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Hikikomori

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El 28 de mayo del año pasado a primera hora de la mañana un individuo de 51 años, Ryuichi Iwasaki, atacó con dos de esos famosos cuchillos japoneses de cortar pescado a un grupo de personas que esperaban el autobús escolar y mató a una niña de once años y al padre de otra, dejó un buen número de heridos y después se suicidó. Se difundió en seguida que se trataba de un hikikomori.

Una semanas después, el 18 de julio, otro individuo prendió fuego al famoso estudio de anime KyoAni en Kioto y mató a 35 personas. La noticia de este aterrador crimen recorrió el planeta: ¿cómo era posible algo así en el pacífico Japón, el país con uno de los mayores y mejores índices de seguridad del mundo, una sociedad que vive tranquila y se siente protegida? Quizá porque el reciente apuñalamiento en Kawasaki había puesto la figura del hikikomori en la mira de la opinión pública, se pensó inicialmente que era obra de otro, aunque finalmente se identificó al asesino como un individuo con rasgos en cierto modo similares pero no encajable del todo en la tipología. El Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar considera hikikomori a aquellas personas que han permanecido aisladas en sus domicilios durante seis meses consecutivos al menos, sin ir a lugares de trabajo o estudio ni relacionarse, en todo caso, más con que los familiares con quienes comparten la vivienda. 

Hikikomori. Es difícil traducir la palabra, no hay otra en ninguno de nuestros idiomas que represente esta extraña figura tan propiamente japonesa, tan característico de su cultura y tan intraducible como salaryman. Quizá aquélla sea consecuencia de ésta. Durante años se asoció con jóvenes enganchados al ordenador y encerrados en su cuarto jugando a videojuegos, pero hoy se reconoce que el fenómeno es más amplio y peor. Los jóvenes de hace unas décadas han crecido y un estudio de la Administración el año pasado indicaba que hay en el país aproximadamente 613.000 entre 40 y 64 años y otros 541.000 entre 15 y 39. Casi un millón doscientos mil hikikomori, una cifra aterradora: uno de cada cien japoneses en edad de trabajar no salen de su casa, no trabajan ni esperan hacerlo, no van al mercado ni a comprar nada, no tienen amigos ni se relacionan personalmente con nadie. Algunos mantienen contacto con el mundo exterior por internet, pero muchos no tienen esa interacción siquiera ni hacen nada en absoluto a lo largo del día. En Japón no hay DNI y la obligación de renovarlo no sirve por tanto de acicate para salir al menos una vez cada tanto.

Lo habitual es que convivan con algún familiar que se ocupa de sus necesidades básicas mientras ellos se mantienen recluidos en su habitación. Habitan, más que conviven, y ese familiar se limita en muchos casos a dejarles la comida en la puerta. Tres de cada cuatro hikikomori son hombres, a menudo, curiosamente los hijos mayores. El carácter mismo del fenómeno hace que sea propio de las clases medias y altas que pueden permitirse el «lujo», al fin y al cabo, de mantener a un hijo no productivo en casa. A medida que reclusos y progenitores se hacen mayores, el problema se agudiza, «el problema 8050» se lo llama ahora: padres de ochentaytantos al cuidado de hijos en la cincuentena.

Un fenómeno extraño e inexplicable que parece propio de un mundo distópico. Algunos se preguntan si no será, como ocurre a veces con Japón, prefiguración de por dónde habrán de a ir las cosas en nuestro mundo occidental. ¿A qué puede deberse? Muchos casos se atribuyen a enfermedades del espectro autista, exacerbadas por las peculiaridades de la cultura japonesa, tan extremadamente comunalista. Otros serán gente que en algún momento perdió su trabajo y no consiguió reintegrarse ya al sistema en una sociedad tan exigente y donde todo es de una sola manera y como se espera que sea. Quien pierde el tren laboral o social en un momento no tendrá manera de justificar ante un nuevo empleador por qué hay un hueco en su trayectoria, mucho menos si es el hueco negro de una falta o un despido. A quien le pase quedará en un limbo profesional irremediable.

