con su vieja amiga Bianca Castafiore, que actuará en palacio para expresar su apoyo a la corona. Cantará el «Aria de las joyas» y el « Ave maría». Nadie interpreta a Gounod con tanto sentimiento.

Haddock retrocedió con la cara descompuesta y la mano en la boca del estómago. Que Dios me perdone, pero tuve la impresión de que le temblaban las rodillas.

-¿Se encuentra bien? –preguntó el embajador, alzando las cejas.

-Sí, claro –tartamudeó Haddock-. El estómago. Creo que algo me ha sentado mal. La carnicería Sanzot habrá enviado un filete en mal estado. ¡Malditos aprendices de archipámpano!

Durante el vuelo, el capitán no ha dejado de gruñir, preguntándose por qué la vida le obligaba a afrontar pruebas tan amargas. Milú, que duerme a nuestros pies, comparte su inquietud. La Castafiore les parece más temible que un ciclón tropical. Yo pienso en otras cosas. ¿Será posible que Europa retroceda en su historia, abrazando los demonios que parecían desterrados?

Aterrizamos en Klow una mañana fría de noviembre y con el cielo surcado por negros nubarrones. Me pregunté si eran presagios de lo que le esperaba a Syldavia, una de las monarquías parlamentarias más simpáticas del Viejo Mundo.

Al pie de la escalerilla nos esperaba el rey Muskar XII, su elegante esposa, Apolline Papadimitriou y Bianca Castafiore. Haddock cerró los ojos, imitando a los niños que sueñan con estar en otro sitio cuando se enfrentan a algo indeseable. El rey nos saludó con su cortesía habitual, Papadimitriou no se mostró menos cordial, y la Castafiore, incapaz de contenerse, abrazó a Haddock, exclamando:

-Mi querido Karpock. ¿Se ha decidido a abandonar su barquichuela? Tener con nosotros a un viejo lobo de mar aplaca mis temores. Syldavia puede respirar tranquila. Majestad, ¿no le importará que ponga música a este momento? Al igual que usted y como ya sabrá, el capitán Kolback es un gran amante de la ópera.

-Claro que no, querida amiga.

La Castafiore comenzó a cantar el «Aria de las joyas» con tanta energía que los operarios del aeropuerto recurrieron a sus cascos para proteger sus tímpanos. El sonido de los aviones dejó de oírse, incapaz de competir con la voz de la diva, un vendaval atronador. El rey y la reina sonreían, Apolline Papadimitriou asentía complacido, y Haddock parpadeaba mientras sus labios temblaban, dibujando en su cara una mueca de espanto. Milú no tardó en ponerse a aullar, con ese tono trágico que solo empleaba cuando sonaban campanas o petardos. Yo apenas lograba contener las lágrimas que se agolpaban en mis ojos. Sentía que un rompehielos bajaba por mi esófago, buscando mi estómago para partirlo por la mitad. En ese momento, las nubes empezaron a liberar su carga, vomitando una tupida cortina de agua sobre el aeropuerto. Apolline Papadimitriou abrió uno de esos paraguas ingleses de grandes dimensiones protegiendo de la lluvia a la reina, que le agradeció el gesto con una sonrisa llena de delicadeza. Los escoltas que acompañaban a los reyes imitaron al escritor griego. De repente, un bosque de paraguas cubrió a la comitiva y comenzó a moverse con solemnidad. Imaginé su movimiento desde una perspectiva cenital y pensé en el bosque de Birnam. Los aprendices de Lady Macbeth ya podían prepararse, pues se preparaba su némesis. La comitiva se dividió, distribuyéndose entre los elegantes Bentley de la Casa Real.

Compartimos coche con Papadimitriou, que se mostró muy cordial y cercano:

-Siempre he admirado sus artículos, amigo Tintín –dijo, dirigiéndose a mí-. No abusa de los adjetivos. Es una gran virtud. Sus libros de viajes son extraordinarios. Me han proporcionado muy buenos ratos. No sé si se ha dado cuenta, pero a veces se aproxima a Conrad con ese humanismo exasperado que recorre toda su obra. Me agrada que siga escribiendo a máquina, como Hemingway, Malcolm Lowry y mi amigo Javier Marías. Me sorprendería verlo delante de un ordenador. Es usted, amigo Tintín, una de las grandes plumas del siglo XX y, si me permite decirlo, un romántico. Hay en usted algo byroniano.

