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La risa inútil

Heil Hitler, el cerdo está muerto. Reír bajo Hitler: comicidad y humor en el Tercer Reich

Rudolph Herzog

Madrid, Capitán Swing, 2014

Trad. de Begoña Llovet

224 pp. 18,50 €

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«La destrucción de Sodoma fue un modelo. A lo largo de todos los tiempos se pecará antes de un terremoto»: lo avisó Karl Kraus bien temprano, en 1909«Die Zerstörung Sodoms war ein Exempel. Man wird durch alle Zeiten vor einem Erdbeben Sünden begehen», Die Fackel, núm. 277-278 (31 de marzo de 1909)., antes de las dos guerras que marcaron el siglo pasado. Entre ambas transcurrieron los vertiginosos años veinte, que tuvieron el intenso sabor del pecado antes del desastre. Fueron testigos y escribieron de ello, entre otros muchos, Joseph Roth en sus crónicas berlinesas, el periodista Willy Pröger en sus reportajes sobre el hampa y la prostitución, o Curt Moreck en una curiosa guía del vicio de Berlín: Führer durch das «lasterhafte» Berlin (1931). Entre los españoles, Wenceslao Fernández Flórez escribiría muy atento a la profusión de muchachas en la capital durante esos años y Josep Pla dejaría un testimonio completísimo y más que inquietante en su libro Notes disperses.

Charlie Chaplin fue otro de los fugaces visitantes de la capital y resumiría en Mis andanzas por Europa (Madrid, Cenit, 1930) el espíritu berlinés que él vivió en 1921: «Las muchachas están muy nerviosas. Toda la vida nocturna de esta ciudad parece así, nerviosa, neurótica, a demasiada presión». Parecería que los alemanes no sabían qué hacer con su libertad. El peruano Alberto Hidalgo, en su Diario de mi sentimiento, se mostraba maravillado ante el ejercicio que de ella hacían los habitantes de Berlín: «El extranjero recién llegado a Alemania no necesitaría ir a teatros y cinemas para divertirse. En las calles tiene a su alcance uno más barato: el espectáculo de la libertad. Pues ésta tiene caracteres tan pronunciados, que parece ser ejercida con ostentación. […] Mujeres visten de hombres y hombres de mujeres, sin que nadie les confunda y ose impedírselo. Hay una niña peripatética que usa todas las tardes Unter den Linden para pasearse, desnudo por entero el pecho, en un magnífico «Rolls Royce» de su propiedad. Entre nosotros, ya estaría recluida en un manicomio. Aquí apenas la consideran una muchacha millonaria y caprichosa, ganosa de alarmar a forasteros. […] Y finalmente, este es el único país del mundo en que cualquier felón, cualquier filibustero, tiene la libertad de serlo».

Entre los escenarios de aquella desmesura deambulaba perplejo Joseph Roth: «A veces ocurre que confundo un cabaret con un crematorio y paso por lugares destinados a la diversión con el ligero escalofrío que provocan las dependencias de la muerte». Aquel escalofrío pudieron sentirlo todos los alemanes con la llegada de la inflación. «De pronto, los periódicos empezaron a publicar noticias sobre los adolescentes que se suicidaban»: Pla, de nuevo. El sufrimiento de la población fue una de las causas del vertiginoso ascenso del nazismo, que alcanzaría el poder parlamentario tras las elecciones de marzo de 1933. Cambiaría por completo el mundo de los cabarets, los templos de la ironía, el sarcasmo y la carcajada.

Existe un precioso testimonio de aquel cambio. En agosto de 1933, la República española envió a un grupo de aspirantes a la carrera diplomática a un viaje de estudios de casi tres meses por diversas zonas de Europa Central. Al regresar a España en octubre, uno de aquellos aspirantes a diplomáticos, Ángel Sanz Briz, redactó una «Memoria de viaje» de cuarenta y nueve páginas en la que dio cuenta de sus impresiones. Durante su estancia en Berlín, algunos alumnos acudieron al Teatro de la Radio y el espectáculo le causó una honda impresión al futuro héroe de Budapest, que unas horas antes había paseado tranquilamente entre burgueses por una zona de lagos de las afueras. La cita es larga, pero creo que merece la pena leer parte de este documento inédito que se guarda en el expediente personal del diplomático, ahora en el Archivo General de la Administración:

Allí una revista. ¿Alegre concesión a la sensualidad? ¿Fiesta de belleza? No. Cabalgata militar, bronca y guerrera. Sucesión de uniformes alemanes que dejaron su rastro en los museos durante doce lustros. La revista marcial es evocación histórica, grata, al principio, porque despierta el interés del estudioso. Pronto el elemento histórico se va esfumando, insensiblemente, hasta que no queda, frente al espectador, otra cosa que la apoteosis del espíritu de guerra […].

