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Nostalgia de un país perdido

Los años de peregrinación del chico sin color

Haruki Murakami

Barcelona, Tusquets, 2013

Trad. de Gabriel Álvarez Martínez

320 pp. 19,95 €

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En la obra de Haruki Murakami hay una persistente alternancia entre novelas largas y ambiciosas y otras más cortas y de vocación menor. Después de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, de 1985, una asombrosa odisea posmoderna que mezclaba ciencia ficción, género negro y literatura fantástica, apareció la realista y sentimental Tokio Blues (Norwegian Wood), que convirtió a su autor en una superestrella de las letras niponas, a pesar de ser uno de sus trabajos menos recomendables; después de la demasiado larga y desorientada Baila, baila, baila (1988), la breve y tersa obra maestra Al sur de la frontera, al oeste del Sol; después de la majestuosa e imprescindible Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995), la deliciosa Sputnik, mi amor; después de Kafka en la orilla (2002) –probablemente su mejor obra, junto con Crónica del pájaro que da cuerda al mundo–, la intrascendente After Dark. Ahora se publica en español, con enorme celeridad tras su aparición en Japón, Los años de peregrinación del chico sin color, que sucede a la monumental novela en dos volúmenes 1Q84, la cual, ¡ay!, terminaba por resultar fallida, a pesar de que la primera parte contenía algunos de los momentos, ideas y atmósferas más fascinantes de toda la obra de Murakami.

Los años de peregrinación del chico sin color cuenta la historia de Tsukuru Tazaki, un hombre que siempre se ha considerado anodino y falto de interés y que sufrió un misterioso trauma en su juventud. En sus tiempos de instituto, vivió una intensa relación de amistad con un grupo de cuatro amigos (dos chicas y dos chicos, aparte de él) que le marcó para siempre. La compenetración entre los cinco era total; la felicidad cuando estaban juntos, perfecta. Un día, sin embargo, al poco de trasladarse a Tokio para estudiar en la universidad, separándose así por primera vez de sus amigos, estos le comunican que no quieren verlo ni hablar nunca más con él. Tsukuru, como Perceval en el castillo del Rey Pescador, no hace ninguna pregunta, y a continuación padece una fuerte depresión, a causa de la cual está a punto de morir. Cuando finalmente emerge de ella, lo hace transformado, no sólo psíquica, sino físicamente: Tsukuru mira su reflejo y no se reconoce. A partir de entonces, rehace su vida, en parte gracias a su amigo Haida, quien al cabo también desaparece misteriosamente de su vida. Años después, nuestro solitario protagonista, a los treinta y seis años, ha empezado a salir con una mujer algo mayor que él, Sara Kimoto, la primera persona con que se ve capaz de ser feliz. Sara, sin embargo, detecta en él algo oscuro, quizás inacabado, y le insta a que se reencuentre con sus antiguos amigos e indague qué pasó realmente, para así quizá librarse de esa sombra que hay en su interior. Pronto, Tsukuru averigua que un miembro del grupo lo acusó entonces de algo horrible, algo que él no tiene constancia de haber hecho, y los demás aceptaron su historia y, como consecuencia, expulsaron a Tsuzuku.

