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Back in the USSR

Limónov

Emmanuel Carrère

Barcelona, Anagrama, 2013

Trad. de Jaime Zulaika

400 pp. 19,90 €

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Visto desde la larga distancia del plano general de la historia, Eduard Limónov (nacido Savienko en 1943) es un personaje algo oscuro y muy secundario, que debe su escasa notoriedad al hecho de haber sido, primero, autor de escandalosos libros autobiográficos en los que relata episodios de sexo y violencia siempre en los márgenes de la delincuencia, y más tarde fundador y líder agitador del Partido Nacional Bolchevique de Rusia (declarado ilegal en 2007), una organización que no puede dejar de parecernos una mezcla disparatada de fanatismo nacionalista, nostalgia soviética, punk rock, neonazismo, nihilismo ruso y estética destroy, por fortuna minoritaria; si además sabemos que es hijo de un soldado ucraniano de la NKVD (antecedente de la KGB y sucesora de la checa en la Unión Soviética) y que fue colega de algunos cabecillas de la extrema derecha europea y camarada del sórdido Arkan en la guerra de los Balcanes, encontraremos en esta figura histórica de tercera fila una coherencia siniestra que nos es relativamente familiar: la del adolescente gamberro que alcanza la edad de la jubilación sin haber encontrado la manera de madurar hasta la condición de adulto y que hace de la política la ocasión de continuar la bronca cuando ya se le ha pasado el tiempo de pertenecer a las hinchadas radicales deportivas o de armar camorra en los macroconciertos al aire libre.

Y esto habría seguido siendo así, probablemente, para la mayoría de nosotros, si Emmanuel Carrère no hubiera decidido acercar a la vida de este hombre la lupa de su elaborada y brillante técnica de biografía literaria que, como en otras ocasiones (véase El adversario, traducida también en Anagrama), produce una narración que no encontraríamos en absoluto creíble si no supiéramos que es real: la literatura, si no abandona del todo las convenciones genéricas, siempre está comprometida con la verosimilitud; la realidad, obviamente, no. Como se trata de un relato que a su vez se apoya de un modo importante en la autobiografía del personaje (que nunca ha dejado de escribir sobre sí mismo), Carrère intenta matizar el elemento de ficción presente en toda autobiografía alzando de cuando en cuando su propia voz para corregir o poner en duda la del personaje; logra, en suma, que sus recursos literarios hagan creíble al lector la increíble vida de Limónov, pero, a cambio, se resiente la verosimilitud de su propio personaje de narrador, en el sentido de que el lector a veces duda de la veracidad de un Carrère «fascinado» por la vida aventurera, pendenciera y temeraria de Edichka.

Sin embargo, no se trata sólo de que, al mirarlo de cerca, el personaje pierda la rigidez acartonada de una caricatura trazada con unos pocos rasgos abstractos y se vuelva «humano» y, por tanto, no susceptible de un juicio sumarísimo; esto ocurre, sin duda, y no tanto porque «comprendamos» la unidad de su vida, sino más bien porque vemos que, como la nuestra, la suya también está hecha jirones y llena de incongruencias, por mucho que el protagonista se esfuerce en presentarse como un héroe «de una pieza» llamado a la desesperada defensa de las causas perdidas; su frialdad darwiniana que todo lo mide en términos de éxito y fracaso (soslayando la ambigüedad que comportan tales términos) no elimina la calidez del «cuidado» que dedica a sus compañeros de presidio, y su desmedida egolatría coexiste con una compasión y una solicitud casi incomprensibles, como debe suceder con todos los que han llegado a liderar alguna organización. Pero de lo que en verdad se trata es de algo que, inevitablemente, tiene que ver con la Europa nacida de la segunda guerra mundial y con el destino de la Unión Soviética. La cita con que se abre el relato (que no reproduzco para no «destripar» su efecto) nos hace ya sospechar que esta es una historia en la cual, como sucede en un cierto número de obras –pensemos, entre nosotros, en Os quiero a todos, de Eduardo Gil Bera–, ninguno de los personajes (ni el protagonista, ni sus antagonistas, ni sus cómplices, ni el narrador) podrá resultarnos del todo simpático. Las razones de esta antipatía insuperable no se refieren enteramente al imperio de lo «políticamente correcto», sino que pueden adivinarse a partir de esta perla del historiador Martin Malia que Carrère reproduce en el libro: «El socialismo real no es un ataque contra abusos específicos del capitalismo, sino contra la realidad. Es una tentativa de abolir el mundo real, una tentativa condenada a largo plazo, pero que durante un determinado período consigue crear un mundo surrealista definido por esta paradoja: la ineficacia, la penuria y la violencia se presentan como el bien supremo».

