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Por casa

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Casi no pasa semana sin que se estrene una obra en el Lara, cuya apuesta por «un teatro comercial de calidad» combina taquillazos con piezas modestas, reestrenos con novedades y caras televisivas con veteranos de las tablas. El modelo de programación no es único en las salas independientes, donde es normal que tres o cuatro obras compartan cartelera en la misma semana, pero quizás en ninguna otra funcione con igual eficacia: en dos espacios complementarios, uno con aforo de cuatrocientas sesenta personas y el otro de unas cien, el Lara ofrece una pieza distinta cada día, así como diversos conciertos y espectáculos infantiles. De un lunes cualquiera al siguiente, hay unas quince propuestas para elegir.

Por atractiva que sea en taquilla, con todo, la variedad supone ciertas restricciones de producción, al menos en el teatro. Como suele decirse sobre la política, el arte dramático es el arte de lo posible; y cuando un mismo espacio debe dar cabida a dos o tres montajes en otros tantos días, priman la utilería funcional y las escenografías de quita y pon (sofás, sillas, etc.), con la atención volcada en los pequeños objetos más que en los grandes volúmenes. También existen relaciones menos lineales entre el lugar del que se dispone y el drama que se propone. En el Lara, abundan las comedias o tragicomedias de autores contemporáneos, escoradas hacia el costumbrismo, con elencos poco numerosos y una duración media de noventa minutos. Es una visión desenfadada del fenómeno teatral, que suele producirse a fuerza de frescura interpretativa, aunque al mismo tiempo acusa un marcado conservadurismo en cuanto a los riesgos artísticos. Ni Rodrigo García ni Angélica Liddell se verán pronto en estas salas.

La velocidad del otoño es la más reciente de las propuestas biempensantes del Lara. Estrenada hace dos años en Broadway –con resultados, por cierto, no muy brillantes–, esta obra neoyorquina de Eric Coble, que se centra en un salón y en sólo dos personajes, ha sido adaptada por Bernabé Rico a la realidad madrileña, donde encaja sin grandes dificultades. De por sí el planteamiento es universal. Alejandra, una pintora de casi ochenta años, se ha atrincherado en su piso del centro, en aguerrida oposición a dos de sus hijos, que desean trasladarla a una residencia de ancianos, vender la propiedad y embolsarse el dinero. En el escenario vemos una barricada de muebles apilados contra la puerta, pero el detalle clave son las bombas mólotov que Alejandra ha preparado con disolvente y dispuesto por todo el salón. Según nos enteramos enseguida, las cosas han llegado al punto en que los hijos quieren evacuarla con la policía, mientras la madre, sin ceder un palmo, amenaza con inmolarse y cargarse el edificio entero. Un impasse en las negociaciones, como quien dice.

Si la premisa parece un poco disparatada, la acción empieza con un acto que no lo es menos, cuando el hijo menor de Alejandra, Cristóbal, entra por la ventana para negociar una tregua, habiendo trepado por un árbol. Oveja negra de la familia, cuarentón, Cristóbal no ve a su madre desde hace varios años, de manera que la sorpresa de ella es doble. «Qué viejo te has hecho», es lo primero que Alejandra le dice. Y, a partir de semejante comienzo, el reencuentro es cualquier cosa menos emotivo; pero el diálogo de ambos incluirá un intento por sincerarse el uno al otro y cada cual consigo mismo. Por qué Cristóbal reaparece es la primera explicación necesaria, y la obra deja epacio a unas cuantas réplicas que buscan delinear una situación plausible, aun a riesgo de sonar a excusas del dramaturgo («en tiempos de crisis la familia debe mantenerse unida»). Más adelante, Cristóbal desvelará el verdadero motivo de su vuelta, aunque cuánto nos convenza esa versión dependerá de nuestra resistencia a la psicología anecdótica.

El diálogo de los dos personajes encuentra el ritmo, en cualquier caso, gracias a una suerte de comedia negra ligera. Los intentos del hijo por hacer entrar en razón a su madre alternan con charlas sobre la disminución física o las desilusiones de la edad madura. «Al menos puedo releer las novelas de Agatha Christie sin saber quién es el asesino», dice en un momento Alejandra. Luego el registro va oscureciéndose, y la vejez, que es el verdadero enemigo, cobra un papel central. «Te crees que vives en tú país, pero ya no lo es», dice Alejandra más adelante, como corrigiendo la famosa sentencia de H. P. Hartley de que el pasado es un país extranjero. Más aún, se sugiere que la edad es una forma de desaparición: «Cada día que pasa soy menos y menos yo», en palabras de Alejandra. En ese tesitura resuenan también los conflictos íntimos del hijo, un pintor fracasado que cada día que pasa es menos y menos quien hubiera querido ser.

Pese a la gravedad de los temas, la obra no hace grandes gestos filosóficos y, aunque hay un momento de desenfreno catártico, no abandona el realismo psicológico. Libre de aspavientos, el texto tiene los suficientes matices para que nos interesemos por los personajes, aunque su paleta exige que los actores maticen otro tanto las interpretaciones. Hay que decir que, en este sentido, el presente montaje deja bastante que desear. A menudo, Venci Kostov, el director, se inclina por un tono cuasifarsesco que juega en contra de los actores. Esperanza Elipe es, sin duda, la más sólida, y tiene las mejores frases de la obra, pero una interpretación menos enérgica sería más acorde con el personaje. La anciana está mal de salud y se queja de que no le responden las piernas. ¿En qué cabeza cabe hacerle subirse a una mesa para buscar una botella de whisky? En otros momentos, se pasea casi a la carrera de aquí para allá, como si por quedarse quieta fuera a infringirse la supuesta regla de que a todo personaje le corresponde una acción. Más interesante sería ver a Alejandra como un homólogo realista de las estáticas figuras beckettianas. Y sin duda el drama del atrincheramiento es el drama de la inmovilidad.

