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La aventura del pasaje

Constelación de pasaje. Imagen, experiencia, locura

Josep Casals

Barcelona, Anagrama, 2015

1088 pp. 34,90 €

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Quien recuerde o vuelva ahora a hojear las primeras páginas de Afinidades vienesas, constatará que ya allí, en la «Advertencia y agradecimientos», Josep Casals anunciaba un futuro libro que debía surgir del cruce de la figura de Walter Benjamin por el plano vienés que esas Afinidades exploraban hasta el momento en que «Austria devenía un lugar del que marcharse». Ese otro libro anunciado entonces, en 2003, se presentaba con el «título provisional» de Constelación de pasaje (Imagen, pensamiento, locura). Doce años más tarde, la única corrección introducida en el título ha sido la sustitución de la palabra «pensamiento» por la palabra «experiencia».

Probablemente sería demasiado arriesgado extraer conclusiones de ese pequeño cambio, aunque impresiona que la idea, por lo menos en la medida en que ésta se identifica o se refleja en un título, estuviese ya tan clara para el autor, y que el «pensamiento» se haya convertido al cabo de los años en «experiencia». E impresiona doblemente, porque después de la intensa aventura que supone leer Constelación de pasaje lo difícil es decir si ha habido una idea, algo que justificase con la fuerza de una hipótesis, de un concepto o de una teoría todo ese recorrido de más de mil páginas por una parte de la cultura literaria, cinematográfica, operística y artística de la Europa que iría de las operetas de Jacques Offenbach al cine de Fassbinder. O de Van Gogh y Cézanne a Unica Zürn, Marguerite Duras y Maurice Blanchot. O de Nietzsche a Visconti. O de Musil a Jean Genet. O de Jean Renoir y Max Ophüls a Walter Benjamin. La lista de nombres obliga a pensar en una topografía: París con ramificaciones berlinesas, praguenses y vienesas. No se cruza el Canal de la Mancha. No se cruzan los Pirineos. No hay viaje a Italia (excepto para visitar a Visconti). Es Mitteleuropa en estado puro, aunque contemplada desde París. Algo así como la diáspora vienesa explicada desde París, lo que no resulta muy plausible desde una perspectiva históricamente consistente. Pero este libro desafía los relatos históricamente consolidados. Y los desafía con más convicción desde la experiencia que el propio libro propone y contiene que desde una tesis que le permita al lector atenerse al porqué del recorrido, el cual en ocasiones se le antoja una deriva casi propia del situacionismo, como si lo importante fuese la «situación» que el propio libro plantea, no un sentido que lo articule para que se sepa desde el comienzo en qué términos y con qué fines se propone la conversación con él.

Walter Benjamin es, sin duda, la figura que hace de gozne entre París y Viena. Y su idea de la organización del pesimismo como ultimátum, una fórmula que aparece en su ensayo sobre el surrealismo (formulada antes por Pierre Naville, y citada en la página 1018 de Constelación de pasaje), puede servir de clave de acceso al proyecto de Josep Casals. Ahora bien, que esa posible clave, y otras contenidas en este último capítulo dedicado a Benjamin, se ofrezcan después de más de mil páginas, no deja de ser desconcertante. Invita bien a releer el libro sabiendo ya en qué sentido puede experimentarse lo que éste ofrece, bien a tomárselo como un espacio al que puede accederse por cualquiera de los veintiséis capítulos que lo conforman y cuyo contenido está, eso sí, perfectamente detallado en el índice. También es cierto que, al dar al final lo más parecido a unas instrucciones de uso o una imagen de las tripas conceptuales de todo el volumen, se nos sugiere que ese último capítulo no podría leerse igual antes que después de haber viajado por el libro. El pensamiento contenido en él exige una experiencia, y sólo esa experiencia da sentido al pensamiento que se expone en este último capítulo.

No obstante, la pregunta de cómo hay que leer Constelación de pasaje no es baladí. No hay idea evidente que uno pueda seguir, y no hay pregunta a la que pueda responderse después de haberlo leído –una pregunta tan simple como la del asunto o la cuestión del libro, a menos que se acepte por tal una vaguedad del tipo «la crisis de la conciencia europea»–, porque es muy probable que la idea sea el libro mismo, y su sentido consista en la aventura que el propio libro constituye y ofrece. A aliviar esta impresión no contribuye en nada, todo lo contrario, el prólogo muy descriptivo, pero poco o nada prescriptivo y argumentativo, con que el autor prepara al lector para lo que le espera.

