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Del neodarwinismo al neoliberalismo

The Evolution of Everything. How New Ideas Emerge

Matt Ridley

Londres, Fourth Estate, 2015

400 pp. £20.00

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Un personaje de Fortunata y Jacinta, doña Lupe la de los pavos, aconsejaba así a su sobrino, el boticario Maxi Rubín: «Si inventas algo, que sea panacea, una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsula, jarabe, emplasto y en cigarros aspiradores»Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta (dos historias de casadas) (1886), parte IV.. Un empeño semejante pudiera haber estimulado la redacción de The Evolution of Everything, un texto que propone, con más descaro que decoro, que el neodarwinismo es sólo un caso particular de una teoría general de la evolución que no es aplicable únicamente a la vida y los genes, sino que también abarca la moralidad, cultura, economía, tecnología, mente, personalidad, educación, población, liderazgo, gobierno, religión, dinero e Internet, materias a las que se dedica, pese a su evidente enjundia, un magro promedio de veinte páginas por tema. Si Maxi advirtió a su tía que «en cuanto a las panaceas, la moral farmacéutica no las admite», no parece que Matt Ridley comparta esta apreciación.

Ridley es un individuo polifacético que comenzó su carrera como periodista científico en The Economist, prosiguiéndola como columnista en The Wall Street Journal y The Times. Es también autor de varios libros de divulgación en torno al origen evolutivo del comportamiento ético y sexual del ser humano partiendo de modelos genéticos reduccionistas, entre ellos The Red Queen. Sex and the Evolution of Human Nature (1993), The Origins of Virtue. Human Instincts and the Evolution of Cooperation (1996), Genome. The Autobiography of a Species (1999) y Nature via Nurture. Genes, Experience, and what Makes Us Humans (2003). A estos se añade The Rational Optimist. How Prosperity Evolves (2010), una extensión de sus preferencias evolucionistas al terreno de la economía, operación renovada y ampliada en la obra objeto de la presente reseña. A esta intensa actividad publicista se une la del hombre de negocios que presidió el consejo de administración del banco Northern Rock, cargo del que dimitió en 2007 a raíz de la crisis del mercado hipotecario que, tras la primera fuga de capitales acaecida en el Reino Unido durante los últimos ciento cincuenta años, condujo a la nacionalización de esa sociedad. Actualmente, en su condición de quinto vizconde Ridley, ocupa un escaño en la Cámara de los Lores como miembro del Partido Conservador.

Como he apuntado más arriba, Ridley concibe la evolución biológica, sucintamente definida como «la modificación genética de la descendencia de los seres vivos a lo largo de las generaciones mediante el mecanismo de selección natural» (p. 1), como un caso particular de un hipotético proceso general que considera que «en esencia, la totalidad del flujo cultural humano es gradual, acumulativo, errático, emergente y guiado por la selección natural de ideas competidoras» (p. 2)Aunque el significado que Ridley da a la palabra emergente dista de estar claro, pienso que generalmente se refiere a los procesos causados por la acción de fuerzas internas al sistema y no a influjos externos.. En sus propias y acaso inmodestas palabras: «quiero aportar a cada aspecto del mundo humano un poco de lo que Charles Darwin contribuyó a la biología» (p. 4).

Aunque la transferencia de conceptos de unas disciplinas a otras ha sido fructífera en muchas ocasiones, es preciso observar especial cautela para evitar que la extrapolación se convierta en simple metáfora, y no debe utilizarse como punto de apoyo para autorizar opiniones partidarias. En rigor, las propiedades atribuidas a la antedicha teoría general de la evolución no son aplicables necesariamente a su presunta derivación al mundo orgánico. Es absolutamente cierto que la evolución biológica no obedece a designio divino ni a plan externo –de hecho, la selección darwinista se denominó natural para significar así que no respondía a influjos sobrenaturales–, pero la senda evolutiva no sólo se recorre paso a paso, sino que a veces se avanza a brincos, como ocurrió con la integración de las mitocondrias en la célula, inicialmente incorporadas como meros simbiontes, pero convertidas más tarde en suministradoras de la mayor parte de la energía precisa para el funcionamiento celular. Tampoco es obligado que se vaya acumulando información al hacer más camino, ya que los organismos pueden ganar o perder complejidad evolutivamente si la adopción de una u otra estrategia aumenta su eficacia biológica, hasta el punto de que varias detracciones han llegado a alcanzar, en la práctica, el límite inferior de la vida, como sucede con los elementos genéticos transponibles (transposones) provenientes de retrovirus, que componen alrededor de un quinto de nuestra dotación genética, pero que sólo son capaces de multiplicarse insertándose en el genoma del hospedador, ejecución que corre a cargo de sus dos únicos genes. La marcha evolutiva sólo es parcialmente errática, ya que la acción del mecanismo selectivo tiene por objeto directo la maximización de la eficacia biológica de la población considerada, esto es, el promedio de las contribuciones de descendencia de cada uno de sus miembros a la generación siguiente, aunque se produce como respuesta al impredecible desafío planteado por un medio sujeto a continua perturbación. Por último, la evolución es exclusivamente cambio genético, en parte dirigido por la selección natural adaptadora que atañe exclusivamente a los genes que afectan a la eficacia, pero también generado por inevitables agentes aleatorios que actúan sobre la totalidad del genoma. Puesto que cabe postular una asociación estadística positiva entre la variación genética de la eficacia y la relacionada con las distintas facetas de la adaptación, la acción directa de la selección natural conducente a una mayor eficacia suele incrementar paralelamente el grado de adaptación. Sin embargo, este producto indirecto no tiene por qué ocurrir siempre, dado que la correspondencia entre eficacia y adaptación no es perfecta, pudiendo darse el caso de que la selección promueva un cierto grado de inadaptación, como a veces sucede con los caracteres sometidos a selección sexual.

