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¿Qué harías por sobrevivir? La historia de Paul Steinberg

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Primo Levi aseguraba que sobrevivieron los peores. Todos los que no se adaptaron al Lager y lucharon por conservar su dignidad, cayeron los primeros. La vasta red de campos de concentración no se conformaba con clasificar, confinar y exterminar. Se pretendía reinventar el concepto de humanidad, estableciendo quiénes merecían vivir y qué modelos de conducta debían prevalecer. La imaginación popular cree que sólo hubo un puñado de campos –poco más de una decena, quizás veinte–, pero la realidad es muy distinta. La Enciclopedia de Campos y Guetos del Holocausto Memorial Museum de Washington ha elaborado un minucioso estudio que registra la existencia de cuarenta y dos mil quinientos campos de concentración, guetos, factorías de trabajo esclavo y otros espacios de confinamiento repartidos por Europa. Las cifras desbordan cualquier previsión. «Los números son increíbles, mucho más altos de los que originalmente pensamos», declaró en 2013 Hartum Berghoff, director del German Historical Institute de Washington. Cien historiadores han localizado treinta mil campos de trabajo esclavo, mil ciento cincuenta guetos judíos, novecientos ochenta campos de concentración, quinientos burdeles de prostitución forzosa y miles de centros para realizar abortos, sin el consentimiento de la mujer embarazada, y aplicar los programas de eutanasia con personas afectadas por discapacidades físicas o psíquicas. La máquina de triturar seres humanos se cobró entre quince y veinte millones de vidas. Estas cifras son una objeción irrefutable contra las tesis de los que atribuyen a la población alemana un supuesto desconocimiento de la tragedia. Sólo en Berlín se han identificado tres mil campos y «casas judías», que servían de almacén humano para distribuir las deportaciones al Este. Según Martin Dean, editor del segundo de los cinco tomos de la Enciclopedia de Campos y Guetos, «literalmente no podías ir a ningún lugar en Alemania sin toparte con campos de trabajo forzado, campos de prisioneros de guerra, campos de concentración… Estaban en todas partes».

El sentido de los campos de concentración iba más allá de la aniquilación física: su propósito último era la destrucción de cualquier vestigio de humanidad. En el caso del joven Henri, se realizó este objetivo. Deportado con diecisiete años, aprendió con facilidad las reglas de Auschwitz. Su rápida adaptación lo convirtió en «un combatiente solitario, frío, calculador», capaz de apalear a un anciano porque no se levantaba de su litera, y con ingenio suficiente para hacerse pasar por experto en química analítica, cuando en realidad sus conocimientos se reducían a lo aprendido en el liceo como estudiante de bachillerato. Incorporado al comando ocupado en la fabricación de caucho sintético, donde coincidirá con Primo Levi, Henri se convertirá en un maestro de la supervivencia. Su oportunismo y su falta de reparos morales impresionarán al químico italiano, que lo retrata en Si esto es un hombre, calculando una edad y unos conocimientos muy superiores a los reales: «Henri es muy social y culto, y su estilo de supervivencia en el Lager cuenta con una teoría completa y orgánica. Sólo tiene veintidós años, es inteligentísimo, habla francés, alemán, inglés y ruso, y tiene una óptima cultura científica y literaria. Su hermano ha muerto en Buna el invierno pasado y desde aquel día Henri se ha desvinculado de todo afecto, se ha encerrado en sí mismo como en una coraza y lucha para vivir sin distraerse, con todos los recursos […]. El tráfico de mercancías de procedencia inglesa es un monopolio de Henri […] todavía no tiene barba, cuando es necesario sabe correr y saltar como un gato […]. Henri tiene conciencia de sus dotes naturales y les saca partido con la fría competencia de quien maneja un instrumento científico: los resultados son sorprendentes». Afirmar que el joven impostor había desarrollado toda una teoría «material y orgánica» sobre las diferentes formas de sobrevivir en Auschwitz constituye tal vez un exceso. No debemos olvidar su condición de víctima, una víctima que, a semejanza de los pícaros del Barroco, aprendió a trampear y fingir para no engrosar la lista de los «hundidos».