Le di las gracias, abrumado por su increíble generosidad. Los elogios de un Nobel son un regalo del cielo. Indudablemente, yo no merecía tanta amabilidad, pero no voy a mentir. Sus palabras me produjeron un profundo regocijo.

-En cuanto al capitán Haddock –continuó Apolline Papadimitriou, mirando a mi amigo-, ¿qué puedo decir? Como usted, es un paladín de los derechos humanos y un gran amigo de la libertad. Sus aportaciones al idioma son asombrosas. No sé si se ha dado cuenta, pero el francés ha evolucionado gracias a sus improperios, adquiriendo más plasticidad y vigor. ¿No se ha planteado escribir? Creo que tiene madera de novelista.

-¡Mil rayos! Es la primera vez que me dicen algo así.

-Piénselo. Esta noche disfrutaremos de una velada excepcional. La Castafiore cantará en palacio. El rey ha dispuesto que nos sentemos en primera fila. Quiere tener a su lado a sus mejores amigos. El recital, querido Haddock, quizás le inspire. Podría ser usted un nuevo Patrick O’Brian. Confíe en mi olfato.

Haddock no pudo evitar que se le hincharan las venas del cuello. Sus ojos se inflaron como globos. Parecían dos bolas de billar a punto de salir despedidas por la boca de un cañón. Las palabras de Papadimitriou le habían complacido mucho, pero la idea del recital le hacía añorar nuestro viaje a la Luna. El sonido no se propaga en el espacio exterior. Aunque la Castafiore gritara en su oído, no la escucharía.

Cuando llegamos a palacio, nos alojamos en unas bonitas habitaciones con los techos muy altos y balcones orientados a las montañas. El paisaje era una fiesta de verdes, rojos y amarillos. Cubiertas de nieves en sus cimas, las montañas azuleaban en la lejanía. Sentí lástima de que un país tan hermoso pudiera fragmentarse en pequeñas repúblicas gobernadas por arribistas sin escrúpulos. Müsstler y Churches eran dos demagogos que agitaban las banderas del odio y la intransigencia, movidos por las ansias de poder. Muskar XII era un buen rey, pero su templanza y timidez resultaban menos atractivas que las soflamas incendiarias de dos líderes cuyos seguidores les tributaban un grotesco culto a la personalidad. Los líderes separatistas no eran menos dañinos. Se negaban a utilizar la lengua oficial del país y siempre vestían trajes regionales, lo cual les imprimía el aspecto de anacronismos vivientes. Según Haddock, unos y otros, desde Müsstler hasta el siniestro Onegin, un antiguo terrorista que había blanqueado su pasado, solo eran antropitecos con babero, lepidópteros come-niños, macrocéfalos de agua dulce.

Después de deshacer la maleta, salí a pasear por el jardín para disfrutar de un otoño que desnudaba lentamente los árboles, extendiendo una alfombra dorada sobre los rodales de césped. Ya no llovía, pero el olor a tierra mojada encendía la nostalgia. Milú corría delante de mí y Haddock descansaba en su habitación, pues el «Aria de las joyas» que nos había cantado la Castafiore le había provocado una migraña descomunal. Al pasar cerca de una ventana, Milú reparó en un enorme gato blanco que tomaba el sol en el alféizar. De inmediato acudieron unos versos a mi memoria: «El gato blanco y célibe se mira / en la lúcida luna del espejo». Milú, que no parecía muy interesado por la lírica, dio un salto y se encaramó en el alféizar. El gato huyó hacia el interior y Milú le siguió. Escuché un estrépito de cristales rotos y fuertes golpes que sugerían una lucha feroz. Corrí hacia la puerta más cercana y, tras recorrer un pasillo ante la mirada estupefacta de los sirvientes, penetré en la habitación donde se escuchaba el estrépito. Me tranquilicé al toparme con Apolline Papadimitriou con el gato en los brazos. Milú les observaba con cara de malas pulgas.

