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Yo es otro

El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde

Robert Louis Stevenson

Barcelona, Alba, 2015

Trad. de Catalina Martínez Muñoz

176 pp. 18 €

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«¿Es El doctor Jekyll y el señor Hyde una obra con altas intenciones filosóficas, o simplemente la más ingeniosa e irresponsable de las ficciones?» La pregunta se la hacía Henry James, amigo y admirador de Robert Louis Stevenson, en un afectuoso perfil literario publicado en 1888, dos años después de que apareciera la novela; y la respuesta, tras un típica acumulación de matices y salvedades, caía del lado de la ficción. James aceptaba que el tema era «infinitamente interesante», incluso que reflejaba una «sensibilidad genuina por la perpetua cuestión moral», pero lo que de veras le interesaba del libro era su «forma sumamente lograda». En ello residía, a su entender, lo «más edificante de esta historia breve, rápida y concentrada, que es una verdadera obra maestra de concisión».

Tras las innumerables traducciones y adaptaciones de la historia a los más diversos formatos (teatro, cine, cómic, dibujo animado), se diría que James infravaloraba las «intensiones filosóficas» o, cuando menos, pasaba por alto las dotes de Stevenson como alegorista. Pero su ejemplo invita a recordar que la alegoría en cuestión reposa en un texto de primer orden, soberbiamente bien escrito y de suma eficacia narrativa. Una flamante edición de la novela, publicada por la editorial Alba –que, en su colección Alba Clásica, sigue traduciendo lo mejor del siglo XIX europeo bajo la dirección del novelista español Luis Magrinyà–, ofrece la oportunidad perfecta de comprobarlo, sin excluir información sobre el período histórico en que surgió la figura del hombre dividido. Para lo primero está la traducción de Catalina Martínez Muñoz, que recrea con oído experto la vivaz prosa de Stevenson; para lo segundo, una pertinente pareja de apéndices, con un artículo del propio autor sobre el papel de los sueños en su creación y otro del moderno estudioso Robert Mighall sobre el contexto criminológico y psiquiátrico del caso. Súmese a ello las ilustraciones del novelista-ilustrador Mervyn Peake, y tenemos una edición casi sin parangón entre las disponibles hoy en día.

Pero conviene ir por partes. James señalaba la capacidad del libro para «sostener el interés», y una de las primeras sorpresas que depara su relectura es lo que podría llamarse la inteligencia formal de Stevenson. Como muchas narraciones victorianas, esta se acerca a su tema de manera oblicua, presentando primero a quien será su testigo, un abogado llamado Utterson que se encargará de recoger versiones e informes. (Hay que estar atentos, también, a la onomástica: «to utter» [pronunciar, articular].) Desde un principio aparece el gusto por lo indefinido de Stevenson, dado a caracterizar a los personajes como quien los envuelve en un velo de misterio. De Utterson, por ejemplo, dice: «Era frugal consigo mismo: cuando estaba a solas, para disciplinar su aprecio por los vinos de buena cosecha, bebía ginebra y, aunque le gustaba el teatro, llevaba veinte años sin pisar ninguno». Pese al detalle revelador de la ginebra, ¿no es un poco rara tanta frugalidad? ¿Y oculta un trauma su alejamiento del teatro? Pero Stevenson guarda silencio y, de detalle en detalle, teja un sistema de ambigüedades que prefigura la extraña aparición de Hyde.

Hyde aparece primero en el relato de un amigo de Utterson. Las circunstancias son bastante peculiares; pero lo que merece señalarse es que, ya para el amigo, Hyde «da la sensación de que tiene alguna deformidad», si bien «no sabría decir cuál» y «no puedo señalar nada que se salga de lo normal». El repelús se confirma y se repite con variaciones cuando Utterson por fin lo ve: «El tal Hyde era bajito y de tez pálida, daba una impresión de deformidad a la vez que no se veía en él ninguna malformación apreciable, tenía una sonrisa desagradable […], y hablaba con una voz ronca, susurrante y casi quebrada; todos estos detalles obraban en su contra, pero ni siquiera sumados bastaban para explicar el desagrado, el desprecio y el miedo, desconocidos hasta aquel instante, que su presencia inspiraba». Por mucho que nos acerquemos, con todo, seguimos sin captar a Hyde, que, como indica su apellido, se esconde.

«¿Será la irradiación de un alma inmunda la que se trasluce en su envoltura de barro y la transfigura?», se pregunta Utterson. Y aunque se contesta que sin duda de eso se trata, la cuestión no es tan sencilla para los lectores. Hyde es una cifra textual y, como en el caso de otro doble famoso de la época tardovictoriana, Dorian Gray, queda en nuestras mentes la tarea de otorgarle no sólo un rostro, sino un catálogo de perversiones. Como bien se sabe, la impecable trama acaba desvelando el lado oscuro de Jekyll, pero lo intrigante es que, más allá de un par de casos puntuales, como el asesinato que cataliza el conflicto, nunca se explica en qué consiste su supuesto envilecimiento. Jekyll, en la parte de sus confesiones, menciona que, de joven, «estaba entregado a una vida de profunda duplicidad» y escondía sus faltas «con una sensación de vergüenza malsana». Más tarde agrega que, convertido en Hyde, se descubrió «diez veces más perverso» y supo «zambullirse de cabeza en el mar del libertinaje». ¿Qué halló en esas aguas? Nunca se nombra.

