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El maquinista ante la pantalla

El videojugador. A propósito de la máquina recreativa

Justo Navarro

Barcelona, Anagrama, 2017

160 pp. 15,90 €

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No hay muchos libros sobre videojuegos, lo que resulta sorprendente teniendo en cuenta el papel clave que tienen en el entretenimiento, su importancia económica y ?tal vez sobre todo? el grado de implantación entre la población, desde los niños hasta los adultos: ¿habrá que recordar a Celia Villalobos, ejerciendo en ese momento la presidencia del Congreso de los Diputados, jugando en su móvil al Candy Crush mientras hablaba el presidente del Gobierno?

¿Por qué apenas si son materia de reflexión, de reflexión seria, se entiende? Tal vez por su relativa novedad, por su posición periférica en el mundo de la diversión (cosa de niños, de desocupados). Y por su pertenencia al universo de las culturas populares (como los cómics, determinadas comidas, ciertas canciones). Cuando algún escritor profesional aborda el tema, suele hacerlo desde su posición de jugador, de adicto, como es el caso de Martin Amis con The Invasion of the Space Invaders: muestra de la rareza de su incursión es el hecho de que, publicada en 1982, nunca fue reimpresa, y está ausente de sus bibliografías (por suerte, hay una traducción española: La invasión de los marcianitos, trad. de Ramón de España, Barcelona, Malpaso, 2015).

Justo Navarro, novelista, poeta y traductor, ha decidido con buen ánimo abordar tema tan espinoso, y hacerlo desde una perspectiva que podríamos llamar «cultural», y con frecuencia «política». Así, no le preocupan los temas que más afloran en la prensa: la relación entre la práctica de videojuegos y el desarrollo de los niños, la etnografía de sus usuarios, las estrategias de las empresas que los producen, y aún menos sus intríngulis técnicos. Le interesan, en cambio, las conexiones que establecen los juegos con quienes los usan, y sobre todo su relación con los emergentes culturales de cada momento (cine, música, arte conceptual, artes plásticas). Da la impresión de que, al escribir este libro, ha prescindido voluntariamente de la bibliografía especializada (por ejemplo, la muy abundante que existe sobre transmedia), y ha preferido dejar campo libre a sus reflexiones, cosa que le permite particularmente abordar el tema en forma de ensayo.

La obra está dividida en dos partes. La primera, dedicada a cuestiones generales, comienza con una provocación: «El jugador es el maquinista». Lo intencionadamente anacrónico del término recalca, sin embargo, la relación de los movimientos automáticos del jugador con los del obrero manual, del oficinista o, en general, con aquellas personas convertidas en apéndices de algo –máquina o sistema? que les domina: «aprender un juego es acostumbrarse a acatar reglas». Estas marcan los límites de lo posible (como, por otra parte, ocurre en todo juego, no sólo cuando se usa un ordenador), aunque en este contexto es excesivo calificarlas de «inteligencia artificial».

Wolfestein 3D (1992) inicia la reflexión del autor: es un juego de disparar y avanzar (mata-mata en el argot actual de los jugadores, que, por cierto, tampoco aparece en esta obra). La sensación de inmersión que proporciona la interactividad se compara con el efecto envolvente de las primeras películas en cinemascope. Pero, como se señala acertadamente, la interactividad no es exclusiva del ordenador, sino que apareció mucho antes en multitud de juegos mecánicos de la era de las ferias.

Navarro recalca con frecuencia el parentesco que une el juego tradicional de un niño (ejemplificado en el caballo de juguete, mero conjunto de trapos, de Ernst Gombrich) con los primeros, y torpes, videojuegos, en los que el jugador debe poner de su parte para identificar unos pocos píxeles con Superman o con un alien. ¿Suponen entonces un retroceso los juegos de figuración realista de este siglo, que remiten no tanto a la realidad como a la hiperrealidad reflejada en las películas de Hollywood? Pero estas producciones, carísimas, y que efectivamente requieren para su creación de tantos recursos como una película, se han convertido en un brazo más del macromundo del espectáculo. Otro punto de debate es si un videojuego (o, al menos, los de cierto tipo) es asimilable a un relato, opinión que el autor, por cierto, no comparte: «un videojuego es un juego al que juega el jugador, que luego, si quiere, lo cuenta». (La cuestión ha sido muy debatida, y habría sido interesante revisar el artículo de Javier Candeira, «Super Mario en Monkey Island: exploración, narración y representación en los videojuegos», Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, núm. 42-43 (2001), pp. 81-90).

Frente a la organización más bien temática del comienzo, la segunda parte de la obra sigue un orden cronológico, comenzando por el primer videojuego que merece el nombre de tal. Spacewar! (1962) se creó en el Massachusetts Institute of Technology como un divertimento, en realidad subproducto de los esfuerzos técnicos de la Guerra Fría (igual que, como señala acertadamente el autor, la música electroacústica de Karlheinz Stockhausen utilizaba materiales militares de desecho). Pero lamento señalar que la afirmación de que «Los lenguajes informáticos y su sistema binario, uno o cero, sí o no, mantienen una correspondencia casi natural con el juego maniqueo de la guerra» es tan poco acertada como si dijéramos que la impresión borrosa de las novelas populares del siglo XIX refleja lo variable de los sentimientos de sus protagonistas.

