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Tiempo para la ira (y II)

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Para alguien en busca de explicación para las turbulencias de nuestra época, Pankaj Mishra tiene una respuesta: todo empezó ayer. Tal como exponíamos aquí la semana pasada, el intelectual británico sugiere en su último y resonante libro ?Age of Anger, recién publicado en España con el título de La edad de la ira (Galaxia Gutenberg)? que las raíces del nihilismo contemporáneo hay que encontrarlas en la mezcla de desorientación y resentimiento que provoca la modernidad. Ahora, la globalización ha expandido el alcance del proceso de modernización y generado nuevas formas de dislocación. Paradójicamente, aduce Mishra, son los propios principios de la modernidad liberal los que provocan reacciones agresivas en su contra: quienes pretenden ser individuos libres y autónomos se desesperan ante la imposibilidad de serlo. Y la razón de que no lo sean está en las desigualdades socioeconómicas globales, consecuencia a su vez del fracaso de las elites liberales a la hora de honrar sus promesas emancipatorias. De ahí el resentimiento, la frustración, la violencia.

Así que los alienados por la sociedad moderna responden de distintos modos a una misma experiencia de desarraigo espiritual, a una violencia que también es simbólica y se traduce en una dolorosa invisibilidad social. Uno de los fenómenos literarios de los últimos años en Francia es Édouard Louis, quien con apenas veintiún años sacudió el debate público nacional en 2014 con su novela Para acabar con Eddie Bellegueule (trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Barcelona, Salamandra, 2015). Louis relata allí su dura infancia en Hallencourt, un pueblo posindustrial del norte del país, dibujando un retrato desolador de la clase obrera que en buena medida está votando a Marine Le Pen. A su juicio, expresado en una entrevista reciente publicada por Financial Times, ese voto es una protesta obrera ante la burguesía que los ha abandonado:

Cuando eres burgués, tienes dos vidas: tienes tu vida cotidiana y también te ves a ti mismo en televisión, en los libros, en los medios, en las artes. Pero gente como mi madre, como mi padre, son desdeñados como si no existieran. Tristemente, solo el Frente Nacional ha reconocido esto; sólo ellos fingen hablar sobre ella.

El propio Louis trata sin éxito de convencer a su madre de que Le Pen, en último término, milita contra sus intereses. En realidad, no está claro que los pobres quieran consumir narraciones dedicadas a la vida de los pobres: la vieja lección de Preston Sturges al respecto parece encontrar eco en el éxito de las telenovelas brasileñas y las revistas del corazón en casi todas partes. Pero el legítimo deseo de reconocimiento ha existido siempre. Arthur Miller explicaba que quiso introducir en La muerte de un viajante a un protagonista fracasado para con ello «superar el anonimato y la falta de significado, para querer y ser querido, y para, quizá por encima de todas las cosas, contar». No muy distinta es la explicación que da el desempleado que, en la fascinante Close-Up (1990), de Abbas Kiarostami, expone ante el juez las razones por las que suplantó ante una familia la identidad de un importante director de cine: la principal, ser respetado. O bien: ser alguien. En ese contexto, Mishra cree que los populismos de derecha e izquierda florecen porque hacen la oferta correcta:

El atractivo de los demagogos radica en su capacidad para tomar un descontento generalizado, un estado de ánimo caracterizado por la deriva, el resentimiento, la desilusión y la zozobra económica, y transformarlo en un plan para hacer algo.

Pero los alienados no sólo votan, como Mishra se preocupa de subrayar. Cuando nuestro autor habla de la emergencia del hombre del subsuelo, dedica mucha atención al terrorismo y, como vimos, convierte a Timothy McVeigh en un pionero de la agresividad contemporánea que se encuentra en el mismo predicamento que los terroristas islámicos: el tránsito del nihilismo pasivo al activo. Mishra parece estar hablándonos de Travis Bickle, la formidable criatura ficcional que, creada por Paul Schrader, Martin Scorsese y Robert de Niro, protagoniza la célebre Taxi Driver (1976).

