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¿Racismo estructural?

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Lleno de armonía y luz no usada se serenaba el aire de la Casa Blanca en aquel 21 de octubre de 2016.

Desde que en 1800 d. C. el presidente John Adams y su esposa se mudaran al edificio sito en el número 1600 de Pennsylvania Avenue en Washington DC, la capital de Estados Unidos, la residencia allí edificada se convirtió en la morada oficial de los presidentes del país, salvo por un breve paréntesis en 1814 cuando las tropas británicas la incendiaron durante la llamada Guerra de 1812 (1812-1815).

El adjetivo blanca refiere al color exterior del edificio diseñado por James Hoban, pero pasó a ser parte indeleble de la metonimia con que nos referimos a la sede del poder de Estados Unidos —la Casa Blanca—, aunque con el tiempo, inopinadamente, se aplicaría también al color de la piel de sus ocupantes. Hasta que, el 20 de enero de 2009, el presidente Obama juró su cargo y se convirtió en el cuadragésimo cuarto presidente americano, todos ellos habían sido hombres y blancos. Obama fue el primer negro en llegar a ese puesto desde 1789, cuando fuera elegido George Washington.

En aquel 21 de octubre de 2016, posiblemente por primera vez en la historia, una mayoría de asistentes a la recepción presidida por el presidente Obama y su esposa contaban, como diría uno de los invitados, con el pelo correcto —la vedeja crespa que suele caracterizar a las distintas etnias negras representadas en la población estadounidense. La fiesta con baile era la última de una serie de despedidas que los Obama ofrecieron a distintos grupos emblemáticos de la sociedad americana y tenía el aire, entre jaranero y melancólico, de esas ocasiones que nadie sabe si contarán con un segundo acto.

Esa tenida de los Obama consistió en un concierto musical organizado en colaboración con BET (Black Entertainment Television), una cadena de pago orientada a la audiencia negra, cuya representación más esclarecida la ostentaban los invitados al festejo. Ved quiénes somos; hasta dónde hemos llegado era el mensaje, un mensaje que muchos espectadores negros estaban deseando escuchar. No todos, cuidado, porque el concierto marcaba también una divisoria en su seno. Bell Biv DeVoe, Jill Scott, Janelle Monae y otros participantes en la ocasión representaban, ante todo, a la generación de los anfitriones, a la generación hip-hop.

Para uno de los invitados, Ta-Nehisi Coates, lo distintivo en aquel sarao «no era sólo el interrogante de si volvería a haber otro presidente afroamericano en Estados Unidos. Lo que contaba era el sentimiento de que, precisamente, esta familia negra, los Obama, representaba lo mejor de nuestra gente, el ápice superior de la raza con su insuperable elegancia y estilo […] Ese era el ideal —ser negro y, al tiempo, grácil— que presidía la velada. Al presidente se lo encumbraba como “la joya de nuestra corona”. La primera dama se había convertido en la mujer “que puso la O en Obama”» (We Were Eight Years in Power. An American Tragedy. One World, Nueva York 2017, p. 294).

Era textualmente un aplauso imprevisible viniendo de Coates cuya crónica de los ocho años de Obama había estado marcada por la ambivalencia —una especie de síndrome de atención deficitaria, un alto grado de bipolaridad— hacia la figura simbólica de Obama y hacia el aura de su presidencia. «En corto, Obama, su familia y su administración eran un anuncio en vivo de la [engañosa JA] maña con la que los negros podrían integrarse por entero en la acogedora corriente mayoritaria de la cultura, la política y el mito americano». Y ésa era indiscutiblemente una falacia.

Coates, nacido y educado en un gueto de Baltimore como el retratado en la serie The Wire, no podía, no quería siquiera presumir por un momento que sólo aquello —el ambiente triunfal del festejo— pudiera ser la única expresión de las aspiraciones de los negros americanos. No las suyas, desde luego.

