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Tintín: Stock de coque

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Los secundarios siempre han desempeñado un papel esencial en las historias de ficción. Lejos de ser un simple telón de fondo, proporcionan consistencia, credibilidad y profundidad. ¿Podemos imaginar las aventuras de Tintín sin Hernández y Fernández? ¿Qué sería de Moulinsart sin el fiel y discreto Néstor? ¿Acaso el infame Rastapopoulos no es el antagonista perfecto del joven reportero, obligándole una y otra vez a redoblar su ingenio para desmontar sus perversos planes? No incluyo entre los secundarios al simpático Milú y el entrañable Silvestre Tornasol, piezas esenciales de un universo que no podría prescindir de su presencia sin quedar gravemente desdibujado. En Stock de coque, Hergé reúne a un impresionante elenco de secundarios, rescatando a personajes que habían aparecido muchos álbumes atrás. Indudablemente, su decisión constituye un acierto, pues logra comunicar las tramas de peripecias notablemente alejadas en el espacio y en el tiempo. A pesar de la distancia geográfica e histórica, descubrimos que Tintín ha protagonizado la mayor parte de sus aventuras en escenarios exóticos, como América del Sur, China, India Oriente Medio e incluso la Luna. No hay ninguna referencia a nuestro satélite en Stock de coque, pero los aparatosos patines con motor inventados por Tornasol recuerdan los pioneros artefactos –incluida la nave X-FLR 6– creados por el estrafalario sabio para viajar al espacio exterior. No está de más recordar que el primer hombre que pisó la Luna no fue Neil Armstrong un 21 de julio de 1969, sino Tintín, un adolescente que se adelantó a la NASA, logrando dar el gran paso en 1952, cuando la humanidad aún soñaba con una gesta que parecía fuera de su alcance. Más afortunado que la perrita Laika, Milú acompañó a su amo y regresó felizmente a la tierra.

En Stock de coque, Tornasol no acompañará a Tintín, Haddock y Milú a Oriente Medio. Se quedará en Moulinsart con Néstor, trabajando en sus patines con motor. En su primera aparición lleva unos patines convencionales. Incapaz de dominarlos, irrumpe en el salón del castillo a la hora del desayuno, provocando un pequeño incidente doméstico. Se salva de una primera caída gracias a la rapidez de reflejos de Tintín, pero no tendrá tanta suerte en la segunda ocasión, volando por los aires. En la mejor tradición del slapstick (subgénero de la comedia que explota las posibilidades cómicas de los tortazos y los porrazos sin consecuencias), Tornasol sufrirá una caída tras otra. A veces en solitario; otras, arrastrará a Tintín, Haddock y Milú, que verán literalmente las estrellas a causa del percance. La presencia en Moulinsart de Abdallah, hijo del emir Mohammed Ben Kalish Ezab, gobernante del imaginario país de Khemed, contribuirá a incrementar las dosis de batacazos. En ausencia de Tintín y Haddock, Abdallah amordazará a Néstor y lo atará a una silla, colocando un plumero sobre su cabeza. Incapaz de comprender la situación, tal vez porque los genios viven en otro mundo, Tornasol se dirigirá al infortunado mayordomo para pedirle su ayuda en un experimento. Se trata de un sistema de dirección incorporado a unos patines convencionales. Abdallah se acercará a traición y lo empujará con todas sus fuerzas, haciéndolo girar como una peonza enloquecida. Hergé logra una viñeta llena de dinamismo que recuerda a la portada de Las siete bolas de cristal. Ambientada en la cocina de Moulinsart, los platos, los cubiertos, la cafetera, la batidora y otros artilugios vuelan dibujando círculos, casi como si compusieran un pequeño tornado. El sombrero de hongo y los anteojos de Tornasol se suman al huracán, mientras el gato siamés que suele pelearse con Milú huye despavorido. Podríamos decir que el siamés es un secundario más, pero sin nombre: al menos, yo no lo he encontrado. Por cierto, su enemistad con Milú se interrumpe en algunos momentos, como al final de El asunto Tornasol, cuando Serafín se marcha de Moulinsart con su familia, creyendo que el capitán sufre un brote de escarlatina. Felices y aliviados, Milú y el gato contemplan aliviados su partida.

