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Ramón J. Sender y Simone Weil, una radiografía secreta

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Álbum de radiografías secretas, el primer libro póstumo de Ramón J. Sender, apareció en Destino pocos días después de morir su autor en San Diego, Califonia. En la faja de la editorial, un reclamo: memorias inéditas. Debajo, treinta y dos nombres de las más de cincuenta personalidades que se rememoran en sus páginas. No es muy buena faena esa de evocar difuntos, o al menos eso dejó dicho otro aragonés, Joaquín Dicenta, refiriéndose a su autobiografía, pero diríase que el conjuro que hizo Sender con su libro, invocando el espíritu de aquellas personas que conoció en vida, terminó de la manera más poética posible: uniéndose a todos ellos con su muerte.

El sábado 16 de enero de 1982, Sender tenía concertada una cita con Carlos Carrión, buen amigo suyo y hermano del periodista Ignacio Carrión. La incomparecencia de Sender alertó a Carlos. Tras comprobar que el escritor no contestaba el teléfono, se presentó en su casa: «Sender estaba en el suelo, sobre la alfombrilla del pie de la cama, en su habitación, con el rostro vuelto, la nariz ensangrentada (sangre ya reseca), signos de haber peleado contra la muerte…»

Esto es lo que debió de contarle a su hermano, y así lo reflejó este en sus diarios en la entrada del 20 de enero. Un día después, Ignacio Carrión describiría la vivienda de Sender en una crónica en Abc sobre su muerte: «un apartamento de trabajador norteamericano de salario más bien bajo y también bajas pretensiones de sobriedad», con sillas rotas de plexiglás y con libros hasta entre los platos de la cocina. En las paredes, un retrato suyo del pintor Sebastián Capella y copias de cuadros de Picasso hechas por el mismo Sender; junto a estas obras, algunos collages, también suyos, con dos temas que al parecer le obsesionaban por aquel entonces: los gatos y la actriz Brooke Shields.

Secretos

El funeral de Sender tuvo lugar en el Pacífico, sin ceremonia religiosa alguna. Florence Hall, su última exmujer, esparció sus cenizas en el océano. Junto a ella, en la embarcación en la que habían navegado cerca de una hora para adentrarse en el mar, cuatro familiares: un sobrino recién llegado de Barcelona; los dos hijos reconocidos de Sender, Ramón y Benedicta; y un tercer hijo, desconocido para casi todos hasta entonces, Emmanuel.

La primera mujer del escritor, Amparo Barayón, había sido fusilada en octubre de 1936 en Zamora. Sender no tardó en abandonar España junto a sus dos hijos y en 1937 los dejó a salvo en Pau. Dos años después se reuniría con ellos y marcharían juntos al exilio. En ese tiempo en Pau debió de conocer Sender a Elisabeth de Altube, sobrina de Severo Altube, alcalde de Guernica hasta septiembre de 1936. Se casó con ella, pero no tardaron en separarse. Emmanuel nació el 16 de noviembre de 1937. Residiría muchos años en Nueva York y conoció por primera vez a sus hermanos el día del funeral de su padre. Éste se quejó a su amigo Joaquín Maurín, con quien mantuvo durante muchos años una prolífica, preciosa e interesantísima correspondencia, de que había enviado dinero muchas veces a Emmanuel, «un hijo bastante sinvergüenza», de quien no quería saber nada más. Su madre, Elisabeth Altube, casó en segundas con Auguste Sauzon, relacionado con los servicios de contraespionaje del gobierno francés, y ambos apoyaron el nacimiento de una incipiente ETA a finales de los sesenta, como cuenta José Félix Azurmendi en un libro sobre las relaciones entre el PNV y la banda terrorista.

De este matrimonio y del hijo Emmanuel apenas hay referencias en la abundante bibliografía que ha generado Sender, que tenía y tiene su propia radiografía secreta aún por desvelar.

California

Álbum de radiografías secretas nació de un encargo del editor Josep Vergés. José Domingo Dueñas, en el prólogo de la reedición que hizo Tropo Editores en 2008, citaba una carta de mayo de 1976, rescatada por Jesús Vived, en la que Vergés animaba a Sender: «A veces se me ocurre pensar que usted lleva dentro unas buenas memorias literarias sobre todo de personas de toda clase que ha conocido. ¿No sería este un libro del más alto interés político, literario y humano? Lo dejo a su consideración».

Ramón J. Sender habría de echar la vista atrás y traer sus recuerdos al presente, desde el que esenciaba a las personas que había conocido en su vida, en Europa y en América. La escritura de aquel libro fue un ir y venir en el tiempo, a la manera del flujo y el reflujo de las mareas del Pacífico, océano vecino de Sender desde que se instaló en California. Se ubicó primero en Los Ángeles, en 1963. Aquel año, los Angeles Lakers habían perdido la final de la NBA contra los Boston Celtics, jugada en abril; Billy G. Mills, Gilbert W. Lindsey y Tom Bradley fueron los primeros afroamericanos elegidos para formar parte del Consejo del Ayuntamiento de Los Ángeles; los estudios de cine producían películas como Los pájaros, Cleopatra, La pantera rosa o Irma la dulce y todavía faltaban dos años para que Jim Morrison de uniera a The Doors en la playas de Venice.