De modo que, si se toma su lectura como un largo viaje persiguiendo una intriga, la experiencia adquirida fácilmente dará paso al uso del libro como un espacio de frecuentación y estudio, como un lugar de residencia. Leerlo, en cambio, a partir sólo del índice y de los nombres propios que interpelen al lector equivaldrá a perderse la experiencia irrepetible de su lectura seguida y sostenida en el tiempo, así como ese impacto del capítulo final sobre Walter Benjamin. Quienes lean el libro entero pueden estar seguros de pasar a formar parte de un club muy selecto. La gran cuestión es qué les une. Barrunto que el hecho mismo de pertenecer al club, porque todo empieza a partir de la prueba de admisión y de la experiencia de haber pasado esta prueba.

Pero –y vuelvo a lo mismo–, ¿cuál es la cuestión? ¿Cuál es el asunto? ¿Hay una idea a la que el libro dé respuesta? ¿O es toda esa Constelación de pasaje una forma también de pesimismo organizado como ultimátum? De ser eso así, la ventaja del libro es que no se acaba nunca. Su infinita morosidad obliga a ver en él una suerte de teoría de la cultura como ultimátum siempre suspendido, como un final siempre aplazado. Y si se piensa –quien firma esto lo ha pensado en algunos momentos de la lectura del libro– que semejante desmesura sólo puede ser fruto de la soledad y del destino de un carácter, que se rebelaría así, por la vía del exceso y de una cierta locura, contra una sociedad culturalmente demasiado proclive al fogonazo de lo ocurrente, entonces el propio libro una y otra vez renueva su exigencia y lleva a ese lector reticente o impaciente a reconsiderar su malhumor como un acto de injusticia. Aunque también pueda pensarse que, con un espacio público y editorial más exigente y afinado, Constelación de pasaje y su autor habrían sido sometidos a un esfuerzo de clarificación que aquí se traslada prácticamente a las dimensiones del proyecto acometido y a la intensidad del tono del libro, que es cierto que nunca decae de un nivel de crítica y documentación más que notable.

Son muchos los momentos de perplejidad que obligan al lector a asumir ese trabajo que el libro se ahorra. Así, por ejemplo, ¿cómo demonios se salta del cine de Renoir a Unica Zürn? (p. 347) ¿O cuál es el paso que permite transitar de Wagner a Kafka sin que a uno le domine el vértigo? (p. 472 y ss.) ¿Y no resulta demasiado débil y forzado el argumento que se propone para ir de Praga al psiquiátrico de La Borde? (p. 525) Si un modelo de Constelación de pasaje es el Passagen-Werk de Benjamin, entonces el esfuerzo por enhebrar todo un mundo de fragmentos, flashes, textos y figuras transmite la desconcertante arbitrariedad de lo discursivo donde debería haber quedado limpiamente expuesta la objetividad de lo abandonado y lo fragmentario. Lo discursivo introduce un efecto de falsa temporalidad y falsa contigüidad donde lo único real es lo que las obras e ideas son en sí mismas, irguiéndose o elevándose en un espacio ajeno a toda localización. Salvarse así de la historia como relato es, no obstante, condenarse a la arbitrariedad de un recorrido que tiene mucho de carambolage y –paradójicamente, si se quiere– de narrativa perfectamente forzada. Claro que también puede pensarse que, al forzarse lo narrativo hasta los límites de lo insoportable, se hace patente su fuerza y su debilidad, su autenticidad y sus ficciones, su verdad y su mentira.

¿Quiere decir eso que se busca aquí algo cercano a la propia idea benjaminiana de la historia natural, a la conversión del tiempo en espacio, no, por cierto, para neutralizar históricamente ese tiempo, sino para apoderarse de todos sus recorridos posibles? Josep Casals advierte ya en el Prefacio que si la música hacía de elemento organizador en su Afinidades vienesas, aquí, en Constelación de pasaje, ese papel lo desempeña el cine. Pero hay que pensar que el cine no solamente ejerce una función de proyección de lo imaginario. También alude a una idea de montaje capaz de organizar lo general a partir del detalle, igual que una cierta idea del vals pudo haber organizado su libro vienés a partir de una idea de ritmo, de cadencia, de pareja girando sobre sí misma y pasando así de un espacio a otro. Sin embargo, el montaje (y muy explícitamente desde Seguéi Eisenstein) responde a una lógica que debe satisfacer un análisis y queda así expuesta a la crítica. Si esto es así, la aventurera arbitrariedad de Constelación de pasaje, su arriesgado arte del engarce –Casals prefiere hablar de «motivos fluyentes»–, los chocantes cambios de plano, más la posibilidad permanente del contraplano y el ritmo o la estridencia del propio montaje deberían ser elementos susceptibles de crítica. Y ello debería ser así comenzando por la posibilidad de criticar la experiencia misma de un recorrido azaroso cuya vastedad y magnitud no se prestan ni a negociación ni a discusión ni, por descontado, a una explicación, de modo que la aventura descomunal que el libro propone debe tomarse como un desafío para que el lector convierta cada gesto del autor, infatigable en la amplitud y en el detalle, en una posibilidad de apoderarse él mismo del libro y construir su propio trayecto en él. Lo diré de otro modo: si hay locura, destino y carácter en este libro, está en manos del lector y de las posibilidades de su propio entorno cultural el transformar esa locura en conocimiento, ese destino en cultura viva, y ese carácter en goce. Pero, para que ello sea posible, debe construirse una lógica y un argumento que el libro convierte en una inmensa elipsis.

