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¡Todos al subsidio!

El derecho a la existencia

DANIEL RAVENTÓS

Ariel, Barcelona

160 págs.

1.346 ptas.

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Las crisis energéticas de los setenta quebraron la brillante expansión económica de los países de Europa occidental de los años cincuenta y sesenta. Con la crisis económica vino, también, la de los sistemas de protección social creados después de la Segunda Guerra Mundial. La crisis se inició y se desarrolló porque, a partir de mediados de los setenta, las finanzas públicas fueron incapaces (con mayor o menor grado de incapacidad) de generar los recursos necesarios para sostener los sistemas establecidos. Aparecieron crecientes déficit públicos, fuerte inflación, desempleo –que, a su vez, agravó la insuficiencia del sistema– y todo ello obligó a reconsiderar políticamente el propio Estado del bienestar. La crisis financiera trajo la reflexión política e, incluso, la reflexión moral.

Primero fue, efectivamente, el frenazo al crecimiento lo que llevó a mayor gasto social –sobre todo en subsidio de desempleo– a la vez que a menores contribuciones sociales –es decir, a menores aportaciones de los potenciales beneficiarios–. Esto obligó a una intensificación de la presión fiscal, tanto por la vía directa de los impuestos, como por la vía indirecta de la inflación. La acentuación de la presión fiscal se fue encontrando con una creciente resistencia por parte de los ciudadanos, lo que llevó a un creciente apoyo político a los partidos que defendían la estabilidad monetaria y la reducción del déficit público. Pero, llevó, además, a la aparición de ideas y argumentos, casi inconcebibles en los años cincuenta y sesenta, frontalmente críticos del sistema de protección social establecido y del tipo de transferencias de renta que ese sistema estaba impulsando.
 

UN REPLANTEAMIENTO DEL ESTADO DEL BIENESTAR: MÁS RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL Y MÁS MERCADO

Hace unos años, Robert Skidelsky señalabaR. Skidelsky, Beyond the Welfare State. The Social Market Foundation, mayo 1997. que en los años ochenta se desarrolló una doble percepción entre los ciudadanos europeos. La primera, que los mecanismos de protección social no estaban consiguiendo transferir renta de ricos a pobres, de personas con empleo a personas sin empleo; sino que, más bien, estaban dando lugar a transferencias internas dentro de los grupos de rentas medias y bajas, y desde éstas a colectivos que aprovechaban las «trampas» del sistema para «vivir a costa de los demás». La segunda, que el incremento en los gastos sociales estaba llevando, en muchos países, a una atención insuficiente a las funciones básicas del Estado –sanidad, educación o seguridad–; es decir, que el Estado del bienestar, en una situación de bajo crecimiento económico, estaba descuidando las funciones estatales primordiales para atender cuestiones secundarias o convertidas en prioritarias por razones de oportunismo político a corto plazo. El triunfo político de los defensores del presupuesto equilibrado (a veces, socialistas, a veces, conservadores o centristas) en, prácticamente, todos los países industrializados parece confirmar que, efectivamente, las cosas cambiaron bastante en los años noventa.

Sin embargo, lo anterior no significa que desapareciese en Europa el apoyo político al contenido básico del moderno Estado del bienestar. Ningún partido político que pretenda alcanzar el poder en Europa podría manifestarse contra el mantenimiento de los dos pilares fundamentales del gasto «social»: sanidad y pensiones. Pero, si estos dos pilares (que consumen parte sustancial del gasto público total) son intocables, ¿en qué consiste la revisión del Estado del bienestar? Para responder a esta pregunta, Skidelsky recuerda cómo nacieron los sistemas de seguridad social y cuál es el sesgo que van tomando, después de la Segunda Guerra Mundial, un sesgo que transforma profundamente sus objetivos iniciales.