Pero muchos, muchísimos, han escogido su encierro de manera voluntaria, porque no quieren o no pueden formar parte del sistema único y unidireccional para el que los programa desde niños un sistema educativo pensado y preparado para conformarlos como japoneses. De un buen japonés se espera que vaya cumpliendo cabalmente las etapas que jalonan la gymkana de su peculiar sistema educativo, que se incorpore al mercado de trabajo y contribuya a crear riqueza, que se resigne a esa vida que, ya les contaba en una crónica anterior, caracteriza al salaryman epítome del japonés medio: vivienda minúscula, horarios de trabajo interminables, transporte en trenes abarrotados, conciliación familiar imposible, vacaciones escasas.

Se espera que se case joven y tenga pronto hijos que continúen y reproduzcan ese ciclo de la vida japonesa que constituye su manera única, propia y diferente de estar en el mundo. El matrimonio es una meta, en vez de consecuencia de una relación previa, y basta a menudo con encontrar un buen partido para casarse pocas semanas después. A partir de determinada edad buscan, desesperados, con quién hacerlo y poder tener esos hijos que la sociedad espera. Las relaciones matrimoniales tienen más que ver con una sociedad de intereses comunes que con amor verdadero. Muchas parejas conviven sin quererse realmente y las muchas horas de trabajo del marido no ayudan tampoco a que la convivencia fortalezca el vínculo. Apenas se ven, no se conocen, es fama que las parejas japonesas duermen separadas, cada uno en un cuarto.

Las mujeres, ya les he contado, se suelen quedar en casa, sobre todo a partir del primer hijo, y van desapareciendo de la pirámide laboral. Hay un problema de falta de apoyo que les permita ser madres y continuar con su carrera. La mujer se encarga de la casa: recibe el sueldo completo del marido, lo administra, hace el mercado y se encarga de la limpieza y la comida, de los niños. Cuando empiecen a ir al colegio será tarde ya muchas veces para recuperar el trabajo y quedarán obligadas, por tanto, a seguir siendo amas de casa y manejar esas muchas horas de tiempo libre.

Ni ellos ni ellas son felices así. La felicidad no es un objetivo ni un rasgo que caracterice a esta sociedad y Japón aparece casi siempre muy bajo en los índices de satisfacción con su propia vida, pese a los altísimos estándares que han conseguido en riqueza, seguridad, organización y estabilidad. Nivel de vida en Japón no se corresponde con calidad de vida.

Lo malo es que no hay alternativa. Deben de ser legión los japoneses descontentos con esa forma de vida, pero no van a cambiarla. El mundo ahí fuera es diferente pero su cultura japonesa es esta, esta es la vida que conocen y para la que han sido programados. No muda una sociedad así de pronto, menos la japonesa, tan poco proclive a cambios. Sh?ganai, esto es lo que hay; así es como el japonés afronta las dificultades: qué se le va a hacer. El conformismo colectivo es creciente, una sociedad apolítica, acostumbrada al partido único que parece regirla desde siempre, una juventud abúlica y más infantil que las nuestras, mucho más, apenas preocupada por cambiar nada. Los japoneses, podríamos decir, son cada vez más japoneses, más suyos, más centrados en permanecer como hasta ahora.

No va a haber una rebelión para cambiar las cosas, un acuerdo colectivo, un pacto renovado de convivencia para ser más felices y lograr vidas más satisfactorias y acordes con el altísimo nivel de vida que tiene el país. Un acuerdo, digamos, para trabajar menos horas y tener tiempo libre, mantener relaciones profesionales, y sociales, menos jerárquicas y más funcionales y eficaces por tanto, reforzar los lazos familiares y basar sus familias en una verdadera voluntad común de formarlas y no en la imposición social, aspirar a mejores condiciones de vida —viviendas más grandes, dignas y cercanas al trabajo, más vacaciones, más inmigración que los ayude en tareas que ellos no quieren o que el declive demográfico exigirá cada vez más—.

