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Teoría de la exageración

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Mire donde uno mire, se encuentra una exageración. De donde podría deducirse que la exageración es, no por casualidad junto al humor irónico, el registro comunicativo característico de nuestro tiempo. ¿O lo ha sido también –acaso sin el humor– en cualquier otro?

Hace unos días, me dispuse a ver Ojos sin rostro, la película que Georges Franju, cineasta francés, a la sazón fundador de la Filmoteca Francesa junto a Henri Langlois, rodara en 1960. Es una película de terror, que relata los esfuerzos de un cirujano plástico por arreglar la cara de su hija, destrozada por un accidente de automóvil del que él mismo es responsable, extirpando el rostro de jóvenes hermosas secuestradas para tal fin. Es una buena película, que contiene algunas imágenes memorables, y que, por ejemplo, es una influencia confesa en la penúltima cinta de Almodóvar. Pero lo que dice la contracubierta de mi DVD del British Film Institute es que «la obra maestra de Franju es considerada una de las más extraordinarias, influyentes y perturbadoras películas de terror jamás realizadas». ¿Exageración? Sin duda. De hecho, la misma que se encuentra en casi cualquier otra película en la tienda del BFI, que es, por lo demás, una institución prestigiosa y no una asociación de mercachifles.

Naturalmente, pasa lo mismo con los libros, los discos, las exposiciones. Todo es imprescindible y cualquier novela es la novela del siglo. En principio, estas hipérboles publicitarias responden a la más estricta lógica del mercado: hay que elogiar la propia mercancía a fin de venderla, ya sea la mercancía una manzana o una sinfonía. Ahora bien, la exageración no figura sólo en la publicidad del producto, sino que a menudo está contenida en el producto mismo. Me refiero, en este caso, a los productos destinados a venderse en el mercado de las ideas, orientados, por tanto, también hacia la conversación pública o la esfera del pensamiento. Pero, ¿qué quiere decir que la exageración es intrínseca al producto? Que la tesis que se defiende es, en sí misma, una hipérbole.

Son ejemplos recientes, por tomar algunos al azar, los libros de Larry Siedentop y Philip Roscoe. En el primero, Inventig the Individual: The Origins of Western Liberalism (Londres, Allen Lane, 2014), Siedentop sostiene que el sistema liberal de creencias propio de las sociedades occidentales tiene su origen en los pensadores cristianos medievales, de manera que la teología y la escolástica, antes que el Renacimiento, habrían establecido las bases para la democracia liberal. Por su parte, en I Spend, Therefore I Am. The True Cost of Economics (Londres, Viking, 2014), Roscoe arguye que la influencia de los economistas y sus tendencias cuantificadoras nos han convertido en rapaces maximizadores de preferencias en todas las esferas de nuestra vida, desde el supermercado a las relaciones amorosas.

Es evidente que ambos exageran. Igual que no puede reducirse el origen del liberalismo político a una sola fuente de pensamiento, tampoco puede atribuirse a la influencia de los economistas el propósito de conseguir el mejor producto al mejor precio, ni concluir que los sentimientos amorosos han sido colonizados por el cálculo de coste y beneficio. Pero, al margen de la verosimilitud o el acierto de tales proposiciones, su presentación en una forma exagerada es un intento por subrayar su originalidad y por llamar la atención de críticos y lectores. La estilización del argumento en las obras del pensamiento tiene, así, como función darle prominencia con objeto de persuadir a los demás de su veracidad. Porque, dada la abundancia de ideas, y a la vista de la competencia feroz entre las mismas, mal puede llamarse la atención de los lectores –de un número deseable de lectores– mediante los matices y los claroscuros. Para eso, el blanco y negro es mucho más eficaz.

Pero, ¿acaso no son también exageraciones el catolicismo, el marxismo, el librecambismo, el anarquismo, la literatura modernista, el impresionismo o el decrecentismo? En todos estos casos, se toma un aspecto de la realidad y se lo convierte, propagandísticamente, en el aspecto determinante de la misma: la lucha de clases, la maldad estatal, la bondad humana. Hay un tendero del pensamiento detrás de cada filósofo, de cada mesías, de cada profeta. Así que toda gran teoría es, inevitablemente, una exageración. Pensemos en el pesimismo exagerado de Schopenhauer, en el excesivo rigor de la ética de Spinoza, en las hipérboles de Nietzsche. De manera que la teoría de la exageración termina así por desembocar en la exageración de la teoría.

Pero es que la exageración no se limita a la teoría. También exageramos al hablar con los demás, al intentar seducirlos, al tratar de imponer nuestro punto de vista en una conversación. ¡Incluso los tímidos exageran, pero al revés! Todo aquello que implique el propósito de seducir al otro, de convencerlo, está asociado a un engaño, aunque no sea consciente y nazca de la pasión por las ideas propias. Seducir es agredir. Algo que el mito del vampiro, como supo ver Abel Ferrara en The Addiction, su personal lectura cinematográfica del mismo, deja bien a las claras. Después, cuando hemos conseguido lo que queríamos, cuando estamos solos, regresamos a nuestro estado habitual; aunque sea difícil determinar, a estas alturas, cuál es el estado normal y cuál es el alterado. Incluso podría decirse que la vida misma es una exageración de la materia y la especie humana, su hipérbole definitiva.

Se deduce de aquí una hipótesis interesante. El ser humano es un animal paradójico, contradictorio, que aprecia la estabilidad, por lo que tiene de previsible, pero se siente constantemente tentado por aquellas novedades que prometen una ganancia o una mejora general de su condición: más bienes, otras experiencias, nuevas realidades. Quizás esto tenga que ver con el hecho de que vivimos en el tiempo, asomados al futuro, mirando hacia delante. Y delante tenemos aquello que nos atrae. Desde este punto de vista, la publicidad y el capitalismo se alimentan de ese rasgo inherente –o emergente en el curso del desarrollo cultural, tanto da– al ser humano. Es decir, al ser humano que habita sociedades complejas, para dejar fuera de la hipótesis a quienes, aislados de los demás, se mecen bajo el cocotero en sociedades sin historia. De manera que la exageración sería, de alguna manera, lo más normal del mundo.

Naturalmente, este texto es también, en sí mismo, una exageración.

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Ficha técnica

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