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Luchas fratricidas

Franquistas contra franquistas. Luchas por el poder en la cúpula del régimen de Franco

Joan Maria Thomàs

Barcelona, Debate, 2016

336 pp. 24,90 €

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La literatura sobre el franquismo está alcanzando unas proporciones colosales, rivalizando con el fascismo italiano por el tercer lugar en las historiografías de las dictaduras europeas. Y tampoco se aprecia el más ligero signo de decaimiento, con la aparición de muchos títulos nuevos cada año, ya sea en forma de periodismo, de ensayos académicos o de interpretaciones, biografías o monografías y estudios especializados de todo tipo. Algo similar podría decirse de las publicaciones que se ocupan de la oposición política, por escasa que fuera, que han ido también creciendo considerablemente durante el presente siglo.

Nadie ha contribuido más a esta literatura que Joan Maria Thomàs, el prolífico historiador de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Como ya quedó apuntado en la reseña de su anterior libro, El gran golpe. El «Caso Hedilla» o cómo Franco se quedó con Falange (2014) aparecida en Revista de Libros, Thomàs ha contribuido más que ningún otro estudioso a la historiografía del falangismo. Es también el autor de la principal historia de las relaciones entre Madrid y Washington durante la Segunda Guerra Mundial, publicada en dos volúmenes tanto en español como inglés. Las numerosas obras de Thomàs pueden dividirse en tres categorías: monografías de investigación, estudios narrativos más extensos basados en investigaciones primarias y escritos más interpretativos, aunque algunos de sus libros contienen diversas combinaciones de las categorías segunda y tercera. El nuevo estudio parte del título precedente, ampliando la investigación a las principales crisis de los primeros años del régimen. Mientras que el libro anterior se ocupaba de la «crisis fundacional» de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, el partido único oficial de Franco, el presente estudio se centra en indagar las que son probablemente las dos crisis internas más severas de la dictadura, la primera en mayo-agosto de 1941 y la segunda en agosto-septiembre de 1942.

Esto no equivale a negar que el régimen padeciera otras minicrisis, fundamentalmente la «crisis de los generales» de septiembre de 1943, la prolongada «crisis de redefinición» que coincidió con el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa (mayo a julio de 1945), la última «crisis falangista» de septiembre de 1956, la «crisis económica» de mayo de 1959 o la «crisis de la sucesión» final tras el asesinato de Carrero Blanco (diciembre de 1973-enero de 1974). La mayoría de ellas comportaron una alteración de la política y el comienzo de una nueva fase, o subfase, en la historia de la dictadura, marcando en ocasiones un punto de inflexión dentro de su continuidad esencial. La diferencia con respecto a las acaecidas en 1937-1942 estribó en que en todas las crisis posteriores menos una Franco estaba sometido a una menor presión por parte de los principales integrantes de su peculiar «coalición autoritaria» y disfrutaba de una libertad de acción incluso mayor. En las crisis de 1937-1943, por otro lado (y aquí debemos incluir también la «crisis de los generales» de septiembre de 1943), Franco estaba enfrentándose a un desafío directo de algunos de estos componentes fundamentales, que cuestionaron, al menos hasta un cierto punto, su poder personal, así como el carácter futuro del régimen.

El tratamiento de cualquiera de estas crisis, por supuesto, supone la contextualización en relación con la estructura más amplia del régimen y las intenciones fundamentales de su dictador. A este respecto, estudiar el caso español no es en absoluto diferente de los análisis del régimen estalinista, el Tercer Reich o el fascismo italiano. En todos estos otros casos, persiste un debate más que pequeño sobre las intenciones exactas del dictador, la naturaleza precisa de sus estrategias y su propia comprensión de la estructura y el funcionamiento del régimen. A veces surgen desacuerdos por el hecho de que en ciertas cuestiones no se hayan encontrado hasta ahora papeles o documentos personales que resulten absolutamente concluyentes.

En un sentido, Franco constituye el caso más peculiar, porque carecía por completo de un historial que reflejara una prolongada evolución política si se lo compara con los otros tres grandes dictadores. Antes de julio de 1936, Franco apenas contaba con una historia política, excepción hecha del respeto que había mostrado por el régimen establecido y una especie de conservadurismo de ley y orden (con la excepción de breves períodos en el verano de 1924 y la primavera de 1931). Su evolución hasta convertirse en una suerte de dictador semifascista nació de una radicalización que se produjo durante los primeros meses de la Guerra Civil, pero hay aspectos fundamentales que siguen siendo imposibles de documentar apropiadamente. Todo lo que queda claro es su adhesión plena a la dictadura personal tras ser elegido Generalísimo por sus compañeros y altos mandos militares en septiembre de 1936, lo cual se vio seguido de la adopción de una especie de fascismo parcial cuando creó la Falange Española Tradicionalista bajo su mando personal absoluto en abril de 1937.