-Te estás portando de una manera deplorable –exclamé-. ¿Dónde están tus modales? ¿Qué has roto?

-No se preocupe –dijo Apolline Papadimitriou-.Solo ha roto un par de vasos y una botella de whisky. Los humanos a veces nos comportamos de una forma más irracional. A fin de cuentas, solo han intercambiado bufidos y ladridos. No ha llegado la sangre al río.

Resoplé, aliviado.

-Eso sí, la botella era de Loch Lomond. La había reservado para compartirla con el capitán Haddock. Imagino que se disgustará. No es fácil encontrar esa marca de whisky en Syldavia.

-¿Está bien el gato?

-Beppo es inmortal. Nos sobrevivirá a todos.

-Me suena ese nombre.

Apolline Papadimitriou se sentó en un sofá y me invitó a hacer lo mismo. Milú se tumbó en una alfombra con la intención de dormir un rato. Después del altercado que había organizado, solo deseaba pasar desapercibido.

-Entiendo que le suene el nombre de Beppo –dijo Apolline Papadimitriou, que acariciaba el lomo del gato-. Es el gato de Borges.

-¿Habla en serio?

-Sí, me lo dejó en herencia. María Kodama así me lo dijo e insistió en que me lo quedara. Creo que Borges intentaba vengarse de mí. Cuando le entrevisté en su casa en Buenos Aires, mencioné que en su biblioteca había un ejemplar de La hermana San Sulpicio, de Palacio Valdés. Nunca me lo perdonó.

-¿Entonces el gato tiene…?

-Muchos años. Muchos. Nunca se separa de mí. Cuando escribo, se sube a la mesa y siento que Borges está leyendo cada frase, meneando la cabeza. Me aconsejó que no siguiera escribiendo novelas, que me pasara al cuento, el ensayo o el aforismo. Para él, el cuento siempre fue un género innecesario.

-¿Puedo contarlo en un artículo?

-No se lo recomiendo. Pondrán en duda nuestra salud mental. No se creerán lo de Beppo. El ser humano posee una imaginación limitada. Se resiste a aceptar que lo imposible y extraordinario convive con lo posible y cotidiano.

-¿Qué opina de la situación de Syldavia?

-Que el ser humano no tiene remedio. Apenas escucha la llamada de la tribu, esconde en un armario el sentido común y pisotea la razón. ¿Cómo es posible que se pretenda despojar al idioma nacional de su carácter oficial para promover los dialectos regionales? Detrás de esa maniobra, late el deseo de destruir Syldavia. Es una medida tercermundista. Vivimos un momento terrible, donde el nacionalismo y el populismo se han aliado para destruir la democracia.

-No lo permitiremos –chilló Haddock, irrumpiendo en la habitación como un huracán-. Pondremos en su lugar a esos beduinos interplanetarios. Solo son monigotes escapados de la prehistoria.

Haddock agarró un sable expuesto como adorno sobre una mesa del siglo XVII.

-Francisco de Hadoque derrotó al infame Rackham el Rojo y nosotros haremos lo mismo con esos mamelucos del espacio.

-¿Ya se le ha pasado el dolor de cabeza? –pregunté, asombrado de su rápida recuperación.

-No, pero me moría de sed. ¿No habrá algo de whisky?

-Apolline Papadimitriou había encargado una botella de Loch Lomond y Milú la ha roto, persiguiendo al gato.

Haddock se dejó caer en una butaca, con los brazos caídos y expresión de hombre derrotado. Con el sable en la mano, parecía un viejo marino derrotado por un enemigo invencible:

-Estamos perdidos –gimoteó-. No hay nada que hacer. Los elementos se han conjurado contra nosotros.

-En el mueble bar, hay otras marcas de whisky –apuntó Papadimitriou -. De vez en cuando, está bien cambiar.

-Me duele ser infiel a un viejo amigo, pero si no hay Loch Lomond, me conformaré con cualquier cosa que pueda calentarme el gaznate.

