Buscar

Teresa de Ávila: «¡Qué gran cosa es entender un alma!»

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Hace unos días me acerqué a Ávila. Podría decir que no escogí una buena fecha, pues desde finales de junio las temperaturas han rebasado cualquier expectativa razonable. Caminar se ha convertido en un ejercicio penoso. A veces, ni siquiera refresca de noche. Parece más sensato no salir al exterior, bajar las persianas y refugiarse en la penumbra. Sin embargo, no quería demorar más una visita que consideraba ineludible en el quinto centenario del nacimiento de Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, una de las escritoras más asombrosas del Siglo de Oro. Llegué a Ávila sobre las diez de la mañana. El calor ya era notable. Aparqué el coche en las afueras y contemplé emocionado las murallas, levantadas en el siglo XII sobre desniveles naturales. Subí por la escalera que desemboca en la Puerta de la Malaventura, la más pequeña y angosta. Situada cerca de la antigua judería, de inmediato pensé en los orígenes judeoconversos de Teresa de Jesús. Su abuelo, Juan Sánchez, judío converso y próspero comerciante de lanas y sedas, se mudó a Ávila para borrar el rastro de condena impuesta por el Santo Oficio, que le obligó a llevar durante siete viernes el famoso sambenito de capuz amarillo por «muchos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía». En Ávila, su talento para los negocios le permitió trabajar en la recaudación de alcabalas. Gracias al patrimonio acumulado, pudo comprar certificados de hidalguía para sus hijos. Alonso Sánchez de Cepeda, padre de Teresa, continuó con las alcabalas, disfrutando de una vida cómoda y holgada. Era muy piadoso y no poseía esclavos moriscos, pues le apenaba privar de libertad a un ser humano, prefiriendo confiar el cuidado de sus hijos a nodrizas y criados. Es poco probable que Teresa y el resto de sus hermanos conocieran la historia de su abuelo, pues la prudencia aconsejaba no hablar de estas cuestiones, ni siquiera en familia.

Después de cruzar la Puerta de la Malaventura, recorrí plazas y calles, y pasé algo más de una hora en la Catedral, contemplando su retablo, su coro, su girola, sus estrechos vitrales y sus capillas laterales. En un lugar de enorme belleza, la sensibilidad se muestra caprichosa, prestando una atención selectiva a sus tesoros. El retablo de Pedro Berruguete y Juan de Borgoña, la cabecera fortificada que se conoce como «Cimorro», el trasaltar de Vasco de la Zarza o la Custodia Procesional de Juan de Arfe me deslumbraron con su perfección formal y su piedad sincera, pero los seis Crucificados de marfil de la Capilla de Cardenal me sacudieron por dentro, evocando el dolor de la Pasión, que imprime al cristianismo una dimensión particularmente trágica, agónica, donde la fe no es simple adhesión a un dogma, sino solidaridad con el sufrimiento del Dios-Hombre. Al salir de la Catedral, visité palacios y ermitas, agradeciendo cualquier sombra que me resguardara de un sol llameante. A pesar del calor, que hacía de las calles auténticos viacrucis, entendí la fascinación que ejerce Ávila sobre José Jiménez Lozano, un escritor con una prosa clásica, poética, aguda y teresiana. Por último, me acerqué al Convento de San José, visitando la cripta de su iglesia, que hoy se anuncia como Museo de Santa Teresa.

Nunca me ha gustado el turismo como forma de ocio, pues constituye una triste copia del viaje. Para el turista, el tiempo es un límite; para el viajero, una posibilidad que se dilata o encoge conforme al azar y a su estado de ánimo. Viajar es una apertura, que se refleja en nuestro interior, expandiendo nuestro yo y nuestro conocimiento de las cosas. El viajero desconoce la urgencia. Sabe que el tiempo trabaja a su favor, recogiendo vivencias que se depositarán en su memoria. Algunas se adormecerán y necesitarán un estímulo para salir de nuevo a la luz. Otras perdurarán con increíble nitidez. Desgraciadamente, el viaje parece incompatible con nuestro estilo de vida, condicionado por horarios laborales cada vez más dilatados. Ojalá pudiera decir que viajé a Ávila, cuna de místicos y comuneros. Probablemente, sólo hice turismo, pero al cruzar el zaguán del Museo de Santa Teresa, con sus bóvedas, patios y nichos, sentí revivir el espíritu teresiano, con su fina penetración psicológica, su enorme capacidad de introspección, su contemplación activa de Dios, su chispeante ingenio, su prosa áspera y ardiente, su firme determinación, su habilidad para negociar proyectos ambiciosos y temerarios, su contagiosa alegría, su indudable humildad y su no menos incuestionable autoestima, sin la cual no habría podido superar la enfermedad que lastró su juventud, la incomprensión de quienes temían cualquier novedad y las intrigas de los que habían fingido aprecio y amistad.

