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Los logros de la razón ilustrada

La Ilustración y por qué sigue siendo importante para nosotros

Anthony Pagden

Madrid, Alianza Editorial, 2105

Trad. de Pepa Linares

552 pp. 32,65 €

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A Johann Friedrich Zöllner se lo recordaría aún menos de no haber formulado, allá por 1783, la célebre pregunta: «Was ist Aufklärung?» O por mejor decir, sería menos conocido de no haber terciado en la cuestión Kant con su respuesta: Ilustración es una actitud o disposición intelectual y vital a adquirir conocimiento al margen, o en contra, de las creencias imperantes, las consagradas por la tradición o el argumento de autoridad. Una cuestión, en el fondo, de valor o de entereza: atreverse a saber usando autónomamente la propia razón y salir así de la puericia mental, de la dependencia y subordinación en que vegetaba la humanidad, o la parte europea de ella. En aquel ensayo kantiano está el núcleo de la versión heroica y redentora de la Ilustración, clásica durante mucho tiempo en la historiografía: se habría tratado de un proceso de liberación intelectual en el cual un no muy amplio conjunto de espíritus libres y mentes lúcidas, filósofos por antonomasia, expresándose preferente en francés y desde París, valiéndose con destreza e intrepidez de la reflexión y la crítica, habían derrotado al irracionalismo y al prejuicio sentando las bases de una antropología nueva, centrada en la felicidad del individuo y servida por la razón. Era, en suma, una cuestión de Prometeos inconformistas que, desafiando a los dioses del absolutismo y el dogmatismo religioso, llevaron la luz de la verdadera filosofía a sus semejantes para abrirles un mundo nuevo, más humano. Es un esquema latente en intérpretes tan autorizados como Ernst Cassirer (Filosofía de la Ilustración, 1932) o Paul Hazard (El pensamiento europeo del siglo XVIII, 1946) e incluso en Peter Gay (La Ilustración, 1966-1969), y en última instancia en este libro de Anthony Pagden.

Desde hace tiempo, sin embargo, el análisis de la Ilustración ha derivado en una multiplicación de enfoques e interpretaciones que se alejan de aquel paradigma clásico. No se trata ya sólo de haber objetado la existencia misma de algo a lo que quepa llamar Ilustración, sino que, admitiéndola, se haya señalado la importancia en aquel movimiento intelectual de autores de mentalidad conservadora, creyentes devotos e incluso clérigos consecuentes con poco que ver con el prototipo de philosophe agnóstico, llegándose a preconizar hasta una Ilustración cristiana. Es también la relativización de su francocentrismo, con el reconocimiento de ilustraciones periféricas o regionales que habrían sido algo más que ecos de lo que irradiase desde París, por ejemplo en Escocia, en Nápoles y hasta en España, cuestionando la unidad misma de la Ilustración o su homogeneidad. Por no hablar de la cronología, rastreando sus orígenes en el siglo XVII, con tesis sólidas al respecto como el otro gran libro de Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea, 1935) o la apabullante y discutida primera entrega de la trilogía de Jonathan Israel (La Ilustración radical. La filosofía y el surgimiento de la modernidad, 2001), esgrimiendo su tesis de la matriz spinozista de prácticamente todo cuanto hubo en la Ilustración, y después. Otros acercamientos al fenómeno han relativizado y hasta arrinconado los enfoques de la historia de las ideas, meros constructos y abstracciones con las que los filósofos articulaban sus discursos, para reparar más bien en las instituciones y hábitos sociales que permitían su difusión: alfabetización, cafés, periódicos, redes de distribución de impresos que sorteaban los controles de la censura, etc. Pagden, conociendo de sobra todo eso, ha preferido adoptar en su libro un enfoque, como se decía, más tradicional, más circunscrito a las ideas como tales y más enmarcado en el viejo paradigma de la Ilustración como fenómeno primordialmente anticristiano.