Pero todo tiene, a la vez que un final, un fin. Y aquí el fin y el final es la apoteosis del hitlerismo, en el desfile de las milicias nazis, selladas con la swastica [sic]. Los ocho mil espectadores se alzan de sus asientos y extienden el brazo derecho en romano saludo. La orquesta interpreta el himno hitleriano y el coro formidable de ocho mil gargantas hace brotar el cántico que habla de revancha, de expansión imperial, de cesárea hegemonía sobre el mundo…

La sucesión del espectáculo ha establecido una fatal correlación entre los desfiles guerreros de Federico el Grande y el de las milicias de Hitler. Todo es uno y lo mismo; todo es continuidad histórica dentro de un espíritu puramente militar. El «heil Hitler» toma acentos bárbaros. […]

¿Y aquellos apacibles burgueses de los lagos de Potsdam? He aquí el violento, el incomprensible contraste. La estampa de la tarde y la estampa de la noche intentan superponerse y no hay manera de encontrar dos trazos homólogos que hagan posible la tarea. ¿Dónde está Alemania? ¿En los pacíficos burgueses que buscan la sensual ondulación de la pradera y la fronda de los bosques domesticados, o en este coro delirante, de gentes intoxicadas por un ideal de guerra y de soberbia?

La libertad, y con ella el humor, terminaron cuando se supo claramente que Alemania estaba en el coro delirante de intoxicados por el ideal de guerra y de soberbia. Rudolph Herzog describe magníficamente el proceso de acallamiento del humor en este libro, escrito tras haber realizado el documental Ve have vays of making you laugh, en coproducción con la BBC, que lo tituló simplemente Laughing with Hitler, y bebe de las fuentes utilizadas por Herzog para nutrir los sesenta minutos de película: el cine y la prensa de la época, las emisiones de radio y, muy especialmente, testimonios personales de gentes que aún recordaban chistes y anécdotas que circulaban de forma más o menos clandestina durante esos años.

El libro sigue un esquema cronológico muy simple y, por tanto, muy efectivo para comprender la evolución del humor y su represión durante la época nazi. Los chistes formaban parte de la vida cotidiana y son lugar común, por ejemplo, en todos los magníficos libros que escribieron los corresponsales españoles en Berlín. Así, Ramón Garriga en El ocaso de los dioses nazis (1945), Manuel Penella de Silva en El número 7 (1945) y Luis Abeytúa en su imprescindible Lo que sé de los nazis (1946, reeditado en 2011). Era un lugar común del que no se zafaron otros españoles residentes en la Europa subyugada por Hitler. Eugenio Suárez, entonces un joven periodista en Hungría, menciona un par en sus memorias de la época, Corresponsal en Budapest (1946, reeditado en 2007); y no sólo los periodistas: también el marqués de Lema recoge alguno en El Rhin en llamas (1950), el libro en que relata sus experiencias como cónsul de Colonia. El hecho de que todos ellos incluyan varias bromas y anécdotas afianza una de las tesis de Herzog, apoyada en algunos estudios recientes: poner chistes en circulación no tenía por qué ser una heroicidad subversiva y quienes lo hacían no corrían un verdadero peligro.

Pero lo que más sorprendente del libro de Herzog es la conclusión que obtiene tras haber analizado las numerosas formas de humor del momento: ni los chistes, ni las sátiras en cabarets o en la radio fueron herramientas útiles para luchar contra el Reich. Que el chiste es subversivo lo demuestra la maquinaria represora que los nazis pusieron en marcha para castigarlo y atajarlo. El saludo hitleriano, por ejemplo, era motivo de chanzas para parte de la población, de tal manera que hasta un feriante de Paderborn enseñó a sus chimpancés a alzar el brazo cada vez que veían un uniforme. La burocracia nazi fue taxativa y se publicó una orden que prohibía el saludo a los monos, algo que por sí mismo no deja de ser cómico. De todas formas, Herzog es escéptico a la hora de juzgar la represión, y es esto lo más controvertido del libro. Teniendo en cuenta la brutalidad nazi, Herzog considera que un castigo de varios meses de prisión por contar un chiste es una cuestión leve e intrascendente. Es cierto que hubo también ejecuciones por burlarse del régimen y de sus líderes, y los ejemplos expuestos son devastadores, pero Herzog considera que en esos casos los chistes eran meros pretextos para acusar a enemigos políticos con el fin de eliminarlos.

