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Sabotaje

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El coche apareció en las afueras de Algar de las Peñas mientras caía la tarde. Era un Mercedes de color negro que evocaba los coches oficiales, con ese despliegue de lujo que manifiesta la insolencia del poder. Se bajaron de él un hombre corpulento, de unos cincuenta años, y una mujer algo más joven, con un chaquetón granate y unos zapatos con tacón de aguja. Durante unos instantes, observaron un terreno situado al pie de la carretera, unos dos mil metros de tierra baldía con dos almendros que habían brotado espontáneamente, con esa obstinación de la vida por invadir lo despoblado e infructuoso.

-Tendremos que arrancar los árboles –dijo la mujer, mientras buscaba el pintalabios en un bolso de mano con la imagen de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes.
-Eso no es problema –respondió el hombre, aclarándose una voz cavernosa con un obsceno carraspeo.

La mujer parecía sudamericana. De piel morena, pelo negrísimo y rasgos aindiados, se llamaba Gabriela y el sobrepeso lastraba sus movimientos. Unas medias negras no lograban disimular unas rodillas robustas y huesudas, casi dos rocas a punto de traspasar la piel con sus aristas. La falda corta dejaba a la vista unos muslos que delataban una dieta plagada de excesos o una constitución propensa a engordar. Sin embargo, el busto solo dibujaba una leve ondulación, creando cierta sensación de asimetría. El hombre se llamaba Luis y tenía un pelo rebelde y tupido, con tendencia a erizarse, y una papada de sapo que producía la impresión de que la cabeza y el tronco se unían como dos pegotes ajenos a cualquier forma de transición. Una tripa descomunal sepultaba la cintura bajo un monstruoso flotador de grasa. Con los párpados caídos y somnolientos, su rostro era inequívocamente español: cejas espesas, ojos marrones, mejillas ásperas. Luis se subió los pantalones, que parecían empeñados en deslizarse hacia el suelo, formando pliegues en los tobillos, y se encendió un cigarrillo, ahuecando la mano para proteger la llama del viento que soplaba. Llevaba una cazadora guateada de color verde y una corbata amarilla de lazo grueso, que le apretaba más allá de lo razonable, como podía apreciarse por sus gestos de incomodidad. No cesaba de introducir sus dedos en el cuello de la camisa, intentando aliviar la presión.

-Es un buen lugar para hacer negocio –dijo, expulsando el humo con brusquedad-. Los paletos suelen ser buenos clientes.
-Por aquí también pasan turistas –apuntó Gabriela, colocándose bien el sujetador, que se había desplazado ligeramente.
-Esos no son tan buenos clientes. En cambio, los representantes y los comerciales a veces se desvían de su ruta para darse una alegría. Entre semana, este es un sitio discreto.
Se abrió una de las puertas traseras del Mercedes y asomó una chica joven, casi una adolescente, con aspecto de chica del Este. Quizás una ucraniana, pues tenía el pelo rubio y los ojos muy azules. Su cuerpo casi era infantil: menuda, caderas estrechas, pecho plano, manos blancas y diminutas.
-Necesitó un baño –dijo en voz baja, empleando un inglés fluido, pero cargado de inseguridad.
-Estamos en el campo –contestó Luis con un inglés torpe y casi ininteligible-. Alíviate donde puedas.
-Me da vergüenza.
-No seas tonta –dijo Gabriela en un tono displicente, empleando un inglés perfecto-. No te verá nadie. Busca un arbusto para que te tape.

Luis sonrió. Aquella chica estaría haciendo todo tipo de guarrerías dentro de poco tiempo y se avergonzaba de hacer pis en el campo. ¿Es que no sabía que diez hombres al día, quizás más, husmearían todos los rincones de su piel, realizando sus fantasías más inconfesables? Según le dijo su novio, un tal Javi con el que llegó a un acuerdo ventajoso, había cumplido dieciocho. «Por mí haga con ella lo que quiera», comentó Javi, «pero no se le ocurra tomarme por idiota y afloje la cartera. Sé que sacará mucho dinero con Anna. Aparenta quince años. Se la quitarán de las manos». Javi había conocido a Anna por medio de las redes sociales y le había pagado el viaje a España. No era la primera vez que lo hacía. Ya había engatusado a otras adolescentes extranjeras para luego introducirlas en el negocio de la prostitución, casi siempre con engaños o coacciones.

