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Una quimera

La infancia de Jesús

J. M. Coetzee

Mondadori, Barcelona, 2013

Trad. de Miguel Temprano García

271 pp. 17,90 €

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Una de las muchas virtudes del escritor sudafricano John Maxwell Coetzee es que cada una de sus novelas es distinta de la anterior. Y lo es no sólo en el tema, la época o la localización geográfica, sino también en el estilo, en la poética, incluso en la concepción de lo que debería ser una novela. Esperando a los bárbaros es una fábula kafkiana que se desarrolla en una guarnición militar próxima a una frontera tras la cual habitan unos «bárbaros» semisalvajes y de apariencia apacible, una especie de sueño con evidentes conexiones con El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati y El mar de las Sirtes, de Julien Gracq, libros con los que forma una especie de triángulo. Desgracia, una de sus obras mayores, es un gran fresco de la vida de Sudáfrica que cumple con todos los preceptos de lo que debería ser una novela «realista». Foe, una extraña reescritura metaliteraria de Robinson Crusoe que es al mismo tiempo una reflexión sobre el colonialismo y la culpa. Elizabeth Costello, para mí su obra maestra, una reunión de episodios de la vida de esa imaginaria escritora australiana, álter ego de Coetzee, que se centra en las conferencias que da Costello en diversos lugares del mundo y es tanto una novela como una colección de ensayos. Hombre lento, una especie de comedia que describe una imposible historia de amor antes de transformarse, de pronto, en una obra metafictiva al estilo de Niebla o Seis personajes en busca de autor. De modo que no debe extrañarnos que en su última obra, que es consecutiva a la publicación de sus memorias, Escenas de la vida en provincias, Coetzee se adentre, una vez más, en un territorio nuevo e inesperado.

La infancia de Cristo comienza con la llegada de un hombre y un niño a la misteriosa ciudad de Novilla. Como todos los que llegan aquí, a ambos se les asigna un nombre («Simón» y «David» en este caso) y una edad. Los dos han pasado una temporada en un campamento llamado Belstar, donde han recibido clases de español, que es el único idioma que se habla en este nuevo mundo, y han llegado, como todos los demás, en un barco. Como a todos los demás, se les ha borrado la memoria, aunque Simón parece recordar más de lo normal. No es que recuerde cosas concretas, sino que parece no haber olvidado del todo lo que es, o debería ser, la verdadera vida humana.

Enseguida nos damos cuenta de que ésta no es una novela de ciencia ficción, ni tampoco de fantasía, sino que Coetzee está describiéndonos el país de la muerte. Qué curioso que las descripciones de este lugar que ninguno de nosotros ha llegado a conocer (¿o quizá sí?) sean siempre tan similares. Es el estado conocido por los tibetanos como Bardo, una especie de sueño, un lugar intermedio que repite las formas de la realidad en una versión espectral y desvaída. Se trata de un lugar mortecino y sombrío en el que los objetos son viejos y están desgastados, la comida es escasa e insípida, las viviendas desangeladas y deprimentes. Un lugar sin luz, sin sabor, sin alegría. Hay muchos libros que tratan, de un modo o de otro, de este lugar: El país de las últimas cosas, de Paul Auster; Cómo viven los muertos, de Will Self; Lanark, de Alasdair Gray; La otra parte, de Alfred Kubin, y, desde luego, las obras de Kafka, ya que el gran tema de Kafka es, según Maurice Blanchot, la inexistencia de la muerte, es decir, esa sospecha terrorífica de que quizá sea imposible, como pedía Borges, morir del todo.

Pero, ¿es este realmente el país de la muerte? La vida en Novilla es tediosa y mísera, es cierto, pero no está exenta de alicientes. Uno puede casarse y tener hijos, es posible lograr acceso a una Residencia donde hay campos de tenis y un lago, todo el mundo parece amable y deseoso de ayudar y todo funciona, mal que bien, y a pesar de la lentitud de la burocracia: hay colegios, psicólogos que atienden a los niños, transportes públicos, partidos de fútbol gratuitos… Las pasiones han sido erradicadas, comenzando por la pasión erótica, que parece haber sido sustituida por una indiferencia amistosa, y todo el mundo parece sumido en una pasividad extraña que abarca también el mundo del trabajo. Simón se obsesiona con la idea de que el trabajo de los estibadores en el muelle es absurdo e ineficaz, e intenta convencer a sus compañeros de que utilicen una de las grúas que permanecen olvidadas y en desuso. Hacen un único intento, y el operario sin experiencia no logra manejar bien la grúa, tras lo cual deciden que las máquinas son demasiado peligrosas y siguen llevando los sacos al hombro.

El problema es que no sabemos qué hacer con esta criatura, con esta novela. No sabemos cómo leerla. ¿Es este el país de la muerte? Hay referencias a la vida futura: todos parecen creer en la reencarnación, y el mar que han cruzado para llegar aquí bien puede ser la laguna Estigia, el Leteo que borra los recuerdos. Pero el mundo descrito por Coetzee nos recuerda también un escenario bien terrenal y nada místico: la vida en un país comunista al estilo de Cuba, donde todo es mediocre, todo es viejo, todo es lento, todo es ineficaz. ¿Es de eso de lo que habla Coetzee, de la imposibilidad de la utopía? ¿Es este libro una antiutopía? ¿Está diciendo Coetzee que para lograr un mundo sin violencia y sin guerras, sin pobreza y sin hambre, primero sería necesario lobotomizar a todos los seres humanos, arrancarles sus pasiones, su deseo de mejorar, sus ganas de vivir?

