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Una biografía de Europa

Civilización y barbarie en la Europa del siglo xx

Gabriel Jackson

Planeta, Barcelona

Trad. de Carmen Aguilar

464 pp.

23 €

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Hay dos buenas razones para explicar la proliferación en los últimos tiempos de historias del si­glo xx. La primera y más evidente es la necesidad de hacer balance de su legado al llegar al final de su recorrido, mediante una operación de aritmética histórica que consistiría en calcular lo que de bueno o de malo haya dejado para la posteridad. La otra es la tendencia a desgajar el si­glo xx del conjunto de la historia contemporánea y presentarlo como una etapa con personalidad histórica propia y, por tanto, comprensible en sí misma. Un fenómeno que se explicaría a su vez por múltiples razones, que van desde el creciente predominio de una visión anglosajona del mundo contemporáneo, en la que el tránsito del si­glo xviii al xix pierde parte del valor que le ha atribuido una historiografía galocéntrica, marcada por el poder de sugestión que tiene la revolución francesa de 1789, hasta la dificultad práctica de encajar la historia contemporánea, en su formato global y tradicional, en los planes de estudio y –lo que a veces viene a ser lo mismo– en los proyectos editoriales.

Este libro de Gabriel Jackson tiene una indudable utilidad como aproximación académica a la historia de Europa en el si­glo xx y a la vez rinde tributo al rito historiográfico del «fin de siglo», concebido como atalaya histórica y moral desde la que juzgar la ejecutoria de toda una época. Su propio título sugiere como una intención entre ensayística y moralizante que, sin duda, está presente a lo largo de la obra, sobre todo en su último capítulo: «Interpretación de la Europa del si­glo xx». Tengo la impresión, sin embargo, de que al titularlo Civilización y barbarie se desvirtúa un poco la verdadera naturaleza del libro y la principal razón para leerlo. Se trata, efectivamente, de una relevante aportación historiográfica al conocimiento de la Europa del si­glo xx, que contiene la información esencial sobre los grandes fenómenos y episodios de su historia –las dos guerras mundiales, la revolución rusa, los fascismos, la guerra fría, las revueltas de los sesenta, la unidad europea o la desintegración del comunismo– y al mismo tiempo aborda las preguntas esenciales sobre el devenir del Viejo Continente en los últimos cien años. El libro ofrece, pues, un doble itinerario que sigue más o menos en paralelo la evolución de los acontecimientos históricos y el análisis de los problemas de fondo que van surgiendo al hilo de esos mismos acontecimientos. En cierta forma, estos últimos vienen a ser las consecuencias políticas y sociales de las salidas, acertadas o equivocadas, que Europa irá encontrando a una crisis secular que la acompaña de principio a fin de este recorrido y que se resume en un hecho incuestionable: la historia del si­glo xx es en gran medida la del declive de Europa, que comporta la emancipación del resto del mundo respecto a aquellas potencias que tradicionalmente lo habían gobernado. Puede que Raymond Aron se refiriera a este fenómeno cuando, desde una perspectiva inevitablemente eurocéntrica, afirmó que aquel día de julio de 1914 que empezó en Europa la Primera Guerra Mundial «los hombres perdieron el control de su historia».

El libro de Gabriel Jackson tiene algo de elegía y reivindicación de la vieja Europa, ahorrando así al lector el fácil recurso de echar sobre sus espaldas la culpa de todo. «No acepto –afirma en la introducción– los despectivos juicios al uso de algunos multiculturalistas en el sentido de que la historia europea y la civilización occidental en general son meramente la labor de “hombres blancos ya muertos”. Para mí, Europa es una cultura humana, no una biología de piel blanca». De ahí la atención que presta el autor a la historia cultural en un sentido amplio, que incluye las artes, las letras, las ciencias y ciertas manifestaciones de la cultura popular, a caballo entre la vida cotidiana y la historia de las mentalidades. Pero es sobre todo la llamada alta cultura la que permite calibrar la evolución de la personalidad histórica de Europa, con un comportamiento a menudo ciclotímico que la hace fluctuar entre una sensación depresiva de decadencia y fatalismo, procedente sobre todo de la literatura y la filosofía, y un optimismo de raíz ilustrada que tiene su mejor aval en el progreso científico. De todas formas, incluso en este terreno, la evolución del siglo abona la idea de una crisis de Europa, que a partir de 1945 sufrirá, en beneficio de Estados Unidos, una imparable pérdida de liderazgo en la investigación tecnológica y en las ciencias aplicadas.