El nacimiento del Estado del bienestar fue paralelo, más o menos, con la implantación en los países europeos de la democracia no censitaria, Skidelsky lo resume así: «En el siglo XIX , la democracia se veía, en general, como la base de la limitación de los poderes del gobierno, en gran parte porque el derecho a voto estaba controlado por una minoría de propietarios. Con la extensión de la democracia a los no propietarios (un paso al que se resistió John Stuart Mill), la democracia empezó a ser vista como un instrumento para mejorar la situación de los pobres a través del proceso político, por ejemplo, utilizando el sistema fiscal para redistribuir riqueza. La cuestión, entonces, era cómo podría reconciliarse esto con el contrato social original designado para proteger los derechos de la propiedad adquirida legalmente. Esta batalla se ha desarrollado en torno a la extensión y propósitos del Estado del bienestar. La división subyacente ha sido la que ha existido entre los «colectivistas reticentes», cuyo objetivo de bienestar era establecer una red de seguridad social, necesaria debido a los fallos en los mercados privados de seguros, y los «igualitaristas», que querían usar el sistema fiscal para transferir riqueza y renta de los ricos a los pobres. En la práctica, todos los sistemas del Estado del bienestar han combinado elementos tanto de «seguro», como de «redistribución», es decir, todos han tenido alguna intención colectivista. El motivo de la redistribución implica para el Estado un papel de «transferidor de rentas» mucho más amplio que el que le concede el motivo del «aseguramiento»Robert Skidelsky, The World after Communism. McMillan, 1995, págs. 22-23..

El Estado del bienestar nace en Europa –en Alemania, con Bismark– en el último tercio del siglo XIX . Originalmente, significa el establecimiento por el Estado de sistemas de ayuda a personas en situaciones de extrema pobreza, o víctimas de accidentes laborales, o personas que han perdido sus fuentes de renta sin posibilidad de sustitución –viudas y huérfanos–, funciones que hasta entonces desempeñaban instituciones privadas de tipo mutualista o entidades religiosas de intención caritativa. Durante decenios, el desarrollo de estos sistemas fue lento en toda Europa: el Estado empezaba a organizar su participación, pero el papel y el lugar ocupado por las entidades privadas o religiosas era aún muy grande.

Después de la Segunda Guerra Mundial el Estado extiende los sistemas de protección a colectivos muy amplios, incluso a toda la población –el ejemplo más claro es la sanidad pública–, de forma que se rompe el nexo entre beneficiarios y contribuciones. Además, la intención de los sistemas de protección evoluciona desde la cobertura de situaciones que exigían ayuda –viudedad, orfandad, jubilación, accidentes– al intento de conseguir, a través de estos mecanismos, un acercamiento general de los salarios hacia los salarios medios. Es decir, se pasa de un conjunto de mecanismos de asistencia social a un conjunto de sistemas de redistribución de rentas, un sistema que se sobreimpone, casi siempre, al ya existente del impuesto progresivo sobre la renta.

Estos dos cambios son trascendentales, tanto en sentido político como económico. En términos de finanzas públicas, significan que las contribuciones de los potenciales beneficiarios ya no bastan; hay que echar mano de los impuestos o de la emisión de deuda para cubrir los déficit. Y ello pone en tela de juicio el conjunto del sistema, tanto su ámbito de aplicación, como sus mecanismos de control y su financiación. Skidelsky señala que una de las conclusiones del análisis de lo ocurrido en los últimos veinte años, es que la técnica de cobertura de las necesidades financieras de tales mecanismos ha sido muy primitiva: el más simple de los pooling de riesgos. El contenido básico del Estado del bienestar es, hoy por hoy, políticamente intocable, pero no es intocable su extensión a toda clase de riesgos, ni a la cuantía de las coberturas, ni la forma o técnica de financiación.

Una cuestión central es cómo repartir la financiación del conjunto del sistema entre, de un lado, impuestos y contribuciones sociales obligatorias, y de otro, aportaciones privadas. Dicho de otro modo, hasta dónde debe llegar el Estado en su tarea de protección, y a partir de dónde corresponde a la decisión de cada individuo cuidar de sí mismo. La dirección en la que apunta el debate de los últimos dos decenios parece ser que una parte importante de la protección debe reasignarse a los individuos y al mercado, utilizando técnicas de aseguramiento y capitalización; mientras que la técnica del reparto –cuando las prestaciones se financian sólo o sobre todo mediante impuestos y contribuciones sociales– debe limitarse a la financiación de los servicios que sólo el Estado puede prestar –educación obligatoria, seguridad pública, justicia, defensa, sanidad básica. Estas «soluciones» a la crisis del Estado del bienestar –cuyo éxito debe ponerse en relación, además, con el hundimiento y desprestigio del «socialismo» real, el modelo soviético– son promercado, no son colectivistas. Pero, de éstas, también ha habido. Una de ellas, quizá la más radical, aunque no tan original o novedosa como podría parecer –tiene muchos parientes no muy lejanos y algunos bastante viejos– es la que comentamos a continuación.
 

