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Que trata sobre barberos y curanderos, así como de cirujanos y otros matasanos (y II)

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Tengo que reconocer que he metido en el mismo saco de modo impreciso y abusivo (y desde el principio, desde el mismo título) a todos aquellos que trataban de devolver la salud al enfermo. La profesión que en la actualidad conocemos universalmente como médico se entendía de manera bastante distinta en los siglos precedentes. Por ello, hablar de medicina para referirnos a lo que se hacía en el pasado es un recurso cómodo pero excesivamente simplificador. En un excelente libro de divulgación, Medicina sin engaños (Barcelona, Destino, 2016), el bioquímico J. M. Mulet dedica un primer capítulo a «La Medicina antes del método científico». Ahí podemos leer que la «medicina gozaba de consideración social, mientras que la cirugía se veía como un arte menor que normalmente realizaban los barberos». En el Concilio de Tours (1163) se prohibió a los sacerdotes que metieran mano en el cuerpo, lo cual indica claramente que antes sí lo hacían. A comienzos del siglo XIII se delimitó teóricamente el cometido de cirujanos y barberos, reconociendo a los primeros una formación médica y dejando a los segundos, los «chusqueros de la época», las tareas más pedestres. Pero en la práctica y, sobre todo, en el medio rural (que es casi como decir cuando nos referimos al pasado en el 99% del mundo), esas delimitaciones eran casi desdeñables. Ante la urgencia y la gravedad del enfermo, cada cual buscaba el recurso que tenía más a mano o en el que más confiaba, y aquí se mezclaba el medicastro con el hechicero, el mago charlatán de la pócima milagrosa con el matarife dispuesto a abrir en canal para extirpar lo que fuese o ahuyentar los malos espíritus.

Volviendo al libro que polarizaba esta reflexión, la Historia negra de la Medicina de José-Alberto Palma, también aquí podemos leer que, ante la enfermedad o el dolor, el hombre ha buscado secularmente un remedio fuese del tipo que fuese, sin discriminar elementos materiales y espirituales. Pensemos en algo tan simple como un terrible dolor de cabeza. Cuando no existían analgésicos ni antiinflamatorios, lo importante era aliviar ese suplicio y daba igual quién lo hiciera –el chamán o el curandero– o cómo lo hiciera: con exorcismos o con el bálsamo de Fierabrás. La referencia es menos circunstancial de lo que en principio podría pensarse. A lo largo de la historia, el hombre se ha arriesgado hasta lo inconcebible para hallar arreglo o consuelo a sus males. De hecho, ha llevado a la realidad más incontrovertible el célebre dicho de que es peor el remedio que la enfermedad. La sífilis, por ejemplo, ha sido tratada habitualmente con altísimas dosis de mercurio, que provoca efectos secundarios todavía peores que el mal de Venus. La prescripción de mercurio desataba la sudoración y salivación incontenibles ?se creía que así se eliminaba la sífilis?, pero además llevaba aparejada la pérdida de dientes, llagas, pústulas, problemas neurológicos y, al final, la muerte por intoxicación.

Otro tanto podría decirse del magnetismo, al que se atribuían propiedades poco menos que mágicas. Así, la calamita –la «piedra imán»– devolvía los maridos a sus mujeres o aumentaba el encanto en el habla, aparte de curar la hidropesía (como se ve, era de amplio espectro). Se utilizaban también apósitos magnéticos para atraer humores malignos o curar heridas. No me resisto a detallar el pensamiento mágico que subyace a esta fórmula: se fabricaba un ungüento de atracción magnética, se mezclaba con la sangre o tejido de la víctima y luego se aplicaba ¡no en la lesión, sino en el arma que la había causado! Supongo que pensaban que la atracción podía implicar también una vuelta atrás en el tiempo, es decir, al momento anterior a producirse la agresión. Esta creencia de que el magnetismo tenía propiedades de transmisión cuasimilagrosas llevó a Paracelso a recetar una terapia escalofriante para los gotosos: estos podían quedar liberados de la gota, según él, transmitiéndosela a una forma de vida inferior (vegetal). Solo hacía falta arrancarles las uñas de los pies e implantarlas en el tronco de un árbol.

Como en tantos otros aspectos del pasado, no es descabellado pensar que las mujeres se llevaron la peor parte también en este ámbito. Como es sabido, con el nombre de histeria se diagnosticaban todo tipo de males femeninos. El diagnóstico servía tanto para un roto como para un descosido. Y los métodos para curarla eran tajantes, por decirlo con elegancia. Cito sólo unos datos que parecen sacados de una película gore. Un reputado cirujano estadounidense, el doctor Robert Battey, combatía la histeria extirpando ambos ovarios (ooforectomía) ¡en 1872! Por estas mismas fechas aproximadamente, el doctor Isaac Baker Brown, ginecólogo de Londres, curaba la histeria mediante la extirpación del clítoris. Lo hacía con unas tijeras, luego cubría la herida con una tela y finalmente administraba opio a través del recto. Me lo dejan en bandeja para hacer un chiste grosero, pero me contendré por respeto a ustedes y a esta distinguida revista.