Uno espera que estos interrogantes irán contestándose, quizá, al avanzar en la lectura del libro. Pero Coetzee no parece dispuesto a aclarar las cosas. Por el contrario, se dedica a complicarlas aún más introduciendo un nuevo tema, que es, quizá, el central de la novela. Se trata de la relación de Simón con David, un niño que no es su hijo, pero que él cuida como si lo fuera y por el que comienza a sentir un cariño sin esperanza y sin necesidad de reciprocidad que se parece mucho al que podría sentir un verdadero progenitor. Simón parece reunir ahora las cualidades de dos personajes bíblicos: san José, el padre putativo, y Pedro (Simón-Pedro), el primer discípulo. La relación de Simón y el niño David es compleja y conmovedora, y el lector se siente frustrado y rabioso cuando el niño cae en las manos de Inés, que supuestamente es su madre (aunque es muy probable que no lo sea), una mujer egoísta y manipuladora que enseguida comienza a malcriar al niño, que le hace creer que es un ser especial, lo viste de forma ridícula e impide que vaya al colegio. El niño comienza a desarrollar todo tipo de rarezas. Es posible que sea un niño brillante, quizá genial, pero pronto se convierte en un ser odioso, un perverso polimorfo que se cree el centro del mundo y el demiurgo de su propio universo imaginario.

Pero, ¿qué quiere contarnos ahora Coetzee? ¿Es La infancia de Jesús, como lo era El evangelio del hijo, de Norman Mailer, y quizá también El buen hombre Jesús y Cristo la sabandija, de Philip Pullman, una especie de ensayo de posible explicación psicológica o psicomitológica del carácter del Mesías? El niño único, malcriado, mimado, endiosado por su madre, convencido de que el mundo externo es una extensión de su voluntad, el niño cuyo ego infantil ha sido inflado hasta tal punto que tiene la certidumbre de que tiene poderes curativos o que puede inventarse el valor de las letras a su antojo, el niño que en un cierto momento escribe «Yo soy la verdad». ¿Es eso entonces lo que nos cuenta La infancia de Jesús: que quizá los creadores de religiones no sean otra cosa que niños malcriados con un ego infantil hiperteliado y enfermo?

El problema estriba en cómo relacionar este tema, sin duda apasionante, con el marco general de Novilla y las circunstancias extraordinarias de este país de seres sin recuerdos y sin pasiones. Demasiadas cosas juntas que no se suman entre sí. Demasiados mitos, demasiados símbolos, demasiadas imágenes apoyadas unas contra otras como los decorados de distintas óperas sobre un mismo escenario. ¿Una quimera, aquella criatura monstruosa que tenía la cabeza de un animal y el cuerpo de otro, contra la que nos alertaba Horacio al principio de su Epístola a los Pisones?

Quién sabe, quizá Coetzee debiera haber escrito dos novelas: una que tratara de este mundo absurdo y mortecino de seres resignados y sin ambición, y otra que tratara, como anuncia el título del libro que tenemos entre las manos, de la infancia de Jesús. Al reunir ambos temas en una sola historia, nos brinda un enigma muy difícil de dilucidar. No acabamos de saber de qué trata el libro.

Que está escrito, por cierto, en un lenguaje absolutamente plano. Coetzee siempre ha tenido un tono frío, a veces cortante, austero, tenso como un cable de acero, pero en este caso la lengua parece reducida a frases declarativas que dicen lo necesario de la forma más económica posible. Es un libro de lectura apasionante, y el que comienza a leerlo posiblemente no podrá abandonarlo hasta el final. Es en esta maravillosa facilidad de lectura, en este movimiento incesante hacia delante, donde notamos verdaderamente la mano de un maestro de la ficción. También en la suavidad, en la facilidad con que nos plantea todos los enigmas filosóficos que llenan esta curiosa y obsesiva novela. Pero no es una novela para disfrutar del lenguaje.

Una nota divertida, o quizá triste: la crítica de Joyce Carol Oates en The New York Times. La gran novelista estadounidense termina diciendo que el libro es un enigma imposible de desentrañar, estimación no muy lejana a la nuestra. Pero ella, entonces, pone un ejemplo. David, el niño, aprende a leer con una versión infantil de Don Quijote de la Mancha, pero en la novela de Coetzee el autor de Don Quijote no es Cervantes, sino un tal «Benengeli», a quien se describe como un hombre vestido con «una túnica y un turbante». Joyce Carol Oates declara que esto es inexplicable, la quintaesencia de la rareza. Y nos demuestra así no sólo que no ha leído el Quijote, sino que ni siquiera se ha molestado en hacer una consulta de unos dos minutos en Google, gracias a la cual habría descubierto que «Benengeli» (Cide Hamete Benengeli) es, como todo el planeta sabe, el imaginario autor árabe (de ahí la túnica y el turbante) al que Cervantes atribuye la autoría de Don Quijote.

Y es que, para ser un buen crítico, son necesarias dos cosas: leerse los libros hasta el final y levantarse. Y hoy en día, con Google y Wikipedia, ni siquiera hace falta levantarse.

Andrés Ibáñez es escritor. Sus últimos libros son El perfume del cardamomo (Madrid, Impedimenta, 2008), Memorias de un hombre de madera (Palencia, Menoscuarto, 2009) y La lluvia de los inocentes (Barcelona, Galaxia Gútenberg, 2012).

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