Una cosa es que las cosas cambien, algo que no es precisamente un descubrimiento de Ridley, y otra, muy distinta, es la naturaleza de las fuerzas que las hacen cambiar. El neodarwinismo propone como responsables del cambio a la selección natural y al azar, que modifican la información genética que proporciona continuidad al proceso, pero los distintos estímulos que promueven las transformaciones sociales, así como las entidades sobre las que estos operan, ni se han identificado rigurosamente ni pueden equipararse a los agentes y unidades de selección biológicos más que en un sentido puramente retórico. Lo que se presenta como una teoría general de la evolución no pasa de ser un programa de cambio regido por un trasunto de la mano invisible de Adam Smith puesto al día por Friedrich von Hayek, esto es, orientado por una pretendida capacidad automática del sistema social que decide el resultado de la competición entre distintas alternativas a favor de la más beneficiosa, mecanismo que se considera por esencia superior a cualquier plan impuesto desde arriba. En otras palabras, la especulación mencionada no es más que una defensa de un neoliberalismo fundamentalista que encomienda el futuro a la acción de las fuerzas del mercado, en el supuesto gratuito de que las soluciones espontáneas son buenas, y las decretadas, malas. Con el propósito de llevar el agua a su molino, Ridley recurre con insistencia a ejemplos ad hoc, muchas veces citados fuera de contexto, simplificados o, sencillamente, desnaturalizados, sin mencionar siquiera de pasada la existencia de pruebas en contrario. También cabe desconfiar de la solvencia de muchas de las autoridades a que se hace referencia, en especial las políticas, como Ron Paul, calificado de padrino intelectual del movimiento Tea Party; Nigel Lawson, ministro en los gobiernos de Margaret Thatcher que ha sido acusado de manipular información para oponerse al cambio climático; y Douglas Carswell, el primer diputado por el Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP). Por el contrario, en el texto no se cita a ninguno de los científicos de prestigio que a lo largo de más de un siglo han contribuido al desarrollo del neodarwinismo, remitiéndose a divulgadores de visiones ultraadaptacionistas apoyadas en modelos genéticos rígidos, como Richard Dawkins, Daniel Dennett y Steven Pinker.