UN SUBSIDIO UNIVERSAL E INCONDICIONAL

En 1986, dos profesores de la Universidad de Lovaina, Philippe van Parijs y Robert J. van der Veen, lanzaron una idea un tanto provocativa, sobre todo teniendo en cuenta el momento, en pleno estallido de la crisis del Estado del bienestar: la implantación de un Subsidio Universal Garantizado (SUG), una especie de salario igual para todos los ciudadanos, independientemente de su situación laboral y de su nivel de renta, que se percibiría por el mero hecho de ser ciudadano de un país (de un país que se lo pudiera permitir, naturalmente). Desde entonces, esta idea ha dado origen a un cierto debate que, por ahora, no ha traspasado las fronteras, digamos, académicasAlgunos economistas muy conocidos –como James Tobin–, sociólogos –como Dahrendorf– y políticos –como Michel Rocard– han dado, al parecer, su apoyo público al SUG. . Ningún partido político, ni siquiera, los que pueden calificarse de «izquierda» o «extrema-izquierda», ha planteado, que sepamos, la puesta en marcha de tal subsidio, ni siquiera como objetivo a largo plazo.

El derecho a la existencia, de Daniel Raventós, es una defensa del «Subsidio Universal Garantizado», con sus características esenciales de universalidad e incondicionalidadRaventós ha insistido en sus propuestas sobre el SUG en una entrevista en El País, 3 de agosto de 2000, y en dos artículos «La renta básica, un derecho», El País, 1 de octubre de 2999, y «El salario de toda la ciudadanía», Claves, núm. 106. . Su objetivo sería situar, incluso al más desfavorecido de los ciudadanos, por encima del umbral de lo que en cada momento se hubiese definido como «pobreza». Obviamente, esto significaría que para algunos, el SUG sería fuente fundamental, incluso única, de renta, mientras que para otros representaría una fracción marginal o insignificante de la suya.

El ensayo de Raventós tiene, por lo menos, dos virtudes: es breve y su argumentación resulta fácil de seguir; a veces, es, incluso, entretenida. Aunque en el prefacio se señala que los dos filtros por los que debe pasar la propuesta sobre el SUG son la «deseabilidad política» y la «viabilidad práctica», de hecho, la mayor porción del ensayo está dedicada a la justificación ética y política de la propuesta. El tratamiento de las cuestiones prácticas –la más importante: lo que costaría el SUG y cómo podría financiarse– es mucho más somero.

Para justificar ética y políticamente el SUG, Raventós se sitúa en el terreno de las teorías de la justicia que denomina «liberales», en las que distingue teorías «propietaristas» y teorías «igualitarias».

En el ámbito de las teorías que denomina «propietaristas», las que pueden agruparse tras la obra de Robert Nozick Anarchy, State and Utopia (1974), cree que el SUG podría justificarse por la siguiente vía, propuesta por otro escritor «propietarista»H. Steiner, citado por Raventós, ob. cit., pág. 28., cuya inspiración lejana puede estar, quizás, en Henry George y su impuesto único sobre la renta de la tierra: en el «propietarismo» todo lo que los individuos consiguen con su trabajo es intocable y cualquier apropiación por el Estado de lo que se obtiene con el trabajo es contraria a la justicia. Pero, dentro de los flujos de renta que proceden del trabajo, hay que separar aquella parte que no se debe, en sentido estricto, al trabajo, sino a los recursos naturales, que son de todos. Dado que establecer un impuesto que discrimine exactamente esa porción dentro de la renta de cada individuo es imposible, el problema sólo puede resolverse mediante una aproximación, y el SUG sería una «aproximación posible»D. Raventós, ob. cit., pág. 36..

Desde un punto de vista libertario «propietarista» habría, probablemente, más argumentos en contra, que a favor, respecto a esa imputación a los recursos naturales en estado primitivo de una parte de la renta de los sujetos, una imputación que exige, desde luego, romper con, al menos, uno de los principios libertarios más fundamentales, el rechazo de cualquier forma de imposición con finalidad redistributiva (salvo para compensar injusticias pasadas, lo que, en principio, no se aduce que sea el caso).