Para Coates, su historia personal empezó en Harlem donde malvivía con su compañera Kenyatta y con Samori, el hijo de ambos, en febrero de 2007. Días de un confeso y conspicuo fracaso. «Esos nombres reflejaban un hogar ostensiblemente entregado al sueño panafricano, a la visión de que el pueblo negro de aquí y de ahora estaba unido con el pueblo negro de allí en una lucha grandiosa y operática. En esa idea yacía el subtexto profundo de nuestras vidas. Tenía que serlo». Pero el texto palmario y real era cómo sobrevivir en un medio hostil.

Hasta que, a sus treinta y dos años Ta-Nehisi asistió al Festival de Ideas en Aspen, Colorado y cambió su vida. Justamente al tiempo en que Obama ganaba las primarias presidenciales del partido demócrata. Justamente al tiempo en que una de las grandes revistas progresistas de Estados Unidos —The Atlantic— le ofreció un empleo estable. La negritud —tradicionalmente una puerta al olvido y a la inopia— se convirtió entonces y para quien contara con los necesarios recursos intelectuales en un concurrido ascensor hacia el éxito. La llegada de Obama a la presidencia supuso una fuerte subida en la bolsa ocupacional de los negros aspirantes a convertirse en periodistas y en intelectuales.

Ta-Nehisi Coates es hoy uno de los más seguidos y mejor pagados. Para sus críticos, otro anuncio vivo del sueño americano; para sus seguidores y para él mismo, la voz de un porquero que sabe medirse con la de Agamenón.

***

Ante su espejo, Coates había visto durante años el fracaso del sueño americano. También, a regañadientes, el de la tentación persistente de hallar un hogar diferente y en otro lugar.

Hace unos días, el gobierno de Ghana invitaba a los negros americanos a establecerse allí. Era un sueño antiguo, el mismo que llevó a la fundación del estado frustrado de LiberiaVer David Reese, Liberia: America’s African Stepchild, CreateSpace Independent Publishing Platform, 2018. y alimentó —alimenta aún— a los seguidores de Malcolm X. Pero, como Brigitte Bardot para todo hombre casado en los sesenta, ése era otro sueño imposible.

No, no som una nació.

Aunque algunos lo creyesen. Entre ellos, en primera fila, muchos blancos que discurrían así la conveniencia de enviar a África a los negros una vez que la Guerra de Secesión (1861-1865) había abolido la esclavitud. El embeleco resultó también seductor para muchos pensadores negros que habían llegado a convencerse de que, negras o blancas, las razas —en aquellos tiempos ese nombre no evocaba aún las atrocidades que acabarían por imponerse bajo su bandera—, nada tenían en común; vivirían mejor separadas. Lo aconsejable para los negros americanos era su retorno a la tierra prometida, como el pueblo de Israel luego del cautiverio en Egipto.

Marcus Garvey, un negro jamaicano que había recalado en Estados Unidos en 1916, organizó en 1920 un congreso internacional para defender la idea. Eran los tiempos efusivos de la Harlem Renaissance y Garvey tenía la firme convicción de que los negros como él debían retornar al África de donde habían salido —aunque nunca quedara claro dónde estaba ese dónde.

Llevado de su pasión, Garvey creó incluso una naviera —Black Star Shipping Line— con ese propósito, amén del de ganar unos cuantos dólares. Parece que no andaba bien de fondos y mantuvo conversaciones con el Gran Cíclope del Imperio Invisible del Ku Klux Klan por mor de explorar la explotación conjunta de ese interés mutuo. Pero la cosa se filtró a la prensa y Garvey hubo de emprender una operación de control de daños. A sus dudosos socios sólo les movía el comprensible deseo de evitar el mestizaje de su raza, «lo que, en mi opinión, no es un crimen sino un deseo encomiable». Y Polifemo le echó una mano: todo era un montaje mediático mezclado con una intriga papista.