-No se tome así las cosas, querido amigo –dijo Muskar XII, incorporándose a la reunión, franqueando una puerta lateral que abrió ceremoniosamente un sirviente-. Tengo whisky escocés de gran calidad. ¿Qué tal un trago del Macollan Doublé de casi doce años? Cuando bebes un Macollan, perdura el sabor a madera de roble en el paladar.

Avergonzado, el capitán Haddock se levantó, colocó el sable en su sitio y pidió disculpas.

-Majestad, perdone este momento de debilidad. Estamos aquí como sus más fieles vasallos y no para crear problemas.

-Amigos, amigos –corrigió Muskar XII-. Nada de vasallos. Syldavia es una monarquía parlamentaria. La soberanía reside en el pueblo. Aquí solo hay ciudadanos. En todo caso, yo soy el vasallo de la nación.

-Tiene razón, Majestad –respondió el capitán-. Le acepto ese trago. Decir no a un Macollan es decir no a la vida. Es un whisky delicioso, con sabor a pasas y caramelo.

-Yo prefiero una copita de vino –intervino Papadimitriou -. Es la bebida de la amistad.

-Yo soy abstemio –se excusó Tintín-. Imagino que es una herencia de mis años de scout. Prefiero un vaso de agua mineral con hielo y una rodaja de limón. Es mi bebida favorita.

-Yo tomaré un whisky –dijo el rey-. Vivimos momentos difíciles y hay que buscar fuerzas.

-¿Qué sucederá, Majestad? –preguntó Tintín con cara de preocupación-. La situación parece grave.

-No se preocupe. Acaban de llegar dos grandes investigadores que nos ayudarán a prevenir el intento de sedición. Hemos descubierto que las regiones que quieren independizarse están comprando armas en el extranjero. Dos policías con muchísima experiencia y una extraordinaria mente analítica se encuentran en la habitación contigua, esperando mi señal para reunirse con nosotros.

El rey hizo una señal y un criado abrió una puerta. Hernández y Fernández, con sus característicos bombines, sus trajes negros y sus bastones de empuñadura curva, entraron con cara de pocos amigos. Sin decir nada, se dirigieron a Papadimitriou y le señalaron con el dedo:

-Él es el culpable –dijo Hernández, frunciendo el ceño.

-Aún diría más: él es el culpable –añadió Fernández, arrugando la nariz.

El escritor se levantó indignado:

-¿Qué tonterías están diciendo?

-Se equivocan, señores –intervino el rey-. Apolline Papadimitriou es un gran amigo.

Beppo había saltado de las rodillas del escritor y enseñaba los colmillos, bufando de indignación.

-¡Par de zopencos invertebrados! –gritó Haddock-. Siempre haciendo el mameluco. ¿Qué disparate es ese? ¿Culpable de qué?

Pálido, Hernández se excusó:

-Solo era una estratagema policial.

-Eso es: una estratagema policial –agregó Fernández.

-¡Par de megaciclos! ¿Dónde les regalaron la placa? ¿En una bolsa de patatas fritas con bacon? –

No se ponga así –dijo Hernández-. Es un viejo ardid. Si acusas a alguien por sorpresa y es culpable, se pone nervioso y comienza a farfullar incoherencias. Casi equivale a una confesión.

-Señores –exclamó Apolline Papadimitriou, agitando el dedo índice-. Me han acusado de muchas cosas. Han dicho que era un esbirro de la CIA y un intelectual a sueldo del Club Bilderberg. Mis enemigos han hecho circular caricaturas, destacando los colmillos para insinuar que era un vampiro de los Cárpatos, pero nunca me han tildado de sedicioso.

-Por favor –medié en la discusión-. Dejémonos de tonterías y consagremos nuestras fuerzas a lo verdaderamente importante: salvar Syldavia de los que conspiran para destruirla.

-Tiene razón, amigo Tintín –asintió Papadimitriou -. Estamos aquí para evitar que Syldavia se transforme en una república bananera.

-¿Han elaborado ustedes algún plan de acción? –preguntó el rey en tono conciliador.

-Empezaremos a investigar la vida del mayordomo –dijo Fernández-. Nadie suele sospechar de ellos, pero nosotros les consideramos los principales sospechosos.

