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Sobre la verdad judicial (II)

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Habíamos recurrido, con objeto de reflexionar sobre la verdad judicial, a una de las obras de Leonardo Sciascia. Y en particular a 1912+1, ejercicio de arqueología procesal que desentierra el juicio que, en Italia y en vísperas de la Gran Guerra, dirime la culpabilidad de la condesa Oggioni tras haber disparado ésta a un bersagliere que tenía por amante. Ahora que la verdad judicial ha pasado al primer plano de la vida política española con motivo del juicio a los líderes del separatismo catalán, conviene ocuparse de ella en lugar de darla por supuesta.

En la entrada anterior se ofreció un planteamiento que subrayaba cómo en cualquier proceso nos encontramos con distintas versiones de los hechos juzgados. Estos hechos han de ser esclarecidos antes de ser calificados jurídicamente, operación esta última que plantea un asunto también interesantísimo y del que no vamos a ocuparnos aquí: el ajuste entre la norma general y el caso particular. Esas versiones contendientes, presentadas ante un tribunal o un jurado con objeto de influir sobre la verdad judicial que pondrá fin al proceso, no pueden confundirse con los hechos en bruto. Se trata un destilado factual que puede estar contaminado por inexactitudes o errores, debido a la natural debilidad de la memoria o a la saturación afectiva de la percepción. Sobre todo, la estrategia procesal de acusación y defensa conducirá a relatos factuales divergentes, aunque sea, como en este caso, en matices decisivos: no se discute que la condesa disparase, sino por qué llegó a disparar.

Situado en una posición de ventaja epistémica al tener acceso a todo el material probatorio, el tribunal será quien termine por construir una versión definitiva de lo sucedido. Por emplear una metáfora de Henry James, el tribunal se sitúa en el piso más alto de la peculiar «casa de la narrativa» erigida en cada proceso. Escribía James en uno de sus prólogos a la edición de Nueva York de sus novelas:

La casa de la narrativa no tiene, en suma, una sola ventana, sino un millón […]; en cada una de ellas hay una figura con un par de ojos, o por lo menos con unos gemelos de campaña, que forman, una y otra vez, para la observación, un instrumento único, que asegura a la persona que los utiliza una impresión distinta de cualquier otra. Ella y sus vecinas están mirando el mismo espectáculo, pero una ve más donde la otra ve menos, una ve negro donde la otra ve blanco, una ve grande donde la otra ve pequeño, una ve burdo donde la otra ve fino.

En un proceso, no se «mira» únicamente: quien cuenta lo que vio o sabe debe ajustar su relato a la estrategia procesal que está persiguiendo. Sólo al tribunal le corresponde «recoger» los distintos fragmentos de realidad que el proceso ha dejado registrados para componer una versión definitiva de los hechos juzgados. Pero no hablamos de «relato» para dar la impresión de que las declaraciones del acusado o los testigos son un género literario o pueden equipararse a una novela, sino para reconocer lo que tienen de narración; narración construida a partir de unos hechos protagonizados o presenciados, total o parcialmente, por quienes los narran.

Hecho este planteamiento, es conveniente ilustrarlo con la fuerza del ejemplo: el que proporciona la entretenidísima trama de 1912+1. En este caso, claro está, hay que añadir otra instancia narrativa: el propio Sciascia. También éste persigue un objetivo cuando escribe un libro que rescata el caso Oggioni, como es ofrecerlo como una pequeña historia representativa de la gran historia: un microcosmos donde podemos encontrar los rasgos de un país y una época. Sciascia sitúa el caso Oggioni en el término medio entre la gran historia de la Italia de 1913 y la unamuniana intrahistoria de la gente común, entendida como un retablo de costumbres por el que transitan personas de todos los estratos sociales y donde se ponen sobre la mesa asuntos tan importantes como la justicia, la familia o el crimen. En fin, el caso Oggioni sacude efímeramente a la Italia de su tiempo y sintetiza, al decir de Sciascia, un momento histórico que es punto de encuentro de tendencias contrapuestas (el conservador pacto Gentiloni y la defensa socialista del divorcio) y reflejo de un tiempo llamado a desaparecer por efecto de las convulsiones bélicas: el advenimiento de los fascismos y el impacto de los ismos en la cultura. Dependemos de Sciascia: él narra del caso Oggioni para sus lectores, que no van a dejar lo que están haciendo para evaluar los materiales originales. Su crónica trata de persuadirnos del valor paradigmático atribuido al juicio, dándose la circunstancia de que la sola elección del caso es ya parte del relato, la acción que lo pone en marcha. A partir de aquí, Sciascia ejerce de cronista sin por ello presentarse como una instancia desinteresada o mecánica, ni siquiera cuando deja la palabra a las demás voces del proceso y se retira discretamente, a la manera del director de orquesta que por un momento dejar el protagonismo al instrumento solista sin por ello perder el control de la interpretación.