Ya puestos, les diré, por si les ha sabido a poco, que el capítulo octavo lleva por título «Torturas extremas para pacientes resignados». Aquí sí que entramos en la cámara de los horrores. ¡Ríanse de las técnicas del KGB y de la CIA! ¡Unos pardillos estos chicos que, además, no han inventado nada! Por ejemplo, las técnicas de ahogamiento, de inmersión en agua hasta unos segundos antes de la muerte. Lo curioso del caso –tengo que enfatizar una vez más? es que todo esto no se hacía con afán inquisitorial de torturar, sino para sanar, aplacar o domeñar (normalmente, aunque no solo) al idiota, al loco, al enfermo mental, en definitiva. Ya que he citado el adjetivo (inquisitorial), he de decir que las técnicas de los galenos recuerdan mucho a los usos del Santo Oficio. Un aggiornamento que no implicaba necesariamente un beneficio para la víctima. En la llamada silla giratoria, el paciente estaba amarrado a una silla en una jaula que giraba a gran velocidad hasta que perdía el conocimiento. La silla tranquilizante era la antítesis de la anterior y se utilizaba cuando la primera no daba resultado: era como una celda de castigo, sólo que en silla en vez de celda, es decir, con inmovilidad completa y la cabeza encerrada en una caja para impedir ver y oír ¡durante semanas o incluso meses! Desde luego, si uno sobrevivía, salía del experimento bastante más tranquilo.

Había otros potros de tortura, como la silla vibratoria, pero mi favorita es la llamada cura de suspensión, que consistía en colgar al individuo del techo mediante un corsé muy ajustado. El novelista Alphonse Daudet fue tratado de la sífilis de esta manera: «Estoy suspendido en el aire durante cuatro minutos, los últimos dos únicamente desde mi mandíbula. Tengo un dolor insoportable en los dientes […]. Trece suspensiones. Luego empecé a toser sangre». Y vamos ya con la apoteosis: ¡ríanse de películas como la saga de Saw! La cura de la extracción total, preconizada por el psiquiatra norteamericano Henry Cotton, defendía tratar la enfermedad mental extrayendo primero los dientes, luego las amígdalas y, si todo esto no daba resultados, seguir con «la vesícula biliar, los testículos, los ovarios, el bazo, el útero e incluso el estómago y el colon». Esto me recuerda inevitablemente el refrán tan castizo de «muerto el perro se acabó la rabia». Con la locura no sé si terminaría, pero desde luego con el loco sí, sin duda alguna. Y todo esto sucedía ¡en pleno siglo XX!

Si esto pasaba con la teoría y la praxis médicas, mucho peor era lo que uno se encontraba al descender a la escala de los curanderos: ¡hasta en el infierno hay niveles! Durante mucho tiempo rigió la creencia de que las más variadas dolencias se curaban con la sangre infantil. Sí, sí, ya pueden ir barruntando las consecuencias. Palma consigna aquí un caso famoso, ocurrido en tierras almerienses en 1910: el asesinato de un pequeño para que un tuberculoso pudiera beber su sangre todavía caliente, pero también menciona de soslayo que hubo muchos más episodios de este tenor, pues la citada creencia estaba muy extendida. Una vez más vemos cómo la búsqueda desesperada de curación llevaba al extravío, con el problema añadido de que el perjudicado en este caso no era el enfermo, sino un absoluto inocente que nada tenía que ver con el problema. ¡Y no estamos hablando de la Edad Media!

Algunos procedimientos particularmente cruentos se hacían en nombre de los últimos avances científicos. En los años treinta del siglo XX, el neurólogo estadounidense Walter Freeman practicaba «de manera entusiasta» lobotomías transorbitales. La técnica pone los pelos de punta: «se insertaba un punzón metálico (denominado “orbitoclasto”) bajo el párpado para atravesar la cuenca de los ojos con unos suaves golpes de martillo. Con cada martillazo, el punzón se adentraba suavemente en el lóbulo frontal del paciente, seccionándolo y destruyéndolo. Watts decía que era tan sencillo como cortar mantequilla». Hacia 1955 «se habían practicado más de cuarenta mil lobotomías en Estados Unidos».

