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Tintín: El cangrejo de las pinzas de oro

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La irrupción del capitán Haddock en el mundo de Tintín transformó el paisaje de un cómic  que siempre se había ajustado a la estricta visión del mundo de la moral scout. Hergé había humanizado progresivamente a su personaje, mostrándole herido, ebrio y conmovido hasta las lágrimas, pero el joven reportero del mechón pelirrojo nunca había cometido ningún acto indigno o reprobable. Su exceso de virtud podía llegar a ser irritante, saturando la historia de gestos ejemplares que menoscababan la credibilidad del conjunto. Solo había buenos y malos, luces y sombras, nunca esos grises donde se mueven todos los seres humanos, pues incluso los héroes conviven con flaquezas y vicios. El capitán Haddock aportó esas ambivalencias que necesita la ficción para soportar el contraste con la realidad, sin quedar rebajada a simulacro inverosímil. Frente a Tintín, siempre ecuánime y mesurado, Haddock es caprichoso, voluble, inconstante, apasionado e imprudente. Su rostro no puede estar más alejado del rostro minimalista del joven reportero, donde la mayoría de los rasgos son simples puntos. Con una barba abundante y el cabello siempre despeinado, su nariz prominente y su amplia boca, no deja de gesticular, expresando sus emociones con absoluta falta de pudor. Borrachín, deslenguado e inestable, el capitán Haddock es la mejor creación de Hergé, el personaje que acredita su talento como fabulador con dotes para recrear los vericuetos de la comedia humana, con sus crestas y caídas, heroicidades e imperfecciones, claridades y penumbras. Igual que Sancho Panza, se mostrará reacio a emprender nuevas aventuras, pero siempre acabará venciendo su pereza y su egoísmo, asumiendo los riesgos que sean necesarios para ayudar a su amigo. Incluso estará dispuesto a sacrificar su vida, si las circunstancias lo exigen, evidenciando que la nobleza, la lealtad y el coraje prevalecen sobre sus defectos.

Cuando Alemania invadió Bélgica, Hergé estaba trabajando en Tintín en el país del oro negro, pero la nueva situación política le obligó a interrumpir el álbum. Ambientado en Oriente Medio, el nuevo álbum rescataba al doctor Müller, el psiquiatra alemán de La isla Negra, situándolo en el centro de una conspiración internacional para sabotear los pozos de petróleo con unas pastillas que provocaban explosiones. El objetivo era crear una peligrosa situación de desabastecimiento para países como Francia e Inglaterra. Evidentemente, las nuevas autoridades no autorizarían la publicación de una historia semejante, donde el villano era un ciudadano alemán que falsificaba moneda y recurría al terrorismo para desestabilizar a otras naciones. Hergé guardó su trabajo, esperando una ocasión más propicia para finalizarlo. El problema no terminaba ahí. Los ocupantes cerraron Le Vingtième Siècle y su suplemento infantil Le Petit Vingtième.

Hergé se quedó sin espacio para publicar su trabajo, pero eso tal vez fue lo de menos. Movilizado como teniente de infantería, su hermano Paul, un oficial veterano, logró que se le concediera un permiso, retirándolo del frente, algo verdaderamente insólito. Más inaudita fue su huida del país. Ante el avance alemán, se sumó con su esposa Germaine a las columnas de refugiados, lo cual se podría haber interpretado como deserción. Hizo una primera escala en París y, más tarde, aceptó la hospitalidad de unos amigos, alojándose en su casa campestre de Puy-de-Dôme. El matrimonio se mantuvo allí seis semanas, pero cuando Leopoldo III se rindió ante los alemanes y pidió a sus compatriotas que regresaran, decidió volver a Bruselas. Cuando llegaron a su domicilio el 30 de junio, descubrieron que un oficial alemán se había instalado en su hogar. Sin posibilidad de acceder a sus cuentas bancarias, el matrimonio tuvo que sobrevivir con el dinero que Casterman pagó al dibujante por sus trabajos. Apenas se enteró de la llegada de Hergé, Léon Degrelle le ofreció publicar en su periódico Pays Réel, pero declinó la oferta, lo cual demuestra que su ideología distaba mucho de identificarse con el nazismo. Poco después, le llamó Raymond de Becker, que dirigía Le Soir y le ofreció la posibilidad de crear un suplemento infantil, Le Soir Jeunesse. Hergé aceptó, cometiendo un error que le costaría muy caro. Le Soir había sido intervenido por los nazis y ahora sus páginas reproducían sus consignas, convirtiéndolo en un diario colaboracionista. Le Soir Jeunesse apareció el 17 de octubre de 1940. En la portada, aparecía Tintín, sonriente y caminando por la carretera Bruselas-Toulouse. Con una mochila, un morral y la suela de un zapato agujereada, parecía un excursionista disfrutando de un paseo campestre. Detrás, Milú, con la lengua fuera, le seguía a duras penas. En un momento donde las carreteras se encontraban inundadas de refugiados, una imagen de estas características, acompañada de un optimista «Tintin et Milou sont revenus!», no parecía la más indicada. Se podía tachar de frívola e incluso de complaciente con la ocupación alemana, pues transmitía la idea de que la vida continuaba y no había que preocuparse demasiado.