El nuevo estudio de Thomàs es fundamentalmente una monografía de investigación que se ocupa no tanto de la «crisis interna falangista» de mayo de 1941, cuyas principales características ya han sido explicadas en gran medida en la literatura precedente, como de llevar a cabo un análisis meticulosamente detallado y documentado de su segunda fase, con la abrupta destitución de Gerardo Salvador Merino como delegado nacional de Sindicatos en agosto de 1941 y el conflicto potencialmente aún más severo del verano de 1942.      

La crisis de mayo de 1941 se vio precipitada por una revuelta interna planificada por destacados jerarcas de Falange, que se tradujo en una docena o más de dimisiones, para protestar por la inadecuada falangización del régimen. Lo que buscaban no era una disfrutar de una posición igual a la de Franco, algo que sabían que era imposible, sino una posición dominante por debajo de Franco para influir en la política tanto nacional como internacional. Su frustración nació del hecho de que el dictador español no se había planteado jamás que tuvieran algo así. Franco había aprendido el estilo del partido único y el lenguaje del «totalitarismo» del fascismo italiano, así como del lenguaje y la propaganda de los propios falangistas, pero siempre concibió su propio régimen como un dictadura personal que no habría de conceder nunca un poder decisivo a ningún sector de su coalición totalitaria, ni siquiera a los militares. No tuvo nunca un claro concepto estructural del totalitarismo en el sentido en que el término sería utilizado más adelante por los politólogos, sino que afirmó que estaba invocando simplemente una antigua tradición hispánica inaugurada por los Reyes Católicos. Aquéllos habían utilizado el término «monarquía preeminencial», por supuesto, para referirse a un sistema en el que el Estado monárquico se arrogaría la autoridad preeminente, pero dentro de lo que en lenguaje moderno sería definido como un Estado «semipluralista», una definición que, de maneras muy diferentes, podría valer igual de bien para las dictaduras tanto española como italiana, a pesar de la invención que hizo esta última del muy debatido término «totalitario». Las dos bases más importantes del régimen de Franco serían dos instituciones tradicionales –el ejército y la Iglesia–, no ninguna organización política radical, fuera o no un partido único.

La crisis de mayo de 1941 se alargó y se prolongó durante varias semanas en las que Franco, como tenía por costumbre, procedió lentamente y con un cuidado considerable. El resultado se tradujo en el que puede que fuera el más complejo de sus numerosos actos políticos equilibradores, ya que tenía que aplacar no sólo a los falangistas, sino también a sus propios militares. La mayor prioridad era seleccionar a personas clave que habrían de reforzar su propia autoridad personal, y sus golpes maestros fueron dos nombramientos: José Luis de Arrese como secretario general del partido y el capitán Luis Carrero Blanco como su propio subsecretario de la presidencia. (Debe tenerse en cuenta que el Caudillo era, técnicamente hablando, no sólo Jefe del Estado, sino también presidente del Gobierno, y este último fue su papel más activo, hasta 1973.) Una serie de destacados falangistas fueron comprados con nuevos nombramientos y ascensos, ninguno de los cuales llevaba aparejado una autoridad política nueva o relevante, mientras que Arrese fue una de las elecciones más astutas y mejor calculadas del dictador español. Era un «camisa vieja» y un renombrado ideólogo del partido, pero también un católico ortodoxo deseoso de aceptar sin cuestionarla la preeminente autoridad personal de Franco. Afirmar que con Arrese comenzó la plena domesticación de la Falange no supone ninguna exageración, aunque estuvo muy lejos de ser un proceso instantáneo o inevitable. El papel exacto y la influencia de un movimiento de tipo fascista en el régimen de Franco dependería también hasta cierto punto de los asuntos internacionales y del resultado de la guerra en Europa.