Anna se alejó unos metros, buscando un arbusto. Cuando al fin lo encontró, se ocultó como pudo y vació su vejiga, intentando no hacer ruido. Llevaba mucho tiempo aguantándose. Al terminar, suspiró y tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Había accedido a prostituirse. Javi no le había dejado otra opción. En España, no conocía a nadie y tenía problemas para comunicarse, pues muy poco gente hablaba inglés. ¿Qué podía hacer?
Se escuchó una voz desde el interior del coche, también en inglés:

-¿Podemos salir?
-Claro –contestó Luis-. Que os dé el aire. Aquí se respira aire puro.
Dos chicas muy jóvenes abandonaron el Mercedes. Una era africana: esbelta, con el pelo rizado, los labios sensuales y gruesos. La otra parecía marroquí: pelo negro y ondulado, ojos de color miel, piel terrosa.
-¿Vosotras también queréis hacer pis? –preguntó Gabriela, que seguía luchando con su sujetador.
-No –dijo la joven africana-. Solo queremos estirar las piernas.
-Dentro de unos meses –anunció Luis-, trabajaréis aquí.
-¿Aquí? –preguntó la marroquí-. Nos dijo que trabajaríamos en un local.
-Y no mentí, pero aún no ha comenzado a construirse. Voy a comprar este terreno y levantar un centro de ocio con todas las comodidades: jacuzzi, sauna, piscina, un bar bien surtido. Todo muy bonito y con mucha clase.

Luis tenía una larga experiencia como empresario. Era el dueño de tres locales de alterne y mantenía buenas relaciones con los concejales de muchos ayuntamientos, pues necesitaba que le concedieran las licencias necesarias. A cambio, podían consumir alcohol y disfrutar de sus chicas sin pagar nada. Quid pro quo. Así era la vida y no le parecía mal. Gabriela era su pareja. Había trabajado en uno de sus locales, pero enseguida se puso de manifiesto su talento para organizar y dirigir. Era una mujer con una mente práctica y operativa. Muy eficaz. Nada sentimental, muy dura y sin problemas de conciencia. Apenas descubrió esas cualidades, pensó que sería una buena socia y, tras un tiempo, comenzó una relación con ella. Por supuesto, no iban a casarse, pero le gustaba como compañera y en la cama era muy apasionada. Pensaba convertirla en la directora del nuevo club. Sabría administrarlo y no le temblaría el pulso cuando hubiera que tomar decisiones difíciles.

Anna pegó un grito. Luis echó a correr en su dirección, dispuesto a ayudarla. Se sentía responsable de su seguridad. Además, había invertido dinero en ella y aún no había rentabilizado su inversión. Anna corría hacia él, con las manos en las mejillas:

-¿Qué pasa? –inquirió el hombre-. ¿Un mirón?
-No. Un chucho.
Un perro negro con cara de lobo y una oreja caída corría detrás de ella, pero no parecía enfadado, sino con ganas de jugar. Su cola, esponjosa y con la punta blanca, giraba como las aspas de un molino.
Anna se situó detrás del hombre, que se agachó y cogió una piedra. De repente, se escuchó un silbido y el perro se detuvo. El silbido se repitió y el animal dio la vuelta, alejándose a la carrera.
-Menudo susto –dijo Anna, casi llorando.
-Eres boba –intervino Gabriela-. Tienes que espabilar. No se puede ir así por la vida. Asustarse por un cucho asqueroso.
-No te pongas así, Gabriela –dijo Luis-. Ya aprenderá.
-Tienen que aprender. Están muy verdes.

Al cuarto de hora, los cinco subieron al Mercedes y se marcharon. Mientras el coche enfilaba hacia Madrid, reapareció el perro. Con un ojo azul y otro castaño, parecía escapado de un cuento infantil, una de esas historias donde la inocencia y el terror conviven con naturalidad. El animal se sentó al borde la carretera y la noche cayó sobre Algar de las Peñas, sumiendo todo en un azul frío y oscuro, semejante al de una gruta submarina. La frescura apacible de la noche se extendió como un suave soplo y el cielo se encendió con infinidad de estrellas que parecían parpadear sobre un fondo de una negrura blanda y algodonosa.

Quince días más tarde, llegaron los obreros con sus camiones y excavadoras. Los materiales que trajeron evidenciaban que iban a construir algo grande, no un simple chalet o un bar de carretera. Las obras avanzaron muy deprisa. Por el aspecto exterior, el edificio recordaba a una discoteca, con sus letreros luminosos y su fachada con pretensiones de modernidad. El padre Bosco y el padre Juan se acercaron, movidos por la curiosidad. La construcción había despertado el interés de todo el pueblo, que no cesaba de especular sobre la actividad que iba a desarrollar la nueva edificación.