En el ámbito del «igualitarismo», Raventós cree que el SUG puede también defenderse desde la teoría de la justicia de Rawls, porque respeta los tres principios básicos rawlsianos en la distribución de los valores sociales o bienes primarios (libertades, oportunidades, ingresos, riqueza y autoestima). Estos tres principios, según Raventós, pueden resumirse así: a) lograr el máximo de libertades públicas iguales para todos; b) lograr la igualdad de acceso a cargos públicos para todos; c) lograr una distribución de la riqueza tal que logre «el incremento de las rentas mínimas» (el criterio denominado «maximín»). Esto significa que la desigualdad económica es aceptable si, según el criterio maximín, es más eficaz que la igualdad, para aumentar las rentas bajasLa versión de Raventós difiere del modo rawlsiano original en algunos puntos, probablemente sin consecuencias para el uso que de la teoría hace nuestro autor. En lo que se refiere al primer apartado –"a"–: Rawls no habla de libertades públicas sino de libertades «básicas». Entre las últimas se incluyen, además de cosas tales como el derecho al voto o las libertades políticas clásicas, la libertad de conciencia y el derecho a la propiedad privada. Con respecto a "b", conviene la siguiente precisión: Rawls habla de igualdad en la oportunidad de acceso, en condiciones que no reduzcan esta igualdad de oportunidades a algo puramente formal. En cuanto al punto "c", lo mejor es representárselo en términos paretianos: una redistribución que aumente la desigualdad será admisible si, y sólo si, de resultas de ella también salen mejorados los que reciben las rentas más bajas..

Pues bien, el SUG se justificaría porque podría satisfacer el principio c) sin perjudicar el principio a), ni el b), mejorando, además, el bien fundamental de la «autoestima».

Pero aún puede haber, según Raventós, otras dos justificaciones para el SUG: 1) en lo que se denomina «marxismo analítico», al cual, uno de los inventores del SUG, Van Parijs, es, parece, adepto; y finalmente, 2) en la doctrina que denomina «republicanismo».

En cuanto al primero, algún elemento puede tener contenido (por ejemplo, la no aceptación de ninguna contraposición entre «ciencia burguesa» y «ciencia proletaria», o «ciencia crítica» y «ciencia positiva»); pero otros, no tanto, como cuando se nos explica que el «marxismo analítico» tiene «en gran estima» la «claridad de los conceptos»D. Raventós, ob. cit., pág. 36. , o que es «cuidadoso» con los pasos utilizados para construir teorías, o que hay que entender las decisiones individuales si se pretende entender los movimientos colectivos.

Pero, en fin, «marxismo analítico» aparte, lo que Raventós encuentra, interpretando al fundador, Van Parijs, es que «el SUG queda justificado a partir de la concepción de la sociedad justa, con libertad real para todos, «al nivel más elevado que sea sostenible»Idem, pág. 37. , siempre que sean respetadas seguridad y propiedad de sí», además de alguna otra condición menos importante. Suponemos que todo esto es un modo de decir que el SUG daría más libertad de acción y de elección a algunas o a muchas personas y que esto sería bueno si se consigue sin afectar a la seguridad de los demás, a sus derechos, y a su «propiedad de sí».

Finalmente, otra justificación ética del SUG estaría en la doctrina que se denomina «republicanismo». Según Raventós, hay republicanismos liberales, conservadores y socialistas. Dedica algunas páginas a intentar definir qué cosa es el «republicanismo» y lo que dice resulta, de un lado, algo inquietante, y, de otro, más bien trivial. Según Raventós, «el republicanismo no tiene una idea predeterminada del bien, pues su compromiso está en la formación autónoma de la idea del bien y con la consiguiente realización de esta idea»Idem, pág. 44. . Si entendemos, esta característica resulta preocupante, porque la mera autonomía en la formación de una idea del bien no asegura, evidentemente, su conformidad con ningún principio de justicia o de humanidad.