La incredulidad de Herzog es absoluta. En primer lugar, considera que la inmensa mayoría de chistes políticos y sátiras sobre los nazis, desde que se hicieron con el poder hasta que perdieron la guerra, no eran más que pullas inocentes. No sólo eran chistes malísimos, al menos desde el punto de vista actual (no hay ni uno solo que provoque una carcajada y apenas un puñado logran suscitar una sonrisa), sino que se mofaban de aspectos irrelevantes desde el punto de vista político y rara vez señalaban los aspectos criminales del régimen, aquellos que convenía iluminar para desactivarlos mediante el humor. Herzog insiste en restar importancia a los chistes que enumera: para él están desprovistos de fantasía, son insignificantes pullas, inofensivos, inocuos, obscenidades baratas sin contenido político… Todo un campo semántico bien sembrado de escepticismo e incredulidad sobre la eficacia del humor.

El caso más paradigmático es el del campo de concentración de Dachau, creado pocas semanas después del nombramiento de Hitler como canciller del Reich, en marzo de 1933. El campo también fue motivo de chanza. A los niños se les amenazaba con ir a Dachau si no se portaban bien y comenzaron a circular chistes y bromas sobre el campo, lo que para Herzog constituye una prueba indubitable del conocimiento que la población alemana tenía de los campos de concentración. Pero lo más llamativo sobre la relación entre Dachau y el humor es algo que puede extrapolarse a la función y utilidad del resto de chistes políticos: «Servían más bien para arreglárselas con el terror antes que para expresar una crítica seria». Así, todo el humor político de la época no sería más que una risa nerviosa, casi histérica y absolutamente inútil: «La gente intuía la dimensión del horror, pero no la querían aceptar porque, si lo hubieran hecho, tendrían que haberse rebelado contra ella. La reacción fue el silencio: cerraban la boca y miraban hacia otro lado». Si a esa cobardía sumamos los numerosos ejemplos expuestos en el libro de delaciones y chivatazos, no encontraremos resumen más desolador del papel de la ciudadanía alemana durante el régimen nazi.

Escarbando en los muladares de la miseria moral de los alemanes, Herzog halla el único momento en que el humor resultó eficaz, y es en la burla de los judíos. Reírse de ellos –y abundaron los chistes sobre judíos y sobre sus desgracias– «prestaba a la injusticia una apariencia de legitimidad». Evidentemente, no sólo se hacían chistes en la calle; también eran ingrediente fundamental en las películas antisemitas, difundidas especialmente a partir de 1942, año en que s celebró la reunión en Wannsee para tratar la «solución final» al «problema judío», lo que para Herzog no es de ningún modo casual.

El desarrollo de la guerra hizo que el humor fuera tomando tintes más oscuros y la represión por derrotismo fuera brutal. De las 102 penas de muerte dictadas por el Tribunal del Pueblo en 1941 se pasó a las 1.192 de 1942 y a las 2.079 de 1944. Había que dar ejemplo y los chistes fueron una excusa para deshacerse de los «enemigos del pueblo». No es de extrañar que el ánimo de los alemanes decayera fuertemente y que hubiera lugar para historias como la que cuenta Luis de Abeytúa cuando, casi al final de la guerra, se sacó el permiso de conducir. Conducía el coche por una calle berlinesa cuando se cruzó en su camino un oficial nazi. Abeytúa intentó frenar, pero el instructor hizo uso de sus mandos para acelerar y atropellarlo. No lo consiguió y, ante los reproches del periodista español, sólo acertaba a exclamar que Alemania tenía que perder la guerra.

Heil Hitler, el cerdo está muerto, es una lectura idónea para reflexionar sobre la eficacia del humor en tiempos oscuros. En España ha tenido un gran éxito una película sobre ciertos tópicos del nacionalismo y el terrorismo vasco, y cabe preguntarse si hubiera sido posible –o por qué no fue posible– hace unos años, cuando ETA asesinaba ante la indiferencia y aun el beneplácito de tantos; y, sobre todo, si hubiera sido eficaz hacer chistes de etarras tratando de minar su naturaleza criminal. Asimismo, ha sido inevitable pensar en los atentados de París en enero de este año. Las víctimas han sido humoristas, policías y judíos. Los dibujantes y redactores del semanario satírico Charlie Hebdo han pagado caro su sentido del humor, que forma parte indisoluble de la libertad de expresión. Su defensa por parte de todos los ciudadanos es una forma de hacer del chiste algo útil contra el crimen y la barbarie. Es la mejor lección que uno puede extraer de este magnífico libro de Rudolph Herzog lleno de chistes malos e inútiles, de delatores, canallas y asesinos, pero en el que también pueden encontrarse algunos héroes, gente decente y víctimas con sentido del humor y, por tanto, con conciencia de libertad.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest.

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