Hay una arbitrariedad relativa al querer explicar lo que se vuelve imposible en Viena desplazándose a París. Pero, una vez concluida esta jugada, el hecho de tomar a Jacques Offenbach como punto de partida dentro del propio París, y más exactamente en vísperas de la guerra franco-prusiana y de la Comuna, adquiere un sentido notable. También aquí puede pensarse en una clave de acceso al libro, aunque sólo sea porque es lo que el lector se encuentra al comienzo y de donde parte todo. Pero puede alegarse una razón mejor que el mero gesto arbitrario de un comienzo. Claro que esta razón no anula la posibilidad de que –por ejemplo– también se hubiese comenzado con el fotógrafo Nadar, que se prestaba en el mismo momento y lugar a reflexiones y conexiones por lo menos igual de fértiles y productivas, y que apenas es mencionado en todo el libro. Pero ésta es precisamente la crítica que no hace justicia a esta Constelación de pasaje y a su valor: ¿por qué esto y no aquello? Esta pregunta, de plantearse, debe respondérsela también el lector, con lo que el propio libro, como todo mito o sueño llamado «el Libro», se convierte en un campo de juego no solamente inagotable, sino también abierto y ampliable.

Offenbach fue el creador de la opereta, un género que en no pocos aspectos disolvió los anhelos mitológicos del siglo XIX por la vía de la parodia y el humor. Con ella se facilitó que el entretenimiento y la diversión encontrasen su público, preparando la conversión de la ópera tanto en el teatro de variedades o de bulevar como, sobre todo, en el cine, un espacio irreal pero fascinante o hipnótico en el que la imaginación y la moralidad iban acomodándose a las transformaciones del progreso. Offenbach, además, era una de las piezas más celebradas en las lecturas públicas de Karl Kraus en la Viena del primer tercio de siglo. Kraus no dudaba en cantar fragmentos de estas operetas, traducidos y convertidos a veces en una doble parodia, ya que entraban en colisión con una nueva actualidad. De aquí se derivan dos ramas: las óperas de Alban Berg –un devoto de Kraus–, en las que lo mitológico ha desaparecido para dejar su lugar al crimen, a la locura y a lo pulsional, y el cine de Jean Renoir y Max Ophüls, que enlaza claramente con el mundo que fue transformándose a lo largo del último tercio del siglo XIX, y del que el impresionismo fue seguramente la forma más acertada de captación de cómo todo lo sólido se disolvía en el aire. De hecho, una de las ideas que se intuyen en el libro como leitmotiv soterrado es la de conversión: la conversión de la opereta en cine, la conversión de la pintura en cine y, en general, la conversión de la imagen en una forma o vehículo del delirio, así como la posibilidad de que el delirio (la locura) se sostenga mediante una imagen (un imaginario) escindida de la realidad misma.