Tras la resolución de la crisis, el principal portavoz que quedaba del falangismo radical era el delegado nacional de Sindicatos, Gerardo Salvador Merino. El nuevo sistema de sindicatos nacionales se había expandido lentamente durante la Guerra Civil, pero creció con mayor rapidez después de la finalización del conflicto, estimulado por la aprobación de dos nuevas normas de legislación sindical en 1940-1941. Inspirado hasta cierto punto por el Deutsche Arbeitsfront (Frente del Trabajo Alemán), Salvador Merino aspiraba a la completa sindicalización de la economía española, un proyecto que, de haberse completado, habría convertido virtualmente el sistema sindical en un Estado dentro de un Estado, algo que, evidentemente, Franco no podría nunca haber aprobado. El aspecto más espectacular de las políticas de Merino fue la convocatoria periódica de concentraciones masivas de afiliados sindicales en grandes ciudades, algo que horrorizaba a los conservadores y a los altos mandos militares, puesto que les recordaba a la UGT y al Frente Popular en 1936.

Como consecuencia del realineamiento del gabinete, resultaba casi inevitable que los representantes de la extrema derecha dentro del régimen concentraran sus ataques en Salvador Merino. Como él operaba técnicamente dentro de la ortodoxia falangista y franquista, se necesitaba un ángulo especial de ataque, que se descubrió enseguida en unas cartas masónicas enviadas desde Alicante en 1934, en las que Salvador Merino aparecía presentado, si bien sólo vagamente, como un «hermano masón». Él estaba ya al tanto de que estos documentos se habían descubierto en la confiscación masiva de materiales masónicos y habían preguntado nada menos que a Serrano Suñer, la segunda figura más poderosa dentro del Estado español, si debería emprender acciones para defenderse. Este último le había respondido que los documentos eran demasiado triviales como para ser merecedores de ninguna atención, lo que parece haber sido una conclusión razonable.

Sin embargo, dado que el dirigente sindical no había tomado ninguna acción legal para denunciar los documentos y demostrar su irrelevancia, tal como lo permitía la rigurosa legislación antimasónica del régimen, sus enemigos políticos se aseguraron de que el asunto fuera abordado por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Thomàs documenta la investigación y el juicio posteriores con gran detalle. La estrategia de defensa adoptada por Salvador Merino demostró ser fallida. Se apoyó en exceso en la naturaleza trivial de las pruebas, en los presuntos buenos oficios de Serrano Suñer y, al menos inicialmente, en el derecho reglamentario de los jerarcas oficiales del partido a ser jugados por el Tribunal Supremo en los casos de acusaciones relevantes. En una muestra de exceso de confianza, renunció a ese derecho y fue procesado por el Tribunal Especial. Cuando se descubrió un segundo documento en el que su nombre aparecía asociado vagamente con la masonería en 1931, el desenlace estaba casi cantado. A pesar de no existir ninguna prueba directa de que hubiera sido miembro de una orden masónica o de que se hubiera presentado siquiera como un potencial candidato, fue declarado culpable, condenado a una larga pena de prisión e inhabilitado para ocupar ningún cargo público en el futuro. La sentencia fue conmutada a un confinamiento residencial, primero en Baleares y luego en una localidad de Cataluña durante varios años, pero la carrera política de Salvador Merino había concluido abruptamente. Estaba destinado a pasar el resto de su vida  inofensivamente como un próspero comerciante en Barcelona.

En la historia de los regímenes autoritarios, todo este asunto puede compararse con el sbloccamento (desbloqueo) del sistema sindical nacional italiano por parte de Mussolini en 1927. La acción italiana anterior impidió la organización de un único sistema sindical nacional unificado, mientras que Franco optó por autorizar simplemente un nuevo liderazgo, alineado con Arrese, que fuera más servil. Los sectores ultraderechistas de su régimen consiguieron así su objetivo, pero las futuras dimensiones del falangismo aún no habían quedado definidas tajantemente de una vez por todas. El juicio a Salvador Merino coincidió con la partida de la División Azul al frente soviético y una de las últimas acciones del dirigente sindical había consistido en negociar un acuerdo para enviar a miles de trabajadores españoles a trabajar en la industria alemana. Las divisiones internas dentro del régimen persistían y en 1942, probablemente el año más decisivo de la Segunda Guerra Mundial, muchos falangistas confiaban aún en una «fascistización» decisiva del régimen, así como en la entrada de España en la guerra.