-¿Qué van a hacer aquí? –preguntó el padre Bosco, dirigiéndose a un obrero que apuraba un cigarrillo, con aparente indiferencia hacia las campañas antitabaco.
-Una discoteca –respondió el trabajador, de unos cincuenta años y con unos brazos rollizos y cubiertos de vello.
-No le mientas –intervino un obrero más joven, con un tatuaje en el cuello-. Esto será un puticlub. Tendrá más trabajo, páter. Sus ovejas pasarán por aquí y luego le pedirán la absolución.
El padre Bosco, que sostenía un paraguas, miró al cielo, saturado de nubes negras:
-Se acerca tormenta –dijo, acariciándose la barbilla con la empuñadura del paraguas, un modelo anticuado con la tela negra y una punta afilada.

El padre Juan asintió, pero no dijo nada. Su fe cada vez era más tibia. ¿Por qué Dios permitía esas miserias? Pensó que las prostitutas serían casi todas extranjeras, chicas muy jóvenes que huían de la pobreza y que servirían de entretenimiento a hombres que solo verían en ellas un momento de ocio, sin inquietarse porque muchas hubieran llegado hasta allí por una conjunción de causas desdichadas. ¿Quizás Dios no podía evitar estas cosas? Si era así, ¿qué podían esperar las víctimas? Un Dios omnipotente solo era un escarnio, pues carecía de poder para neutralizar el mal y reparar el sufrimiento de los inocentes.

Unas semanas más tarde, con las obras cada vez más avanzadas, Luis y Gabriela se acercaron al bar de Martín acompañados por las mismas tres jóvenes con las que habían visitado el solar poco antes de que se empezara a construir. Se sentaron en las mesas del exterior, aprovechando una mañana soleada de marzo. El cielo parecía una balsa con nenúfares blancos flotando en la superficie. Los pájaros que lo atravesaban se confundían con renacuajos, cínifes gigantes o peces de colores. Una quietud cristalina insinuaba que el cielo era realmente la morada de los dioses.
Martín se acercó a sus clientes, secándose las manos con un trapo:

-¿Qué va a ser, señores?
-Cinco cervezas –dijo Luis-. Bien fresquitas.
-¿Les parecen bien unos botellines de Mahou?
-Perfecto.
-¿Quieren algo de comer?
-¿Qué tiene?
-Chorizo, queso, salchichón.
-Ponga un poco de todo. Y algo de pan.

El padre Bosco, que ocupaba otra mesa con el padre Juan, observó al grupo con curiosidad. Las jóvenes eran casi niñas y las tres extranjeras: una chica eslava, otra africana y una del Magreb. Ninguna parecía muy contenta. La eslava no se atrevía a sostener la mirada. Las otras se mostraban desafiantes. El orgullo quizás era lo único que les quedaba. Estaba claro que todas eran prostitutas, tres seres infortunados abocados a sufrir toda clase de agravios. El padre Juan miraba a las jóvenes con una mezcla de rabia y compasión. El Evangelio prohibía la violencia, pero no le hubiera importado pegarle un buen puñetazo al proxeneta que las explotaba.
Luis reparó en la mirada de los sacerdotes y se levantó de la mesa, acercándose a ellos. Sin esperar a ser invitado, agarró una silla y se sentó a su lado:

-Buenas. ¿Les gustan mis chicas? Son guapas y muy limpias.
-Habla de ellas como si fueran ganado –dijo el padre Bosco, sin ocultar su malestar.
-No, por Dios. Yo cuido de ellas. Son mis empleadas. Dentro de poco, abriré un local de ocio en las afueras del pueblo. Están invitados a la primera copa.
-¿Y las chicas?
-¿Qué pasa con ellas?
-Ha dicho que son sus empleadas.
-Sí, claro. Trabajan como camareras.
-¿Solo como camareras?
-Bueno, hacen tratos con los clientes. En eso no me meto. Solos les alquilo habitaciones. Lo que hagan dentro es cosa suya.

Unos gritos interrumpieron la conversación. Gabriela forcejeaba con Anna, que gimoteaba, balbuciendo en inglés algo incomprensible. Luis se levantó de golpe y, extendiendo las manos, pidió calma. El padre Bosco se acercó, preguntando qué pasaba.