Como no hay atisbo alguno de rebelión colectiva y el sistema no va a cambiar en su conjunto, proliferan formas individuales de rebelión, multitud  de gestos de japoneses que, uno a uno, optan por situarse fuera del esquema general.

Se salen del sistema las muchas mujeres que optan cada vez más por no casarse. No quieren ser amas de casa, no quieren empeñarse en buscar un marido a quien unir su vida aunque no sientan nada por él, no quieren convivir con un desconocido, no quieren ser ese engranaje del sistema que se supone es la mujer japonesa. Pero tampoco aspiran a vivir las vidas espantosas que llevan los hombres y ser una versión femenina del salaryman. Así que se quedan solteras y se inventan otras formas de vida.

Esa huelga silenciosa de las mujeres japonesas, sin manifiestos ni alharacas, tiene mucho que ver con el bajísimo índice de natalidad y el descenso alarmante de población que sufre el país. No parece que vaya a amainar si no cambian cosas que no tienen pinta de cambiar. Para qué, si las mujeres solteras son posiblemente el sector de la sociedad urbana más feliz, más satisfecho con su vida. Están armando sus propios espacios: abren una tienda, crean una editorial, una galería, una marca de ropa, escriben, pintan, hacen cosas diferentes y que las satisfacen. Son más felices, me parece, que los otros tres cuadrantes, hombres casados, mujeres casadas y hombres solteros.

Otra forma de rebelión es esa figura, tan japonesa también, que han dado en llamar s?shoku danshi, «herbívoros», porque no comen, metafóricamente, ni carne ni pescado: no les interesan los hombres ni las mujeres para relaciones de pareja. No quieren tenerlas, renuncian al esfuerzo de conocer a alguien, de buscarlo, de ligar. Y tampoco aspiran al éxito profesional ni a emular en absoluto el tipo de vida de sus padres. Al Señor Watanabe, el protagonista de Fractura, la novela nipona de Andrés Neuman, lo intriga el fenómeno:

«Al señor Watanabe lo intriga el incremento de los s?shoku danshi o herbívoros, que renuncian al sexo para alcanzar un celibato lúdico. Hombres introvertidos y delicados que se niegan a competir en términos carnales. Su incomodidad incluye el capital sexual. Como si la burbuja financiera y el negocio de la virilidad se estuvieran pinchando al mismo tiempo.

De acuerdo con las estadísticas que he leído, casi la mitad de los solteros de treinta y cinco son vírgenes. Proporción que no deja de aumentar en el país. A este ritmo, Japón tendría una fecha de extinción bastante exacta. Proyectando los índices de natalidad y mortalidad, los investigadores la sitúan el 16 de agosto de 3766».

A los japoneses les resulta difícil encontrar con quien entablar una relación o casarse: no comparten espacios con personas del sexo opuesto, no salen juntos, lo habitual es que un joven no tenga mayor contacto que el mínimo a que lo obliga la interacción en su trabajo. Nuestro concepto de ligar aquí prácticamente no existe, no hay dónde, no lo saben hacer, va contra ese otro rasgo tan japonés que es la vergüenza, el miedo a perder la cara: un japonés no se va arriesgar a la humillación de que lo rechacen si lo intenta. Y aun si lo logran, ya les contaba el modelo general de insatisfacción que suele ser el matrimonio. Los herbívoros optan directamente por salir de ese bucle y renuncian a todo: las relaciones de pareja, el amor, el sexo, la posibilidad de matrimonio; estresante todo ello, demasiado agotador. Muchos no quieren ser parte tampoco del sistema de salaryman y prefieren trabajar en un konbini, las tiendas de 24 horas tan propias de la cultura y el paisaje japoneses. A Keiko Furukura, la dependienta en la novela de Sayaka Murata, le basta con su trabajo en un kombini. No necesita más ni quiere otra cosa; es virgen, no aspira a tener pareja y resiste a disgusto la presión social para comportarse como se espera de una buena japonesa.