Los principales rivales del partido estatal seguían siendo los militares, que se veían como una auténtica elite de un régimen iniciado con una insurrección militar y que habían llegado al poder con una sangrienta y atroz guerra civil. En 1939, en la época de la «visita de la victoria» de dignatarios españoles a Roma, representantes militares habían explicado a los dirigentes fascistas italianos que la principal diferencia entre los regímenes italiano y español era que mientras que el partido fascista constituía la elite del régimen italiano, ese lugar estaba ocupado en España por los militares, no los falangistas. Esta no era exactamente, sin embargo, la idea que tenía el propio Franco. Concedió a sus colegas militares un lugar de honor especial, pero en ningún momento tuvo la más mínima intención de que llegaran a disfrutar de ningún tipo de autoridad institucional colectiva o completamente autónoma.

Así, las tensiones persistieron hasta 1942, expresadas en una serie de incidentes públicos menores en los que se vieron envueltos falangistas y antifalangistas, con algunos oficiales del ejército entre estos últimos. Aquellos estallaron de repente en una crisis a gran escala tras un sangriento altercado en la explanada de la iglesia de la Virgen de Begoña en Bilbao el 16 de agosto de 1942, al final de una misa en memoria de los requetés caídos en la Guerra Civil. Cuando la congregación estaba dispersándose, aparecieron seis falangistas. Los dos primeros contestaron a gritos de «¡Viva el carlismo!» con sus propios gritos de «¡Viva Franco!» y «¡Viva la Falange!» Para la congregación carlista, se trataba de una provocación deliberada y respondieron con la acción directa, característica históricamente de los carlistas. Atacaron a los falangistas y, como poco, les habrían propinado un severo castigo físico de no haber intentado intervenir los otros cuatro, uno de los cuales lanzó allí mismo una granada que hirió a no menos de setenta y una personas en medio del enorme gentío, aunque, hasta donde se sabe, ninguna de las víctimas murió.

Debe recordarse que la unificación forzosa de falangistas y carlistas en 1937 no había sido nunca aceptada del todo por estos últimos, especialmente por el hecho de que se les impuso la doctrina falangista y porque se ofrecieron a los falangistas casi todos los puestos más importantes. Además, el invitado de honor en la misa conmemorativa era el teniente general José Enrique Varela, un amigo personal de Franco desde hacía muchos años, además de ministro del Ejército. Cinco de los seis falangistas involucrados fueron arrestados enseguida. Posteriormente, Varela y los carlistas se sintieron cada vez más enfurecidos. El ministro del Ejército envió mensajes a todos los capitanes generales de las diferentes regiones militares, en un tono moderado pero con un contenido fuertemente antifalangista, dando la impresión de que se había tratado de un ultraje premeditado contra el ejército. El mensaje fue secundado por el ministro de Gobernación, el coronel Valentín Galarza. En los días posteriores, ambos bandos intentaron imponer su versión, lo que dio lugar a una breve guerra de panfletos, en la que carlistas y falangistas se lanzaron horribles acusaciones mutuamente. La misiva más profusamente distribuida, publicada –como dice Thomàs– «alegalmente» por los primeros, fue El crimen de la Falange en Begoña. Un régimen al descubierto. En el momento del incidente, Franco seguía de vacaciones en el Pazo de Meirás, donde el ministro de turno había resultado ser el fiel Arrese, y se sintió inclinado a ponerse del lado de los falangistas, como señaló en una conversación telefónica inicial con Varela.

Sin embargo, «Varelita», como lo llamaba habitualmente Franco, era uno de los antiguos colegas más queridos del Caudillo. Un año antes, el embajador alemán, Eberhard von Stohrer, había indicado amargamente en un despacho enviado a Berlín que el único ministro del gabinete realmente antialemán era Varela, pero que Franco tenía una opinión de él extremadamente alta. En una segunda conversación, Varela habló al Caudillo con una vehemencia considerable, algo que sólo se habría atrevido a hacer un antiguo y apreciado camarada militar, insistiendo en que los falangistas no mostraban respeto por el ejército, que su versión del incidente era inexacta e injuriosa, y que Franco parecía no mostrar ninguna preocupación por las víctimas civiles de la granada falangista. Esto provocó que incluso el Caudillo se parara en seco y diera ligeramente marcha atrás, zanjando el asunto al afirmar que era el tribunal encargado del caso el que había de cumplir sin más con su deber.

Como en todos los casos en que se produjo una alteración del orden público en aquella época, los cinco falangistas fueron juzgados ante un tribunal militar local. En medio de la campaña simultánea de propaganda organizada por ambos bandos, los falangistas acusaron a los carlistas de querer subvertir el régimen, mientras que estos últimos defendieron que los falangistas habían llevado a cabo un gran acto de violencia contra los tradicionalistas y habían pretendido asesinar a un ministro del ejército procarlista (y antifalangista). Como muestra Thomàs con cierto detalle, ambas acusaciones eran sustancialmente inexactas.