El exceso de polución de Los Ángeles, incompatible con su asma, le hizo mudarse a San Diego a principios de los setenta. Vivió en la calle Quince, 15th Street, junto al parque de Balboa. Allí fue entrevistado para Abc en al menos tres ocasiones. Por Tico Medina la primera vez, en febrero de 1973, quince meses antes de su primer regreso a España; y más tarde, en mayo de 1976 y en agosto de 1977. Casi todos los reportajes hablan del parque, al que Sender acudía a pasear, situado muy cerca del apartamento. El paisaje varió con el tiempo. Buscando mapas de la ciudad en los ochenta di con uno ruso, de la época de la guerra fría, donde se observa cómo la calle Quince moría frente al estadio Balboa, a los pies de las palmeras, pero la expansión del San Diego City College a finales de los ochenta debió de comerse aquel apartamento. Hoy, la calle Quince no llega hasta las estribaciones del parque. Sender volvió a mudarse en torno a noviembre de 1977, sin abandonar San Diego y siempre cerca del aquel inmenso centro verde de la ciudad. Su nuevo y último hogar estaba un poco más al norte, en unos apartamentos llamados Andorra, en la Tercera Avenida. Allí fue donde terminó su Álbum de radiografías secretas, y allí es donde murió.

El cronotopos de aquella California nada tenía que ver con el de Chalamera en 1901, lugar y año del nacimiento de Sender; tampoco con el de Madrid el 18 de julio de 1936, momento en que su vida habría de cambiar irremediablemente, como la de tantos españoles. La mayoría de sus recuerdos los rescató Sender de lugares lejanos y de tiempos que se antojaban aún más remotos. San Diego en 1982 nada tenía que ver con la España en guerra. Eran dos mundos distantes, diríase que inencontrables de no ser porque Sender los unió con su peripecia vital y con su memoria.

En algún momento, de una forma quizá evanescente pero indudable, se encontraron en aquel apartamento dos universos dispares y aun contrarios: el de la musa de sus collages, una joven Brooke Shields, el icono erótico del momento, protagonista con quince años de la encendida película El lago azul, y Simone Weil, una miope filósofa parisina, que conjugaba sabiduría e ingenuidad en su ascetismo y entrega a los demás, que en 1936 se unió a los anarquistas en la guerra de España y que murió de tuberculosis en 1943, con solo treinta y cuatro años.

Lazare

La radiografía secreta de Simone Weil es una de las más admirables del libro de Sender. En todos los recuerdos que transcribe sobre las personas que conoció hay una intención de esencia, de destilación, un empeño en obtener lo que realmente definía la humanidad de cada persona, aquello que Sender llamaba «hombría», la condición de Hombre, tema de toda su literatura. Simone Weil fue una persona fundamental en la obra de Sender. Influyó en su manera de ver el mundo, de entenderlo y por tanto de darle explicación. En una entrevista grabada en 1966, Sender reconoció que había sido la persona que más le había influido en las dos décadas anteriores y habló de ella no solo en este Álbum…, sino también en Crónica del alba, donde dio una versión algo distinta de su encuentro, y en Ensayos sobre el infringimiento cristiano. Le dedicó además dos artículos, al menos: «El caso turbador de Simone Weil», en Los libros y los días el 3 de julio de 1955 —y en el Diario de Nueva York una semana después— y «Simone Weil, miliciana de la CNT», en CNT, el 12 de enero de 1957.

Transmutada en el personaje de Lazare, Simone Weil aparece en la novela El azul del cielo, de Georges Bataille, la historia de una macabra danza de la muerte que tiene lugar en una Europa abocada al fascismo. La descripción que hizo de ella es impía y la filósofa aparece como una mujer fea y sucia, fallida, con manchas en sus ropas siempre negras y con roña entre las uñas asquerosas. Pero también la muestra como una santa imperturbable, al fin y al cabo, ante la que el protagonista, un excéntrico y furioso ávido de alcohol y sexo, se muestra tan temeroso como fascinado. Resulta curioso encontrar en esa novela a Lazare/Weil en La Criolla, en la Barcelona de 1933. La Criolla quizá fuera el bar canalla más popular del momento, con su jolgorio y sus espectáculos de travestidos.

Es cierto que Simone Weil estuvo en Barcelona ese año, pero no hay constancia documental de su paso por el inframundo de la sucia ciudad portuaria. Había llegado en agosto junto a sus padres y su amigo Aimé Patri, profesor de filosofía. Fue en este viaje donde conoció a Joaquín Maurín, con quien habló largamente, según le contó este a Sender en una carta de 1957. Weil y Patri llegaron a Valencia para conocer a varios miembros de la Federación Comunista Ibérica, dirigida por el propio Maurín, un organismo del que saldría el futuro Partido Obrero de Unificación Marxista, el POUM.