-Ya –dijo el rey, esbozando una tímida sonrisa que apenas lograba disimular su estupor-, pero aquí hay muchos mayordomos. Investigar a todos les llevará mucho tiempo.

-Eso no es problema –dijo Hernández-. Nuestro lema es: nunca descansar hasta finalizar la investigación. Somos policías las veinticuatro horas del día.

Hernández y Fernández se marcharon, saludando a todos con una inclinación de cabeza. Mientras se dirigían a la puerta, se tropezaron con la alfombra y los dos se cayeron de bruces contra el suelo. Se levantaron de inmediato, frotándose la nariz. No se habían roto nada, pero su orgullo había sufrido un duro golpe.

-¡Merluzos de cuatro patas! ¡Residuos de ectoplasma! –explotó Haddock apenas salieron de la habitación-. Solo liarán más las cosas.

Esa tarde vimos la televisión con el rey, examinado las campañas de propaganda de Müsstler y Paul Churches. Müsstler destacaba su virilidad en todas sus apariciones públicas. Con una tupida barba que casi le alfombraba las mejillas, cabalgaba con el torso desnudo sobre un caballo negro o corría por la montaña, saltando de roca en roca. Otras veces, aparecía con un revólver en la mano, exhibiendo su puntería con una hilera de botellas. Siempre hinchaba el pecho, como un gorila de montaña que se cruza con un rival y le desafía. En un mitin aparecía con una falda escocesa como la de William Wallace. Churches explotaba una imagen distinta para demostrar que era un amigo del pueblo. Solía cubrirse la cabeza con diferentes modelos de boinas. Negra como la del Che, roja como la de Chávez, a cuadros como las de los brigadistas internacionales. A veces, aparecía conduciendo un tractor o labrando la tierra con un azadón. Sus asesores habían compuesto carteles que reproducían La Libertad guiando al pueblo, el famoso cuadro de Delacroix. Gracias a un montaje, Churches ocupaba el lugar de la Libertad. Bajo un cielo tormentoso y con medio pecho al descubierto, alzaba una bandera roja con una mano y con la otra sostenía una espingarda.

-¿Por qué una espingarda? –pregunté.

-Es un toque multicultural –apuntó el rey-. Dicen que en este país se trata mal a los inmigrantes, lo cual no es cierto. No se dejan de abrir mezquitas. Siempre hemos mantenido una relación muy cordial con los países musulmanes.

-¡Menudo cretino de los Alpes ese Churches! –exclamó Haddock, dejando el vaso de whisky vacío sobre una mesa-. Habría que colgarle de los pulgares.

-Müsstler es otro bobo –comentó el rey-. Lleva la bandera de Syldavia hasta en los calzoncillos. No es un rumor, sino algo de lo que presume. Los independentistas hacen lo mismo, pero con su bandera.

-¡Son todos unos cochinos extractos de hidrocabruros! ¿Por qué no se buscan un trabajo decente y dejan de fastidiar?

Esa tarde el rey y Apolline Papadimitriou se encerraron en su despacho sin dar explicaciones. Supuse que sería para estudiar la situación. Haddock, Milú y yo paseamos por los jardines, sin apenas cruzar palabra. La preocupación nos había enmudecido. Al pasar por el despacho del rey, miramos por la ventana y nos topamos con su rostro preocupado. Sentado frente a Papadimitriou, que también tenía un semblante muy serio, se inclinaba sobre un papel. El escritor hacía el mismo gesto. Beppo apareció al otro lado del cristal y Milú se lanzó contra su reflejo, pegándose un buen golpe en el hocico. Contrariado, echó a correr hasta encontrar una puerta que le permitiera entrar en palacio. Lo seguí con miedo de que pudiera provocar una nueva catástrofe, destrozando algún valioso jarrón o las figuras de porcelana que adornaban mesas y repisas. El rey había dejado la puerta entreabierta y Milú se coló en su despacho. Cuando entré, Beppo se había encaramado al hombro de Papadimitriou. El escritor no levantó la mirada. Parecía acostumbrado a que el gato le utilizara como mueble viviente.

