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Tragicomedia del perturbador

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Adaptación de una obra teatral de Garson Kanin, frecuente colaborador de George Cukor, Nacida ayer (1950) es una notable película que contiene una fábula política. La trama gira en torno a la llegada a Washington de Harry (Broderick Crawford), un vulgar magnate de la chatarra que, sobornos mediante, trata de enmendar una ley en beneficio de sus intereses monopolistas. Junto a él se encuentran su novia Billie (Judy Holliday, ganadora del Oscar por su brillante actuación), excorista de maneras también toscas, y Jim (Howard St. John), consultor capitalino que allana el camino del empresario a golpe de talonario. Preocupados por la falta de refinamiento de Billie, el empresario y su compinche buscan la ayuda de Paul (William Holden, luciendo gafas de pasta), un cultivado periodista de la ciudad. Pero el plan les sale mal: no ya sólo porque Billie y Paul se enamoren, sino porque éste introduce a aquélla en la afición por la lectura y la inclinación al conocimiento, activando así en Billie un proceso de autoexamen que desemboca en la negativa a seguir firmando los dudosos documentos que su novio le pone por delante. Unas cuantas visitas guiadas al Congreso han convencido a Billie de que la ley es igual para todos y deben orientarse al interés general. Tras urdir un plan de fuga con Paul que incluye la sustracción de las pruebas del delito y ganarse con ello la admiración del consultor, Billie frustra la maniobra monopolista del magnate y comienza una nueva vida con el periodista: un final feliz –¡republicano!– para los protagonistas tanto como para la polis.

El sentido de la fábula política es claro: Billie deja atrás su minoría de edad, más inocente que culpable, a través de un proceso de ilustración que la convierte en ciudadana. Es entonces cuando se convierte en una auténtica –por inesperada– agente perturbadora capaz de echar por tierra los planes de su novio, cegado por el interés propio e incapaz por ello de aceptar la existencia de un interés general encarnado por las instituciones democráticas. En una primera conversación con Paul, Billie niega la mayor: ella no es tonta, pues es capaz de conseguir de su novio todo aquello que quiera. «Siempre que usted sepa lo que quiera», le replica su Pigmalión democrático. En mitad de su proceso de aprendizaje, ella se quejará de padecer una confusión sin precedentes: «Pienso en cosas en las que antes no pensaba. ¡Ayer tardé diez minutos en dormirme!» Pronto, concretamente después de que su novio la abofetee por negarse a firmar, Billie verá la luz y denunciará la colusión público-privada que antes no era capaz de identificar pese a tenerla delante.

Su capacidad de perturbación trae así causa del funcionamiento ordinario de la democracia: ella realiza el ethos republicano cuando deja de dar la espalda al interés público tras un proceso de reeducación pacífica que incluye el deslumbramiento afectivo en el Congreso: ante los frescos del techo, ante la arquitectura neoclásica, ante los documentos fundacionales. Pero hay en todo ello un punto de ingenuidad, pues la emancipación de Billie corresponde a un momento de candor democrático inicial que conduce al idealismo sin prevenir contra las consecuencias del futuro desencanto: ni la excorista ni el espectador son avisados explícitamente de que el magnate corrupto no pertenece a un pasado predemocrático que el buen funcionamiento de la polis expulsará sin miramientos para siempre, sino que constituye una posibilidad permanente de la vida política. La democracia no es inmaculada, porque no puede serlo. Y quizás ese sea el objeto del segundo aprendizaje de Billie, lejos ya de la mirada del espectador.