Guerra

El segundo viaje a España de Simone Weil duró apenas dos meses. Comenzó en agosto de 1936 y también, como el anterior, por Barcelona. Simone Weil trató de convencer al poumista Julián Gorkin para que la dejara infiltrarse en zona nacional con el fin de buscar a Maurín, que había sido detenido en Jaca por los franquistas. Gorkin la disuadió y ella decidió entonces unirse a las milicias de la CNT. En primer lugar recaló en Bujaraloz y luego marchó a Pina de Ebro junto a un grupo internacional de la Columna Durruti. Vestía como una miliciana y se fotografió con el consabido gorro y el fusil. José Jiménez Lozano, también como Sender influido por la filósofa francesa, a la que citó en su discurso de recepción del Premio Cervantes, dirá de la imagen que es «el único icono de la Historia en que un místico lleva un arma». Parece ser que Simone Weil se mostró en el frente como una joven arrojada y que no dudaba en presentarse voluntaria para las misiones de reconocimiento, pero su impericia con las armas y, sobre todo, su extrema miopía, lo hizo desaconsejable. Replegada a labores de cocina, tuvo la desgracia de meter el pie en una olla de aceite hirviendo y fue evacuada a un hospital de Sitges, donde se reunió con sus padres antes de salir de España.

En el diario de su experiencia bélica escribió que se sentía moralmente cómplice de la sangre derramada por sus compañeros. En torno a 1938 le escribió una carta a George Bernanos, influida por el efecto que le hizo la lectura de Los grandes cementerios bajo la luna. Bernanos, católico y residente en Mallorca, escribió el libro para denunciar las atrocidades cometidas por el bando franquista, con el que había simpatizado. En la carta, Weil denunciaba las atrocidades no solo de su propio bando, sino del grupo del que había formado parte. De algunas fue testigo y otras las conoció por intermediación de sus antiguos camaradas. Entre éstas, la del fusilamiento ordenado por Durruti de un falangista de quince años. Es una historia sobre la que hay cierta controversia, porque parece que Durruti no estaba en el pueblo el día que tuvo lugar el fusilamiento, aunque eso no implique que no lo ordenara. En cualquier caso, el testimonio de Weil y su comunión con Bernanos tiene la emoción de la desgracia y el desencanto: «Se parte como voluntario con ideas de sacrificio, y se cae en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con muchas crueldades de más y el sentido del respeto debido al enemigo de menos».

Radiografía

Simone Weil marchó de la guerra decepcionada. Decepcionado lo hizo también Ramón J. Sender, que dijo de ella que era «la perfecta versión femenina del héroe», incapaz de buscar la recompensa tras el riesgo. Pero además de héroe, era también santa y poseída además por el genio poético o filosófico. Si fue a España quizá se debió, según el escritor, a que creía que el hombre se define como un candidato a la muerte, «y ella había elegido el momento y el lugar que le parecían adecuados».

Simone Weil, la mística sin credo, elevada sobre las afirmaciones o las negaciones y sumida en su complejo mundo moral, deslumbró a Sender como lo hizo con muchos otros escritores, desde Gide y Eliot a Jiménez Lozano (este le dedicó en la revista Archipiélago un artículo de veras prodigioso, «Queridísima e irritante Simone»). Los elogios se suceden sin solución de continuidad en las páginas que le dedica Sender, en las que detalla la vida que Simone Weil llevó en la granja del filósofo Gustave Thibon, donde trabajaba como el más aguerrido de los peones sin olvidarse de instruir a campesinos curiosos y estudiantes avanzados. Fue en esa granja donde dejó una maleta con sus escritos, que Thibon rescató para publicarlos tras la muerte de la filósofa.

La radiografía que Sender hace de Simone Weil es quizá su texto más humilde. No es que Sender fuera soberbio, no al menos en sus libros, aunque en su correspondencia se le vislumbra el gusto por sí mismo, pero hablando en general bien de todos aquellos a quienes admiró, de nadie lo hace con tanta pasión: «Simone Weil, huyendo de la gravedad, llegó muy alto y muy lejos. Ya querría yo merecer ir con ella […]» Reconoce Sender que tenía con Weil «coincidencias ocasionales» más allá de la fecha de nacimiento. Ambos buscaban con igual pasión secreta, decía el escritor, la manera de lograr un pacto entre su espíritu y el universo, «nada menos». Y añade: «ella lo consiguió sin publicar durante su vida el proceso de ese milagro. Ella es una "escritora póstuma". Yo en cambio he publicado demasiado».

No le faltaba razón a Sender. Fue un escritor prolífico, desmesurado y desbordante. No se entiende de dónde sacó tiempo para mantener una nutrida correspondencia, para pintar y para admirar a los gatos y a Brooke Shields cuando su bibliografía reúne unos cien títulos, sin contar los artículos que dejó desperdigados por periódicos de medio mundo. En cualquier caso, merece la pena sumirse entre sus miles y miles de páginas, aunque solo sea para encontrar algunas tan maravillosas como las que dedicó a esa mujer excepcional que fue Simone Weil. Se reencontraron décadas después, muerta ella y a punto de morir él, en un apacible rincón de California, unidos por la memoria y la literatura.

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