Las demás características del «republicanismo» vienen –parece obvio– directamente de la Revolución francesa, del momento en que los jacobinos, con Robespierre al frente, desencadenaron el primer terror político a gran escala de la historia europea moderna (por cierto, la cita de Robespierre sobre el «derecho a existir» que encabeza el capítulo primero no deja de ser un sarcasmo, dadas la personalidad y las obras del sujeto).

Pero, dejando aparte, lo tópico y superficial de la caracterización del «republicanismo» («responsabilidad», «libertad para autorrealizarse y decidir correctamente», «ser ciudadano republicano», es decir, sentir la pertenencia a una comunidad política como «religión civil» y asumir las «virtudes cívicas»), éste justificaría el SUG a partir de una reflexión, más bien, una constatación que pocos rechazarían: la propiedad (la riqueza) da independencia, autoestima, capacidad de elección y otra larga serie de ventajas; el SUG significaría un paso, aunque fuese muy pequeño, en las condiciones actuales, al ideal clásico del terrateniente romano, independiente, dueño de sí y buen ciudadano. «El dinero no da la felicidad, pero quita los nervios», como dijo Lola Flores en ocurrencia antológica.

La caracterización por Raventós tanto del «marxismo analítico» como del «republicanismo» produce cierta perplejidad. Si es correcta, la verdad es que ni el «marxismo analítico» ni el «republicanismo» parecen cosas muy serias; en algunos momentos, lo que se dice, francamente, dicho sea sin el menor ánimo de ofender, invita a la risa. Y resulta extraña la importancia que da nuestro autor a esas doctrinas. De forma que para Raventós, el Salario Universal Garantizado se justifica, simultáneamente, por cuatro teorías de la Justicia: el «propietarismo libertario» de Nozick, la teoría liberal de Rawls, y las doctrinas llamadas «marxismo analítico» y «republicanismo». Una cuestión que parece importante, entonces, y que Raventós no se plantea es si estas cuatro justificaciones son o no compatibles entre sí. Pensamos que pocos aceptarán esa compatibilidad, por lo que todo el ejercicio queda seriamente comprometido.

EL COSTE DEL SUG Y CÓMO FINANCIARLO

Terminada la exposición de las justificaciones éticas y políticas, Raventós se ocupa brevemente de los problemas de la financiación del SUG. Hay que decir que no pretende un verdadero examen del problema; sólo apuntar algunas cuestiones de definición y algunas cifras.

Dado que el SUG sería un subsidio incondicional, es decir, no sometido a ninguna otra comprobación más que la relativa a la existencia del ciudadano con derecho a percibirlo, significa que podrían ahorrarse los costes burocráticos de los subsidios que ahora existen, sometidos a comprobación; la administración del SUG podría ser más barata que la administración del conjunto de subsidios condicionados a los que sustituiría.

El cálculo de lo que costaría implantar el SUG –en España y en cualquier otro país– es, en principio, sencillísimo: multiplicar la población total por el importe que se estime tiene que alcanzar el SUG para cumplir sus objetivos. Si, por ejemplo, estimamos que el SUG español debe ser, en pesetas del año 2000, de 50.000 pesetas mensuales, eso significaría 600.000 pesetas anuales por habitante y unos 24 billones de pesetas de coste total anual. Se trata, obviamente, de un importe elevadísimo (un 25% del PIB); su financiación no sería fácil. Evidentemente, si no se distribuye a toda la población, sino sólo a una parte de ella (por ejemplo, sólo a los mayores de edad legal, o a los mayores de una cierta edad) o si se distribuye a toda la población pero de forma desigual (por ejemplo, menos a los niños) el coste total disminuiría.

Las posibles fuentes de financiación que menciona RaventósIdem, pág. 114. se resumen en: 1) una redistribución del gasto público (aplicar al SUG la financiación que ahora se dedica a los subsidios condicionados, es decir, a las diversas políticas de promoción de la ocupación y de protección social); 2) un incremento en los ingresos tributarios de carácter directo (un incremento en los impuestos sobre los rendimientos del capital); 3) el «combate contra el fraude fiscal» y, finalmente, 4) la «absorción de financiación» de otros programas básicos estatales, como es la defensa, la seguridad y las «transferencias a entidades religiosas». Esto se completa con el recordatorio de que, a nivel internacional, sería posible encontrar nuevas fuentes de financiación, como, por ejemplo, la tasa propuesta por James Tobin hace ya cuarenta años, un impuesto que gravaría las operaciones en los mercados de divisas, pero que, obviamente, en las actuales condiciones de libertad de movimiento de capitales, no podría implantarse por un solo país.