El signo de nuestro tiempo es mantener distinciones ideológicas que ya no explican nada. El extravagante apego del general Franco al brazo (en realidad, la mano izquierda) de Teresa de Jesús ha provocado que muchos relacionen a la escritora con la dictadura y el nacionalcatolicismo preconciliar. Sin embargo, Teresa de Jesús no es un símbolo de intolerancia, sino de exigencia espiritual y literaria. «¡Qué gran cosa es entender un alma!», escribe en el Libro de la Vida (XXIII, 17). Al igual que san Agustín, la carmelita descalza recurre a la palabra para recapitular sobre su viaje interior, componiendo una ambiciosa autobiografía, con un alto grado de introspección. Sabe que su proyecto roza lo irrealizable, pues cualquier ejercicio literario es un torpe balbuceo cuando pretende rendir cuentas de nuestra psique, mucho más compleja que cualquiera de sus creaciones, incluida la palabra: «[…] querer una como yo hablar en una cosa tal y dar a entender algo de lo que parece imposible aun haber palabras con que lo comenzar, no es mucho que desatine» (Vida, XVIII, 6).

Suele olvidarse que Teresa de Jesús siempre albergó una aguda conciencia de su condición de escritora, pese a no ser letrada, entre otras cosas por la situación de marginación de la mujer en su época: «Deseando estoy acertar a poner una comparación, para si pudiera dar a entender algo de esto que voy diciendo, y creo no la hay que cuadre. Más digamos ésta» (Sextas, Moradas, IV, 8). Rosa Rossi afirma que «Teresa no era una escritora “sincera” o “espontánea” y sus escritos no eran “diáfanos”». Si seguimos leyendo su obra, es por su «capacidad de distinguir en sí misma al narrador como persona real y al personaje como fruto de la invención» (Teresa de Ávila. Biografía de una escritora, trad. de Ana Gargatagli, Madrid, Trotta, 2015). Sería un error interpretar esta observación como la revelación de una supuesta impostura. Teresa de Jesús escribía deprisa. Gracián dijo que no corregía sus textos, pero ahora sabemos qué sí los repasaba, añadiendo y restando frases. Su ritmo vertiginoso en la composición no era un impulso irrefrenable o un automatismo interiorizado por la necesidad de expresarse, sino la forma de objetivar un itinerario espiritual que ya había acontecido y que sólo podía hacerse inteligible mediante la literatura. Una autobiografía no es un acta notarial, sino una reelaboración de la experiencia, que utiliza recursos formales para incrementar su credibilidad.

Paradójicamente, ese efecto sólo se consigue sacrificando o alterando la pura objetividad. La verdad no debe confundirse con la sucesión temporal de los hechos, pues lo esencial es algo íntimo y recóndito, que raramente comparece como evidencia. La reformadora no ignora este conflicto. Por ese motivo, deslinda a la persona real del personaje, mostrándose muy crítica con sus escritos. Su implacable lucidez le hace sentir que sus metáforas, símiles y analogías son insuficientes o poco atinadas: «Siempre en cosas dificultosas, aunque me parece que lo entiendo y que digo verdad, voy con este lenguaje de que “me parece” porque si me engañare, estoy muy aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas». El problema adquiere su máxima tensión dramática cuando surge la necesidad de recrear la experiencia mística. La unión con Dios incluye asimilar por unos instantes su visión del mundo. Es imposible explicar una vivencia de esta naturaleza, pues Dios no es un objeto de experiencia y su perspectiva se encuentra más allá del tiempo y el espacio: «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve (sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad) cómo se ven en Dios todas las cosas, y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto, yo no lo sé» (Vida, XL, 9). La unión con Dios invita al recogimiento, pero ese retiro no es un adiós a la vida, sino el inicio de una vida más auténtica e intensa, donde el miedo al vacío se desvanece y la angustia se aquieta: «Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía sino que peleaba con una sombra de muerte y no había quién me diese vida» (Vida, III, 13).