-Es muy joven –dijo Luis, forzando una sonrisa.
El inglés del sacerdote era rudimentario, pero comprendió que repetía una y otra vez «no quiero, no quiero».
-Dice que no quiere –comentó-. ¿A qué se refiere?
-Cualquiera entiende a las mujeres. Todas están un poco locas.
-No diga simplezas.
-¿Simplezas? ¿No fue Eva quien lió todo? ¿Ha olvidado lo que enseña su iglesia?

Gabriela agarró por el brazo a Eva y la obligó a levantarse. No quería un escándalo. No sería bueno para el negocio. Era mejor marcharse. Anna estaba histérica y no sería fácil calmarla. Se había puesto así cuando le explicó que no podía rechazar a ningún cliente, por viejo, sucio o feo que fuera, y que al menos tendría que atender a diario a diez hombres, haciendo todo lo que le pidieran. Todo el grupo se incorporó y se dirigió al Mercedes, aparcado delante de la parroquia.

-Oiga –chilló Martín, que llevaba en las manos dos platos con embutido y queso-. Que ya he preparado unas tapas y he abierto unos botellines. ¿Quién paga la cuenta?
De malos modos, Luis sacó un billete de cincuenta euros y lo dejó sobre la mesa.
-Quédese con el cambio.
El Mercedes se alejó del pueblo bajo la mirada de Martín y los sacerdotes, que se habían agrupado. Julián y su perro «Tolstói» se acercaron en silencio, casi como si hubieran espiado la escena desde un segundo plano.
-Buenos días, padre Bosco –dijo Julián-. ¿Todo bien?
-No –respondió el sacerdote-. ¿Ha visto lo que están construyendo a las afueras del pueblo?
-¿Quién no lo ha visto a estas alturas?
-¿Sabe lo que es?
-Me lo imagino.
-¿Le parece bien?
-¿Qué importa eso?
-¿No pensará que es un ejemplo de amor libre?
-Los anarquistas siempre hemos luchado contra la explotación de la mujer, pero yo ya estoy retirado.

Julián recordó su historia con Raquel, esa joven rumana a la que quiso acoger en casa, ofreciéndole casarse para que heredara sus bienes, pero sin que eso representara ninguna forma de intimidad. Los rumores del pueblo, que acusaban a la chica de querer aprovecharse de la situación y a Julián de ser un viejo depravado, frustraron la relación, provocando que Raquel se marchara. El padre Bosco pensaba que fue una mala decisión. Julián se acababa de quedar viudo y la soledad le pesaba mucho. Raquel era una buena chica y le habría cuidado. Aunque lo habría hecho de forma desinteresada, habría conseguido de ese modo un hogar y se habría librado de un posible destino de prostituta en un local como el que se construía a las afueras. Desde que desapareció, Julián había caído en el malhumor y la apatía.
A pocos kilómetros del pueblo, el Mercedes frenó en seco y Luis se bajó con gesto enfurruñado. Abrió la puerta de atrás y sacó a Anna de malos modos, apretando con fuerza uno de sus brazos.
-Suéltame –chilló la joven-. Me haces daño.

Luis la soltó, pero la agarró del cuello con las dos manos y la obligó a mirar hacia el campo. Una extensión vacía, sin árboles ni apenas arbustos, se extendía hasta el horizonte. Solo la sierra a lo lejos rompía la inhóspita desnudez del paisaje.

-¿Quieres quedarte aquí, zorra? –preguntó Luis, chillándole en la oreja-. Si no quieres trabajar, dímelo y te dejo en este desierto.
Anna pensó en Javi, al que había conocido en las redes sociales. Parecía muy amable y era muy guapo. Alto, musculoso –quizás se pinchaba algo, pero le parecía normal, muchos chicos lo hacían- y con unos tatuajes muy bonitos. Le dijo que era profesor de boxeo tailandés y que podría vivir con él, pero cuando se reunieron en Madrid, tras un par de semanas en las que apenas salieron de la cama, le dijo que no podía mantenerla, que tenía que trabajar. Le explicó que un amigo suyo era empresario y que podría colocarla en uno de sus locales. Ella entendió de inmediato qué le sugería y dijo que no. Javi se enfadó mucho y comenzó a pegarla. Durante los días siguientes, recibió una paliza tras otra, pero él siempre tenía cuidado de no romperle nada e intentaba no dejarle marcas. Le pegaba con una toalla húmeda y le metía la cabeza en una bolsa de plástico hasta que se desmayaba. Cada vez que perdía el conocimiento, experimentaba algo parecido a la muerte. Cuando lloraba y le suplicaba que dejara de maltratarla, le contestaba que había sido policía, que sabía muy bien lo que hacía y que la torturaría hasta que cambiara de opinión. Le había pagado el billete de avión desde Ucrania y ahora no estaba dispuesto a perder dinero. Anna pensó en volver con sus padres, pero eran gente sencilla y sin recursos. Vivían en un pueblo miserable y le habían dicho que si se marchaba a España, se olvidara de su familia. Sabían que todas las chicas que se iban al extranjero acababan trabajando de putas.

