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Comanchería: los amos del llano

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La supervivencia del western como género cinematográfico no depende de nuevas versiones ?casi siempre poco inspiradas? de los clásicos, sino de la capacidad de aplicar sus planteamientos estéticos y morales al mundo actual, no menos violento y despiadado que la Norteamérica del siglo XIX, cuando cowboys, pieles rojas, granjeros, forajidos, prostitutas y sheriffs luchaban duramente por sobrevivir, soportando toda clase de penalidades. Comanchería (Hell or High Water, David Mackenzie, 2016) es un brillante ejercicio estilístico que narra el sufrimiento de la «white trash» (basura blanca) en una época en la que ya no existe una última frontera, un territorio virgen y salvaje donde empezar de nuevo, huyendo de la pobreza, las humillaciones, el tedio y la falta de expectativas. En la Texas del siglo XXI, miles de familias subsisten miserablemente en viviendas prefabricadas, con un patio inhóspito y polvoriento, invadido por las malas hierbas y colmado de inmundicias. En el mejor de los casos, los niños disponen de viejos columpios de hierro, con despintados asientos de madera. El cierre masivo de las empresas dedicadas a la extracción de gas ha dejado sin empleo a infinidad de trabajadores y los grandes centros comerciales han arruinado a los pequeños negocios. La escasez de dinero ha multiplicado los préstamos en condiciones de usura, meras maniobras expropiatorias amparadas por la ley.

Viuda y enferma de cáncer, la madre de la familia Howard firmó una hipoteca inversa para no morirse de hambre, ignorando que sus tierras contenían bolsas de petróleo capaces de generar importantes beneficios. Tras su muerte, Toby (Chris Pine), el menor de sus dos hijos, no se resigna a perder la propiedad y pide ayuda a su hermano Tanner (Ben Foster) para cometer una serie de pequeños atracos en el Texas Midlands Bank, la entidad financiera que negoció con su madre y que ya les ha comunicado su intención de embargar la propiedad. No pretenden dar un gran golpe, sino robar los cuarenta y tres mil dólares que necesitan para cancelar la deuda y una cantidad similar para abrir un fondo de inversión. Chris lo ha planeado todo: atracarán las sucursales a primera hora de la mañana, sólo se llevarán billetes pequeños imposibles de rastrear y cambiarán de coche tras cada asalto. Harán desaparecer los vehículos con una excavadora, que los enterrará a dos metros bajo tierra, como si fueran cadáveres. No habrá heridos ni muertos. Divorciado y con dos hijos menores, Chris es un hombre tranquilo, inteligente, de buen corazón y sin antecedentes policiales. Lleva bastante tiempo en paro. Fue operario en una empresa de gas hasta que quebró. No es ambicioso, pero quiere salvar a sus hijos de la miseria. El rancho y el dinero del fondo serán para ellos. Sabe que los yacimientos de petróleo pueden producir unos cincuenta mil dólares mensuales. Su hermano Tanner no piensa demasiado en el futuro, pero está dispuesto a ayudarlo. Ha pasado los últimos diez años en prisión. Es pendenciero, alocado e inmaduro. Se mete en un lío detrás de otro, incapaz de controlar su impulsivo carácter, pero no es un mal tipo. Acepta que la propiedad familiar pase a manos de sus sobrinos. De todas formas, se muestra pesimista sobre su porvenir. Cuando su hermano le pregunta sobre las posibilidades de librarse de la policía, contesta con la mirada enturbiada por el fatalismo: «No conozco a nadie que se haya librado jamás de nada».

Los hermanos Howard no son los hermanos James. No son forajidos de leyenda, con largas gabardinas y sombreros de ala ancha que huyen a caballo, levantando una nube de polvo. Visten ropa holgada y ocultan sus caras con verdugos. Su apariencia se corresponde con la de los pandilleros enganchados a las pastillas. Sin embargo, cuando se despojan de ese atuendo parecen cowboys extraviados en un desdichado futuro, donde el caballo sólo es un pasatiempo y no un estilo de vida. Sus antagonistas son el Ranger Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y su compañero ?mitad comanche, mitad mexicano? Alberto Parker (Gil Birmingham). Hamilton está a punto de jubilarse. Viudo y sin hijos, posee un infalible instinto de sabueso que afila con hirientes sarcasmos. La perspectiva del retiro le aterra, pues sólo le espera un hogar vacío. Su único vínculo afectivo es un apacible perro labrador. Su mujer amaba a los caballos. A él también le gustan, pero ya no monta. Sabe que ha pasado su momento, que sólo son el símbolo de un tiempo irremediablemente perdido. Cuando se cruza con un grupo de cowboys conduciendo al ganado hacia el río para librarse de un incendio en la llanura, le comenta a Parker que no es posible ayudarlos, pues las autoridades ya no destinan recursos a las actividades poco rentables. Sus palabras están llenas de tristeza y su mirada, de melancolía. La estampa de los cowboys y el ganado recortándose contra el cielo contiene toda la poesía del Lejano Oeste, cuando aún era posible atisbar el fantasma de la libertad en un horizonte remoto.