El caso es que este mundo surrealista se convirtió, durante cerca de un siglo, en la alucinación colectiva de la mayor parte de los casi trescientos millones de personas que integraban la Unión, ya que quienes no sintonizaban con esa alucinación habían sido exterminados o reducidos al silencio (aunque su falta de aquiescencia pudo ser compensada, durante largo tiempo, por la contribución de quienes, con mayor comodidad, compartían el delirio desde fuera de la Unión Soviética). Con la caída de Gorbachov, dejando aparte otras lindezas hermenéuticas, como las de quienes hablaban del «final de la Historia», la población que había vivido bajo este régimen se enfrentaba a una conclusión cada vez más evidente: «El país había estado durante setenta años en manos de una banda de criminales» (p. 201). Pero esta es una conclusión sencillamente inaceptable para quienes tienen que seguir viviendo después de haber creído en general en esos criminales y de haber sido, de una manera o de otra, sus cómplices y colaboradores; es el tipo de culpabilidad y de vergüenza que despierta aún el conocido problema de la responsabilidad de los alemanes «normales» en los crímenes del nazismo o el de la colaboración de muchos franceses durante la ocupación alemana con el gobierno de Vichy, pero en este caso agudizada y generalizada por el hecho de que, durante todo el tiempo que duró la Unión Soviética, la inmensa mayoría de sus habitantes (y muchos otros ciudadanos de otras partes del mundo) estuvieron convencidos de que, aunque los métodos no fueran siempre limpios, aunque los hombres que los ejecutaban no fueran siempre virtuosos, la Idea en nombre de la cual actuaban era lo suficientemente buena como para justificar semejantes desafueros, que quedarían sobradamente reparados cuando la obra en cartel llegase a su desenlace.

Carrère se instala en la piel bien curtida –pero no por ello insensible– de Limónov para hacernos experimentar lo que no solamente fue un hecho histórico que supuso una conmoción ideológico-moral y un trastorno en el equilibrio mundial de los poderes, sino también una decepción vivida desde una óptica subjetiva cargada de historia familiar, de amistades y solidaridades contraídas e irrenunciables y, en suma, de afectos indiscerniblemente adheridos a las convicciones y a las acciones; el lector se apropia así «personalmente» de ese proceso de quiebra de la verosimilitud merced al cual lo que la generación del biografiado había considerado del todo imposible (la caída de la Unión Soviética, la disolución del PCUS, la independencia de las repúblicas cuya anexión había permitido continuar la imagen de la «Gran Rusia Imperial» de la época de los zares) comenzó de pronto a suceder a toda velocidad, triturando cruelmente el orgullo de un país entero que había confundido su amor propio nacional con el reconocimiento de la dignidad de la clase social que habría de redimir a la humanidad de su lucha milenaria.

Quienes han vivido en esa ilusión compartida pueden admitir que el experimento no haya salido todo lo bien que se esperaba, que algo se ha torcido fatal e irreparablemente e impide llevarlo hasta el final previsto. Lo que no quieren hacer es renunciar a la autoestima que hasta ese momento les ha ayudado a soportar estoicamente la ineficacia, la penuria y la violencia de las que hablaba Malia, sobre todo cuando el cambio de régimen no les ha librado de la penuria, la ineficacia y la violencia, que siguen siendo su dieta cotidiana tras el reingreso apresurado en la Historia y la restauración de la economía de mercado. En este trasfondo no solamente la arrogancia de Limónov adquiere otros tintes, sino que también se revisten de una cierta inteligibilidad las andanzas de la historia reciente de la Federación Rusa, especialmente cuando el perfil de Vladímir Putin se nos aparece como una suerte de «doble» de Eduard Limónov –con quien tiene una gran cantidad de parentescos biográficos–, un Limónov triunfante y glorioso o, lo que es lo mismo, cuando Limónov queda retratado como un Putin fracasado; mejor dicho, como el ingrediente de fracaso, de humillación, de rencor y también de orgullo aún no extinguido del cual se alimenta el éxito de Putin y de lo que, alrededor de su férreo poder, significa la cara política de la nueva Rusia postsoviética.

Claro está que, al retirar la lupa, el personaje vuelve a recuperar la irrelevancia y la hostilidad que le caracterizaban en el plano general. Pero quizá la literatura sirve, si es que sirve para algo, para recordarnos las cicatrices que toda piel comporta cuando ponemos sobre ella la lente de aumento de la verdad.

José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense. Sus últimos libros publicados son La regla del juego: sobre la dificultad de aprender filosofía (Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2005), Esto no es música: introducción al malestar en la cultura de masas (Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2007), Nunca fue tan hermosa la basura: artículos y ensayos (Barcelona, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2010), El cuerpo sin órganos: presentación de Gilles Deleuze (Valencia, Pre-Textos, 2011) y Políticas de la intimidad: ensayo sobre la falta de excepciones (Madrid, Escolar y Mayo, 2012).

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