Suéltame –gimió Anna-. Tienes razón. Trabajo para ti. Además, no tengo adónde ir.
-Está bien –dijo Luis, retirando las manos del cuello-, pero no pongas a prueba mi paciencia.
Pocos días antes de que se inaugurara el burdel, el padre Bosco habló con Yolanda, la guardia civil que patrullaba por el pueblo con Juan Antonio, un agente que miraba con poca simpatía al clero. A pesar de vivir casada con una chica, Yolanda conservaba su fe católica y apreciaba al padre Bosco, al que consideraba un hombre valiente e íntegro.
-¿No puedes hacer nada? –preguntó el cura-. Estoy seguro de que las chicas que van a trabajar aquí no lo hacen por propia voluntad. Creo que la mayoría son extranjeras. Un parecía muy asustada y aparentaba menos de dieciocho años.
-He comprobado todo –contestó la agente con pesar-. Tienen todos los papeles en regla. He hablado con algunas de las chicas y todas aseguran que van a trabajar como camareras o gogos. Tengo las manos atadas.
La noche anterior a la inauguración el padre Bosco y el padre Juan se acercaron al local, un edificio enorme con letreros de neón, piscina y una zona ajardinada con bar. En un cartel se anunciaba que –entre otros servicios- había sauna, masajes y jacuzzi.
-¡Qué indignidades tendrán que aguantar las mujeres que trabajen aquí! –exclamó el padre Juan-. Este mundo es una cloaca.
-¿Qué esperabas? ¿No recuerdas lo que dice el Evangelio? El diablo es el príncipe de este mundo.
-¿Verdaderamente cree en eso?
-¿A qué te refieres?
-¿Cree en el diablo?
-No creo que el diablo tenga aspecto de chivo, pero no dudo de su existencia.

El padre Juan reprimió una mueca de escepticismo. Sabía que muchos opinaban que esas ideas eran un disparate y él mismo comenzaba a preguntarse si no eran una chorrada. Una amiga le comentó una vez que creer en Dios era tan ridículo como pensar que existían los vampiros o los unicornios. No supo qué contestarle.

Esa noche, el padre Bosco se acostó con tristeza, pensando que al día siguiente comenzaría la explotación de unas mujeres en las afueras del pueblo, sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Los pecados de la carne no le parecían especialmente graves. Entendía que los jóvenes se saltaran el sacramento del matrimonio y no pensaba que nadie fuera a condenarse por usar un preservativo, pero aquello era distinto. Se trataba de tráfico de personas. Nadie se prostituía por gusto y, en muchos casos, se recurría a la violencia y las amenazas. Tardó más de lo habitual en dormirse y cuando al fin lo hizo, una explosión lo despertó bruscamente. Saltó de la cama, preguntándose si se había producido un escape de gas, pero lo cierto es que aún no había gas en el pueblo. Quizás una bombona de butano. Se encontró en el pasillo con el padre Juan, que salía de su habitación. Después de unos instantes de vacilación, salieron a la calle y atisbaron un resplandor rojo a las afueras del pueblo. Con otros vecinos que también habían abandonado súbitamente la cama, se acercaron al lugar donde se levantaba el burdel que iba a inaugurarse al día siguiente. El edificio se había hundido hacia dentro. Solo quedaban escombros. La piscina estaba llena de cascotes y en el jardín había puertas, sillas, mesas, marcos de ventana, radiadores, tuberías y aparatos de aire acondicionado. Enseguida, llegó el coche de la Guardia Civil. Yolanda se bajó con su compañero y pidió a gritos que todo el mundo se alejara. Podía producirse una nueva explosión.

-¿Ha sido una bomba? –preguntó el padre Bosco.
-No lo sé –dijo Yolanda-. Eso lo determinarán los expertos. Ahora lo esencial es garantizar la seguridad de los vecinos. Ayúdeme. A usted le harán caso. Hay que alejar a la gente de aquí.
Unas semanas después, Yolanda le comunicó confidencialmente que se había tratado de una explosión.
-Dinamita, pero según los TEDAX no se trata de ninguna marca moderna. Es extraño. ¿Se le ocurre quién puede haber sido? No voy a mentir. Creo que han hecho una buena obra, pero las cosas no se pueden arreglar así. Además, podría haberse producido una desgracia.
-No creo que haya sido nadie del pueblo. ¿Quién podría tener dinamita y, sobre todo, quién sabría manejarla? Creo que es un explosivo muy inestable. Solo un minero o un terrorista sabrían cómo manejarlo.