Toby y Tanner también se identifican con el Viejo Oeste. Toby siente mucho aprecio por un sombrero blanco de cowboy que su hermano le coge prestado sin avisar. Cuando lo recupera, se lo cala hasta las cejas, con expresión de felicidad, casi como si recobrara su verdadera identidad. El mundo se muestra implacable con los hombres como ellos, que no logran adaptarse a los cambios. La ensoñación romántica no puede borrar el pecado fundacional de Estados Unidos. Parker, el Ranger mestizo que soporta estoicamente las bromas racistas de Hamilton, recuerda mientras vigila una sucursal del Texas Midlands Bank lo que sucedió en aquellos parajes hace un siglo. La caballería y los colonos expulsaron de sus hogares a los nativos, utilizando la violencia. Ahora los nietos de los colonos sufren un expolio similar, pero sin la intervención de la fuerza. Los bancos utilizan la ley para desalojar a las familias de sus casas, después de concederles préstamos de alto riesgo que no podrán pagar. La lucha por la supervivencia ya no se libra a tiros, sino entre papeles repletos de tecnicismos. Las víctimas se preguntan por qué no son rescatadas, por qué se envían soldados a Irak y no a Texas para ayudar a los hambrientos y a los desamparados, como se lee en una pintada al principio de la película.

Tanner se identifica con los comanches. Después del primer atraco, exclama eufórico: «Atacamos donde queremos y nos replegamos. Somos cazadores de sombras, los amos del llano». Cuando se encara en un casino con un comanche, su rival le recuerda que los comanches ya no son amos de nada, pero que «comanche» significa «enemigos para siempre». Tanner responde: «Pues eso soy yo, un comanche». Cowboys y comanches lucharon en el siglo XIX, pero en el XXI sus destinos corren en paralelo. Texas paga con su sangre su delito primigenio contra la población indígena. Sus pueblos están muertos y nada indica que vayan a recuperarse. Parker y Hamilton se detienen a comer en un pueblo que, aparentemente, sólo tiene dos negocios: una ferretería y una cafetería. Los precios de la ferretería duplican los de cualquier centro comercial y la cafetería sólo ofrece un plato: chuletón con maíz, patatas asadas y judías verdes. El chuletón siempre se sirve al punto y el cliente sólo puede elegir una cosa: si come judías o no. La única camarera es una anciana malhumorada que aún recuerda a un «gilipollas de Wall Street» que se atrevió a pedir trucha en los años ochenta. Por supuesto, no se la sirvieron y lo echaron a la calle con cajas destempladas. Nadie oculta su antipatía hacia los bancos. Los testigos de uno de los atracos dicen que han presenciado cómo asaltaban a una sucursal que lleva treinta años robándoles a ellos. Una camarera que ha charlado con Toby se niega a identificarlo. No sólo porque le ha dejado una propina de doscientos dólares que le ayudará a pagar el alquiler, sino porque un joven guapo y pobre le parece más respetable que un banquero con traje y corbata. Esos gestos de simpatía no impiden que en el último atraco surja un pelotón de justicieros, dispuestos a participar en la cacería de los ladrones. En fin de cuentas, Texas es la América profunda, donde los árboles se han utilizando tradicionalmente para linchar a negros, indios, bandidos y mexicanos.

La escena final entre un Hamilton jubilado y un Toy que ha logrado rescatar el rancho familiar con el dinero robado resulta particularmente conmovedora. Hamilton ha perdido a su compañero y Tobby a su hermano. Tanner mató con un rifle al Ranger Parker desde una distancia de trescientos metros. Hamilton se vengó, volándole la cabeza desde una distancia semejante, no sin realizar un largo rodeo que le hizo jadear hasta la extenuación. No le parece suficiente. Necesita comprender. Por eso se acerca al rancho de la familia Howard, donde Toby le recibe carabina en mano. Se reconocen de inmediato, perfilándose un duelo verbal con un desenlace potencialmente letal. Toby se excusa, alegando que él no mató a Parker. Hamilton replica que Tanner era demasiado estúpido para urdir un plan tan inteligente y le recuerda que, además, murieron otras dos personas en el último atraco. «Esas cuatro muertes te atormentarán siempre», le espeta, responsabilizándole de todo. Toby no confiesa, pero explica sus motivaciones: «Mi familia siempre ha sido pobre. La pobreza es como una enfermedad que se transmite de una generación a otra, pero mis hijos no la padecerán. Ellos no». Jeff Bridges llena la pantalla con un simple gesto, pero el resto del reparto le secunda con dignidad, como Chris Pine en esta escena.

Comanchería es una magnífica película, brillantemente dirigida por David Mackenzie y con un estupendo guión de Taylor Sheridan, que muestra la enorme riqueza del western como género. No es necesario filmar nuevas y fallidas versiones de los clásicos. Con asomarse a la realidad es suficiente. La Texas del siglo XXI está llena de grandes historias esperando que alguien las traslade al celuloide. Las vidas perdidas en el polvo a veces escapan al olvido y nos hacen reparar en nuestra propia fragilidad.

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Ficha técnica

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