La mayor fuerza de este estudio radica en su cuidadoso examen de las pruebas esgrimidas en los dos procesos, primero el de Salvador Merino y después el de los cinco falangistas el año siguiente. Los parámetros generales de los dos casos han estado claros desde hace mucho tiempo, pero algunas de las principales características seguían siendo borrosas. Aquí encontrarán los lectores detalles más completos y un análisis claro y objetivo, con respuestas para todas las principales preguntas. Thomàs demuestra convincentemente que hubo poca o ninguna premeditación por parte de ambos bandos, y que no se produjo ninguna participación relevante extranjera, tanto de Alemania como de Inglaterra, como sí habían defendido las facciones enfrentadas. De los seis falangistas, dos eran dirigentes locales de Valladolid que habían viajado a Bilbao en una breve excursión, en parte para visitar a sus familias y asistir a una importante corrida de todos, pero también para controlar la conmemoración fascista. Los otros cuatro acababan de llegar de Madrid, primero para recoger a dos veteranos que habían regresado de la División Azul y luego para realizar un intento de cortar el cable submarino de Bilbao a Inglaterra como un acto de sabotaje proalemán, aunque este último empeño fracasó. Juan José Domínguez Muñoz, el inspector nacional del SEU (el sindicato estudiantil) que arrojó la granada, tenía un historial como un agente al servicio de Alemania que había participado en intentos anteriores de sabotear barcos ingleses en la bahía de Algeciras. Los cuatro se habían enterado de la misa conmemorativa por casualidad, sólo unos minutos antes, y se presentaron sólo al final como espectadores. Al descubrir que dos de sus camaradas habían provocado un altercado, intentaron acudir en su ayuda. Las pruebas contra Domínguez eran absolutamente incontestables. La única premeditación fue, en primer lugar, la de los dos vallisoletanos, que asistieron al final de la misa para observar, si es que no a desafiar, a los carlistas, en lo que habría sido otro más de una serie de pequeños incidentes, pero sin intención de provocar una violencia seria y, en segundo lugar, la de Domínguez, que había sacado impulsivamente de la mochila uno de los veteranos que habían vuelto del frente una granada alemana que se había traído como recuerdo, y que luego arrojó a la multitud a fin de rescatar a sus camaradas. Domínguez fue condenado a muerte y ejecutado el 1 de septiembre y los otros cuatro a penas breves de prisión, cumplidas inicialmente en condiciones de gran indulgencia y luego, tres años más tarde, anuladas por completo.

Durante el juicio, Varela había dimitido como ministro presa de una gran indignación y Franco decidió aceptar su renuncia, ya que Varela y Galarza habían intentado movilizar a los altos mandos militares y a otros como un desafío a su persona, al menos en este tema concreto. El dictador concluyó que una iniciativa así no podía quedar sin ser castigada, aceptando la dimisión de Varela y cesando también a Galarza. Que Franco seguía aún teniendo en una estima considerable a «Varelita» se puso de manifiesto en la invitación que recibió para ocupar el puesto de Alto Comisario del Protectorado, aunque Varela estaba tan disgustado que no aceptaría el puesto hasta 1945. El problema radicaba en encontrar un sustituto como ministro del Ejército, ya que los generales más destacados mostraron su solidaridad con Varela y Franco dijo supuestamente a uno de ellos exasperado: «¿Qué quieres, que yo salga de aquí con los pies por delante?» Carrero Blanco, que en poco más de un año se había convertido en una invaluable fuente de consejos, planteó la sugerencia de que Franco ordenara simplemente a su primer candidato, Carlos Asensio, que aceptase el nombramiento como una obligación militar, a pesar de que no era más que general de división. Demostraría ser una elección sensata desde el punto de vista de Franco, mientras que Galarza fue sustituido por el jurista falangista, y por entonces presidente del Tribunal Supremo (y también delegado nacional de Justicia de Falange Española Tradicionalista), Blas Pérez González, que demostró ser un nombramiento incluso más satisfactorio, y que se mantuvo al frente de Gobernación durante quince años.