Para dar una idea del procedimiento seguido expondré a continuación varios ejemplos de creciente substancia, en número que quizás pudiera estimarse excesivo, pero que, en mi manera de ver las cosas, está ajustado a la nutrida casuística con que el autor quiere apoyar su teoría general de evolución, aunque, en atención al lector, procuraré hacerlo con la mayor concisión que me sea posible. Así, se dice que los idiomas cambian al gusto de sus usuarios a pesar de las constricciones impuestas por sus respectivas gramáticas, aunque parece exagerado admitir que «las modernas jergas coloquiales estén basadas en reglas tan sofisticadas como las que regían en la antigua Roma» (p. 80). Se propone que los inventores no pasan de ser personajes meramente circunstanciales que aparecen en el momento propicio puesto que, en un buen número de casos, varios individuos alcanzaron simultánea e independientemente la misma solución, pero este fenómeno no puede calificarse de emergente, puesto que sólo aconteció cuando el conocimiento previo lo hizo posible. Se afirma que las patentes sólo sirven para proteger monopolios y obstaculizar la innovación, pero es preciso aceptar la necesidad, evidentemente reglamentada, de proteger comercialmente a unos productos cuyo desarrollo suele precisar de un largo período de prueba a un coste muy elevado. Se asegura que la ciencia, en especial la subvencionada por el Estado, no ha contribuido mayormente al crecimiento económico ni al desarrollo tecnológico, labor que se adjudica sin reservas a la iniciativa privada, pero afirmaciones como «a finales del siglo XIX y al principio del XX, Gran Bretaña y los Estados Unidos aportaron enormes contribuciones a la ciencia con mínimo apoyo estatal, mientras que Alemania y Francia, con fuerte financiación pública, no lograron mejores resultados ni en ciencia ni en economía» (p. 138) sólo ponen de manifiesto los arraigados prejuicios anglosajones del autor. Se defiende que la legislación para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es, ecológica y económicamente, más dañosa que el propio cambio climático, del que se permite opinar que «sólo hay práctica unanimidad científica en que producirá cierto calentamiento, pero no en que vaya a ser peligroso» (p. 272), en oposición frontal a las conclusiones alcanzadas en la XXI Conferencia Internacional celebrada hace pocos meses en París. Se mantiene que los sistemas económicos funcionarían mucho mejor si se sometieran exclusivamente a las hipotéticas leyes del mercado en vez de ser regulados por los gobiernos, obviando, entre otras cosas, que el excesivo endeudamiento del banco que dirigía determinó su posterior nacionalización y la pérdida sin compensación de los ahorros de muchos accionistas. Se insiste en que la educación y la sanidad privadas son claramente superiores a las públicas y que es contraproducente imponer que éstas se paguen con cargo a los impuestos aportados por todos en lugar de permitir que cada uno gaste según su deseo. Sin embargo, es de conocimiento general tanto el elevado coste de la matrícula en las instituciones docentes más prestigiosas como el de los servicios médicos de mayor calidad, y son más que sospechosas tanto la presunción de que, si no se hubiera establecido el Servicio Nacional de Salud británico, la iniciativa privada habría «proveído para las necesidades de todos, en especial las de los pobres» (p. 116), como lo es la conjetura de que la nacionalización de la educación «claramente no ha incrementado las oportunidades de movilidad social [de los pobres], quizás lo contrario» (p. 179). Para rematar, se arguye que la moralidad surge espontáneamente sin necesidad de imponer preceptos religiosos o civiles, pero ya en 1893 Thomas Henry Huxley, el autodenominado «bulldog de Darwin», no concebía que de la evolución pudieran extraerse enseñanzas éticas: «los sentimientos inmorales no son menos evolucionados […] el ladrón y el asesino son tan producto de la naturaleza como el filántropo»Thomas Henry Huxley, Evolution and ethics (1893), p. 66..

En un alarde de erudición, cada capítulo de The Evolution of Everything arranca con una cita tomada del poema De rerum natura, con el propósito de trasladar a la actualidad la idea de que el mundo puede seguir adelante sin necesidad de la intervención de los dioses, pero la pretendida capacidad premonitoria de la inventiva de Lucrecio no legitima una identificación a posteriori de perdedores y ganadores. En un ayer más cercano, no se le escapaba al Regenerador del cuento de Clarín la oportunidad que le brindaba la transposición de «la teoría famosa de la lucha por la existencia» al darwinismo social del momento: «Una cosa así ya la había adivinado él. ¡Claro! Quítate tú para ponerme yo: eso era el mundo. El más fuerte, el más listo… ¡vencedor, naturalmente! Y caiga el que caiga. ¡Qué gusto! Explotar a la humanidad doliente (vulgo pagana), de acuerdo con los adelantos científicos»Leopoldo Alas, «Clarín», «El Regenerador» (1899), en Cuentos completos, Carolyn Richmond (ed.), Madrid, Alfaguara, 2000, II, pp. 558-559.. No se trata de negar la existencia de soluciones emergentes buenas, ni la de disposiciones decretadas malas: basta con echar una mirada al pasado próximo, o incluso al más inmediato presente, para verificar que sobran ejemplos de cada caso, pero es preciso plantearse cuándo unas u otras conducirán a mejor final y, en último término, cabe preguntarse a quiénes puede beneficiar la dejación de la toma de decisiones pública para poner ésta en manos de los particulares intereses del mercado (y de los mercaderes).

Dicho de otra forma, para Ridley las cosas irán bien si se les permite marchar a su antojo pero, si no fuera así, nadie debería tomar las riendas ni sería culpable de un eventual desastre que sólo cabría aceptar con resignación. En definitiva, hay muchas razones para desconfiar de la engañosa extrapolación de una teoría científica plenamente aceptada a la práctica totalidad de la actividad humana, y también para recelar de la idoneidad de ilusorias propiedades atribuidas a un artefacto universal de mano invisible que pretende explicarlo todo. Cualquier tipo de moralidad digno de tal nombre implica necesariamente interferir con un proceso evolutivo que sólo favorece la «supervivencia del más apto» para así proteger al más débil. Es deseable que unas ideas rivalicen con otras, pero no lo es que las personas sufran las consecuencias de una supuesta libre competición, y esto hace que cierto grado de regulación no sólo sea aconsejable sino absolutamente necesario.

Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense y profesor del Colegio Libre de Eméritos. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).
 

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