Una estimación rápida de lo que en el caso español podrían aportar las cuatro vías mencionadas por Raventós, sería la siguiente:

1) En el Presupuesto del año 2000, el gasto en subsidio de desempleo más otros subsidios sociales y pensiones no contributivas y asistenciales de toda clase (que es el primer concepto al que se refiere Raventós) alcanza los 3,1 billones de pesetas.
2) La lucha contra el fraude, en el mejor de los supuestos, no podría proporcionar más allá de un 2 ó 3% el PIB, y ésta es una estimación muy arriesgada. El fraude es un fenómeno muy difícil de estudiar, y aún más difícil es prever cómo reaccionaría el conjunto del sistema económico a una actuación fiscal capaz de eliminarloJ. M. González Páramo, Política Fiscal, Competitividad y Convergencia: el Caso de España. Univ. Complutense de Madrid, Instituto de Estudios Fiscales..
3) Supongamos que la nueva fiscalidad sobre los rendimientos de capital proporciona otro 2% adicional del PIB, olvidándonos de las dificultades y de las distorsiones a que este incremento de la fiscalidad directa sobre las rentas de capital podría dar lugar.

Pues bien, con estos supuestos, que, insistimos, son muy arriesgados, tendríamos en torno a siete billones de pesetas, es decir, menos de la tercera parte de lo que necesitaríamos. Pero, supongamos que en el fervor del SUG el Estado decide reajustar gastos en seguridad ciudadana y defensa, y aplicar la mitad de los mismos al SUG. Eso añadiría unos 0,8 billones de pesetas a nuestras fuentes de financiación. Supongamos, además, que el SUG no cuesta nada a la Administración, de forma que se ahorran los 0,2 billones del actual coste administrativo de la Seguridad Social: aún nos faltaría bastante más de la mitad de lo que necesitamosPodría, quizás, argumentarse, que también debería incluirse entre las fuentes de financiación del SUG al menos una parte de las pensiones contributivas en los sistemas de reparto, quizás, el importe correspondiente a las pensiones mínimas. En nuestro cálculo no las hemos tenido en cuenta. .

Pero, además, hay que tener en cuenta que el establecimiento del SUG no eximiría a las Administraciones públicas de seguir asumiendo el coste de la educación y de la sanidad, dos de los más importantes capítulos del gasto público, lo que, incluso sin entrar en cálculos, da una idea de lo que significaría el establecimiento del SUG desde el punto de vista de la política fiscal.

El SUG, tal como se define por sus defensores y con las condiciones que éstos imponen, no es financiable, ni en España, ni en ningún otro país de la Unión Europea si no se recurre a expedientes políticamente inviables o muy difíciles –al menos, en la Europa de nuestros días– y muy arriesgados en sentido económico, como una elevación brutal de los tipos impositivos sobre la renta, o una elevación, también muy fuerte, de los impuestos sobre los consumos energéticos (esta es la propuesta del padre fundador, Van Parijs)Luis Ayala Cañón, Las rentas mínimas en lareestructuración de los Estados del Bienestar,Consejo Económico Social, Madrid, 2000, págs. 80-81..

Raventós cree que no es posible saber si el SUG es, o no, financiable, porque su puesta en aplicación modificaría de tal modo las condiciones económicas, la actividad y la recaudación tributaria que, quizás, se hiciese viable lo que antes parecía imposible. Considera que el SUG sería un enorme revulsivo económico, en el sentido de estimular la actividad y la creación de riqueza. Pero, ni la experiencia, ni el análisis económico nos permiten esperar realmente que el SUG actuaría como revulsivo económico, más bien lo contrario, dados sus efectos probables sobre el ahorro y la inversión.
 

