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Fundido a negro: sobre la hipótesis del fin del cine

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Dentro de unos días, se celebrará en los Ángeles la ceremonia de entrega de unos Óscar que, aun lejos de ser el cine, lo representan eficazmente a ojos del gran público. Se trata de un simbolismo adecuado a la historia del medio, si tenemos en cuenta que la invención original de los hermanos Lumière fue identificada por Thomas Edison como potencial entretenimiento de masas. Y sigue funcionando como tal: la alfombra roja atraerá de nuevo la mirada de un público fascinado por esas peculiares criaturas que son las estrellas y la película favorita en esta edición es una celebración del eterno sueño hollywoodense. Por debajo de sus canciones, sin embargo, se oye una marcha fúnebre: la que interpretan quienes sostienen que el medio ha muerto o está muriendo; que el cine, en fin, es pasado. Un pasado glorioso que podemos seguir disfrutando, pero pasado en fin de cuentas: el siglo XX habría sido, así, cuna y tumba del cine. Seguramente no hay mejor momento para explorar la verosimilitud de este anuncio que las vísperas de eso que suele llamarse «la fiesta del cine».

En su Historia(s) del cine, Jean-Luc Godard compone un hermoso elogio de Alfred Hitchcock, que tan relevante fue para los miembros de aquella nouvelle vague que renovó el cine mundial en la primera mitad de los años sesenta; un Hitchcock que, como es sabido, apenas recibió un Óscar honorífico. Dice Godard que

olvidamos por qué razón Montgomery Clift guarda un silencio eterno y por qué Janet Leigh se aloja en el Bates Motel y por qué Teresa Wright todavía sigue enamorada del tío Charlie, olvidamos que Henry Fonda no es del todo culpable y por qué el gobierno estadounidense contrató a Ingrid Bergman, pero nos acordamos de un bolso de mano, pero nos acordamos de un auto en el desierto, pero nos acordamos de un vaso de leche de las aspas de un molino de un cepillo para cabello, pero nos acordamos de una hilera de botellas de un par de anteojos de una partitura de música de un manojo de llaves…

Porque es a través de esos objetos, de esas formas, como Hithcock triunfó «allí donde fracasaron Alejandro, Julio César, Napoleón», es decir, tomando el control del universo y convirtiéndose en «el único poeta maldito que conoció el éxito». Naturalmente, Godard exagera; pero sólo un poco. Alude no sólo a la era dorada del cine norteamericano, sino a la capacidad del cineasta inglés para capturar la imaginación de su tiempo y convertir sus películas ?pensemos en el estreno de Psicosis? en auténticos acontecimientos culturales que transformaron nuestra manera de ver el mundo.

Todo eso ha terminado. Se ha producido «la muerte de las películas tal como las conocíamos», anuncia Matthew Jacobs. Y el insigne David Thomson concuerda, afirmando que el cine empezó a morir hace mucho tiempo: «Año tras año, hemos oficiado el funeral». No son los únicos en creerlo, pero, ¿qué dice la autopsia? ¿Qué argumentos aducen los enterradores del arte popular por excelencia y qué validez poseen?

Recordemos The player, la sátira del Robert Altman tardío sobre el Hollywood de los años noventa: altos ejecutivos discutiendo en veinticinco palabras proyectos sintetizados en fórmulas como «Out of Africa meets Pretty Woman». Ahora, dice el argumento industrial, las cosas serían aún peores: Hollywood se ha entregado a las franquicias de orientación global y el dinero disponible para el cine adulto de rango medio ha disminuido de manera dramática. Éstas, en fin de cuentas, pueden fracasar si se hacen mal; los artefactos sobre La patrulla X o la saga Star Wars funcionarán en taquilla con independencia de una calidad a la que no aspiran: son productos controlados, calculados, medidos. Hay películas independientes, como Langosta o Amor y amistad, que obtienen beneficios, pero se exhiben en pocos cines. Paradójicamente, aunque la digitalización traía consigo una promesa democrática, la tendencia del espectador medio a preferir los hits sobre las rarezas no ha hecho sino intensificarse: la «larga cola» de la que hablaba Chris Anderson para describir el aumento de la oferta en la era digital, que crea un nicho para cualquier gusto, por excéntrico que sea, se ha hecho cada vez más delgada. ¡El algoritmo manda! Jacobs es terminante:

Las películas tal como las conocemos ?es decir, basadas en una narración sólida y estrellas atractivas? no existen ya. El dinero manda más rapazmente que nunca.