Las artes, las letras y las ciencias ocupan tres de los catorce capítulos del libro, una extensión notable, que indica la importancia, y hasta cierto punto la autonomía, que Jackson atribuye a la creación cultural como expresión de las pulsiones ocultas del Viejo Continente. Una de las principales conclusiones del libro es que, en el si­glo xx, Europa fue en gran parte víctima de su propia hybris, origen de todas las catástrofes que la han asolado, desde las guerras mundiales hasta los experimentos de ingeniería social con que algunas ideologías pretendieron responder a la (supuesta) crisis del capitalismo y al declive de la civilización europea. De ahí algunas, llamémoslas, malformaciones históricas de graves consecuencias. Como tal puede considerarse el carácter carismático y autocrático del comunismo, radicalmente contrario al principio marxista de que la historia es el resultado de la acción de fuerzas colectivas que deciden en cada momento el destino de la humanidad. La gran paradoja señalada por Jackson es que la evolución de los paí­ses comunistas estuvo profundamente marcada por la personalidad de líderes como Lenin, Stalin, Mao Zedong o Breznev, mientras que las democracias occidentales se mostraban mucho menos vulnerables a las posibles veleidades autocráticas de sus líderes y más consecuentes con las leyes históricas de la modernidad. Probablemente eso explique la sorprendente capacidad de la democracia para regenerarse y en cierta forma reinventarse como tal en situaciones de emergencia, como las que vivió Europa occidental con la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. De esa profunda crisis de civilización surgió el Estado de bienestar, y con él tres décadas de paz social y prosperidad económica.

Jackson dedica al Estado de bie­nes­tar y al Mercado Común europeo uno de los capítulos estelares de su obra, porque se trata sin duda de dos aportaciones vitales para que la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial recuperara su equilibrio interior –equilibrio de clases, naciones e intereses– y parte de su autoestima como espacio de civilización y cultura. Por el contrario, en el capítulo siguiente –«El imperio soviético y el “socialismo real”, 1945-1985»– describe de forma implacable los horrores del comunismo soviético –entre ellos su absoluto des­precio por el medio ambiente– y el efecto de arrastre que tuvo en sus países satélites, hasta que una mezcla de incompetencia, delirios de grandeza y oscurantismo político provocó su colapso ante el estupor de todo el mundo, que había llegado a creerse el mito soviético sobre la fuerza del socialismo real y su carácter irreversible. La incapacidad de la ciencia soviética para coger el tren de las nuevas tecnologías de la información –en esto Jackson coincide con los autores más acreditados– desencadenó la crisis terminal de un sistema que había creado en torno a su radical ineficiencia un contrato social sui géneris: según el célebre chascarrillo soviético, los trabajadores hacían como que trabajaban y el Estado hacía como que les pagaba. A la altura de los años setenta, la bonanza pasajera que la subida del precio del petróleo trajo a la economía soviética sirvió en bandeja de plata la coar­ta­da que la clase gobernante necesitaba para justificar su inmovilismo. De esta forma, en plena «era del estancamiento», como luego fue conocida, la gerontocracia soviética pudo inyectar una nueva legitimidad a un imperio que marchaba despreocupadamente hacia el abismo.

No hace falta decir en qué lado de la balanza coloca Jackson la experiencia comunista. El título del libro es ya en sí mismo una respuesta al falso dilema planteado en 1916 por Rosa Luxemburgo y que habría de hacer fortuna como anatema ideológico: la alternativa, nos viene a decir el autor, no era socialismo o barbarie, sino civilización o barbarie. En realidad, ni siquiera puede decirse que fueran dos opciones históricamente excluyentes, porque, como muestra convincentemente Jackson, el si­glo xx europeo ha tenido mucho de ambas cosas. En esto, su conclusión recuerda la caracterización que hizo Eric Hobsbawm del si­glo xx como el mejor y, al mismo tiempo, el peor de la historia. El balance en claroscuro que ofrece Jackson lleva implícita una reivindicación de la cultura y del modelo social europeo, inseparables, sin embargo, de una «crisis espiritual» que recorre todo el siglo y parece haber llegado a un punto de no retorno. Es la crisis del optimismo histórico de la Ilustración, que la experiencia de la Segunda Guerra Mundial dejó ya muy malparado. Jackson apunta también la peligrosa influencia que ha tenido el darwinismo social en la Europa del Novecientos como origen de querellas identitarias que parecen cobrar nueva fuerza en el cambio de siglo, aunque admite que algunos nacionalismos –cita el caso catalán– ofrecen «modelos constructivos» que pueden ayudar a la «tarea esencial» de facilitar la convivencia entre pueblos distintos en una Europa unida.

Siendo el rigor y la ecuanimidad las principales virtudes del libro, su mayor defecto –si puede llamarse así– es haber sido escrito hace diez años (Humanity Books lo editó en inglés en 1999 y Planeta reimprimió en 2004 la primera edición en español de 1997). Carece, por tanto, de la perspectiva necesaria para incorporar los nuevos datos que conforman, para bien y para mal, la Europa de principios del si­glo xxi. La globalización, los pasos más recientes en la construcción de la unidad europea, el cambio demográfico y social provocado por la inmigración y los últimos episodios del debate sobre seguridad y terrorismo quedan forzosamente fuera del libro. Ello no le resta mérito a esta biografía colectiva de un continente que ha sobrevivido, pese a todo, a sus impulsos autodestructivos. Como dice Jackson, no hay razones para caer en un «optimismo panglossiano», pero sí para confiar en la capacidad de la democracia, que ha sido –¡quién lo iba a decir!– la gran triunfadora de la historia del si­glo xx, para poner coto a los peores instintos del ser humano. 

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