En Jean Renoir eso se refuerza por la relación con su padre, el pintor Pierre-Auguste Renoir, y la conversión de la pintura en cine, esto es (o eso también), de las modelos del taller en estrellas de cine. Hay una anécdota que Jean Renoir cuenta en las memorias dedicadas a su padre –y que Casals no aprovecha, aunque ya he dicho que ese es el reproche más injusto que puede hacérsele a su libro, porque al estar todo en él siempre podría haber más, pues toda totalidad queda siempre expuesta y abierta a lo infinito–; esta anécdota, como digo, alude a una visita que Pierre-Auguste hizo a Bayreuth para asistir a una representación de La valquiria de Wagner. El viejo Renoir había conocido –y retratado– al compositor en un encuentro casual en Palermo, y no guardaba un recuerdo muy grato de él, o eso contaba en 1918, que es cuando se produjeron esas conversaciones tardías entre Pierre-Auguste y su hijo Jean, el uno ya muy anciano e inválido y el otro convaleciente de una herida de guerra. Pero lo que, a pesar de sus recelos, no se esperaba Renoir fue lo que se encontró en la Festspielhaus de Bayreuth: que las luces se apagasen durante la representación. El anciano pintor se muestra todavía indignado ante su hijo y habla de «abuso de confianza» y de «tiranía» por encerrar durante tres horas a la gente en la oscuridad («dans le noir») y obligarla a fijar su atención en la escena como único punto luminosoJean Renoir, Pierre-Auguste Renoir, mon père, París, Gallimard, 1981, p. 201 (Renoir, mi padre, trad. de María Teresa Gallego Urrutia,  Barcelona, Alba, 2007.. Él, que había sido un asiduo del teatro y de las operetas en París y en Italia, nunca había visto tal cosa, dice. Y es cierto. Wagner anticipó las condiciones de percepción del cine y fue el primero que centró toda la iluminación en el escenario, colocando la orquesta en un foso por debajo y apagando totalmente las luces del patio de butacas, con lo cual la atención del público quedaba fijada ante algo que, indefectiblemente, debía hacer pensar en una recreación del mito de la caverna platónico.

Ese oscurecimiento general a que se somete el público, y que el hijo cineasta tuvo que reconocer como el momento de ruptura generacional con la sensibilidad propia del mundo de su padre –esto es, el desplazamiento de la luz del público a la pantalla, del mundo de la vida al mundo del imaginario–, es un hecho que representa con extraordinaria fuerza lo que resulta tentador ver como el objeto del libro de Josep Casals. Y si algo puede ofrecer un seguro hilo de Ariadna para no avanzar demasiado a tientas en esta Constelación de pasaje, se trata precisamente de la idea de una gran imaginación brotando de un gran oscurecimiento –a pesar de, o precisamente a causa de la electrificación del mundo–, y del esfuerzo por mirar y ver, tan plásticamente expresado en las primeras frases del libro: «No vive más el propio tiempo quien se identifica con sus máscaras y gusta de aplaudir sus productos; hay que mirar por las grietas del espejo». Aunque por las grietas del espejo se oigan fragmentos de música y se desborde el lenguaje, la imagen prevalece, rota y desdoblada, alejada en su reflejo.

Si este es el programa –y es seguramente muy arriesgado llamarlo un programa–, cabe entonces preguntarse aún un par de cosas: ¿por qué el libro se divide en dos grandes secciones caracterizadas por la idea del «adiós al padre» la primera y por la de orfandad la segunda, la titulada, anarquistoidemente, «Ni rey ni patria»? ¿Es una alusión –de nuevo no explicitada ni en el prólogo ni en el libro– a una forma de entender la modernidad como una larga declinación del padre y una crisis de la autoridad y de los valores paternales? Puesto que Constelación de pasaje no sigue un método de historia social o cultural, sino que más bien convierte en arriesgadamente narrativo el principio del montaje benjaminiano, la otra cuestión, que también dejaremos sin responder, es qué relación de probidad metodológica guarda una construcción intelectual tan sofisticada como la de este libro con la comprensión positiva y atenta del mundo del que surgen las obras que aquí brillan creando la idea de constelación. De nuevo surge el problema de la crítica a que el libro parece querer sustraerse sin por ello eximir al lector de un trabajo necesariamente crítico, si es que puede distinguirse la crítica pública del ejercicio privado de la lectura. Junto a esa imposibilidad, que es también una exigencia, debe acometerse otra tarea: la articulación entre el espacio que cada obra o figura parece generar en el mundo con el lugar que ocupa en el libro, donde las obras y las figuras ya sólo relampaguean fugazmente sin ocupar un espacio. Porque ya lo sabemos: las estrellas no representan ni carros, ni osos, ni cazadores. Somos nosotros quienes creemos ver esas figuras que alguien nos ha enseñado a ver. Pero entonces, ¿en qué mundo están esos carros, esos osos, esos cazadores? Obviamente, en nuestro mundo, no en el celeste. Hay que convertir esta Constelación de pasaje en mundo para que lo expuesto en ella adquiera sentido y valor. Hay que devolverla al mundo, dotarla de mundo. Y eso depende únicamente de la capacidad que tengan sus lectores para llevar a cabo semejante conversión.

Jordi Ibáñez Fanés es profesor de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Pompeu Fabra. Sus últimos libros son Antígona y el duelo (Barcelona, Tusquets, 2009), Davant la tomba d’Orfeu (Palma de Mallorca, Ayuntamiento de Palma, 2015), El reverso de la historia. Apuntes sobre las humanidades en tiempo de crisis (2009-2015) (Barcelona, Calambur, 2016).

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