Viene todo esto a cuento de un libro que, publicado el año pasado en nuestro país, parece estar pasando injustamente inadvertido: se trata de Puer robustus, del filósofo alemán Dieter Thomä, subtitulado Una filosofía del perturbador y dedicado a la exégesis de esa figura –el joven robusto– que va y viene por la historia del pensamiento político. Thomä había escrito ya sobre el asunto alguna pieza breve de la que este blog se había hecho eco, pero ahora se ha atrevido a sistematizar su vasto conocimiento en un libro que nunca aburre y siempre ilustra. El problema que está detrás de la acción del puer robustus no carece de actualidad: el orden político y su ambigua relación con el desorden. Porque el orden no puede entenderse sin sus amenazas. Y la tesis de Thomä es que los cambios radicales de la modernidad representan crisis que no pueden comprenderse desde el centro del poder, sino más bien desde el margen. Si es así, el puer robustus que lució en los textos de Hobbes, Rousseau, Diderot, Tocqueville y Marx merece regresar al escenario de la filosofía política. De ahí su interés por las figuras marginales, ya sean pícaros o intrigantes. Pero el puer robustus no sólo está en el margen, sino –dice Thomä– en el umbral: en el límite entre la inclusión y la exclusión. Eso es lo que le presta interés, siempre y cuando consideremos que no hay situaciones sin factores sobrantes que son, también, potenciales sorpresas.

En el prólogo a la segunda edición de De cive, escribe Hobbes: «Un hombre malvado viene a ser casi lo mismo que un chico que ha crecido fuerte y robusto, o que un hombre con inclinaciones pueriles». Este texto será la referencia para quienes se ocupen más adelante del puer robustus. En el marco de la construcción del orden estatal que preocupa a Hobbes, razona Thomä, el hombre malvado representa la extrañeza o animadversión hacia el orden. Pero es un marginal que viene de dentro y que, por tanto, terminará forzando una renegociación que habrá de conducir a la transformación de ese mismo orden. En Hobbes, no obstante, el puer robustus es un elemento indeseable que disturba una comunidad erigida dificultosamente en lucha contra las tendencias destructivas del ser humano cuando vive en estado de naturaleza: quien se hace mayor, pero se ha quedado tonto, es un peligro para la paz social, pues su impulso de autoconservación ignora que sólo la cooperación social hace posible la paz civil bajo el imperio de un soberano artificial. Hobbes hace una lista de perturbadores que incluye al «hombre sin amo», síntoma de la desintegración social y prueba de que cada tipo de orden crea sus márgenes. Para Thomä, el pensador inglés no ofrece solución alguna al problema del perturbador: el soberano debe imponerse sobre todos para evitar la fractura civil. Es preciso recordar, empero, que en el soberano están representados todos los súbditos, pues son ellos quienes han creado a este actor que los incorpora a todos con una sola voz.

El segundo jalón en la peripecia del puer robustus se encuentra en Rousseau, que lo somete a una reinterpretación que nos aproxima a la figura de Billie en Nacida ayer. El joven malvado es en Rousseau el buen salvaje que se convierte en ciudadano. Su pregunta inicial, que arranca en Hobbes, es si el hombre salvaje es también un puer robustus o más bien otra cosa. Y Rousseau, que oscila entre la ficción y la historia, apunta la idea de que individuos y naciones tienen una época de madurez cuyo reverso es la inmadurez previa. Su salvaje es, en principio, inocente: ni bueno ni malo. De hecho, como no tiene contacto con nadie antes de vivir en sociedad, sería más bueno que malo porque no produce daño. En cambio, cuando se dirige a la sociedad, topa con un terrible desorden en el que actúa como emisario de paz, lo que –paradójicamente– le obliga a combatir. Erigir un nuevo orden exige el triunfo sobre el «amor propio», centrado en las diferencias en lugar de la igualdad: sólo a través del contrato social es el interés de todos reemplazado por el interés general.