Al fin y al cabo, Sciascia nos presenta una obra que ha requerido un considerable trabajo de documentación y selección. Tres son las fuentes de que se vale el escritor siciliano para «componer» el caso Oggioni. A saber: el cronista judicial que presentaba a la luz pública el desarrollo del proceso; el conjunto de testigos, hasta ciento cuarenta, que de un modo u otro han tenido que ver con el caso y exponen su versión de los hechos ante el tribunal; así como, finalmente, las intervenciones de los principales actores del proceso: la acusada, el defensor, el fiscal. Dentro de esta comedia humana, el apego a la verdad por la verdad diferirá en cada caso. Tendrá «apego a la verdad por la verdad» quien desee que lo sucedido conste de la manera más fiel posible en el relato judicial de los hechos. Su opuesto será la subordinación de los hechos a un propósito instrumental: ya sean el prestigio personal del cronista judicial, la difamación de otros implicados o la concordancia del veredicto con los valores sociales dominantes, todo ello en detrimento de la autonomía de unos hechos puestos en relación con el ordenamiento jurídico vigente. La instrumentalización de la verdad factual no tiene, por lo demás, las mismas consecuencias en cada caso: el cronista puede tergiversar lo que ve sin consecuencia alguna; los testigos deben decir la verdad, pero su implicación en el proceso es a veces tan secundaria u oblicua que su testimonio carecerá de efectos significativos; la mentira o el falseamiento, en cambio, comportan riesgos de mayor calado si incurren en ellas la acusación o los testigos de cargo. Sucede que nada nos impide encontrar un apego irrenunciable por la verdad en un testigo incidental y el más completo desapego ?o la mayor intencionalidad desviacionista? en un miembro del jurado. De hecho, Sciascia sugerirá que el veredicto del jurado tiene más que ver con el contexto cultural que con los hechos presentados en el curso del proceso: el pacto Gentiloni, la naturaleza inmarcesible de la institución familiar o la perpetuación de una división en clases con sus correspondientes privilegios habrían pesado más que los indicios derivados de los testimonios y las pruebas periciales. Eso, al menos, insinúa Sciascia.

De las demás voces del caso Oggioni, la que tiene mayor conciencia narrativa es, sin duda, la del cronista judicial. Su despliegue periodístico se produce en un registro distinto a los demás, pues él no es parte del proceso. Es testigo y traductor: traspone al lenguaje de la cotidianidad aquello que sucede en la sala, una labor en absoluto inocente ?y monopolio inconcebible en nuestros días? que le otorga un considerable poder, al tiempo que es testigo privilegiado de aquellos aspectos no verbales del proceso que influyen sobre su desarrollo. El cronista reformula así los elementos de que dispone con objeto de presentarlos a sus lectores de manera atractiva e inteligible. Por eso Sciascia le otorga tanta relevancia: el cronista narra el proceso desde el punto de vista del imaginario social de su época, un imaginario a cuya conformación él mismo contribuye en el marco de una relación de reciprocidad. ¿Qué hace el cronista sino contemplar el proceso en relación con lo que Italia piensa y ofrecérselo a esa misma Italia de forma comprensible, esto es, en su mismo lenguaje? Pero es que, ante nosotros, lectores contemporáneos, el cronista cumple tardíamente una función similar: nos explica sin buscarlo la Italia de 1913, que nosotros no podemos «recibir» como un lector de 1913. Nosotros leemos al cronista en las páginas de Sciascia y sabemos ?o deberíamos saber? lo que éste busca al hacerlo comparecer. El autor italiano viene a ser, así, un cronista de doble fondo: se yuxtapone al cronista de 1913 incidiendo en la crónica del caso Oggioni y, al hacerlo, formula un comentario sobre la Italia de finales de los años ochenta en la que escribe.