Por añadidura, Elipe, que nació en 1961, se queda unas tres décadas por debajo de su personaje: todo en su energía física lo delata. Javier Martín, en cambio, tiene la edad exacta que debe tener Cristóbal. Hay varios puntos muy bien observados de su caracterización, empezando por un vestuario un punto demasiado juvenil: nada más verlo, Cristóbal se presenta como el eterno viejoven. Pero Martín no da la talla para mantener palpitando, más allá de la caricatura, a un personaje cuyo texto reposa en una cantidad importante de subtexto, y cuyas desilusiones personales deberían transmitirse en tono menor. La obra se salva, de todas maneras, por sus momentos de comedia, donde coinciden los fuertes de ambos actores. Y, en el final, hasta despunta cierto optimismo. No esperen que la cosa se acabe con una explosión, o siquiera con un gemido. En esta familia, al fin y al cabo, no hay tensiones irresolubles ni verdadera hostilidad.

No puede decirse lo mismo de la familia retratada en Adentro, la segunda obra de la actriz argentina Carolina Román, que ha cifrado prácticamente un manual de psicopatología en cuatro personajes. El texto ahonda en el universo presentado en En construcción, una de las sorpresas de la temporada pasada, que enfocaba la experiencia agridulce de una pareja de expatriados argentinos en España. Román, una actriz de una admirable naturalidad y amplio registro emocional, vuelve a sumar fuerzas con el enjundioso actor argentino Nelson Dante, y el director es nuevamente el español Tristán Ulloa (pareja, en la vida real, de Román). Las nacionalidades importan porque, en ambas obras, se estudia la identidad de una franja social muy específica. Y la participación de Ulloa es relevante, porque la obra se dirige a un público español, más allá de que, correctamente, no hace la menor concesión en su lenguaje. ¿Cuántos espectadores del María Guerrero entienden una frase como «el chabón la careteó»?

La acción está ambientada en el barrio de Chacarita, algo así como un equivalente porteño de Vallecas, y el decorado, con sus ventanales y su suelo de baldosas, es tan mimético que, nada más entrar, supe que remedaba lo que en Argentina se llama una «casa-chorizo», en esencia, una propiedad alargada con un patio en medio (algo muy típico en Chacarita). Los personajes son una viuda senil, Marga (Araceli Dvoskin), sus dos hijos adultos, apodados «La negra» y «El negro» (Román y Dante), y una amiga de la hija, Male (Noelia Noto), que hace las veces de testigo más o menos involuntario, más o menos avispado, de las corrientes turbias de la familia. ¿Cuáles son esas corrientes? Digamos que la senilidad de Marga es el menor de los problemas, y que rara vez tres personas más tristes se han reunido a cantar un cumpleaños feliz como en la fiesta que los reúne hacia el final de la obra. «El negro», a todo esto, ha obtenido para ello un permiso de salida de la cárcel, donde dice encontrarse «mejor que en ninguna parte». Y «La negra», que ciertamente preferiría no verlo suelto, se ve obligada a hacer un enorme esfuerzo para no echarle en cara a su madre que nunca se diera cuenta de los atropellos del hermano.

El uso problemático de los apodos, muy extendidos en Argentina, donde incluso se consideran cariñosos, son una de las muchas buenas insinuaciones de la obra, que relaciona tácitamente las taras de los personajes con los complejos de toda una sociedad, entre los cuales figura, sin duda, el de la identidad étnica. «Vos sos así como marroncita», dice Male, una pelirroja que se reivindica orgullosamente como descendiente de italianos (el refinado racismo argentino situaría sus antepasados bastante más al este, y casi seguro se la llamaría «rusa»; en la obra le dicen, por supuesto, «colo», por colorada: «No me molesta»). Es en estas observaciones sutilmente reveladoras donde destaca la originalidad de Román. El tema de la familia truculenta ha sido tratado con mayor contundencia y humor, por ejemplo, en La omisión de la familia Coleman, del también argentino Claudio Tolcachir; pero Román ahonda más al estudiar cómo, detrás del mito de los orígenes, puede hallarse el deseo de escapar de ellos, así como la imposibilidad ontológica de romper los lazos que, como se dice en el programa, «nos atan, nos sujetan o nos asfixian». No en vano, una de las frases clave de la obra es «Los que se fueron nunca se terminan de ir». Aunque en principio se refiere a los muertos, sin duda caracteriza la posición del expatriado. Male repite varias veces que quiere irse a vivir «afuera»: la propia autora lo ha hecho. Y, sin embargo, en lo relativo al imaginario no termina de irse. Para bien o para mal, y en esta obra sin duda para bien, Román sigue con la mirada puesta en Argentina. No comparto la fascinación, pero la entiendo perfectamente.

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Ficha técnica

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