El padre Bosco mentía. Sí había una persona que tal vez sabía manejar la dinamita. Se acercó sigilosamente a la casa del sospechoso y, aprovechando que la puerta se hallaba abierta, como sucedía aún con la mayoría de las viviendas del pueblo, se deslizó hasta el patio y buscó la leñera. Algo le decía que allí encontraría la prueba que necesitaba. Abrió la puerta con cuidado y, tras husmear un rato, notó un suave olor a almendras amargas. Procedía de un rincón con unos plásticos que cubrían un bulto. Los levantó y halló una caja. Sacó su navaja suiza y levantó la tapa. En el interior, había tubos de cartón de unos diez o quince centímetros envueltos cuidadosamente en paños viejos.

-Me ha descubierto –dijo Julián a sus espaldas.
El padre Bosco se volvió y le miró con ojos chispeantes:
-Dijo que se había retirado, pero un anarquista nunca abandona sus principios. Su fe es tan sólida como la mía. ¿De dónde han salido estos cartuchos?
-Los guardaba desde los años de lucha antifranquista. Se robaron de una mina. Nunca he perdido la esperanza de que estallara una revolución.
-Ni Dios ni amo. Ese es su lema, ¿no?
-Exacto.
-Sin embargo, conmigo siempre ha sido amable.
-Usted es buena gente. ¿Y ahora qué? ¿Me denunciará?
-No sé de qué me habla. Yo he venido para hablar del campeonato de mus. ¿Participará este año? El año pasado me ganó y quiero la revancha.
-Por supuesto. Cuente con ello, pero no se lo voy a poner fácil.
-¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se ha arriesgado tanto?
-Ya se lo dije. Los anarquistas siempre hemos luchado contra la prostitución. Les vi el primer día que llegaron a las afueras del pueblo. Estaba paseando con «Tolstói». Sin pretenderlo, mi perro le dio un susto a una joven, casi una niña. Lo sentí, pero permanecí escondido. Quizás un vicio de mis años de clandestinidad. Comprendí de inmediato que se trataba de un grupo de mujeres esclavizadas por un proxeneta y una alcahueta. He esperado a que el edificio estuviera terminado. Así el daño ha sido mayor y les costará mucho reconstruirlo. No creo que lo hagan.

Julián no se equivocaba. Durante unos días, Luis recorrió el pueblo gruñendo y maldiciendo. Afirmó a gritos que descubriría al saboteador y se lo haría pagar muy caro. Yolanda le advirtió que las amenazas constituían un delito y le pidió que no alborotara. Cuando Luis se marchó definitivamente, el padre Bosco lo celebró, invitando a Julián a unas cervezas en el bar de Martín. «Tolstói» se tumbó bajo la mesa, con la esperanza de que le dieran algo de comer, algo que consiguió después de gruñir lastimosamente.

-Este año la competición de mus será a muerte –dijo el sacerdote, acercando su vaso al de Julián.
-A muerte –respondió el aludido, brindando con una sonrisa.
«Tolstói» aulló, como si se sumara al alborozo de los humanos, alegrándose de que los intrusos se hubieran esfumado.
Esa noche, unos golpes despertaron al padre Bosco. Alguien llamaba a la puerta con los nudillos, sin atreverse a pulsar el timbre. El padre Juan, que dormía más profundamente, no se enteró de la visita inesperada. Últimamente, tomaba melatonina para conciliar el sueño y su descanso parecía haberse blindado a los ruidos. El padre Bosco abrió la puerta y se encontró con Anna, que le miraba con cara de incertidumbre:
-Hija mía, ¿qué quieres?
-No tengo adónde ir. ¿Podría ayudarme? Soy católica.
El miedo al rechazo transformaba el azul de los ojos en una niebla fina e irregular.
-Adelante. Al padre Juan le vendría bien alguien que le ayudara con las cosas de la casa. Quizás podamos llegar a un acuerdo.

La niebla de la mirada se disipó y el azul recobró su luz. Anna no dijo nada. Solo sonrió y entró con la timidez de un pajarillo que huye del frío y la lluvia.

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irma la dulce
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