El que calla, en materia interpretativa, otorga. Y lo cierto es que, ya desde la época de la publicación del libro, el simbolismo implícito fue leído en diversas claves, algunas relativas a la toxicomanía (Jekyll sería opiófago, morfinómano, elíjase la sustancia), la mayoría inclinadas a lo sexual y, en particular, a lo que los franceses decimonónicos llamaban, quién sabe con qué conocimiento de causa, le vice anglais. Desde luego, no hace falta gran imaginación para homologar la doble vida del buen doctor con la que debían llevar los homosexuales victorianos en el seno de una sociedad que los condenaba; pero también ha habido algunas interpretaciones bastante fantasiosas. Mi favorita, que recuerdo de mis días de estudiante, es la que identifica la puerta oculta por la que Hyde entra en la casa de Jekyll con una «entrada trasera» más que simbólica. En cualquier caso, se sabe que a Stevenson no le hacían mucha gracia las lecturas sexuales, fueran del signo que fueran. En una carta citada en esta edición se queja de que «la gente está tan llena de lujuria y de instintos sexuales invertidos que no es capaz de pensar en nada que no sea el sexo». Bueno, ¿qué esperaba? Hyde, tal como dice Jekyll, es «la expresión de los elementos más bajos de mi espíritu».

En una sociedad encorsetada, incluso las bajezas se encuentran socialmente definidas.

«Un capítulo sobre los sueños», el primero de los dos apéndices, es quizás un esfuerzo loable, pero en última instancia vano, por desviar el pensamiento hacia áreas más nobles. Stevenson publicó el ensayo en 1888, cuando los periódicos habían ventilado las interpretaciones más sensacionalistas de su novela; mezcla de autobiografía y análisis onírico, es un texto cautivador y en esencia amable, pero yo diría que hay que tomarlo con pinzas, no sólo por lo señalado, sino por la oportuna manera en que romantiza su trabajo del escritor. Stevenson cuenta que, desde niño, ha tenido sueños muy vívidos, y que muchas de sus historias se las dictan unos supuestos «duendecillos». Tras unos cuantos ejemplos, acaba ofreciendo lo siguiente sobre la génesis de Jekyll y Hyde: «Quería escribir sobre este tema desde hacía mucho tiempo; quería encontrar un cuerpo, un vehículo con el que transmitir esa intensa sensación de doble personalidad que a veces entra en liza y se apodera de la conciencia de todo ser pensante». Lo más interesante es la anécdota que viene a continuación, según la cual estuvo dos días pensando en cómo plasmarlo, hasta que «la segunda noche soñé la escena de la ventana [cuando Utterson ve de lejos a Jekyll recluido] y otra posterior, dividida en dos, en la que Hyde, perseguido por algún delito, tomaba los polvos y experimentaba la transformación en presencia de sus perseguidores». Hemos de creer, pues, que el planteamiento se lo regalaron los duendecillos. Por desgracia, eso no avanza mucho en cuanto a las connotaciones que tanto inquietan a sus lectores. Y cuando Stevenson afirma: «todo lo demás lo escribí despierto»; y «el significado de la narración es, por tanto, mío», tampoco se aviene a aclarar cuál es ese significado.

En el segundo apéndice, «Diagnóstico de Jekyll: el contexto científico del doctor Jekyll», Robert Mighall considera los significados que hubieran sido plausibles según la psiquiatría contemporánea que, presumiblemente, sirvió de inspiración a Stevenson. Mighall empieza por recordarnos algo que, pese a estar delante de nuestras narices, es muy probable que pasemos por alto: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde «se presenta como un “caso” en el sentido legal, pero también es en parte un caso de estudio ficticio de lo que en su momento se conocía como “psicología mórbida”». La observación es especialmente valiosa en relación con la historia de los géneros literarios, que en el siglo XIX entablaban una relación más fluida con el discurso científico de lo que suele tenerse en cuenta en nuestra época. Sin ir más lejos, la novela policíaca (¿y no es El caso una especie de novela policíaca?) surge en parte del informe criminológico. Aunque el modernismo vino a romper estos trasvases, no viene mal recordarlo. Por lo demás, Mighall toca temas como la «demencia moral», la «responsabilidad penal» y el estudio de la «perversión sexual», haciendo hincapié en que los victorianos, por mucho que guardaran las apariencias, no eran ningunos santos.

Las glosas de Mighall presentan con agudeza un clima científico, pero su ensayo gana en interés cuando reconstruye la vida extraliteraria que cobró en el siglo XIX la figura de Jekyll/Hyde. Personalmente, por ejemplo, no tenía ni idea de que los periódicos de entonces caracterizaron a Jack el Destripador como a un Hyde que «andaba suelto por Whitechapel», como en representación, según pudo leerse en The Pall Mall Gazette, de «los salvajes de la civilización que estamos criando por centenares en nuestros barrios bajos». En momentos así, Hyde fue elevado a figura arquetípica del «otro» (por no hablar de un chivo expiatorio de ansiedades sociales). Pero lo inquietante, por supuesto, era que se tratara del «mismo»: como bien señala Mighall, la sencilla idea central de la novela es que no hay apariencias fiables. El ensayo se detiene en ese punto, pero en conclusión cabría agregar que, no en vano, la obra de Stevenson apareció en una sociedad que prefería repudiar su lado instintivo, la cara oscura de la psique, o como quiera llamarse. La novela realmente venía a decir lo indecible. Y no sólo en el sentido que le daba James era una obra maestra de la concisión: al abundar menos, expresaba más.

Martín Schifino es crítico teatral de Revista de Libros y traductor.

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