¿Y qué hay de los testigos? Su interés es, a los efectos que aquí nos interesan, doble. De un lado se encuentra su relación con el imaginario social sobre el que Sciascia tanto insiste, que encarnan de manera gráfica mediante su adscripción a una de las dos tribus morales en conflicto: unos en defensa de la honestidad de la condesa, otros poniendo el acento en su relación amorosa con el bersagliere y, por tanto, en su criminal perfidia. De otro, los testigos sirven a Sciascia para concretar una de las ideas centrales del libro, a saber, el carácter escurridizo de la verdad. O, si se quiere, la medida en la cual la «verdad» expresada ante el jurado depende de la posición e identidad de quien la formula. En ese sentido, los testigos que desfilan en el caso Oggioni pueden dividirse en dos grandes grupos en función del tipo de testimonio que prestan ante tribunal y jurado: quienes se manifiestan acerca de lo que pudo suceder ?pues no hubo testigos presenciales? a partir de un juicio moral sobre la culpabilidad o inocencia de la acusada, de tal manera que reinterpretarán la entera relación entre la condesa y el bersagliere a partir de la impresión causada por su desenlace; y aquellos que, más cercanos al escenario del crimen, se ciñen más a aquellos hechos que pudieran adquirir carácter indiciario: principalmente, las relaciones de la condesa con su amante y con su marido. Puede así advertirse que la elección del caso Oggioni por parte de Sciascia no es caprichosa: nuestro autor ilustra con él la tesis según la cual la tensión moral existente en aquella Italia condicionó los testimonios, primero, y el veredicto, después. No era lo mismo, a estos efectos, alinearse con el Pacto Gentiloni o manifestar el deseo de que se castigase a la privilegiada condesa: la percepción de los hechos tiene lugar bajo los efectos de un filtro moral preexistente, que se reproduce después en el testimonio judicial.

Naturalmente, no todos los testigos dan una visión total del suceso. Antes al contrario, las aportaciones son en su mayoría parciales, conformándose así un conjunto de matices, facetas y perspectivas que, lejos de aumentar la certidumbre, alejan la posibilidad de alcanzarla y remiten, por tanto, a una decisión del jurado en la que el peso de los indicios y criterios extrafactuales resultarían determinantes. Hablamos de ciento cuarenta testigos, cuyos testimonios y valoraciones confluyen por los caminos más insospechados en la sede del tribunal: todas son versiones particulares, interesadas o no, de unos hechos admitidos por la acusada. El conflicto entre versiones alcanza en este proceso una especie de apoteosis, si bien en última instancia son discernibles dos grandes relatos: uno que desemboca en la legítima defensa y otro que conduce al asesinato premeditado. Todos los testimonios aspiran, aunque sea implícitamente, a influir sobre la versión final de los hechos. Y ese desfile testifical proporciona un sinfín de detalles que ensanchan paulatinamente el perímetro de los hechos sometidos a juicio, produciendo un efecto similar a la ampliación del foco sobre la realidad que quiere fotografiarse. Sciascia se regocija en esta maraña de posibilidades factuales, por razones evidentes.

Por un lado, demuestran la importancia que puede tener en el proceso un contexto cultural del que también emana el Derecho vigente. Son muchos quienes quieren hacer de la resolución del caso Oggioni un triunfo, una demostración de la superioridad de sus planteamientos morales: la unidad familiar, la reputación del ejército, la superioridad de unas clases sobre otras; o bien sus contrarios. Fue tal la expectación creada por el caso que puede incluso hablarse de un movimiento de los testigos hacia su testimonio: concurre en ellos una voluntad de hablar, de tomar parte en la pugna que se desarrolla en la polarizada sociedad italiana. Los testigos comparecen ante un jurado que, como demuestra la votación final, está formado por personas como ellos y, como ellos, vacila en su intento de encontrar la verdad (judicial) más fiel a la verdad (factual).

Por otro lado, la búsqueda procedimental de la verdad es en sí misma creadora de suspense. Más aún, los elementos que integran el procedimiento están ordenados de manera propicia para la producción de intriga. Sciascia contribuye a ello con su narración, pero el proceso entendido como indagación produce por sí solo un anhelo de verdad que sólo se verá satisfecho con la sentencia que pone fin a la búsqueda. Se produce aquí, incluso, una dramatización del alumbramiento de la verdad: la presentación de los alegatos, la celebración de la vista cerrada sobre el aborto, la participación del perito en ojos de cerradura o del experto en Casanova son auténticos trucos narrativos, elementos que enriquecen y, a la vez, retrasan el desenlace.

Huelga decir que la verdad judicial ha sido identificada por medio de un procedimiento garantista en el que se han agotado las posibilidades probatorias y testimoniales: no es cualquier tipo de verdad. Sin embargo, el espectador que aguarda el veredicto podrá sentirse decepcionado cuando se percate de que la verdad judicial no es la verdad con mayúsculas, sino tan solo una verdad posible. No tiene delante la cosa-en-sí, sino aquello que de esa cosa podemos alcanzar humanamente. Su decepción expresa también la melancolía que genera cualquier desenlace. ¿Acaso existe algún misterio cuya resolución no tenga algo de decepcionante? La razón es elemental: la potencia del enigma es, por definición, superior a la de sus soluciones. Y si ningún desenlace hace justicia a las posibilidades abiertas por el nudo que lo precede, ¿por qué la verdad judicial habría de ser diferente?

Aún quedan asuntos pendientes: la naturaleza del veredicto, el papel del jurado, la diferencia entre la verdad judicial y la verdad histórica. Continuará.

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