Recordemos que Travis, quien dice ser un veterano de Vietnam, lleva una vida solitaria y aislada: es un misfit, alguien que no encaja. Pocas veces esa falta de ajuste se ha expresado con más claridad que en la escena en que lleva al personaje interpretado por Cybill Shepherd a un cine X en su primera cita. Shepherd, por cierto, trabaja para Jack Pallantine, un candidato a la nominación presidencial demócrata cuyo discurso ?estamos a mediados de los setenta? parece contemporáneo: «We the people» es su eslogan electoral. Bickle, progresivamente aislado, va desarrollando una mirada paranoide hacia la realidad, una paranoia defensiva que desemboca en agresión. Se diría que la poeta y cantante británica Kate Tempest, treinta años después, recita para él: «El mito del individuo nos ha dejado desconectados, perdidos, miserables». Bowling Alone, como titulaba el sociólogo Robert Putnam allá por el año 2000 su pionera advertencia sobre la creciente soledad de los norteamericanos. Y aunque Bickle carece de ideología política definida, está obsesionado con limpiar las calles de Nueva York de lo que considera «escoria» y deja ver un racismo latente, pero feroz. De hecho, Scorsese y Schrader no se atrevieron a situar la estremecedora matanza final en un contexto racial porque pensaron que el escándalo sería inmanejable. En su espléndido libro sobre la película, Amy Taubin otorga una gran importancia a la crisis de la masculinidad desencadenada por el movimiento feminista: «La alucinación que pone en escena Travis en esa escena ?y que tiene como resultado muertes reales? es la alucinación de la masculinidad». Es decir, del hombre armado capaz de hacer justicia en solitario conforme a la tradición norteamericana de la frontera.

Pero más revelador aún es señalar la conexión directa entre Taxi Driver y dos magnicidios frustrados. Sabido es que la película inspiró directamente a John Hinckley III, quien disparó contra Ronald Reagan en 1981 con el fin de «establecer una unión mística con Jodie Foster». Reagan se salvó, pero las imágenes del atentado resultan aún hoy perturbadoras; cuando las vemos, nos parece experimentar lo que Hinckley dijo haber experimentado cuando se acercó al expresidente: «Me parecía estar caminando hacia el interior de una película». Es menos conocido que el guion de Schrader ya estaba en parte inspirado ?además de, según confesión propia, en La náusea, Memorias del subsuelo y Pickpocket, retratos todos del subsuelo? en los diarios que dejó tras de sí Arthur Brenner, quien intentó asesinar a George Wallace, notorio gobernador de Alabama en 1973 y lo dejó parapléjico. Sus notas, plagadas de faltas de ortografía y reveladoras de una psicología torturada, son una extraña ausencia en el libro de un Mishra que en ningún momento se plantea la posibilidad de que estos killers sean sociópatas a los que ningún sistema puede acomodar.

Ante semejante panorama, ¿qué propone nuestro autor? Para empezar, su predicción es que la promesa de la modernidad seguirá sin realizarse para la mayoría de los habitantes del planeta, incluyendo a los de dos naciones con tanto peso específico como China e India. Así las cosas, no es de extrañar que Mishra considere al papa Francisco «el intelectual público más convincente e influyente» de nuestro tiempo. Y no lo es por dos razones: porque Bergoglio es un insistente crítico de la sociedad comercial moderna y porque representa una oferta de sentido espiritual cuya ausencia Mishra parece considerar decisiva en el derrotero moderno. A ello hay que añadir una globalización que desorienta a los individuos, enfrentados a procesos opacos y lejanos sobre los que no tiene influencia: mejor, sugiere Mishra citando a Goethe, que los seres humanos vivan en contextos limitados e inteligibles. Nacionales, pues, si no locales. Es significativo, pese a todo, que sólo las dos últimas líneas de un libro de 346 páginas incluyan algo parecido a un programa de acción que haga posible empezar a arreglar el pandemónium tan eficazmente descrito por el autor. El problema es la vaguedad de ese programa, un mero llamamiento a producir «un pensamiento transformador» sobre el sujeto y sobre el mundo. ¡Eso sí que es literario!