El argumento industrial desemboca en el argumento estético: en la idea de que ha sobrevenido una pobreza artística de fatales consecuencias. Para David Denby, el deterioro artístico es un efecto de la política de los estudios, convertidos de hecho en grandes conglomerados cuya única preocupación es la cuenta de los resultados. ¡Nostalgia de los hermanos Warner! La estructura de la industria estaría constriñendo a sus practicantes. Es cierto que pueden hacerse espléndidas obras con un presupuesto reducido, pero hay cosas que un artista no puede decir sin suficientes medios a su disposición: admiramos a Rohmer, pero también a Coppola. Actualmente, los estudios facturan productos cuyo tamaño es inversamente proporcional a su significado: cine de aventuras que se olvida en una semana. Denby habla de una «estética del conglomerado» para designar el tipo de cine que los ejecutivos contemporáneos deciden hacer, un estilo basado en la estimulación sensorial a través del movimiento constante, un montaje sincopado y unos personajes sin profundidad. La vieja riqueza del medio habría sido destruida por los estudios y con ello nace un nuevo tipo de espectador: impaciente, infantil, desmemoriado. Un proceso que se explica también por la vulnerabilidad del cine, como medio, frente al reciclaje y la cita posmodernos: de ahí que la publicidad y el videoclip hayan terminado por ejercer sobre él una influencia desgraciada.

David Thomson abunda en este argumento, lamentando el papel marginal que poseen los directores de fotografía que solían conectar el cine con la realidad, y añade una acusación original: los cineastas norteamericanos de los años cincuenta habrían dejado de tomarse la narrativa en serio (cita Rio Bravo como ejemplo de comedia autoconsciente) y el trabajo habría sido concluido por los jóvenes franceses empeñados en descomponer los géneros tradicionales. Perdimos la pureza: «Empezamos a matar al medio hace mucho tiempo, quitando importancia a la trama, fomentando la autoconciencia, socavando la inocencia del sentimiento». Nos hemos hecho más listos que el propio medio y de ahí que tantos espectadores se rían a mandíbula batiente al ver aparecer al Drácula de Béla Lugosi o se avergüencen ante la torpeza de los primeros melodramas.

Por último, tenemos el argumento cultural, que a su vez admite distintas variantes. Dice Matthew Jacobs que sentimos menos pasión por el cine que nunca, como puede comprobarse echando un vistazo a las redes sociales: Beyoncé, Pokémon o la HBO han ocupado su lugar. O, de hecho, las propias redes. Por eso habla Steven Shaviro de lo poscinemático, vale decir, de un nuevo régimen mediático que es también una forma de producción diferente a las que dominaron el siglo XX: «obras que no representan procesos sociales, sino que participan activamente en esos procesos y contribuyen a su constitución». También el cine cumplía esa función, ofreciéndonos modelos de conducta, pero se diría que ha dejado de hacerlo a la vista de la fuerza decreciente de su ejemplo. El resultado es que los grandes públicos nacionales que llenaban los viejos palacios del cine han desaparecido, por razones que Thomson encuentra también en la fragmentación de la comunidad sentimental de posguerra:

la experiencia de la Gran Depresión y la guerra unió a la población y al público […]. La Segunda Guerra Mundial produjo una comunidad fílmica y una inmersión inocente en la fantasía en un momento en que ni la vergüenza ni la ironía estaban ahí para arruinarla.

Esa misma inocencia, podríamos decir, que La La Land trata de evocar: anotando que los tiempos han cambiado y cualquier final feliz contiene un poso de amargura. Una variante de este argumento es que la nueva conversación cultural excluye al cine, ahora excluido del mainstream. Andrew O’Hehir es elocuente al respecto:

La cultura cinematográfica, al menos en el sentido en que solía emplearse esta frase, está muerta o agoniza. En lo que podríamos llamar la era Susan Sontag: discutir y debatir sobre películas era percibido a menudo como el filo más atractivo de la vida intelectual estadounidense. Hoy es un resto moribundo que ha sido amputado de la vida ordinaria.