La escasez de papel hizo que el suplemento semanal creado para Tintín desapareciera muy pronto y a Hergé no le quedara otra alternativa que publicar sus viñetas en las mismas páginas donde se celebraban las hazañas de la Wehrmacht. Su personaje, que había luchado contra el imperialismo japonés y el expansionismo bordurio, evidente parodia de la agresividad territorial de los nazis, ahora parecía un cómplice del ocupante alemán.  Muchos seguidores de Hergé censuraron su decisión de colaborar con Le Soir. Un padre de «familia numerosa» le escribió una carta anónima con unas duras palabras señalando que los nazis utilizarían a Tintín para propagar su ideología, lo cual provocaría que los niños «ya no hablasen de Dios, de la familia cristiana, del ideal católico… ¿Cómo puedes aceptar colaborar en este terrible acto, un verdadero pecado contra el Espíritu?».

¿Fue Hergé «un ingenuo», como apunta Michael Farr en Tintín: El sueño y la realidad? Es posible. Desde luego, no previó que la fama de colaboracionista y pronazi le acompañaría durante años. Incluso hoy, muchos le acusan de racista y reaccionario. No es un juicio justo. Hergé hizo lo que la mayoría de la población: adaptarse a las circunstancias y evadirse de la realidad. En su caso, comenzó una serie de álbumes con tramas sin referencias políticas o históricas, donde Tintín, el capitán Haddock y, más tarde, Silvestre Tornasol, protagonizaban exóticas aventuras. La adquisición del castillo de Moulinsart les permitió agruparse como una familia sin recurrir a la presencia femenina. Solitarios y extravagantes, viajarían a una isla desconocida para buscar un tesoro, bajarían al fondo del mar, explorarían un meteorito y cruzarían los Andes. Es imposible no pensar en Verne o Stevenson, pero Hergé siempre señaló que no le gustaba Verne, que se había limitado a dejarse llevar por la imaginación: simplemente había escogido escenarios atractivos donde sus personajes podían vivir toda clase de peripecias. Paradójicamente, el exotismo y el colorido de sus tramas se inscriben en lo que se ha llamado los «años negros», donde el rigor documental disminuye y el ánimo de Hergé fluctúa entre la apatía y la tristeza. Es la época en que Edgar Pierre Jacobs y Jacques Van Melkebeke comienzan a colaborar con el dibujante, consolidando el estilo de la «línea clara».