Las novelas de Murakami son en gran parte exploraciones del mundo del subconsciente y de los sueños o, más bien, de cómo esos otros mundos están profundamente imbricados, querámoslo o no, en nuestra realidad cotidiana. Una frase de Yeats que se citaba en Kafka en la orilla, «en los sueños comienza la responsabilidad», podría ser una declaración central de su obra. Durante años, noche tras noche, Tsukuru ha tenido precisamente un sueño muy relacionado con el crimen del que lo acusan: se insinúan un «doble de sueño» que cumple lo que el personaje no se atreve siquiera a desear, algo que también ocurría en Kafka en la orilla, y la hipótesis de una bifurcación en el tiempo. Las comparaciones con el cine de David Lynch han sido recurrentes desde que Murakami comenzó a ser conocido en Occidente. Recuérdese Carretera perdida (donde Bill Pullman veía una cinta en la que aparecía él mismo asesinando a su esposa, algo que no recordaba haber hecho) o ese oscuro e inolvidable monólogo de Grace Zabriskie al comienzo de Inland Empire: «Un niño salió de casa para jugar. Cuando abrió la puerta, vio el mundo. Al cruzar el umbral, provocó un reflejo. El mal había nacido». Un personaje desarrolla una parte desconocida de sí mismo (o, en las antiguas cosmologías gnósticas, la creación del demiurgo se separa del Pleroma, desconocida por éste) y el mal entra en el mundo. En el perfecto pentágono del grupo de amigos de juventud de Tsukuru, en el que un acuerdo tácito hace que ninguno tenga relaciones sexuales con nadie del grupo –a pesar de que en secreto se desean unos a otros–, entra una sombra que lo cambia todo para siempre. Otro tema, relacionado con éste, muy lynchiano y también muy murakamiano: las oscuras entidades que pasan de unos mundos a otros y ejercen su influencia sobre nosotros. En la serie de televisión Twin Peaks (y en la película Fuego, camina conmigo), Killer Bob era un ser demoníaco que se alimentaba del dolor de los seres humanos, a los que «poseía» para violar y matar a través de ellos. «Las sombras poderosas», leemos en una entrada del diario de Kafka de enero de 1914, «que, atraídas por el asesinato y la sangre, penetran en el mundo visible desde el mundo invisible». Alguien, o algo, según parece, ha entrado en Tsukuru, este muchacho esencialmente vacío y, por lo tanto, receptivo a un huésped extraño, y ha actuado a través de él. Es el concepto de los «parásitos psíquicos», de entidades en el interior de nuestra psique que no pertenecen al yo, un tema que ha fascinado a muchos grandes creadores de nuestra época.

En Los años de peregrinación del chico sin color, sin embargo, tenemos a menudo la molesta sensación de que su autor está ensayando viejos trucos que antes le salían mejor. La textura en apariencia transparente (en realidad, altamente estilizada) de las mejores novelas de Murakami aparece aquí en ocasiones un tanto envarada, como si el autor no estuviera realmente interesado en lo que escribe. Reconocemos ciertos rasgos característicos y queridos de novelas anteriores: los diálogos en restaurantes, con esos típicos silencios antes de cada respuesta (encendiendo un cigarrillo, dando un largo sorbo a una copa de whisky, masticando pensativamente); las largas descripciones de habitaciones y lugares (que suelen ser en Murakami deliciosas composiciones a partir de diferentes texturas); la preocupación por describir la ropa de los personajes, por lo que cocinan y comen, por acciones como el aseo personal, limpiar la casa, planchar camisas…, pero todo suena un par de grados más rígido, con menos vida, más decolorado. Todo tiene menos encanto y menos gracia de lo habitual, y es menos nítido. El tema central, por otra parte, lo que concierne al supuesto crimen de Tsukuru, queda difuminado en una sentimentalidad un poco empalagosa y carece de una resolución fuerte, de manera que al final nos parece que ni Tsukuru ni nosotros hemos realizado del todo el viaje curativo, o exorcístico, que prometía la novela.

El libro, aun así, es recomendable, y no sólo para hardcore fans de Murakami, sino para el lector más común. Entre sus varios aciertos está la delicada y vívida atmósfera de profunda melancolía (característicamente japonesa) que tiene que ver con sentimientos aparentemente sencillos y comunes: el fin de la juventud; la desaparición de amistades que un día nos hicieron sentirnos en comunión con algo más grande que nosotros mismos; cierta soledad que, inevitablemente, viene con la edad y con la pérdida de las aptitudes naturales para fundirnos con el mundo. Es ahí donde cobra sentido ese pequeño leitmotiv de la novela: la melancólica pieza lisztiana perteneciente a los Années de pèlerinage y titulada «Le Mal du Pays», es decir, «La nostalgia por la tierra natal». Se trata de la nostalgia por un país perdido, el de la juventud, cuando todo era pura posibilidad. Una novela, con todo, amable y suave, con la que distraer el paso del tiempo mientras esperamos la siguiente obra maestra de Murakami.

Ismael Belda es escritor y crítico literario.

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Ficha técnica

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