Serafín Latón no podía faltar en un álbum que reúne a algunos de los secundarios más significativos de las aventuras de Tintín. Eso sí, aparece al final, anunciado por un desmejorado Néstor, que ha adelgazado terriblemente tras pasar varias semanas soportando las diabluras de Abdallah. Como presidente del Volante Club, ha organizado un rally cuya última etapa se celebra en los jardines de Moulinsart. Latoso insuperable, pesado vocacional, gorrón sin un ápice de mala conciencia, Serafín es ese vecino que llama a la puerta para pedir algo de sal o azúcar y acaba instalándose en el sofá favorito de su anfitrión, bebiéndose el coñac reservado para las grandes ocasiones. Sé que esta clase de incidentes pertenecen a otra época, cuando los vecinos aún se relacionaban, abriendo sus hogares con cualquier pretexto. Hergé es hijo de su tiempo y refleja sus costumbres, quizá más sensatas y civilizadas que las nuestras. Por cierto, el gag del rally se basa en una experiencia real. Hergé solía soportar las excursiones de un club de automovilistas que organizaban visitas a su residencia campestre, una modesta emulación de Moulinsart. Por supuesto, no se tomaban la molestia de pedir permiso o avisar. Serafín Latón es uno de los protagonistas de la última viñeta, que ocupa media plancha. Se trata de una escena llena de dinamismo y comicidad. Los automóviles que participan en el rally se disponen a iniciar la carrera, desatando el caos y la confusión. En una esquina, Hernández y Fernández empujan su Citroën dos caballos. En el centro, un juez de carrera toma notas. Ataviado con una gabardina y con la raya en medio, se parece muchísimo a Hergé. Sentado ante una mesa de camping, un hombre calvo, con chaleco beis, gafas de pasta negra y pajarita, escucha la radio. La alusión a Edgar Pierre Jacobs, con una azotea más poblada, es inequívoca. En otra esquina, un automóvil da marcha atrás, destrozando varios escalones de la entrada principal de Moulinsart. Al mismo tiempo, un Fiat 500 Topolino causa estragos, dibujando eses. Es una viñeta que invita a la observación, un pequeño mosaico que esconde infinidad de sorpresas, recordándonos que el arte –mayor o menor– exige tiempo, paciencia, pasión y meticulosidad.

Stock de coque finaliza con la intempestiva irrupción de Serafín Latón. También arranca con un secundario, el corrupto, oportunista y rudo general Alcázar. Tintín y el capitán Haddock salen del cine. Acaban de ver una película del Oeste. Tintín lleva su característica gabardina y Haddock, como un viejo lobo de mar, fuma en pipa. Caminan por la avenida del Toisón de Oro, llena de gente, carteles luminosos y escaparates que desprenden un resplandor dorado. Tintín comenta que el protagonista del western se parece al general Alcázar. Haddock reconoce que le ha gustado la película, pero considera poco convincente el desenlace. Un anciano se lamenta de no haber visto a su sobrino desde hace veinte años y, en ese momento, se abre la puerta y aparece el sobrino. La vida real no funciona así. Por ejemplo, acaban de hablar del general Alcázar, que desapareció hace una eternidad y no por eso van encontrarse con él al doblar la esquina. Exactamente es lo que sucede. Haddock y Alcázar chocan violentamente, despertando la ira del capitán, que lanza uno de sus célebres improperios: «¡Mire por dónde anda, especie de proyectil teledirigido!» Tintín reconoce al general y charla brevemente con él. Esquivo y reservado, Alcázar se muestra visiblemente incómodo y se marcha enseguida, sin advertir que se le ha caído la cartera mientras intercambiaba una tarjeta con Tintín. Cuando reparan en lo sucedido, Tintín y Haddock salen en su búsqueda, pero será inútil. Hergé y sus colaboradores recrean la avenida del Toisón de Oro con precisión y elegancia, revelando una vez más que cada aventura comporta un riguroso trabajo documental.

En esta ocasión, la pasión por el arte salpica las viñetas. En la plancha número diez, El canal de Loing, del pintor impresionista francobritánico Alfred Sisley, decora el vestíbulo de Moulinsart. Se trata de una obra con dos versiones: una, en el Louvre; la otra, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Argel. Sisley fue descrito como «un mago de la luz». El criterio estético de Haddock se ha refinado con el tiempo. Ya no se contenta con las marinas tradicionales que anteriormente colgaban de las paredes de su mansión. No es el único personaje que ama el arte. Oliveira da Figueira, el comerciante lisboeta afincado en el imaginario Khemed, persuasivo vendedor y buen amigo de Tintín, exhibe en la trastienda de su establecimiento un cuadro con un marco muy elaborado con un estilo que recuerda a las vanguardias pictóricas del siglo xix. El malvado Rastapopoulos tiene en su lujoso yate obras de Joan Miró y Pablo Picasso. En el Hotel Excelsior, lugar de encuentro entre Alcázar y J. M. Dawson, antiguo jefe de policía de la Concesión Internacional de Shanghái, se atisban cuadros de arte abstracto y estilo expresionista. Los muebles parecen diseñados en innovadores y elitistas talleres escandinavos e italianos.