El fin encomiable de la separación iba, pues, a pervivir, aunque la promesa del desembarco en África se hubiese esfumado. Malcolm X, Little en 1925 y cuyo padre había participado en el movimiento Back to Africa, quedó huérfano —unos racistas blancos asesinaron a su padre— y se educó en una familia blanca «que me quería como se quiere a un perrito». Tras el biopic de Spike Lee, Malcolm X, ahora convertido al Islam y transformado en Al Hajj Malik Al-Shabbaz tras su peregrinación a La Meca en 1964, sumó otros quince minutos de fama universal a los ya obtenidos anteriormente cuando sólo una X lo identificaba.

En sus tiempos X, Malcolm había sido un crítico ardoroso de la estrategia colaboracionista y no violenta de Martin Luther King Jr. y del movimiento proderechos civiles de los Sesenta. Para él, la desegregación no había llegado ni podía llegar. Lo más sensato, pues, era mantener la separación entre el pueblo negro y el blanco. «Los blancos inteligentes saben que son inferiores a los negros», luego la dispersión será en bien de todos. ¿Cómo alcanzarla? Si los blancos eran tan sinceros como decían ser, si querían arrepentirse y lavar sus culpas, deberían ceder a los negros algunos estados de la Unión «para que podamos establecer nuestro propio gobierno, nuestro propio sistema económico, nuestra propia civilización». Y si no lo hacían por las buenas, que se atuvieran a las consecuencias

Este último matiz quedaría difuminado a su vuelta de la Hajj. Ya lo había apuntado Malcolm en una entrevista de 1963 con la entonces famosa revista Playboy. Tras recordar que «nunca he conocido a un blanco sincero» y que «los viejos tiempos del temor y el temblor ante el hombre blanco todopoderoso se han terminado», concluía que el Islam era una religión de paz aunque defienda la resistencia «ante los agresores».

Asesinado en 1965 por una facción de otros islamistas negros —Nation of Islam— la herencia intelectual de Malcolm X iba a quedar marcada por ese anacoluto.

Precisamente el que recogería Coates cuarenta años después.

En su crónica del tercer año de la presidencia de Obama, Coates atacaba a algunos prominentes intelectuales que «predecían que el conservadurismo moderno —un movimiento marcado por el resentimiento blanco— había llegado a su fin y que una oleada demográfica de asiáticos, latinos y negros iba a hundir al partido republicano». Esa visión, decía, sólo era otra redención arbitraria del mito USA como faro de la libertad y el progreso. Y en esa promesa infundada echaría sus cimientos la presidencia de Obama.

La realidad de esa inevitable reconciliación entre el pecado original de la esclavitud y el ideal democrático había sido, sin embargo, muy otra. «De hecho fue la esclavitud lo que permitió que existiese la democracia americana. Ella dotó a buena parte del Sur de una clase trabajadora carente de toda protección y susceptible de ser tironeada, golpeada y comerciada durante una perpetuidad de generaciones». Los Estados Unidos todos, ya del Norte, ya del Sur, no podrían haber existido sin la esclavitud. Coates abría así el camino del Proyecto 1619  del New York Times Magazine que trataría de probar lo mismo pocos años después.

Malcolm X estará muerto, pero no enterrado. Prácticamente toda la América negra vive hoy, dice Coates, de su herencia, de la idea de que el pueblo negro puede, a fuerza de voluntad y de rabia, reconstruirse a sí mismo.

¿Era esta la propuesta de Obama? Coates no era terminante al final del cuarto año de su presidencia. A un lado estaba el movimiento hip-hop, que tanto le había apoyado en su ascenso y, si el hip-hop y sus seguidores son algo, ese algo no es más que la promesa de autorrenacimiento que Malcolm formulara. Con una diferencia. En sus tiempos, pese a su inteligencia, sus habilidades, sus reinvenciones, el negro americano estaba aún capado. En los de Obama, ya no. Pero —la historia es siempre manca—, al otro lado, la pretendida inocencia blanca le estaba esperando para hundir su agenda. Con el precio adicional de que, ahora, los crímenes del estado americano contra su propio pueblo y contra otros llevarían el visto bueno del primer presidente negro.

