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Miguel Cereceda discrepa, con todo el derecho del mundo, del artículo que a Sokal y el posmodernismo dediqué en el número de marzo de esta revista. Dice algunas cosas con las que no estoy de acuerdo y otras en las que no me reconozco. Para aclarar mi posición, y en cierto modo la del propio Sokal, replico a su réplica. El episodio Sokal no es especialmente misterioso. Sokal, un físico medio que no está adiestrado, ni pretende estarlo, en filosofía, empezó a sentirse un poco irritado por la latiniparla de los posmodernos. Y los sometió a la prueba del nueve: expuso a su consideración un escrito plagado de disparates científicos. Al aceptarlo, los editores de Social Text demostraron dos cosas. Una, que no sabían ciencia. Dos, que no tenían el menor empacho en traficar con ideas que no entendían. De ahí se desprendía una sospecha racional: la de que eran gente sin fundamento ni disciplina intelectual, lo que habitualmente llamamos «vendedores de peines». Esto, como digo, es sencillísimo, no menos sencillo que una anécdota que en tiempos me relató Torrente Ballester. Fue a entrevistarle un periodista muy petulante, al que no se le caía de los labios la expresión mass media. En cierto momento Torrente, amostazado ya, le dijo al periodista que él tenía una mass media de setenta kilos, y que cuál era la suya. El periodista le contestó que de setenta y cinco kilos. Torrente le explicó entonces lo que eran los massmedia, y el periodista no tuvo más remedio que liar los bártulos y volverse a casa. Esto, más o menos, es lo que ha pasado con Sokal y los posmodernos. Cabe replicar que las cosas son más complicadas, y que cada cual inyecta en las palabras el sentido que mejor le parece. Pero entonces estaríamos perdiendo el tiempo Cereceda y yo. Estaría hablando cada uno para consigo mismo, y sobraría este escrito y la revista y todos los libros del mundo. Se extraña Cereceda de que yo tache a la filosofía posmoderna de «oscura y a trechos ininteligible». Me voy a acoger aquí al testimonio de Foucault. En un artículo de la NewYork Review of Books (27-10-83). John Searle relata lo siguiente: «Michel Foucault me dijo en cierta ocasión que la prosa de Derrida cultivaba el obscurantisme terroriste. El texto está escrito con tal oscuridad, que no se acierta a saber qué tesis expone (de ahí el obscurantisme). Y cuando uno lo critica, el autor responde: «Vous m’avez mal compris;vous êtes idiot» (y aquí aparece la dimensión terroriste)». Paso a otros asuntos. Naturalmente, la física es una construcción humana. Naturalmente, «luz», o «velocidad», son conceptos construidos por seres humanos. Y la afirmación «la velocidad de la luz es de 300.000 km por segundo, es también una afirmación hecha por hombres, hombres de carne y hueso a los que afecta su entorno social y cultural. Concluir de aquí sin embargo que la verdad de la afirmación no depende de lo que pasa con luz, sino de lo que pasa con el hombre, se me antoja sorprendente. Yo preferiría decir que para comprender la afirmación se necesita comprender el concepto, por tanto, la intención con que se emplea y el contexto en que se emplea, y si quieren, la cultura en que se emplea. Pero es el comportamiento de la luz, del fenómeno-objetivo-la-luz, lo que hace a la afirmación verdadera. Aquí, precisamente, está la clave de la tontería de Irigaray. Luce Irigaray afirmó que la ecuación de Einstein reflejaba un prejuicio machista porque se había privilegiado a lo que avanza «muy rápido». Pongamos que Einstein fuera, en efecto, machista. Esto es irrelevante a la bondad física de su teoría. Si, por feminista, hubiera elegido para la velocidad de la luz 10 km al segundo, los experimentos habrían falseado su teoría. Por descontado, es posible siempre seguir enredando el ovillo. Es posible decir que existen experimentos machistas y experimentos feministas, y que un experimento feminista habría verificado la ecuación «e = m por c al cuadrado», aun significando «c» «10 km por segundo». Pero enredar el ovillo así es aburrido. Yo podría enredar el ovillo de tal manera, que el escrito de Cereceda, a despecho de las apariencias, significase para mí que Clinton es inocente de las imputaciones de Paula Johnson. Pero no lo hago porque confío en que las palabras tienen, para él y para mí, un sentido compartible. Lo que me lleva a otra pregunta: ¿qué hay detrás, realmente, del relativismo no programático? En mi opinión, puro histrionismo. Para el genuinamente relativista, será inútil expresar su posición relativista, ya que cualquier ejercicio de expresión sincera presupone un interlocutor, y por tanto, una creencia en que las palabras tendrán un valor común a lo largo del trayecto que va de nuestra boca al oído ajeno. Esto no significa, claro, que no se pueda criticar cualquier teoría establecida. Pero siempre tomando, como punto de apoyo, un marco en que desarrollar la discusión. En consecuencia, no se puede criticar todo al mismo tiempo. Equivaldría lo último a querer levantarse en el aire tirándose de las orejas. En cuanto al modus ponens y los movimientos sociales. El modus ponens puede ser concebido como la formalización de un compromiso práctico: el de ser coherentes. Nos comprometemos a B si antes se verifica A; se verifica A, en consecuencia, aceptamos B. Yo no diría que esto es especialmente masculino. Yo diría que dos mujeres, al discutir un precio en el mercado, se apoyan, y se han apoyado siempre, en el modus ponens. Por supuesto, hay juegos –el juego amoroso; la casuística en moral–, donde no rige por fuerza la coherencia, Ni en hombres ni en mujeres. Pero la coherencia ha de ser predominante para que exista una comunicación socialmente estable. De ahí que la puesta en cuestión de un principio tan fundamental sea una fuente segura de desarreglo social, y en último extremo, de violencia política. No he afirmado en ningún instante que exista una igualación efectiva de la mujer o los negros americanos. He observado sencillamente que han hecho grandes progresos a lo largo de los últimos años. Suponiendo que exista la realidad, esto último es, sencillamente, incontestable. Una última palabra sobre Kant. Hume había presentado un argumento formidable contra la posibilidad de justificar que el mundo de los fenómenos está regido por el principio de causalidad. Parecía que todo se venía abajo, incluido el universo físico newtoniano, y lo que hizo Kant, fue intentar contener la avalancha. En su Deducción Trascendental, intentó demostrar que la experiencia que sabemos tener de nosotros mismos y de nuestros procesos interiores, exigía lógicamente la existencia de un «yo» estable a lo largo del tiempo, que este «yo» era lógicamente imposible sin imputar un orden a nuestras percepciones, y que este orden exigía, lógicamente también, la existencia de un mundo objetivo, poblado de sustancias y sujeto a la ley causal. Kant, en una palabra, buscó restablecer un mundo fenoménicamente objetivo. En la medida en que nos tomemos a Kant en serio, habremos de creer en un mundo objetivo, de crédito dudoso en los pagos posmodernos. Quedan, claro, el alma y Dios, y toda la tramoya nouménica. Pero no sé si estos elementos entran en el santoral posmoderno de Miguel Cereceda.

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