DUDAS Y PREGUNTAS

El último capítulo de El derecho a laexistencia está dedicado a resumir lo que Raventós considera «las mejores y más frecuentes críticas al SUG». La verdad es que las críticas que se recogen son tan débiles que no resulta sorprendente el éxito de nuestro autor al rebatirlasComo críticas a la fundamentación moral del SUG, Raventós recoge la posibilidad de que el SUG incentive la pereza y el parasitismo; que no termine con la discriminación sexual en el trabajo; que viola el principio de que «quien no quiera trabajar, que no coma»; que algunos beneficiarios del SUG «no sabrán emplear su tiempo libre»; que no puede hacer imposible cubrir puestos de trabajo desagradables con personal de los países ricos y que esto condene a los pobres del Tercer Mundo a tales trabajos; que el SUG «dualice» la población laboral, es decir, que se acentúe la división de la población activa entre aquellos que realizan un trabajo satisfactorio y estable o permanente y aquellos que tienen un trabajo precario y temporal; que el SUG sólo es concebible en países ricos; y que destruiría las virtudes cívicas generadas por el trabajo asalariado. Tiene razón, probablemente, Raventós cuando sostiene que ninguna de estas críticas parece realmente decisiva. . Las dudas que han planteado los críticos o los escépticos se refieren al posible impacto del SUG sobre la eficiencia económica y sobre el bienestar a largo plazo, y a las consecuencias éticas y políticas de su implantación.

En cuanto a los aspectos económicos, existen dudas razonables tanto respecto a las consecuencias de las medidas fiscales a adoptar para poder financiar el SUG, como sobre las consecuencias del mismo SUG, una vez establecido. Ni siquiera el más optimista de los cálculos nos indica otra cosa que la siguiente: ninguna aproximación a un subsidio universal incondicional es posible sin un incremento notabilísimo en los tipos de los impuestos directos, bien sea en el Impuesto de la Renta, en el que grava las Rentas de Capital, o en el Impuesto de Sociedades; y es muy razonable albergar serias dudas sobre el impacto de este incremento más o menos brutal de la presión fiscal sobre la eficiencia económica, la capacidad productiva y la tasa de crecimiento económico a largo plazo. Y, en segundo lugar, hay también dudas muy razonables acerca de cuál sería el impacto del SUG sobre el mercado de trabajo y los incentivos laborales.

Sus defensores señalan algunas hipotéticas ventajas del SUG. Se afirma que contribuiría a atenuar los efectos de la denominada «trampa de la pobreza», una situación bien conocida en los modernos Estados del bienestar, en la que algunos perceptores de prestaciones condicionadas prefieren no trabajar, o trabajar en condiciones precarias o clandestinas, antes que perder el derecho a esas prestaciones. También se señala que el SUG podría permitir un funcionamiento menor regulado (debe entenderse: menos protector del trabajador); que tendría efectos positivos sobre el autoempleo; y que podría mejorar la situación de muchas mujeres que trabajan sólo en el hogarLuis Ayala Cañón, ob. cit., págs. 78-79. . Pero estos efectos beneficiosos son muy dudosos. Por ejemplo, no está nada clara la relación entre SUG y regulación laboral; y es probable que el SUG disminuyera la oferta de trabajo de las mujeres que, en ausencia del SUG, intentan salir del hogar.
 

CONCLUSIONES

La idea de un salario universal incondicional tiene una larga genealogía. Ha habido, desde los años treinta, diferentes propuestas, combinando las dos ideas: rentas mínimas e incondicionalidadLuis Ayala Cañón, ob. cit., págs 35-77. . Posiblemente, la propuesta de Van Parijs de 1986 es más radical en cuanto a incondicionalidad y universalidad que las anteriores, y su justificación, menos económica –menos ligada a la gestión del ciclo económico– y de más acusada intención política. En los años sesenta, Milton Friedman lanzó su propuesta de un Impuesto Negativo sobre la Renta, un impuesto que podría sustituir a la mayoría de los dispositivos de protección social y a las deducciones en el impuesto sobre la renta, cuya gestión se realizaría junto con la del impuesto. La idea básica de Friedman era la fijación de un nivel de renta que determinaría si el contribuyente pagaba impuestos o recibía subsidios, incorporando la característica de universalidad –todos los contribuyentes, sin excepción– y manteniendo el principio de la imposición sobre el resto de las rentas. El SUG comparte algunas características con el impuesto negativo de Friedman y también puede entenderse como una variante de lo que en inglés se denomina flat-tax, un impuesto sobre la renta, con un único tipo impositivo para todos los tramos de renta, sin deducciones de ninguna clase. El SUG o renta básica cumpliría la función de un crédito fiscal recuperable –igual para todos– en esa clase de impuesto.