Y el presidente, además, trataba de evitar a toda costa la conversación racial, sin la cual Estados Unidos no podrá encontrar su redención. «Esclavitud, Jim Crow, segregación. Todo eso unía a los blancos en una aristocracia visible por su no-negritud […] Pero, tras el triunfo de Obama el añorado momento post-racial seguía sin llegar; al contrario, el racismo se intensificó […] Y, de ser algo, la estrategia racial de Obama ha sido todo lo contrario de radical. Evitó usar su púlpito para enfrentarse con el racismo y lo usó para lo contrario: para persistir en la tradición de la autoflagelación, para atacar los supuestos fallos de la cultura negra». Obama eligió a Bill Cosby y ha relegado a Malcolm X al precio de evitar una confrontación con la historia racial de América. «Desde que ocupó la presidencia, Obama ha ignorado el racismo».

Que sigue triunfal allí tras más de un siglo desde la abolición de la esclavitud. Qué otra cosa, si no, perpetúa la pobreza de los negros, la escasez de sus clases medias, la segregación por hábitats, la brutalidad policial, las familias monoparentales y el encarcelamiento masivo de los jóvenes negros que han seguido a los triunfos integracionistas de los Sesenta y a las políticas de discriminación afirmativa que pretendidamente habrían de favorecerles. 

Una sola solución: liquidar, de una vez por todas, el racismo estructural del que participa toda la población blanca de Estados Unidos.

***

Llega, pues, la cuestión fundamental: qué hacer cuando la vuelta masiva a África, la creación de un estado negro independiente en el territorio norteamericano, la Gran Migración de seis millones de negros hacia el Norte durante el siglo pasado, el reconocimiento de la igualdad jurídica, la discriminación positiva y hasta la elección del primer presidente negro han fallado. Por no hablar de la invitación a que sea la población negra la que se abrace con las propuestas culturales y morales de los liberales blancos.

Hablemos en serio. En la realidad, «la concentración de la pobreza ha corrido pareja con la concentración de melanina». Barack y Michelle Obama pueden haber ganado, pero, como a todos los negros, su triunfo les ha costado el doble de esfuerzo que a los blancos. Si sus hijos perseveran estarán revalidando el éxito de una familia concreta, no el de una igualdad que se extienda a toda la población negra. 

Pero hay otro camino.

Desde 1619, cuando los primeros esclavos llegaron a la colonia de Virginia, las leyes americanas les redujeron a una casta de intocables, al tiempo que elevaban a los blancos a la categoría de ciudadanos, incluyendo a los criminales británicos —recuérdese la historia de Moll Flanders— deportados como trabajadores forzosos —indentured— y que recuperaban su libertad al final de su condena. Fue, pues, sobre las espaldas de los esclavos donde se forjó la base económica de América y de buena parte del mundo en torno al Atlántico septentrional. Porque los esclavos no contribuían sólo el valor de su producción, sino que eran en sí mismos capital enajenable. Quienes critican la predicada desaparición de la familia negra de hoy deberían recordar que sus raíces venían ya agostadas desde la economía misma de la plantación.

«América se construyó sobre la base de un trato preferente a los blancos —un total de 395 años. Apuntarse a una noción amable y piadosa de la diversidad no enmendará esa injusticia» y Coates, que es persona práctica, tiene una idea mejor —indemnizaciones, reparations por su nombre en inglés— porque «celebrar la libertad y la democracia al tiempo que se olvidan las raíces esclavistas de América no es más que patrioterismo a la carta […]  Y de lo que hablo es de algo más que de compensar injusticias del pasado —algo más que una limosna, un plazo, una coima, un soborno. Se trata de un ajuste de cuentas a escala de la nación que permita su renovación espiritual».

Es una propuesta de difícil encaje histórico, financiero y moral, pero para la coalición progresista que espera sacar del despacho oval al presidente Trump en noviembre se ha convertido en la gran esperanza transversal que acabará de una vez por todas con el  racismo estructural, sea eso lo que fuere, en Estados Unidos y, tal vez, en el ancho mundo.

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