Ahora bien: ¿acaso no existen perturbaciones en el nuevo orden democrático? Aunque Thomä no lo señala, la posibilidad de la dictadura temporal dibujada en el texto de Rousseau ya es indicación suficiente de que el nuevo orden no puede garantizar su propia estabilidad. Se trata de un problema que no nos ha abandonado y que, incluso, luce con inesperada fuerza en el nuevo siglo: de los gilets jaunes a la eclosión del feminismo, pasando por el secesionismo catalán o el populismo xenófobo. Naturalmente, Rousseau está pensando en una polis de tamaño reducido en la que el puer robustus debería hacerse innecesario, aunque sea pagando el precio de una cohesión que es, al mismo tiempo, excluyente. No obstante, Thomä sugiere que Rousseau no es solamente un teórico de la homogeneidad, sino que está abierto a las crisis de la democracia: unas crisis que son, en sí mismas, oportunidades. Si el Estado se fundamenta en actos de legislación que hay que realizar siempre de nuevo, su fundamento es un cierto movimiento: la democracia sería entonces una «perturbación ordenada». Eso es lo mismo que decir que se trata de una perturbación funcional que cumple con un cometido preciso, descripción que sólo encaja con el desempeño del perturbador si se lo contempla desde fuera, manejando hegelianamente las piezas históricas hasta hacerlas encajar a la fuerza. En último término, Rousseau no sabe dónde situar al perturbador y prefiere –pues la caracterización es más sencilla– hablar del que actúa antes y no después de la constitución de la república,

Aunque la trayectoria postrer del puer robustus posee el máximo interés, aquí sólo podemos glosarla brevemente. Diderot es justamente destacado por Thomä como aquel que, partiendo de la definición de Hobbes, trata de salvaguardar la libertad humana de las tesis contextualistas de Helvetius y Rousseau, que luego harán suya Marx y Engels. Para el enciclopedista francés, el ser humano va más allá de la estricta autoconservación y es, por tanto, moralmente responsable, lo que conduce a un pluralismo espontáneo: hay pueri robusti buenos y malos, igual que hay órdenes sociales mejores y peores. No obstante, Diderot aporta a la posteridad un pasaje que influirá en Foucault y Freud. En ese diálogo asombroso que es El sobrino de Rameau, «Yo» dice a «Él»:

YO: Si el pequeño salvaje quedara abandonado a su suerte conservando toda su imbecilidad, unificando la escasa razón del niño de cuna con la violencia de las pasiones del hombre de treinta años, entonces le retorcería el cuello a su padre y yacería con su madre.

¡Ahí queda eso! A juicio de Thomä, Diderot plantea aquí una nueva «liminaridad»: la que separa precariamente la razón de la locura. Esta lógica puede aplicarse al propio orden social y a la pregunta sobre el reclutamiento de sus miembros. De aquí se alimentarán Foucault, que agradece a Diderot haberle hecho comprender que la razón es necesariamente inestable, e incluso Hegel, quien designa el desdoblamiento entre «yo» y «él» como una enajenación en sentido positivo: un salirse de la identidad tradicional. Freud sentirá fascinación por este pasaje, que inspirará su teorización sobre el complejo de Edipo, por lo demás bien poco presente en el Edipo de Sófocles. Aparece de nuevo la idea de la madurez de individuos y sociedades: de la necesidad de ejercer una coerción educativa que impida la regresión a formas presociales de conducta.

En esta trayectoria también ocupan un lugar de importancia Tocqueville y la pareja Marx-Engels. El pensador francés describe al puer robustus a la manera de Hobbes, como alguien que es incapaz de atenerse a las reglas, culpando de su existencia, primero, al despotismo que lo recluye en las necesidades privadas y, más tarde, al capitalismo rapaz que ha visto en América. Su ideal sigue siendo, en todo caso, una república bien ordenada en la que los adultos cooperan de manera fiable, lo que, a juicio de Thomä, es una prefiguración de Habermas. Mill, por ejemplo, será menos complaciente y admitirá que incluso la democracia necesita del perturbador excéntrico que primero transgrede, pero después ayuda a construir. Por su parte, Marx y Engels transforman al puer robustus en un sujeto colectivo: el proletariado llamado a rebelarse contra el orden burgués en representación de los intereses de la humanidad en su conjunto. También desfilan por estas fascinantes páginas Carl Schmitt, Leo Strauss y Mark Horkheimer, así como el Palmiro Togliatti que en 1949 identifica a su Partido Comunista con el «puer robustus et malitiosus» y el Mao que, durante el raro deshielo de 1956-1957, y ante el riesgo del anquilosamiento de la sociedad china, habla de la necesidad de dejar florecer la libertad de expresión, aun a riesgo de que crezcan «hierbajos venenosos».

