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A propósito de los fraudes en las mieles

Mis suegros, ambos insignes veterinarios, dieron durante muchos años un curso de Apicultura, y todavía, años después de su fallecimiento, sigo consumiendo miel de sus colmenas. Por esta razón, suelo prestar especial atención a las noticias que me llegan sobre Apicultura. Las dos que hoy gloso aquí no son buenas noticias, ya que ambas tratan sobre los fraudes que actualmente sufre el delicioso producto que se compone en una alta proporción de glucosa y fructosa, junto con otros componentes menores, incluidos los responsables de sus aromas, que determinan en gran medida el amplio abanico de sus precios. Las mieles carecen de las propiedades que tradicionalmente se les atribuyen en la medicina popular, salvo la de aportar las calorías correspondientes a los hidratos de carbono que contienen y la de su agradable sabor y aroma. Tal vez su única contraindicación sea la de que los diabéticos no deben consumirlas en exceso.

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Retrocesos del progreso (I)

Hace unos años, discutiendo con un colega australiano en un congreso académico celebrado en Amberes, me atreví a calificar la historia de la humanidad como un éxito: juicio ante el que mi interlocutor se revolvió lleno de indignación y en demanda de explicaciones. A su modo de ver, un animal tan destructivo como el hombre, responsable directo o indirecto de la extinción de innumerables especies, no puede verse a sí mismo como protagonista de éxito alguno. Yo aduje que si tomamos como referencia a la humanidad misma, cuya población no sólo ha aumentado de forma constante (un indicador de éxito ecológico nada desdeñable), sino que vive más tiempo y en mejores condiciones materiales, el éxito es indudable. Si, en cambio, tomamos moralmente en consideración al mundo no humano, obviando el hecho de que sólo ahora estamos en condiciones de refinar el violento dominio ejercido sobre él en el pasado, las cosas bien podrían verse de otra manera; por no mencionar el largo historial de violencias perpetradas por los hombres entre sí. 

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Muerte de un ciclista, o las cunetas del franquismo

La España de 1955 mantenía abiertas las heridas de la Guerra Civil, explotando la retórica de la victoria, que condenaba a los perdedores de la contienda a vivir entre el miedo, la humillación y la precariedad. Muerte de un ciclista, estrenada ese año, sorteó los obstáculos de la censura mediante un relato plagado de alusiones, elipsis y sobreentendidos, que no escondían tanto una alternativa ideológica como una visión trágica de las relaciones humanas, marcadas por el desigual reparto del poder, el atractivo sexual y la riqueza. Es indiscutible que la película era un alegato encubierto contra el régimen, pero un fuerte pesimismo existencial cuestionaba la posibilidad de una sociedad sin oprimidos, satisfechos y humillados. Juan Antonio Bardem trabajó estrechamente con Alfredo Fraile (fotografía), Luis Fernando de Igoa (guión) y Margaría de Ochoa (montaje) para alumbrar una película en la que se aprecia la influencia del neorrealismo y se anticipan algunos aspectos de la nouvelle vague.

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