-¡Milú –grité!-. Por favor, deja de hacer trastadas. Lo siento, Majestad.

-No se preocupe, amigo. Soy un gran amante de los animales.

No pude evitar ver los papeles que había sobre la mesa. No se trataba de mapas, documentos o memorándums, sino de papel cuadriculado. Apolline Papadimitriou y el rey disputaban una batalla naval y todo indicaba que el juego se hallaba muy igualado.

-No se extrañe, Tintín –dijo el rey-. En estas circunstancias, relajarse es muy necesario. Ayuda a pensar con más claridad.

-¡C3! –exclamó Papadimitriou, guiñando los ojos con malicia.

El rey miró su hoja de papel y dijo con tristeza:

-Tocado.

-Ajá. Seguro que he acertado a un submarino.

Beppo maulló levemente, poniendo las patas delanteras sobre la cabeza del escritor, que de repente adquirió el aspecto de deidad del antiguo Egipto.

Esa noche, la Castafiore cantó para nosotros. Papadimitriou le pidió que interpretara algún lied de Mahler. La diva aceptó encantada:

-¿Cómo no, querido amigo?

Después del «Aria de las joyas», el ruiseñor milanés atacó los Kindertotenlieder, demostrando que su repertorio no se agotaba con el bel canto. El recital se prolongó interminablemente. Haddock bebía un trago de whisky tras otro. Milú, escondido debajo de un sofá, gemía lastimosamente. Yo sonreía con cara de circunstancias. En cambio, Apolline Papadimitriou y el rey parecían complacidos. Al final de la velada, la Castafiore se acercó a Haddock y charló animadamente con él:

-Sé que ha disfrutado, mi querido capitán Harrock. ¡Qué bien le sienta el smoking! ¿Por qué no se afeita la barba? Estaría mejor. Se lo dice una buena amiga.

Haddock intentaba hablar, pero la Castafiore apenas le dejaba soltar dos palabras seguidas:

-¡Qué bonita reunión, capitán Kodak! ¡Y qué honor cantar ante un Nobel lituano!

-Griego –corrigió Apolline Papadimitriou.

-Claro, claro, amigo. Me encanta Malta. Tengo que leer una de sus novelas, pero es que apenas tengo tiempo. Los artistas, lo sabe usted bien, somos esclavos de nuestro trabajo, pero esta misma noche empiezo una. ¿No es usted el autor de…? Caramba. No me sale. Otras inquisiciones, eso. Debe ser muy interesante. Inquisidores, la Edad Media, monasterios y conventos. ¿Se parece a El nombre de la rosa?

Apolline Papadimitriou intentó aclarar la confusión, pero la Castafiore le cortó a mitad de frase:

-¡Qué encantador es usted! Los albaneses siempre tan galantes. ¡Cómo celebro haber cantado para un Nobel turco! Creo que al interpretar a Mahler surgió una conexión emocional entre usted y yo. Algo pitagórico, cósmico. Imagino que le gusta Paulo Coelho. También es italiano.

-No, brasileño…

-Bueno. Es lo mismo, ¿no?

Esa noche, tuve que acompañar a Haddock hasta la cama, pues se había emborrachado de tal forma que apenas lograba subir los escalones. Durante las semanas siguientes, el rey nos convocó para buscar soluciones. Fueron días extenuantes con largas e intensas jornadas de trabajo. Haddock aportó pocas ideas, pero salpicó los encuentros con floridos improperios contra Müsstler y Churches. Hernández y Fernández nos dejaron boquiabiertos con sus majaderías, y Silvestre Tornasol nos escribió desde Noruega, donde se había propuesto averiguar qué era eso de lo que –según Wittgenstein- no se puede hablar y a lo que solo cabe referirse mediante silencios místicos. Nos confesaba que estaba un poco harto del Tractatus y que había comenzado a estudiar la obra de Popper, prestando especial atención a La sociedad abierta y sus enemigos. La Castafiore se marchó después de la velada musical para alivio de Haddock y pesar del rey y Apolline Papadimitriou, grandes admiradores del ruiseñor milanés.