¿Qué hacer, pues, de todo esto? A pesar de su indudable brillantez, la tesis de Mishra presenta defectos que debilitan su verosimilitud. Ante todo, el intelectual británico construye dos monumentales hombres de paja: la modernidad y el liberalismo. De la primera nos presenta un relato distópico de una pieza que no hace justicia a sus logros: de la penicilina a los derechos humanos, pasando por la reducción de la pobreza y el aumento de la libertad personal. Nada de esto parece contar para Mishra, que se limita a subrayar los aspectos menos edificantes de la historia moderna ?la esclavitud, la desigualdad, el totalitarismo? como si solo ellos definiesen a la modernidad in toto. Sería mucho más justo reconocer que ésta es ambivalente, si bien un juicio ponderado sobre su desenvolvimiento arroja más luces que sombras. A veces, Mishra es incongruente, como cuando escribe que «la expansión mundial de la sociedad industrial y comercial hizo a la gente más consciente de sus inerradicables desigualdades e injusticias». ¿Acaso es negativa esta toma de conciencia? ¿Sería preferible que los individuos continuasen ejerciendo como siervos de la gleba? Más aún, ¿se han demostrado «inerradicables» todas las desigualdades e injusticias? Es palmario que no. Y esta preferencia por la hipérbole sobre el matiz resta credibilidad a la obra. Michael Ignatieff le ha reprochado con razón, en las páginas de The New York Review of Books, que no distinga entre distintos malestares: «Hay mucha ira en esta edad nuestra, pero no todas las iras son iguales, ni todas las iras tienen la misma justificación». ¿O cualquiera que se sienta alienado tiene razón y está por ello legitimado para empuñar un kaláshnikov?

En cuanto al liberalismo, no cabe duda de que tiene algunos cadáveres en el armario, tales como su connivencia inicial con el colonialismo y el esclavismo, pero eso no valida la caricatura dibujada por Mishra. Este lo dibuja alternativamente como un régimen racionalista empeñado en modernizar a la fuerza y como una ideología basada en la maximización del beneficio individual: el famoso homo œconomicus que existe más en los libros que entre nosotros. Lo cierto es que el liberalismo ha recelado siempre de la racionalidad y negado la posibilidad de construir un orden social perfecto. Su propósito es más bien reconciliar preferencias y visiones del mundo antagónicas que permitan a individuos distintos vivir juntos sin recurrir a la violencia; un marco institucional y cultural que ha hecho posible la expansión de los derechos civiles, el desarrollo de las políticas del reconocimiento y la emergencia de ideologías como el feminismo o el ecologismo. Nótese que ya Voltaire, en su Cándido, se burlaba de quienes creían vivir en el mejor de los mundos posibles y que pensadores como Karl Popper o Isaiah Berlin alertaban contra la tentación de crear una filosofía liberal de la historia. Irónicamente, sugiere Adam Gopnik en The New Yorker, es Mishra quien parece estar haciendo filosofía de la historia: de la lectura del libro parece deducirse que toda la historia moderna conduce en línea recta a un presente histórico que hace apenas diez años lucía un aspecto completamente distinto.

De alguna manera, el autor está pidiendo un imposible: una modernidad impecable en sus formas y capaz de producir una mejora en las condiciones de vida materiales de los individuos ?porque suponemos que este columnista de Bloomberg no es contrario a ella? sin alterar en lo más mínimo sus hábitos, creencias o ídolos. Si tomamos a Mishra al pie de la letra, cualquier innovación material, ideológica, simbólica o jurídica que podamos imaginar es susceptible de crítica, porque, como el propio término indica, vendría a poner en cuestión un estado de cosas previamente consolidado. Paseando hace poco por la estupenda exposición que el MoMA ha dedicado a la emergencia del diseño moderno del hogar, titulada How should we live? Propositions for the modern interior, tropecé con un texto del arquitecto Franz Schuster para la muestra internacional Die Wohnung, celebrada en Stuttgart en 1927, que decía lo siguiente: «La Nueva Morada establece para sus ocupantes la tarea de pensarlo todo de nuevo, organizando un nuevo estilo de vida y ganando libertad respecto del barullo irrelevante de un equipamiento desfasado y unas costumbres obsoletas». Bien, ¿no sería un movimiento así, a la vez modernista y racionalizador, condenable de acuerdo con la lógica expuesta por Mishra? ¿O la fregona y el refrigerador pueden contarse entre los avances sociales? ¿De qué manera puede avanzar la historia humana si no es a través del intercambio competitivo de ideas nuevas que resulta del hecho mismo de la socialidad? ¿Habría sido preferible, ya que no podíamos tener una modernidad ordenada, quedarnos sin modernidad?