Aunque estas nuevas decisiones funcionaron bien para Franco, ninguna de ellas constituyó el cambio más importante surgido como consecuencia de la crisis, que fue la despedida del «cuñadísimo», Ramón Serrano Suñer, que había sido durante más de cinco años la segunda persona más importante del régimen. Una vez más, la sugerencia fundamental parece haber procedido de Carrero Blanco, que señaló que el nombramiento de dos nuevos ministros falangistas (Asensio estaba considerado como uno de los pocos «generales falangistas») para sustituir a dos antifalangistas sería visto inevitablemente como una importante victoria para Arrese y Falange Española Tradicionalista, como si se encontraran en disposición de dictar su política a Franco.

El Caudillo aceptó la insinuación rápidamente, porque la relación con Serrano se había deteriorado. Las fricciones entre los dos habían aumentado, mientras que Franco se sentía mucho más seguro de sí mismo como dictador y tenía considerablemente menos necesidad de Serrano en 1942 que en 1937. Por último, Doña Carmen había abrigado una fuerte animadversión contra el marido de su hermana después de que este hubiera tenido una hija ilegítima en una notoria aventura con una prominente mujer casada. Así pues, Serrano fue cesado y sustituido como ministro de Asuntos Exteriores por el muy responsable y más moderado general Francisco Gómez de Jordana, que había ocupado el puesto durante la Guerra Civil.

La remodelación del gabinete acabó así como otro más de los actos equilibradores de Franco, y este resultó más plenamente satisfactorio a largo plazo que los cambios del año anterior. Su intención no era que marcara ningún cambio importante en la política, nacional o exterior, y no lo habría hecho de no ser por el repentino cambio en el equilibrio de poder de la guerra durante el año siguiente. El derrocamiento de Mussolini en julio de 1943 tuvo un poderoso efecto de choque en Madrid y dio lugar a las primeras y modestas medidas de «defascistización» del régimen español, lo que hizo que los falangistas se sintieran furiosos y se quejaran en privado, aunque se aprestaran diligentemente a seguir a su Caudillo. Para sorpresa en parte de este último, Jordana demostró ser un adalid de una genuina neutralidad y un crítico discreto de la orientación proalemana de Franco, aunque esta última no quedó abandonada por completo hasta muy cerca del final de la guerra.

Aunque el propio Domínguez era un saboteador pagado por los alemanes, Thomàs apenas aborda el tema de la política alemana, ya que no desempeñó ningún papel en ninguna de estas crisis. Klaus-Jörg Ruhl ha mostrado que los documentos alemanes recogen un gran número de tentativas de intrigas llevadas a cabo por representantes alemanes con falangistas (y un general ocasional), pero también que todas ellas quedaron en nada. Hitler se negó deliberadamente a intentar intervenir en los asuntos internos españoles, aunque en un sentido leyó con más precisión que muchos observadores el efecto a largo plazo de la destitución de Serrano, y reemplazó a von Stohrer, su veterano embajador en Madrid, por no haber estado preparado para ello. Después de que Franco hubiera rechazado (o al menos pospuesto sine die) el plan para una acción conjunta hispano-alemana contra Gibraltar en 1940-1941, el único proyecto concreto alemán en relación con España fueron los posteriores planes de contingencia para hacer frente a una invasión aliada (exactamente del mismo modo que los aliados prepararon planes de contingencia para invadir España, en el supuesto de que llegaran a ser necesarios, para hacer frente a una hipotética invasión alemana).

Pocos libros son definitivos en la historia contemporánea española, pero este relato cuidadosamente documentado, meticulosamente analizado y objetivamente presentado ofrece un estudio definitivo del caso de Salvador Merino y de los hechos acaecidos en Begoña. Thomàs ha consultado toda la documentación disponible, ha generado nuevos datos fundamentales y ha respondido por primera vez en su totalidad a las cuestiones más pertinentes, otro logro estelar del principal historiador del falangismo.

Stanley Payne es historiador y catedrático emérito en la Universidad de Wisconsin-Madison. Sus últimos libros publicados son ¿Por qué la República perdió la guerra? (trad. de José Calles, Madrid, Espasa, 2011), Civil War in Europe, 1905-1949 (Nueva York, Cambridge University Press, 2011), La Europa revolucionaria. Las guerras civiles que marcaron el siglo XX; trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Temas de Hoy, 2011), Franco. Una biografía personal y política (con Jesús Palacios; Madrid, Espasa Calpe, 2014), El camino al 18 de julio (Barcelona, Espasa, 2016) y Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora (Madrid, Gota a gota, 2016).

Traducción de Luis Gago
Este texto ha sido escrito por Stanley Payne
especialmente para Revista de Libros

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