Pero, ¿qué hay del puer robustus en la actualidad? Para Thomä, que no se lo invoque con su propio nombre no significa que no pueda reconocérselo en diversos contemporáneos. Frente a la idea de que había llegado el fin de la historia una vez derrotada la alternativa soviética, se alza una vez más el perturbador que rechaza cualquier normalización. No sería aceptada entonces ninguna de las ofertas que se plantea a los distintos tipos de perturbadores: el juego democrático, la abundancia material, la individualización expresiva, el prestigio de la clase creativa. Thomä habla del fundamentalista que se victimiza antes de atentar contra los demás, como Anders Breivik, así como de los terroristas islámicos. Y habla, claro, del populismo y el nacionalismo que proponen la defensa o restablecimiento de un orden perfecto antes que cualquier profundización en el pluralismo democrático. A su juicio, Donald Trump es la perfecta encarnación del marginal que viene del centro, se tome o no en serio su posición marginal: un auténtico puer robustus que combina la fuerza con la puerilidad. Pero Thomä, tras advertir que la lucha contra el populismo es también la lucha contra la monopolización del emisor y por la reconquista del espacio político, renuncia visiblemente a redondear su teoría de la perturbación:

Tengo confianza en que el puer robustus, que en el pasado se curtió y fortaleció en las circunstancias más dispares, volverá a encontrar en el futuro ocasiones propicias para salir a escena e intervenir. La historia de aventuras del perturbador proseguirá. Pero, desde la soledad de mi habitación, mi imaginación no basta para diseñar jugadas para futuras perturbaciones: para eso se necesita la imaginación social, la imaginación política, que se desarrolla en las plazas y los bordes del mundo.

Es comprensible: el problema del orden político no podrá resolverse jamás. Se diría que el aumento de las herramientas participativas a disposición de los ciudadanos en las democracias liberales, que han pasado a asumir con normalidad la movilización colectiva y se han encontrado de golpe con una esfera pública digitalizada en la que todo el mundo puede expresar opiniones, habría de suponer el final controlado del viejo perturbador. Pero no es el caso: éste reaparece con un chaleco amarillo, una camiseta morada o una pancarta contra el islam. Desde cierto punto de vista, el orden se ha precarizado y es ahora la excepción: la democracia liberal ha mutado en democracia agonista –sin dejar por ello de ser liberal– y la guerra de opiniones tan temida por Hobbes no conoce tregua. Se plantea con ello una pregunta diferente: ¿quién es el verdadero perturbador allí donde la perturbación se ha convertido en hábito? Y aún otra: ¿no abren los acontecimientos políticos de los últimos años la inédita posibilidad de una perturbación que consiste en el retroceso y, tal vez, la abolición de la democracia misma?

La ambigua virtud del perturbador ya no puede darse por supuesta. Tal como se ha apuntado anteriormente en este blog, la imaginación social y política a la que se refiere Thomä no siempre conduce a un mundo mejor: puede ser también perversa o conducir a destinos indeseables. De ahí que la perturbación no se deje codificar. Y si bien la democracia no puede desatender la cuestión del orden, tampoco puede cerrar la puerta al desorden, dado que éste terminará por derribarla. Ahora bien: para mantener el equilibrio entre uno y otro no existen fórmulas mágicas. Por eso la figura del puer robustus es tragicómica: el orden perturbado y reordenado volverá a ser perturbado y reordenado, en una sucesión sin final, hasta la perturbación definitiva. La democracia tiene finales felices, como lo tiene Nacida ayer, pero no un final feliz. Será mejor acostumbrarse.

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Ficha técnica

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