Durante las reuniones de trabajo, el escritor griego realizaba brillantes análisis que evidenciaban la irracionalidad de los populistas y los separatistas:

-Los independentistas transformarán Syldavia en un mosaico de ciudades medievales donde las empresas no querrán invertir. El país retrocederá varios siglos. Perdone mi lenguaje, Majestad, pero ¿en qué momento se fue al carajo Syldavia? Es una democracia moderna con un sistema parlamentario que garantiza la libertad y el pluralismo. ¿Ha visto la cara de Müsstler? Nunca se ríe. Los aprendices de tiranos nunca lo hacen.

-Churches sí se ríe –apunté con discreción.

-Sí, pero como un idiota o un loco. Hace unos días, se disfrazó de Pancho Villa. ¿Cuántas payasadas tendremos que aguantar? ¿Qué será lo siguiente? ¿Verlo con peluca empolvada, imitando a Robespierre? A veces me recuerda a Berlusconi, otro bufón.

-Casi me preocupan más los independentistas –confeso el rey.

-Compiten con Müsstler y Churches en majadería –aseveró Papadimitriou -. Comparan a regiones autónomas con las colonias, sostienen que Qatar funciona mejor que Syldavia y que el Pelícano Negro es un símbolo fascista. Quizás les gustaría más que fuera un pulpo o un hipopótamo.

Beppo nunca se separaba de Papadimitriou. Solía sentarse en sus rodillas o se tumbaba sobre la mesa, cerca de él, bostezando con aire de hastío.

-No le gusta la política –se excusaba el escritor-. Se parece a su anterior propietario, mi querido Borges. Según el escritor argentino, el mundo marcharía mejor sin gobiernos. A veces pienso que tenía razón.

-Nos acercamos a un precipicio –comentó el rey-. Pobre Syldavia. No se merece esto. Y, lo peor, es que no se atisba una solución.

-Defender la legalidad, Majestad –intervine, sabiendo que planteaba una opción complicada, pues los enemigos de la democracia buscaban una confrontación que incendiara las calles.

Cuando escribo estas líneas para una agencia de noticias, la situación continúa atascada, pero ha surgido un factor imprevisto: una epidemia. Un nuevo coronavirus se extiende por el mundo y en Syldavia ya han surgido los primeros casos. Los contagios se multiplican exponencialmente. Los independentistas y los populistas siguen incordiando, pero sus gestos ya no tienen tanto eco. El miedo se está apoderando del país y se teme una grave crisis económica. Haddock y yo permaneceremos en Syldavia, pues nuestro amigo el rey nos ha pedido que lo hagamos y no estamos dispuestos a abandonarlo. Haddock dice que al menos nos hemos librado de la Castafiore y de Hernández y Fernández, que también se han marchado para investigar las fuentes de financiación ilegal de los movimientos separatistas. Probablemente solo conseguirán embrollar más las cosas. Apolline Papadimitriou lee y escribe sin descanso, siempre merodeado por Beppo. En estos días he pensado mucho en Borges. Dicen que no ha muerto, que le han visto por Ávila, paseando cerca de las murallas y tomando horchata en la Plaza de Santa Teresa. Borges dijo que la victoria de la Alemania nazi significaría la ruina y el envilecimiento del orbe. No nos enfrentamos a una amenaza tan grave, pero de momento la idiotez prospera a un ritmo vertiginoso. Es una noticia inquietante, pues como dice mi buen amigo Álvaro Delgado-Gal, cuando se alían los idiotas son la tribu más poderosa de la tierra. De todas formas, todo puede ser manifiestamente peor. Serafín Latón nos ha escrito, anunciando su inminente visita, y el emir Ezab, amigo íntimo de Muskar XII, aparecerá de un momento a otro con su hijo Abdallah, un niño insoportable y malcriado. Cuando Haddock se enteró, saltó del sofá donde se había sentado y comenzó a gritar: «¡Zafarrancho de combate! ¡Todo el mundo al puente y sálvese quien pueda!». Pretendía marcharse a Madagascar, pero le recordé que el rey nos necesitaba y rectificó de inmediato. Su gran corazón le prohíbe ser desleal.

Seguiré informado desde Klow, capital de Syldavia.

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