Lo que sí me parece cierto es que años, décadas ya, de videojuegos han creado un usuario de ordenadores centrado en la superficie de la pantalla, con plena ignorancia de sus interioridades. Como esta segunda parte recorre el camino desde los ordenadores a las consolas que utilizan el televisor, a las consolas autosuficientes y, de ahí, a los teléfonos avanzados y juegos en red, bien está recordar que esta fascinación por los brillos, colores y movimientos ha creado legiones de consumidores acríticos. Y, por cierto, muy bien «manipulados»: un punto de interés que desarrolla el autor es la descripción de la música acompañante de las partidas como un elemento «funcional» que «transmitía informaciones sobre el desarrollo del juego». De mis propias experiencias de juego, recuerdo cómo Rally-X (1980) presentaba una suerte de «música repetitiva» a lo Philip Glass.

El autor dedica la extensión debida al análisis del importante Pac-Man (1980, «comecocos» en España), que apareció dentro de una nueva tendencia de los «juegos para mujeres» como alternativa a los disparos y explosiones. Pac-Man fue una muestra temprana y privilegiada de un abundantísimo merchandising: desde pinballs y joyas a tebeos, pasando por chicles y jabones. De nuevo, el laberinto en que el punto amarillo persigue fantasmas (o en el que el protagonista de Wolfenstein 3D busca a sus enemigos) tiene su correlato, el mismo año de Pac-Man, en el laberinto por el que huye el niño de El resplandor, de Stanley Kubrick. Como este, otros ecos cinematográficos de juegos aparecen aquí y allá en el libro; por ejemplo: un juego de disparos en primera persona se relaciona con un plano subjetivo de Alfred Hitchcock. Por no hablar de los transvases: hay videojuegos sobre temas de Alien o de Blade Runner, pero también películas erigidas en torno a un videojuego, que llegan a la tardía Pixels (2015), con su homenaje a Pac-Man. Señala Navarro cómo la lógica del videojuego penetra en la narrativa del cine, como en la adaptación cinematográfica de Resident Evil (2002) y, de nuevo, también a la inversa: no hay película de acción, sobre todo de ciencia ficción o fantasía, que no tenga al menos una escena en la que uno no vea el germen de un videojuego.

La posición ética del autor respecto a su tema (el usuario/jugador como un juguete en manos del programa), que aflora desde la primera línea del libro, reaparece hacia el final: «Fundamentalmente, los videojuegos enseñan a pensar como un ordenador». Pero una cosa es el ordenador o, mejor dicho: una cosa son los chips en lenguaje binario (del que no queda traza en su funcionamiento), otra cosa son los programas de juego y, otra más, sus interfaces, que es lo que palpa el jugador, lo que rellena con su experiencia e insufla con sus expectativas. Si un Space Invaders primitivo convierte, en efecto, al jugador en un apéndice de la máquina que golpea frenéticamente un mando, juegos como Myst (1993), que el mismo Navarro analiza muy bien, suponen una suerte de paseo plácido a la búsqueda de sorpresas y enigmas que resolver. Los videojuegos fuerzan a pensar según las líneas que prevén sus diseñadores y, en ese sentido, no son muy distintos de ciertos novelistas (À la recherche du temps perdu enseña a pensar como Proust) y de géneros enteros (el cine negro enseña a pensar como un detective, viendo por doquier pistas e indicios).

El problema de los videojuegos es doble: su tipología es más abierta de lo que parece (y los juegos de realidad virtual y realidad aumentada la ampliarán aún más), y están –a escala histórica– recién llegados al mundo del entretenimiento, que es el de la cultura, y viceversa. Una maravillosa lección de lo difícil que es percibir lo nuevo en estos terrenos lo tenemos en la aparición del cine: recomiendo fervientemente asomarse a Harry M. Geduld (ed.), Los escritores frente al cine (trad. de Isabel Villena, Madrid, Fundamentos, 1997) para ver cómo William Faulkner, T. S. Eliot o Virginia Woolf, entre muchos otros, juzgaron los albores del «séptimo arte», qué esperanzas pusieron en él y qué críticas esbozaron.

Justo Navarro ha tenido la valentía de adentrarse en un terreno difícil, y hacerlo desde una posición personal y libre. Los lectores que jamás hayan empuñado un joystick, o pulsado una pantalla táctil para divertirse (si es que queda alguno), descubrirán todo un mundo, y quienes lo hayan hecho verán de otra forma el engarce de esos puntos de colores que se persiguen por una pantalla con la cultura de su época.

José Antonio Millán es lingüista, editor especializado en edición electrónica y estudioso de la historia de la recuperación de información textual. Es autor de Perdón imposible. Guía para una puntuación más rica y consciente (Barcelona, Ariel, 2015) y Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua (Barcelona, Ariel, 2017).

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Ficha técnica

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