De manera que la cinefilia se habría convertido en una práctica marginal de orden autorreferencial, que por lo demás vive una edad de oro gracias a la mejora en las tecnologías reproductoras domésticas y a la facilidad con la que pueden crearse foros deliberativos a través de la red. Hablar de la muerte del cine, para estos comentaristas, no es incompatible con celebrar la buena salud de las cinematografías iraní, rumana o taiwanesa: es afirmar que esta cábala no puede reemplazar al espectador común que llenaba los cines hace décadas. Para Thomson, de hecho, la cinefilia debería preguntarse si no ha devenido en un diálogo con los muertos: si las mejores películas de la historia, según las encuestas, realmente existentes son de 1941 (Ciudadano Kane), 1958 (Vertigo) o 1939 (La regla del juego), ¿de verdad hablamos de un arte vivo?

Hasta aquí, las pruebas de cargo. Algunas de ellas nos recuerdan a las que se dirigen contra la buena salud de los periódicos o las novelas, que habrían perdido relevancia por razones análogas: demasiada competencia en el frente del entretenimiento. Sin embargo, por atractiva que sea la tesis del fin del cine, tan romántica a su manera, su veracidad no está confirmada.

Primero, los datos. Imaginemos el siguiente escenario: la venta de entradas cae un 45% en seis años; los beneficios de los estudios, un 80%; una sexta parte de los cines cierra; el público se vuelca en otros medios de masas. ¡Colapso! Pues bien, esto es lo que sucedió en 1953, nos explica David Bordwell, después de que los estudios fueran obligados por el Tribunal Supremo a deshacerse de sus cines. Y nadie, entonces, sugirió que hubiera llegado el fin del cine. Más aún, los números no son tan malos como los pesimistas parecen sugerir: el mundo añadió doce mil pantallas el año pasado, alcanzando un nuevo récord; los ingresos globales por taquilla han aumentado considerablemente y cada temporada marca un nuevo récord: 37.700 millones de dólares en 2015. Los beneficios, por lo demás, exceden a los ingresos por taquilla si consideramos los demás aspectos de la explotación comercial. En cuanto al número global de películas, la salud es robusta: si en 2001 se produjeron tres mil ochocientas, en 2007 fueron cinco mil y en 2014 unas siete mil trescientas. Hasta quince países producen más de cien películas al año, de modo que sólo el 18% de ellas provienen de Estados Unidos. Se incluye ahí el singular caso de Nollywood, segundo productor mundial tras la India a pesar de la ausencia de cines en el país: las cintas son de vídeo y se proyectan en cualquier sitio.

Más difícil, en principio, es refutar el argumento de que la calidad general de las películas ha disminuido. O no tanto, si corregimos la impresión que produce la distorsión selectiva del tiempo: del pasado del cine no nos llega lo peor, sino lo mejor. Entre 1950 y 1970, por ejemplo, veinte producciones Disney figuraban entre las cinco más taquilleras de su año: no todo era John Ford, Max Ophuls o Howard Hawks. Y recordemos que tanto Ciudadano Kane como Vertigo fueron fracasos de taquilla. Pudiera ser también, sugiere Richard Brody, que los apocalípticos no vayan al cine lo suficiente e ignoren la vitalidad contemporánea del medio:

El cine es ciertamente distinto, es utilizado de otra manera, evoca una singular variedad de modos y connotaciones propias, y muchos directores tienen la capacidad de hacer un empleo personal y artístico de los mismos.

Lamentar los avances tecnológicos es incongruente, añade: los clásicos del realismo hollywoodense tenían detrás un considerable artificio, elaborado con los medios de su tiempo. ¡Los colores de Vincente Minnelli! Tampoco todo el cine ha sucumbido a la digitalización. Es verdad que Kelley Reichardt, por mencionar a una genuina auteur norteamericana, no tiene grandes audiencias; pero tampoco las tenía el recién fallecido Jacques Rivette. Desde luego, no podemos reproducir la era dorada de los estudios, pero eso no significa que el cine haya muerto: sólo ha cambiado. Jason Bailey llega a dar la vuelta al argumento de la posmodernización, sugiriendo que, para varias generaciones de espectadores, Pulp fiction marca el momento en que la cultura fílmica empieza y no lo contrario:

Pulp fiction cristaliza una sensibilidad pop […] y hace avanzar la idea radical de que el cine de autor no tenía por qué ser sólo innovador en sus estructuras o experimental en sus narraciones. Podía también ser disfrutado masivamente y atraer a un público de masas con elementos tradicionales del mainstream (pistolas, coches, drogas, Bruce Willis) que eran parte de las herramientas del director en la misma medida que una caracterización sutil o una historia deconstruida. No es nada nuevo; los mejores directores del sistema de estudios, los Ford y los Hawks y los Hitchcock, hicieron lo mismo.