Hergé no se preocupa sólo por el arte. Cuida los detalles y cultiva el humor inteligente. El templo excavado en piedra donde se ha refugiado el emir Mohammed Ben Kalish Ezab está claramente inspirado en Al Khazeh (El Tesoro), la construcción más famosa del enclave arqueológico de Petra (Jordania), con su fachada de dos alturas de estilo helénico. El buque mercante Ramona refleja los conocimientos adquiridos por Hergé y su colaborador Bob de Moor en el carguero Reine Astrid, donde se embarcaron para realizar el trayecto Amberes-Gotemburgo: «Acumulamos fotos y croquis –explica Hergé–, porque teníamos que intentar dar una faceta verídica del ambiente marítimo, de los detalles propios de este tipo de barco». Durante el viaje, Roger Leloup, colaborador de Hergé especializado en dibujar vehículos, recreó escrupulosamente el De Havilland DH.98 Mosquito (un avión militar británico) y el Curtiss SC-1 Seahawk (un monoplano de ala baja de la Armada estadounidense). Además, dibujó con extraordinario realismo un imaginario portaviones estadounidense, el U.S.S Los Angeles, y un submarino inspirado en los U-Boot alemanes. El portaviones asume las funciones del Séptimo de Caballería, neutralizando al submarino, que torpedeaba al Ramona, donde viajaban Tintín, Haddock, Milú y Piotr Pst, un piloto estonio que reaparecerá en Vuelo 714 para Sídney. No sería justo ignorar los distintos modelos de automóvil que aparecen en la viñeta final, una verdadera delicia visual para los nostálgicos, y el hombre rana que intenta colocar una carga una mina submarina, sufriendo un cómico accidente. De hecho, se tomó como modelo una fotografía del oficial británico Lionel Crabb, que perdió la vida en una exhibición.

El tema de central de Stock de coque es el tráfico de esclavos. Detrás de este miserable negocio se esconde el marqués de Gorgonzola, un hábil disfraz de Rastapopoulos, el archienemigo eterno de Tintín, una especie de Moriarty pero sin el genio matemático y la elegancia mefistofélica del antagonista de Sherlock Holmes. A pesar de la indignación de Haddock cuando descubre que esa lacra persiste en pleno siglo xx, se acusó a Hergé de racista por la forma de hablar de los sudaneses y senegaleses que viajaban en el Ramona, ignorando que su destino no era La Meca, a la que creían peregrinar como buenos musulmanes, sino un mercado de esclavos en Oriente Medio. Hergé modificó los diálogos, sin conseguir la indulgencia de sus detractores. También introdujo cambios en los diálogos del emir Mohammed Ben Kalish Ezab, que hablaba torpemente en francés, abusando del infinitivo. Con muy bien criterio, adornó su forma de expresarse, reproduciendo el estilo florido de las civilizaciones forjadas por las versiones menos integristas del islam: «Si la desgracia cayera sobre mí –escribe, dirigiéndose a Haddock–, como halcón sobre inocente gacela (pues el mundo está hecho de bien y de muerte), estoy seguro de que Abdallah encontrará en su casa calor y afecto, el asilo y el descanso. Y tú harás ante Alá una acción perfumada. Que la paz esté contigo y con todos los de la casa». La acción perfumada consistirá en soportar al malcriado y perverso Abdallah, que martiriza a todo los que soportan la desgracia de estar a su lado.

En un álbum que convoca a los principales secundarios de las aventuras de Tintín, no podía faltar Allan Thompson, lugarteniente de Rastapopoulos. Allan estimula el alcoholismo de Haddock con una botella de güisqui, pero no emplea el imaginario Loch Lomond, la marca favorita del capitán, sino una botella de Haig, una marca real. Genio del humor canallesco, logra desvelas a Haddock al preguntarle si duerme con la barba encima o debajo de las sábanas. Los gags de Stock de coque son memorables. Cuando Bianca Castafiore se reencuentra con Haddock, incurre una vez más en su proverbial incapacidad de pronunciar correctamente su nombre: «Encantada de volver a verle, mi buen Karbock… Harrock». «’m roll, señora Castafiore. ¡Harrock ‘m roll!», responde el capitán con magnífica ironía.

Publicado en 1958, Stock de coque se hace eco de la revolución musical iniciada por Bill Haley, Little Richard y Chuck Berry. No es baladí recordar que Hergé no soportaba la ópera. Los gags a veces no necesitan las réplicas ingeniosas. La escena en que Haddock cabalga de mala manera, descolgándose por un lado y volviendo a la silla con la cabeza mirando hacia atrás, habla por sí sola. Por cierto, Haddock no se quita su jersey de lana ni en el desierto. No es menos descacharrante la escena en que el capitán confunde el mango de la ducha con el teléfono, lanzando un chorro de agua a su cara. Segundos antes disfrutaba de un plácido baño, sin sospechar que llamarían una vez más a Moulinsart, preguntando por la carnicería Sanzot. Hablen o no, Hernández y Fernández son tan importunos como el telefonazo que obliga a Haddock a salir de la bañera en albornoz, empapando el suelo con un reguero de agua. La escena podría formar parte de una comedia de Billy Wilder protagonizada por Jack Lemmon. Hergé siempre está cerca del cine. En Stock de coque, la acción fluye con planos muy cinematográficos, que explotan distintas angulaciones y juegan con la profundidad de campo. Es difícil no pensar en Alfred Hitchcock, con sus tramas vertiginosas e hipnotizadoras.

Hergé nunca concluye sus historias con un desenlace amargo. El bien siempre prevalece sobre el mal, pero eso no significa que el pobre capitán Haddock logre al fin la paz que tanto anhela. Con los jardines de Moulinsart invadidos por el Volante Club, sólo le queda el consuelo de beber un vaso de Loch Lomond. Aunque el virtuoso y abstemio Tintín no quiera comprenderlo, la vida se ve de otro color con un vaso de buen güisqui escocés entre las manos.

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