Línea clara para un tiempo de oscuridad, transparencia y nitidez en una época de sevicias e indignidades. Las Waffen SS crearon dos nuevas divisiones con voluntarios belgas: la Legión Flamenca, cuatrocientos militantes de la Unión Nacional Flamenca, y la Legión Valonia, algo más de ochocientos militantes del Partido Rexista de Léon Degrelle. La cifra de voluntarios es ridícula en comparación con los 47.000 hombres de la División Azul. Tras participar en la Operación Barbarroja, luchando en el frente ucraniano y en Estonia, los escasos supervivientes capitularon en la región de Schwerin el 3 de mayo de 1945. En La campaña de Rusia, que impresionó vivamente a Hergé, Léon Degrelle justificó la colaboración con los nazis, alegando argumentos no muy distintos de los utilizados hoy en día por los populismos de distinto signo: «Ambicioné librar a mi país de las fuerzas del dinero, corruptoras del Poder, falsificadoras de las instituciones, ruina de la economía y del trabajo. Quise sustituir legalmente el régimen anárquico de los viejos partidos, envilecidos todos por asquerosos escándalos político-financieros, por un Estado fuerte y libre, disciplinado, responsable, representación de las verdaderas energías del pueblo». Degrelle narraba la agresión contra Rusia con una retórica barata que imitaba la solemnidad de los clásicos, pero solo lograba transmitir una repulsiva autocomplacencia. En las páginas finales, exaltaba el coraje de la Legión Valonia y aseguraba que el mundo lamentaría algún día la derrota de Hitler: «Quedaba yo, testigo de la gesta de mis soldados. Podría lavarlos de las calumnias de adversarios insensibles al heroísmo; decir lo que fue su fabulosa cabalgata en el Donetz y en el Don, en el Cáucaso y en Tcherkassy, en Estonia, en Stargard, en el Oder. Un día se repetirían con orgullo los nombres sagrados de nuestros muertos. Nuestro pueblo, al escuchar esa historia de gloria, sentiría hervir su sangre y reconocería a sus hijos. […] Tarde o temprano, Europa y el Mundo tendrían que reconocer lo justo de nuestra causa y la pureza de nuestra entrega». Hergé intentó permanecer al margen de este lodazal. Se conmovió con las bajas belgas en la campaña de Rusia, pero jamás alentó fantasías totalitarias. Eso sí, su anticomunismo y su catolicismo le hicieron pensar que la caída de la Unión Soviética constituiría una liberación, sin tener muy claro qué vendría después de una victoria alemana. Michael Farr compara la decisión de Hergé de permanecer en Bélgica y continuar trabajando con la del director de orquesta alemán Wilhelm Fürtwangler, admitiendo que resulta más fácil simpatizar con Otto Klemperer o Thomas Mann, beligerantes contra el nazismo desde el exilio.

El cangrejo de las pinzas de oro fue el último álbum en blanco y negro. Hergé lo tituló inicialmente El cangrejo rojo, pero Casterman cambió el título sin consultarle, provocando su enfado. Además, la editorial decidió que en el futuro las aventuras de Tintín aparecerían directamente en color. Las circunstancias de la guerra provocaron que Hergé se quedara corto esta vez y no llegara a las sesenta y dos planchas establecidas por Casterman, algo que resolvió introduciendo cuatro viñetas de página entera sin texto. En 1941, Casterman publicó el álbum en blanco y negro. Dos años después, apareció una versión coloreada por Edgar Pierre Jacobs. El álbum no  tuvo ningún problema con la censura alemana y el público de Tintín creció gracias a que las tiradas de Le Soir -600.000 ejemplares- eran mucho más altas que las de Le Petit Vingtième. El éxito hizo que se reeditaran antiguos álbumes, con dos excepciones: Tintín en América y La isla Negra. La censura alemana consideró que su contenido era perjudicial para sus intereses. El cangrejo de las pinzas de oro fue la primera aventura de Tintin publicada en los Estados Unidos, no sin ciertas reticencias, pues los editores deploraban que Hergé hubiera concedido tanto protagonismo a las borracheras de Haddock y que en algunas viñetas aparecieran juntos blancos y negros, algo inaceptable para un país que aún se regía por leyes segregacionistas.

Al igual que El cetro de Ottokar, El cangrejo de las pinzas de oro comienza con un plácido paseo de Tintín y Milú. Esta vez no deambulan por el campo, sino por Bruselas. Hergé no recrea la ciudad. Se limita a mostrar las paredes lisas y el escaparate de una cafetería. Olvidando los buenos modales inculcados por Tintín, Milú husmea en un cubo de basura y su hocico se queda encajado en una lata de cangrejo. Es el comienzo de una peripecia donde nuestro héroe se enfrentará a una peligrosa organización criminal dedicada al tráfico de opio. La trama se reparte entre Bruselas y el Marruecos francés. Vemos una vez más el apartamento de Tintín, pero en esta ocasión la decoración es más austera: unos pocos muebles y una librería bien abastecida. Hergé nos escatima esos detalles que nos ayudaban a conocer mejor a su personaje. Eso sí, nos presenta a la portera de su casa, la señora Mirlo, un simpático personaje basado en la actriz Pauline Carton, que encarnó en varias películas el papel de empleada del hogar. También nos encontramos con Hernández y Fernández, tan obtusos como siempre y con la misma propensión a pegarse batacazos. Ya no intentan detener a Tintín como en aventuras anteriores, pero ponen a prueba su condición de abstemio, invitándole a una cerveza. El joven acepta y les gasta una broma, golpeándoles la espalda a la vez mientras beben sus cervezas, lo cual provoca que la espuma salpique sus caras. Es la primera ocasión en que Tintín perpetra una pequeña maldad, casi una gamberrada. Es justo decir que es su forma de responder a las violentas palmadas en la espalda que le han propinado los estólidos detectives. Durante la escena, les atiende un camarero con cierto parecido con el actor de comedia Edward Everett Horton, pero con una expresión más solemne.