Varias de las ideas que alientan detrás de la propuesta del SUG pueden ser atractivas y pueden obtener el apoyo de un amplio espectro político, como ya señaló A. B. Atckinson en 1989A. B. Atckinson, Basic Income Schemes andthe Lessons from Public Economic, Economic and Social Research Program, London School of Economics and Political Sciencies, núm. TIDI/136/octubre, 1989. . Por ejemplo, la simplificación de la maraña de subsidios condicionados que han ido naciendo durante los últimos decenios en el moderno Estado del bienestar; la simplificación del propio Impuesto sobre la Renta; establecer un «enlace» entre ser ciudadano de un país –votante en las elecciones– y tener un derecho «ciudadano» a recibir una parte de su «producto colectivo». Todas estas son ideas que suscitan adhesión fácilmente. Pero ya Atckinson en 1989 avisaba de los problemas de esta «coalición de arco iris»: «Se plantea la cuestión de si una reforma única puede satisfacer objetivos diferentes de diferentes partidos. ¿No verían los conservadores la menor dependencia del mercado de trabajo como una mayor dependencia del Estado? ¿No se opondría la izquierda a una liberación del mercado que incrementara la desigualdad antes de impuestos, algo que verían bien los conservadores? ¿No habría desacuerdos acerca de aspectos básicos, como, por ejemplo, el tipo impositivo [en el Impuesto sobre la Renta]?»A. B. Atckinson, art. cit..

La idea del subsidio universal incondicional se lanzó antes del hundimiento del sistema soviético y de los regímenes comunistas en Europa oriental, pero en los últimos años ha recibido nuevo impulso y más apoyos. ¿Tenemos que ver esta propuesta solamente en el marco de la reformulación de los Estados del bienestar de los países avanzados, o sería más adecuado verla en un marco más amplio, el del pensamiento antiliberal o antimercado, que parece estar renaciendo después del batacazo de los años noventa?

Porque la propuesta del SUG, como sus mismos defensores proclaman, va más allá, tiene pretensiones políticas y éticas más ambiciosas que las de, meramente, recomponer o reconstruir los mecanismos del Estado del bienestar. En su esqueleto, el SUG tendría dos piezas: un sistema fiscal confiscatorio y un mecanismo de reparto de los fondos que ese sistema fiscal pudiera obtener. Aceptada la idea de que el SUG es un derecho de los ciudadanos, «el salario de toda la ciudadanía», según lo denomina Raventós, sería muy difícil, por no decir imposible, asegurar su mantenimiento en niveles financiables sin un enorme esfuerzo fiscal. Es decir, el SUG nacería, supuestamente, sólo para eliminar las situaciones de pobreza, pero no hay que tener mucha imaginación para prever hacia dónde podría encaminarse este esquema en el fragor de la lucha entre los partidos en el mercado político.

Como se ha señalado recientemente«Anti-liberalism, old and new». The Economist, 21 de ocubre de 2000., el nuevo pensamiento antiliberal ya no reclama la desaparición del capitalismo, sino su corrección, su moderación. Una de sus manifestaciones más aparatosas es el movimiento antiglobalización, que es, por supuesto, en gran medida, un movimiento antimercado y colectivista, aunque algo disfrazado. El Subsidio Universal Garantizado tiene, aparentemente, poco que ver con las protestas de Seattle, Washington o Praga, y, sin embargo, debe ser parte de lo mismo, otra rama del mismo árbol. El SUG es, desde luego, una solución colectivista, donde las haya, a los problemas de pobreza y desigualdad; teniendo en cuenta el tipo de sistema fiscal que exigiría, podemos dudar de cuál sería el papel del mercado en un sistema económico que lo incluyera en su «Constitución económica».

En el combate político y moral por conseguir una sociedad justa y libre –un combate que empieza de nuevo cada día– no creo que el SUG pueda desempeñar un papel positivo. El riesgo de que represente un papel perverso, completamente contrario a las intenciones de sus defensores, no es nada despreciableAgradezco, muy sinceramente, a José Manuel González Páramo sus comentarios y sugerencias sobre este trabajo..

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Ficha técnica

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