En un tiempo que sólo reconoce el criterio de verdad de las ciencias naturales, las experiencias místicas de Teresa de Jesús son despachadas como manifestaciones de una imprecisa patología mental. Esa tesis se apoya en los tres años de enfermedad y postración que sufrió al poco de ingresar en el Convento de la Encarnación. Se ha hablado de epilepsia, pero sus síntomas («cuatro días de paroxismo, […] la lengua hecha pedazos de mordida […]. Toda me parecía estaba descoyuntada. Con grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo»), apuntan hacia una meningoencefalitis. Sin embargo, no se menciona con el suficiente énfasis que el resto de su existencia se caracterizó por una espléndida salud, sin la cual no podría haber reformado el Carmelo, fundando diecisiete conventos. Las alucinaciones son incompatibles con una actividad semejante. La hipótesis de la enfermedad es endeble y escasamente convincente. Los estados místicos no son cuadros de histeria ni enajenaciones temporales, sino un ejercicio intelectual y emocional que purifica el pensamiento, vaciando la mente de todo lo que no sea Dios. No es una cuestión de fe, sino de inteligencia: «De devociones a bobas nos libre Dios», escribe en la Vida (XIII). El conocimiento de Dios es imposible sin el conocimiento de uno mismo. Teresa de Jesús es un ejemplo de socratismo cristiano. La ascesis y la contemplación son un método de autoconocimiento, donde el alma dialoga con Dios. Ascetismo no significa humillación de la carne, sino autodominio. Las visiones no son alucinaciones visuales, sino estados de clarividencia. De ahí que Teresa de Jesús recurra a la luz como metáfora de sus experiencias místicas: «No digo que se ve sol ni claridad, sino una luz que, sin ver luz, alumbra el entendimiento» (Vida, XXVII). La famosa transverberación de santa Teresa no es una metáfora sexual, sino un símil con un lugar común de la literatura del siglo XVI, que explota en diferentes géneros (comedia, picaresca, novela de caballerías o pastoril) la imagen del corazón traspasado por dardos o flechas. La flecha era un arma muy común. Es un disparate atribuirle un simbolismo sexual de corte freudiano. La carmelita descalza quizá se inspiró en uno de sus libros predilectos, el Tercer Abecedario (1525-1527) de Francisco de Osuna, sacerdote franciscano, donde ya aparecen el querubín, el dardo y el fuego como elementos de la visión mística. Una vez más, Teresa de Jesús actúa como una escritora que combina lo vivido y lo leído para transmitir su experiencia interior. Rosa Rossi aprecia en la experiencia mística «una gran semejanza con las formas de libre aparición de imágenes que acompañan toda experiencia creativa».

Teresa de Jesús no se caracterizó por su mansedumbre, sino por su rebeldía. El nuncio Sega no ocultó el disgusto que le producían sus iniciativas, describiéndola como «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz». Al margen de su incuestionable calidad como escritora, no se contentó con vivir conforme a la regla mitigada del Carmelo, sino que promovió una reforma que le granjeó la hostilidad de sus superiores calzados. La princesa de Éboli envió el manuscrito del Libro de la Vida al Santo Oficio para que juzgara si era una alumbrada, pero los inquisidores no descubrieron nada que justificara un proceso. La tenacidad de la reformadora se encuadra en esa lucha por la libertad que define lo mejor del ser humano. No se dejó intimidar por los sectores de la aristocracia y el clero que intentaron boicotear la reforma. Nunca se menospreció, pero admitió sus errores y nunca se desvió de su propósito esencial: «Bien veo […] que estoy hecha una imperfección, si no es en los deseos y en amar» (Vida, XXX, 17).

Tal vez sólo hice turismo en Ávila, pero mientras me alejaba de la ciudad, contemplé sus murallas y sentí que había imitado tímidamente a los viajeros decimonónicos, convirtiendo mi breve estancia en una experiencia interior: «¡Qué gran cosa es entender un alma!» Quizá yo he ensanchado el conocimiento de la mía en la cripta del Convento de San José, primera fundación de Teresa de Jesús: mujer, mística y escritora.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

8 '
0

Compartir

También de interés.

BREVES. Multimedia.Guía completa