En Bruselas nos toparemos con el policía japonés Bunji Kuraki, de la jefatura de Yokohama. Muy lejos del pérfido Mitsuhirato de El Loto Azul, se trata de un agente honesto y valiente que sigue la pista de los traficantes de opio. ¿Pretendía Hergé congraciarse con uno de los países del Eje ahora que Bélgica se encontraba bajo la bota nazi? Me parece una suposición arriesgada. En la plancha número nueve Tintín aparece poniéndose su gabardina sobre su traje de color tabaco, con pantalones de golf, camisa blanca, jersey amarillo de pico y corbata negra. Acompañado por Milú, es una de sus imágenes más características. Durante la aventura, cambiará varias veces de indumentaria. Se cubrirá la cabeza con un turbante y un salacot, se disfrazará de mendigo con una chilaba azul y, finalmente, se quedará en mangas de camisa, luchando a brazo partido con los bandidos.

Tintín abandona Bruselas cuando es secuestrado por el contramaestre del buque Karaboudjan, el infame Allan Thompson, un marino estadounidense con aires de hampón. Allan ya había aparecido en Los cigarros del faraón, pero no se trataba de un debut real, sino retroactivo, ya que Hergé introdujo al personaje en las versiones posteriores del álbum. Allan se ha hecho con el control del Karaboudjan, atiborrando de whisky a su alcohólico capitán, un lastimoso Haddock. Inicialmente, Haddock solo era un personaje menor, un secundario que no había sido concebido para incorporarse a la serie como fiel e inseparable amigo de Tintín. Quizás eso explica su comportamiento miserable: lloriquea pensando en su madre, incendia un bote salvavidas utilizando los remos como combustible, provoca un accidente aéreo rompiendo una botella en la cabeza de Tintín –que una vez más pilota un avión-, casi estrangula al joven reportero confundiéndolo con una botella de Burdeos. Conviene señalar que Tintín ya no parece acordarse de su profesión de periodista. Nunca saca un bloc de notas y no se menciona ninguna relación laboral con un periódico. En contra de las previsiones de Hergé, Haddock creció, adquiriendo una personalidad tan sólida que ya no parecía posible prescindir de él. El nombre del personaje se debe a Germaine, que durante una cena se refirió al haddock («bacalao ») como un «pobre pescado inglés». Ciertamente, en El cangrejo de las pinzas de oro el pobre Haddock es un penoso alcohólico, pero con unas explosiones de creatividad verbal que le acompañarán durante el resto de la serie: «¡Canallas!… ¡Emplastos!… ¡Trogloditas!… ¡Desarrapados!… ¡Chuch-Chuc!… ¡Salvajes!… ¡Aztecas!… ¡Sapos!… ¡Vendedores de alfombras!… ¡Ganapanes!… ¡Ectoplasmas!… ¡Marineros de agua dulce!… ¡Bachibazucs!… ¡Zulús!… ¡Doríforos!». Haddock encadenará en tres viñetas todas estas imprecaciones para expresar su indignación contra los bandidos del desierto que han destruido de un disparo su última botella de whisky. Años más tarde, Jacques van Melkebeke, amigo y colaborador de Hergé, le gastará una broma pesada, aprovechando que entre los insultos se habían deslizado el término clysobomba, que designa a un aparato para realizar lavativas. Melkebeke escribió una carta a Hergé, fingiendo ser un padre indignado porque había escuchado esa expresión a su hijo tras leer un álbum de Tintín. El dibujante se disculpó, enviando una carta al padre, donde le explicaba que había ordenado la supresión de la palabra en las ediciones posteriores. Al cabo de las semanas, le devolvieron la carta a Hergé, con un sello estampado donde se leía: «remitente desconocido». Melkebeke se había salido con la suya, tomándole el pelo a su amigo con un éxito abrumador.