En defensa de su tesis, Bailey apela a la autoridad de Pauline Kael, legendaria crítica norteamericana, que defendió el gozo del cine como elemento fundamental de la experiencia cinematográfica. No se trata, pues, de que la cultura fílmica haya desaparecido; más bien ha evolucionado. Hay películas que son, todavía, acontecimientos: desde Pulp fiction a Múnich, pasando por Doce años de esclavitud o La gran belleza. No dominan la conversación cultural, pero tampoco está claro que lo hicieran nunca: Bordwell nos recuerda que el cine siempre ha sido minoritario en comparación con otras formas de entretenimiento de masas, como la radio o la televisión. Si veintitrés millones de personas ven todas las películas en una semana en Estados Unidos, sesenta y cinco millones oyen la radio sólo en el grupo de edad comprendido entre los dieciocho y los treinta y cinco años. A su juicio, el cine siempre habría jugado en otro nivel y no necesita del protagonismo hip que pueden proporcionar las redes sociales. Aunque las redes sociales, por otro lado, contienen no pocos aficionados al cine.

¿Quién tiene razón? ¿Se nos muere el cine o quienes lo anuncian están muertos por dentro? Para Brody, la idea misma es un cliché: un subgénero del periodismo cultural. Y algo hay de eso. Al igual que sucede con tantos otros aspectos de la realidad contemporánea, el problema consiste en tener que emitir un juicio terminante: ya sea hacer la autopsia o felicitar al paciente tras el chequeo. No hay duda de que el cine ha cambiado en relación con su sociedad, pero seguramente no tanto como creen sus enterradores. Sobre todo si atendemos a la realidad global del cine y no restringimos el debate a un cine norteamericano cuya vertiente más popular exhibe una desesperante inclinación por eso que Denby llama «estética del conglomerado». Pero ya se ha dicho que el tiempo hará su trabajo y aplicará su filtro implacable al peor cine de hoy. En realidad, si algo define el panorama cinematográfico de nuestros días es su pluralismo: la vibrante presencia de muchas formas distintas de hacer cine.

A cada lector corresponde hacer su propia lista, pero parece difícil sostener que un medio que sólo en los últimos años nos entrega películas como Tabu, Toni Erdmann, The Master, Wendy & Lucy, Copia certificada, Elle, El club, Moonrise Kingdom, Shame, Los exámenes, Brick, Il Divo, Gone Girl, Inland Empire, Un profeta, Mad Max: Fury Road, El hijo de Saúl, It follows, Inside Out, Amy, Under the Skin, Paterson, Upstream colour o Boyhood es un medio muerto. Yo sostendría más bien lo contrario: que nunca ha estado tan vivo, si además de la calidad media de los productos tomamos en consideración su variedad. Los modos de ver que ofrece el cine contemporáneo son tan ricos como sofisticados, abordan infinidad de asuntos desde múltiples puntos de vista, combinan innovación y memoria, literalidad e ironía, mientras desarrollan estrategias formales de distinto signo con la ambición de siempre. A veces, el gran público y las grandes películas coinciden en la misma sala; más a menudo, las audiencias son más modestas. Y sí, hay más fuentes de entretenimiento que antes y subsiste el problema de la distribución: las películas pequeñas tienen dificultades para alcanzar a los espectadores no capitalinos. Sin embargo, éstos tienen ahora otros medios para llegar hasta ellas y pueden verlas en casa en mejores condiciones que antaño: algo se pierde, algo se gana. No vivimos en la era dorada del sistema de estudios, ni subsiste la excepcional conjunción de atención popular y cultura moderna característica de los años sesenta. Pero el medio goza de buena salud: si es un muerto, está muy vivo.

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Ficha técnica

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