El suyo no es, por otro lado, un libro pensado para esclarecer en qué pudo consistir la Ilustración, sino con un propósito explícitamente apologético, como manifiesta su subtítulo. No se trata de explicarla, sino de vindicarla, y no por algún desvelo historial, sino porque –sostiene– la salvaguarda de los principios ilustrados es esencial para mantener valores básicos de las sociedades libres, e incluso para que éstas existan. Naturalmente, en esa presuposición se encierra ya una interpretación de la Ilustración. Gracias a los pensadores que la modelaron ha sido posible un mundo en el que, entre otras cosas, rigen colectivamente la razón objetiva, no la fe subjetiva; la demostración científica, no la autoridad de la tradición; la libertad de conciencia y de pensamiento; los derechos humanos que suponen la aceptación de la igualdad esencial de toda persona; o la garantía de la paz entre los pueblos como un objetivo prioritario mediante instituciones alumbradas con ese propósito. Es decir, elementos nucleares del mundo moderno que no habrían sido posibles sin la Ilustración, y que pueden verse comprometidos al repudiar algo de su sentido.

A la Ilustración nunca le han faltado detractores. Desde los publicistas del antifilosofismo que en su momento impugnaron a tal o cual de sus representantes o torpedearon sus actividades, y cuantos articularon su reprobación como un todo. Por ejemplo, los reaccionarios y ultramontanos como Augustin Barruel quienes, en la convulsión revolucionaria o posrevolucionaria, redujeron la Ilustración a secta filosófica conspiradora, o los más perceptivos Louis de Bonald o de Joseph de Maistre, cuya anti-Ilustración gravitó sobre la interdependencia entre Revolución y Luces. E igualmente los románticos, teniéndola por una suerte de deshumanizador fetichismo de la fría razón que habría amputado la dimensión emocional del ser humano. Y, en general, los distintos irracionalismos imputándole sostener la ficción de la inteligibilidad de la realidad, un optimismo sin base en el progreso y el logro del conocimiento prescindiendo de lo volitivo y lo vital. Especial sería, entre las críticas que incluyen alguno de esos aspectos, su rechazo por Theodor Adorno y Max Horkheimer (Dialéctica de la Ilustración, 1947) al denunciar el postulado optimista del progreso y acusar a la filosofía ilustrada de haber sacralizado la razón misma de forma análoga a cualquier totemismo de los que se decía llamada a desterrar, originando una racionalidad dogmática capaz de conducir al genocidio nazi. Pero no son esos los enemigos de la Ilustración, o sus expresiones actualizadas, respecto a los cuales previene Pagden, sino otros alimentados en la filosofía posmoderna o el comunitarismo, de modo especial Alasdair MacIntyre. Entender el porqué requiere adentrarse en cómo explica Pagden la entraña de la misma Ilustración.