Se ha especulado que Hergé eligió Marruecos como escenario tras leer L'Escadron blanc, de Joseph Peyré. No hay que descartar la posible influencia de Beau Geste, la popular novela de aventuras de Percival Christopher Wren, adaptada al cine en 1926 por Herbert Brenon, y en 1939 por William A. Wellman, con un cuarteto protagonista de lujo: Gary Cooper, Ray Milland, Robert Preston y Susan Hayward. De hecho, Tintín, Haddock y Milú son rescatados por un destacamento de meharistas (soldados nativos montados en camello) al mando de Delcourt, teniente de la Legión Extranjera y comandante del puerto de Afghar. Hergé no fue tan cuidadoso con la ambientación como en los álbumes anteriores. Las expresiones en árabe son una mera imitación del idioma real. En esta ocasión no hubo un Tchang que se ocupara de supervisar el aspecto lingüístico, escribiendo frases con sentido. En la casa de Omar Ben Salaad, un villano de escasa entidad, hay una bodega con barriles de vino, y Milú roba un jamón de una casa particular en una ciudad que parece una mezcla de Casablanca y Rabat. Hergé pasó por alto los preceptos islámicos, que prohíben el alcohol y el cerdo. El mayor mérito de El cangrejo de las pinzas de oro no está en la fidelidad documental, sino en la profundización psicológica de los personajes. Nunca habíamos visto a Tintín tan interesado en el alcohol. No solo toma una cerveza al principio. Se emociona cuando encuentra unas cajas llenas de champagne en la bodega del Karaboudjan y se emborracha involuntariamente en las bodegas de Omar Ben Salaad. Todos beben en esta aventura. Milú se emborracha con whisky y vino, y Haddock siempre está con la botella en la mano. En la última página, anuncia en un programa de radio que ha dejado la bebida, alertando a los marineros sobre el riesgo del alcohol. Sin embargo, cuando se aclara la voz con un vaso de agua, sufre una indisposición aguda. Hergé caracteriza a sus personajes con una habilidad digna de Balzac.

El cangrejo de las pinzas de oro finaliza con Milú meneando la cola con un enorme hueso en la boca. Para algunos, el tono de comedia del álbum contribuía a aliviar la angustia entre una población castigada por el hambre y los bombardeos. Para otros, constituía una frivolidad. El ropavejero al que Hernández y Fernández interrogan no contribuye a disipar las acusaciones de antisemitismo vertidas contra Hergé. Aunque es marroquí, su aspecto se corresponde con la grosera caricatura de los judíos que habían popularizado los antisemitas.

Por segunda vez, Tintín pasa cerca de España. En la primera versión en blanco y negro de Tintín en el Congo había contemplado la isla de Santa Cruz de Tenerife desde el barco con el que cruzaba el Atlántico. Ahora buscará refugio en España, pero  el avión que pilota se estrellará en el Marruecos francés. Como apunta Fernando Castillo, las aventuras de Tintín habrían resultado más completas con una escala en alguna ciudad española. El cangrejo de las pinzas de oro fue elogiado por la crítica, que destacó las alucinaciones de Haddock en el desierto, señalando la influencia del surrealismo. Años más tarde, se apuntó que había una inequívoca relación homosexual entre Tintín y el capitán, pues algunas  escenas podían interpretarse como actos sexuales. No me parece que Hergé pretendiera aludir al coito cuando Tintín sueña que es una botella de champagne y ve a Haddock con un sacacorchos, intentando hundirlo en su cabeza. La interpretación simbólica de los sueños propicia los disparates y este es un ejemplo de ello.

El cangrejo de las pinzas de oro fue el primer álbum de Tintín adaptado al cine. En 1947 se hizo una versión en dibujos animados, pero solo hubo un pase para un grupo de invitados, pues el productor se declaró en bancarrota y huyó a la Argentina. En 1957 se realizó una versión de cinco minutos para la televisión, y en 1991, otra de cuarenta y dos, bastante fiel al original. En 2011, Steven Spielberg produjo Las aventuras de Tintín: el secreto del Unicornio, dirigida por Peter Jackson, donde fundía aspectos de distintos álbumes, tomando de El cangrejo de las pinzas de oro la travesía en el Karaboudjan, el vuelo a Bagghar y el debut de Haddock. La película no es despreciable, pero en muchos momentos Tintín parece una especie de Indiana Jones, realizando piruetas imposibles. A pesar de estas objeciones, cualquier amante de Tintín agradecería a Spielberg que produjera la continuación, una posibilidad que queda abierta en el film.

¿Debería haber convertido Hergé a Tintín en un luchador antifascista en la hora más trágica de Europa? Solo podría haberlo hecho desde la clandestinidad. Tintín sí habría dado ese paso, pues era un héroe… de papel, pero su padre, de carne y hueso, solo era un dibujante intentando sobrevivir. ¿Se puede recriminar a un ser humano que no escoja el martirio por la causa de la libertad, desafiando a los arquitectos de la Shoah, dispuestos a exterminar a cualquier adversario? Creo que es innecesario responder.

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