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Tal te conviene ser cual es aquello que amas

La transformación de los amantes. Imágenes del amor de la Antigüedad al siglo de oro

GUILLERMO SERÉS

Crítica (Filología), Barcelona, 1996

398 págs.

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A la hora de contraer matrimonio con la Filología, hay quien opta por la labor servicial y siempre bien acogida de la edición de textos, y hay quien se (nos) divierte jugando con ellos y alumbrando estudios que contribuyan a la interpretación de algunos de esos mismos textos. Guillermo Serés aúna las dos facetas, y a sus ediciones modélicas de autores clave como don Juan Manuel, fray Luis de León o Huarte de San Juan, agrega estos estudios sobre al amor que vienen a sumarse a una ya larga lista de trabajos menores (sólo en extensión) publicados en ámbito más especializado.

Bien es verdad que las dos vías citadas no son excluyentes; antes conforman una autopista de doble sentido que permite la movilidad y la fructífera colaboración, porque las excelentes páginas de Serés que abrían su edición del Examen de ingenios o el trabajo editor dedicado anteriormente a fray Luis hubieron por fuerza de allanar el monte que esta vez ha cartografiado a la perfección.

Y es que hay mil formas de amor, aunque en este caso no todo sea uno y lo mismo. Por eso convenía desbrozar primero el terreno. A cualquier lector de nuestra literatura antigua, de la Edad Media y del siglo de oro, no se le escapa la presencia casi constante de toda una serie de imágenes relacionadas con el amor. Más concretamente, con la idea de la transformación de los amantes: el «amada en el amado transformada» de san Juan de la Cruz podría ser, quizá, el pasaje más célebre, pero a nadie se le escapará el «por hábito del alma misma os quiero» o «escrito está en mi alma vuestro gesto» de Garcilaso, así como las imágenes del espejo o del beso (la muerte del beso), por no hablar del archicitado «animus verius est ubi amat quamubi animat», verdadero motivo conductor de este trabajo.

Como decía, conviene desbrozar todo ese material. Y Serés lo hace sabiamente en dos capítulos preliminares que a la vez cumplen una función de marco y de introducción: el primero va dedicado con acierto a las teorías y doctrinas del amor platónico junto con la tradición mística de raigambre bíblica y platónico-cristiana. Podrían haber sido dos capítulos, sobre todo si se atiende a los conceptos comentados de «ascenso» y «descenso», pero juzgo un hallazgo, como he dicho, abordarlos en conjunto. El otro pilar, el segundo capítulo, arranca de Aristóteles y de la tradición naturalista, es decir, las explicaciones médicas en buena medida. Y es que, pese a que el amor es el único que no quiere médico para su enfermedad, los seguidores de Galeno se han esforzado por darle siempre algún tipo de explicación psicofisiológica. Valga lo dicho acerca del capítulo anterior para la organización de este otro.

Sobre estas dos columnas se construye el templo de la transformación de los amantes. En puridad, puede decirse que estos dos capítulos iniciales servirían al lector como guía rápida y exhaustiva de lo que debe saber para enfrentarse a la lectura de derivaciones posteriores de estos tópicos. Sin embargo, y con el fin de evitar pérdidas innecesarias, es consejo recomendable dejarse llevar del guía que va mostrando, en capítulos sucesivos y con amena habilidad, cómo las imágenes antedichas se materializan en la literatura medieval, y cómo pervive esa interpretación a lo largo del siglo XVI . Se cierra este bloque estructural con la poesía de Garcilaso, que entra en fructífero diálogo con el neoplatonismo italiano. Fray Luis de León y san Juan de la Cruz merecen otros dos capítulos (¿podía ser de otra manera?) en donde colaboran otros muchos autores a la hora de explicar la transformación de los amantes en el plano de lo sagrado. El último, finalmente, va enderezado a mostrar la pervivencia durante el siglo XVII , donde destaca entre otras varias la figura de Lope de Vega. Con todo, y como en tantos otros casos para nuestras letras, aquí muere el tópico. Las luces y sombras de los siglos posteriores no permitirán reflejos, ni hábitos del alma –en la que apenas creen– y tal vez sólo vean en el beso un intercambio de microbios, que no de almas. Es lo que más moderadamente muestra Serés en el capítulo final.

No he sido justo en las líneas anteriores. En mi escueta y burda glosa faltan toda una serie de imágenes que debe tener en su memoria el lector: la infinidad de autores empleados por el autor, amén de los aquí citados, de la que dan cuenta los completísimos índices onomástico y analítico del final (donde por cierto falta la entrada «Serés»), la habilidad del autor a la hora de organizar los recorridos por cada capítulo y en dejarse llevar por grandes maestros, la bibliografía abrumadora de las notas, la pericia filológica (véanse las notas de las págs. 105, 122, 149…), la claridad y concisión, aliadas con una ejemplar modestia y alguna que otra agudeza. Por todo ello, y para no caer en los extravíos de Cristóbal de Fonseca en su Tratado del amor de Dios, conviene dejarse llevar por este guía de particular juicio.

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Ficha técnica

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