La parte más expositiva del libro desarrolla una versión diríase convencional de la génesis del pensamiento ilustrado, dentro de los parámetros clásicos de la historia intelectual, con referencias mínimas a elementos institucionales o sociales. La que analiza, además, no es esa Ilustración casi parodiada por sus detractores como simple culto a la razón, sino un complejo de ideas gnoseológicas y morales cuya raíz se nutrió del escepticismo ante las explicaciones convencionales de la fe y la Escolástica sobre la naturaleza y el hombre, remitiendo a un principio trascendente. Algo cuyos pilares quedaron ya bien asentados en el siglo XVII, pero cuyos orígenes pueden apreciarse en la Reforma y en la recuperación de ideas no aristotélicas de la Antigüedad, cuya relevancia como precedentes apunta Pagden con acierto. Esa reorientación inmanente de la especulación generó una «ciencia del hombre» que constituyó en sí misma una novedad por su contenido y su epistemología, al aspirar a un estatus metodológico análogo al de las ciencias naturales, queriendo fundamentarse en la observación empírica antes que en deducciones de principio, además de ser específicamente secular. Esa antropología ilustrada sostuvo dos principios básicos: por un lado, la naturaleza específicamente inmanente de los seres humanos, sin que su dignidad pudiera atribuirse a ninguna razón trascendente, y correlativamente su radical igualdad. El desarrollo del Derecho Natural a ese respecto es todo un capítulo del pensamiento moderno en cuya disección se adentra Pagden en una síntesis que constituye una de las partes mejor trabajadas de su libro. Junto a la afirmación de esas ideas sobre la condición humana se asentó también la del intrínseco temperamento social de los hombres, que, aunque estuviese lejos de ser una novedad, nutrió las teorías, también sólo relativamente nuevas, del pacto social y del origen de las sociedades. La afirmación de la igualdad de los seres humanos y las especulaciones sobre el origen de las sociedades avivaron el interés por formas de vida social extrañas a los occidentales, y de ahí la fascinación sinológica del siglo ilustrado o la expectación despertada por los viajes polinésicos de James Cook y Louis-Antoine de Bougainville, quizá lo más original que el libro ofrece. También las teorías del Derecho de gentes y las reflexiones irenistas de concordia universal como los proyectos de paz perpetua. Todo ello lleva a Pagden a acentuar el peso del cosmopolitismo en el pensamiento ilustrado, otorgándole un significado primordial que no es seguro que llegase a tener, en el modo en que se expone, y que algo peca de presentismo, proyectando categorías y una concepción del asunto que no acaba de quedar demostrado que fuesen percibidas así en el siglo XVIII, no desde luego con la fuerza que él le otorga. En esencia, el proyecto ilustrado se habría cifrado en el establecimiento de un mundo cosmopolita en el que quedarían garantizadas la paz y la felicidad general. Quizá resulte desproporcionado sugerir que hay en esto algo de concepción whig de la historia, pero cuesta no pensarlo al leer algunos párrafos dedicados a las instituciones instauradas en el siglo XX para prevenir los conflictos internacionales y salvaguardar la paz.

La fragilidad de esos logros contemporáneos para asentar una conciencia verdaderamente ecuménica con instituciones internacionales que la materialicen, dando así expresión al ideal ilustrado del cosmopolitismo, quedaría de manifiesto ante el asalto al substrato mismo de su designio que han venido a representar no sus tradicionales enemigos, sino filosofías y tendencias intelectuales vigorosas de la segunda mitad del siglo XX. Aquellas que, dicho brevemente, desde diferentes orientaciones del pensamiento posmoderno cuestionan o niegan los grands récits, las interpretaciones finalistas y totalizantes, y ninguno tanto como la Ilustración. Para Pagden, el adversario en este terreno no es Jean-François Lyotard, sino –ya se ha adelantado– Alasdair MacIntyre. El MacIntyre en que se centra es, naturalmente, el de After Virtue, con sus proposiciones correlativas de retorno al criterio aristotélico del cultivo de las virtudes en función de un telos, y la necesidad de hacerlo ante la relegación de las proposiciones morales a meros artefactos retóricos de manipulación; un consecuencia a su vez de la subjetivización del criterio moral por la ética racionalista de la Ilustración, con su demolición de la tradición aristotélica y escolástica. No es tanto esto lo que le inquieta como la idea de MacIntyre, y ciertos comunitaristas, de lo imposible de las virtudes universales y en abstracto, al margen de contextos colectivos definidos donde los individuos se hallen integrados. Allí donde la capacidad sancionadora de la comunidad resulta más efectiva que toda ética singular de la convicción: para Pagden, una forma de retornar al prejuicio que la Ilustración creyó haber empezado a derrotar, y fragmentar el principio cosmopolita de la ética universal en códigos morales disgregativos, entre los cuales aquellos de base teológica pueden ser los más inhumanos. Contra ello previene y por ello importa la Ilustración.

Addendum. La prosa del original es vigorosa y articulada, y la traducción española la transmite aceptablemente. Sería bueno, no obstante, que las editoriales admitiesen que las revisiones técnicas no son antojos prescindibles, sino que evitan, por ejemplo, que el término inglés sensationalism (sensismo o sensualismo) se vierta sistemáticamente como «sensacionalismo».

Demetrio Castro es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Pública de Navarra. Sus últimos libros son Burke. Circunstancia política y pensamiento (Madrid, Tecnos, 2006) y Antroponimia y sociedad. Una aproximación sociohistórica al nombre de persona como fenómeno cultural (Pamplona, Universidad Pública de Navarra, 2014).

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