La traducción médica del célebre dicho de que «un clavo saca otro clavo» podría ser que una enfermedad se curase contrayendo otra. Ya sé que parece un mal chiste, pero no lo es. A finales del siglo XIX, el doctor vienés Julius Wagner-Jauregg inoculaba bacterias de modo habitual para combatir determinadas manifestaciones graves de demencia y otros trastornos neurológicos. Como los resultados no eran satisfactorios, cambió algo el procedimiento: desde 1917 «comenzó a inocular parásitos causantes de la malaria». Entre 1917 y 1940, el citado médico y su equipo hicieron contraer la malaria «a pacientes con neurosífilis» para generarles «fiebre alta y prolongada». La comunidad científica aceptó el tratamiento hasta tal punto que Wagner-Jauregg recibió en 1927 el premio Nobel de Medicina. No era un caso aislado. Por la misma época, el doctor Manfred Sakel proporcionaba «sobredosis de insulina a sus pacientes drogadictos» y terminó por «inducir comas insulínicos en pacientes con esquizofrenia». El húngaro Ladislas Meduna pensaba «que la epilepsia protegía de la esquizofrenia». Así que, entre otras cosas, inyectaba alcanfor a sus pacientes, con unos resultados –como pueden imaginarse– semejantes a los que en Auschwitz pondría en práctica el siniestro doctor Mengele.

Podía seguir, por ejemplo, hablando del uso intensivo de la electricidad en los hospitales –las sesiones continuadas de electroshocks hasta que el cuerpo desfallecía?, de la moda de los corsés eléctricos, de los procedimientos radioactivos –o con sustancias altamente tóxicas, como arsénico, plomo o uranio?, o de la manía de tratar con láudano (básicamente, opio disuelto en vino y el añadido de algunas especias) casi cualquier enfermedad. Pócimas, elixires, drogas y todo tipo de mejunjes se han beneficiado hasta prácticamente nuestros días de un halo mítico como estimulantes, calmantes, afrodisíacos o protectores de algo. Ahí tienen, sin ir más lejos, el prestigio literario e intelectual del opio, la morfina, la cocaína o la heroína. De hecho, la lista sería casi interminable, porque no ha habido sustancia alguna que, en algún momento de la historia, no haya pasado por ser curativa, paliativa o depositaria de una cualidad casi mágica. Pero ya que cité antes lo de afrodisíaco, déjenme que les cuente una última cosa, bastante divertida. Como todo lo relacionado con la potencia sexual ha sido un objetivo prioritario a lo largo de la historia para los varones de la especia humana, los esfuerzos por poseer una virilidad fuera de serie han llevado a intentos tan grotescos como administrarse subcutáneamente extractos de testículos de perro y cobaya o, incluso, implantarse testículos de mono. No estoy hablando de la ocurrencia de un chiflado cualquiera, sino, por ejemplo, de los experimentos del cirujano Serge Voronoff, aplaudidos en un Congreso Internacional en Londres en 1923 como eficaz método de rejuvenecimiento masculino. Cito textualmente: «Hacia 1930, más de quinientos franceses –sobre todo miembros de la alta sociedad– se habían sometido a la operación de Voronoff. Para abastecer la gran demanda de testículos animales en su consulta, Voronoff montó su propio criadero de monos en Italia».

¿Para reír? ¿O para llorar? El recorrido que sucintamente he pergeñado nos muestra varias cosas: la más obvia, nuestra supina ignorancia hasta ayer mismo, que no fue óbice para que los supuestos especialistas experimentaran –normalmente en carne ajena– los más disparatados remedios. ¡Cuánto sufrimiento inútil hubieran evitado simplemente con su inacción! No estoy muy seguro, empero, que ese no hacer hubiera satisfecho a la propia víctima, por paradójico que resulte. Es tan inmenso el miedo del ser humano ante la enfermedad, el dolor y la muerte que muchos están dispuestos a arrostrar las mayores penalidades si alguien les abre el más pequeño resquicio de esperanza. El problema es que la puerta que seguro se abre de ese modo es la de la irracionalidad y la superchería. Es el terreno abonado para el pensamiento mágico, en el que médicos, curanderos y demás ralea se han movido a sus anchas. Los conocimientos actuales y los avances técnicos –por ejemplo, en la asepsia, la detección precoz, los análisis clínicos, la anestesia y los antibióticos– pueden inducir a pensar que todo lo dicho es historia, que es agua pasada. Básicamente, eso es cierto. Pero, si se fijan, persisten las actitudes irracionales cuando nos enfrentamos a la enfermedad en general y, muy particularmente, a las enfermedades graves. La verdad es que no hace falta ni siquiera ponerse dramático: basta ver el éxito que cosechan, por ejemplo, las llamadas dietas milagro incluso en los sectores más cultivados de la población. Nuestra actitud ante el mal físico sigue teniendo un fuerte componente mágico. Queremos creer con todas nuestras fuerzas que ese medicamento o ese doctor nos devolverán la salud. ¿Qué sería de nosotros sin el efecto placebo? Y, con respecto a los médicos y al sistema sanitario en su conjunto, ¿qué pasaría si dichos profesionales fueran más conscientes de sus limitaciones? Un dato sorpresivo avalado por varios estudios independientes muestra bien a las claras lo que sucede en los hospitales cuando los médicos hacen huelga: que la tasa de mortalidad disminuye drásticamente.

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