Hay más fenómenos, la terminología japonesa es amplia e imaginativa para quienes se salen de la manera casi unívoca de ser japonés. A diferencia de nuestras sociedades occidentales, en Japón no está mal visto categorizar, clasificar en grupos a los que se asignan rasgos negativos y, por tanto, se estigmatiza y excluye. Al contrario, esos nuevos términos peyorativos se vuelven trendy y son celebrados por los medios: he aquí un nuevo grupo de malos japoneses. La autoexclusión del que se rebela contra la japonesidad unívoca se da de bruces en seguida con la exclusión que inflige la sociedad.

Parasaito shinguru («solteros parásitos») son los adultos que siguen viviendo con sus padres. Freeters los jóvenes que continúan trabajando a tiempo parcial pese a no estar ya estudiando: quien debería ser salaryman a tiempo completo y haber fundado una familia, ¡trabaja sin embargo medio día y continúa viviendo con sus padres!

La estadística en 2019 es que casi un cuarto de los japoneses entre 20 y 49 años permanece soltero y la cifra no deja de crecer.

Peor aún son los NEETs, que ni estudian ni trabajan a medio tiempo siquiera. Los NEETs, nuestros ninis, son un fenómeno universal, pero el concepto es degradante en un Japón que tiene prácticamente pleno empleo y cuya sociedad entiende por tanto que quien no trabaja es porque no quiere contribuir al bienestar colectivo y ser engranaje del sistema.

Los hikikomori son la forma más radical de autoexclusión, gente que no produce ni consume apenas y no cumple, por tanto, el deber característico y fundamental de los japoneses: contribuir al bienestar general. He ahí el mayor extrañamiento posible, el mayor acto de rebeldía: no ser parte de la comunidad.

Tener un hijo hikikomori es una lacra y muchos padres no querrán que lo sepa nadie. Nada peor para un japonés que la vergüenza. Ruth Benedict hizo famoso su diagnóstico de que los japoneses se mueven por vergüenza mientras los occidentales lo hacemos por culpa. Nosotros dejaremos de hacer algo reprochable por temor al juicio propio de la conciencia, el japonés por temor al juicio externo de la sociedad. La madre de Hayashi Yoken, el seminarista zen que el 2 de julio de 1950 prendió en llamas Kinkaku-ji, el Pabellón de oro, se tiró pocos meses después a un tren, incapaz de superar la vergüenza que el acto deleznable de su hijo le causaba.

En Japón se esconde a los hijos discapacitados, autistas, con síndrome de Down. Se los encierra en casa por vergüenza. Por eso tampoco llevan al psicólogo a sus  hikikomori ni buscan ayuda médica para ellos. Mejor que no lo sepa nadie. Pocos días después de los acuchillamientos de Kawasaki, el señor Hideaki Kumazawa, alto funcionario jubilado y antiguo Embajador de Japón en Praga, acuchillaba a su hijo mayor, de 44 años. Temía que fuera también un hikikomori y prefería cargar con la culpa de matarlo, antes que sufrir la vergüenza insuperable que le produciría que un hijo suyo saliera a atacar a niños en una parada escolar. «Mi hijo podía también haber infligido daño a otros —dijo—. Yo no quería ocasionar problemas a la gente alrededor». La gente lo considera un héroe. No importa que su hijo no fuera un hikikomori realmente —apenas llevaba un mes en su casa— y que su mal genio apenas pudiera ser indicio de tendencias agresivas. El ataque en Kawasaki ha despertado tal miedo hacia estas figuras extrañas e inexplicables que las autoridades han tenido que advertir de que los hikikomori no tienen necesariamente tendencias criminales. Se teme que esta percepción de una posible relación entre su reclusión y comportamientos violentos peligrosos aumente su estigmatización y, en consecuencia, su aislamiento.

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