Parece dudoso; en realidad, no son cuestiones que puedan decidirse. Otra cosa es que, como Mishra señala evocando un temor expresado ya por Alexis de Tocqueville en los albores de la democracia moderna, la experiencia de la libertad individual pueda provocar el anhelo desesperado de un amo. Para el psicoanálisis, como sabemos, la búsqueda del amo es un tema decisivo; pero no hace falta comulgar con este último para aceptar que esa intuición es certera. Que el grito emancipador de la Ilustración creaba un vacío simbólico que era menester rellenar de alguna manera ya se lo maliciaban pensadores como Rousseau o Comte: el primero, proponiendo la subordinación del individuo a la voluntad general colectiva; el segundo, diseñando una «religión de la humanidad» de carácter secular y progresista. Las hipótesis sobre la desaparición de las religiones, de hecho, se han demostrado equivocadas cuando nos vamos aproximando al 250º aniversario de la Revolución Francesa: el opio del pueblo sigue consumiéndose.

En nuestro tiempo, pocos escritores han reflejado este problema en su obra con tanta agudeza como Michel Houellebecq, quien, no por casualidad, eligió la religión como tema para la conversación que mantuvo hace dos semanas en La Térmica de Málaga con la profesora de literatura francesa Agathe Novak-Lechevalier. Sumisión, la controvertida novela que narra el ascenso al poder de un partido islamista en su país, fue malinterpretada en su momento como un libro sobre el islam, cuando versa en realidad sobre la falta de sentido que padece el sujeto moderno tras la muerte de dios. Antes de sucumbir a los encantos del islamismo, Michel, el protagonista, busca reavivar su fe católica visitando una conocida Virgen románica en la periferia francesa:

A la mañana siguiente, después de cargar el coche y pagar el hotel, volví a la capilla de Notre-Dame, ahora desierta. La Virgen aguardaba en la oscuridad, tranquila e inmarcesible. Poseía la grandeza, poseía la fuerza, pero poco a poco sentí que perdía el contacto con ella, que se alejaba en el espacio y los siglos mientras yo me hundía en el banco, encogido, limitado. Al cabo de media hora, me levanté, definitivamente abandonado por el Espíritu, reducido a mi cuerpo deteriorado, perecedero, y descendí tristemente los peldaños en dirección al aparcamiento.

Parafraseando a Albert Camus, los hombres viven y no son felices. El islam es entonces una salida de entre las posibles; lo que sugiere Houellebecq es que parte importante de su atractivo reside en la sumisión ?a Alá y al Corán? que exige de los miembros de la umma o comunidad de los creyentes. Pero algo parecido exigían el comunismo soviético, el supremacismo racial norteamericano o el nacionalismo radical vasco: soluciones para una necesidad psíquica y afectiva que la libertad moderna ha intensificado al desmantelar el aparato simbólico tradicional. Para responder a ese vacío, el Romanticismo quiso aunar libertad personal y sentido de la trascendencia: una autotrascendencia que encontraba en la naturaleza o las artes el nuevo territorio para la producción de sentido. Es cuando este intenso deseo de realización personal se proyecta sobre la esfera política, sin comprenderse antes la especificidad de esta última, que nos encontramos con serios problemas para la construcción del orden colectivo. Nace así el «anhelo de la revolución total», en palabras de Bernard Yack: un descontento individual transmutado en descontento social y que encuentra expresión en los proyectos revolucionarios de todas las confesiones.

En Movimiento en falso (1970), la película de Wim Wenders escrita por Peter Handke, el trasunto de Wilhem Meister que la protagoniza está charlando con otro personaje a la deriva: «¡Ojalá lo poético y lo político pudieran unirse!», exclama. A lo que su interlocutor responde: «Eso sería el fin de la política y quizá también el fin del mundo». Y el fin del mundo es lo que Mishra parece anhelar, poéticamente, cuando arremete contra la modernidad, el liberalismo y el capitalismo sin aclararnos qué otro sistema podría lograr esa parusía: la perfecta reconciliación de todos los anhelos individuales. Su aspiración es conmovedora y ha acompañado a la humanidad desde siempre: el fin del conflicto y, por tanto, la desaparición de la política. Esto es: un bien mayor, acaso el bien supremo, en lugar de un mal menor. Es un noble propósito, quizá, pero no pertenece a este mundo.

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