Lo cierto es que el joven de veintidós años, al que Levi describe con «el cuerpo y la cara delicados y sutilmente perversos del san Sebastián de Sodoma», no se llamaba Henri, sino Paul Steinberg y ni siquiera había cumplido los dieciocho. Su supuesto hermano se llama Philippe y, en realidad, era un joven amigo al que conoció en Drancy, poco después de ser detenido. Se hicieron inseparables y eso explica que muchos les creyeran hermanos. Cincuenta años después, enfermo de cáncer y con la muerte cada vez más próxima, Paul lee el retrato de Primo Levi y decide contar su experiencia en apenas doscientas páginas tituladas Crónicas de un mundo oscuro. Steinberg nos cuenta que nunca llevaba la estrella amarilla y que hacía novillos para acudir al hipódromo con el dinero sustraído de los bolsillos de su padre. Experto en dar sablazos, sabía que a su progenitor no le importa demasiado su suerte; de hecho, no será éste sino una amiga de la familia la que logrará enviarlo a una granja para ocultarse de las denuncias de los colaboracionistas, especializados en reventar los escondites de los judíos. «Demasiado francesa para ser real», apenas pasará tres días con la familia que lo acoge. Una denuncia anónima provocará su detención. Antes de ser deportado, los esbirros que lo escoltan le permiten gastar sus últimos francos en un manual de química analítica, gracias al cual salvará la vida durante su estancia en Auschwitz. Durante el traslado, surgen varias oportunidades de huir, pero no las aprovecha: «No lo hice –se explica Steinberg–. Probablemente fue el miedo o, a lo mejor, la voluntad o el oscuro e instintivo deseo de apurar mi destino hasta el final, de pasar por esa experiencia insoportable que no podía ni siquiera vislumbrar».

Cuando, un mes después, toma la primera ducha colectiva en Auschwitz III-Monowitz, también conocido como Buna, los otros deportados se burlan de él por no haber explotado el hecho de no estar circuncidado. Es el menor de tres hermanos de una familia judía no practicante. Ha nacido en Berlín en 1926. Su madre Hélène murió poco después del parto, pero se lo ocultaron hasta los quince años. Durante ese tiempo, creerá que Paulina, su madrastra, es su madre biológica y le atormentará la antipatía que se profesan mutuamente. De origen ruso, la familia emigra a Francia en 1933, después de pasar una temporada en Italia. Poco después se establece en Barcelona, pero la Guerra Civil les hará cruzar de nuevo los Pirineos, sin sospechar que les aguarda un peligro mucho mayor. Paul ha crecido en cuatro países distintos. Habla cuatro idiomas (alemán, francés, ruso e inglés), pero no ha establecido vínculos duraderos y en su hogar se respira infelicidad. En 1936, su hermano Georges se refugia en Inglaterra, y en 1941 consigue documentos falsos para vivir en la Francia no ocupada. Los traslados continuos, la necesidad de adaptarse una y otra vez a entornos diferentes y casi siempre hostiles, la frialdad del padre, los sentimientos de duelo por la muerte prematura de la madre, la carencia de amistades y vínculos, el odio hacia su madrastra, ayudarán a Paul a asimilar las rutinas del Lager. No son experiencias afortunadas, pero constituyen un privilegio en un lugar donde no hay mayor desventaja que una infancia feliz.

Durante su estancia en Drancy, asistirá a un grotesco espectáculo, sin experimentar apenas extrañeza. Los SS organizan un combate de boxeo para enfrentar al peso mosca Young Pérez con un soldado alemán mucho más robusto. Sobre el cuadrilátero, iluminados por los focos de la defensa antiaérea, los púgiles protagonizan una farsa que finaliza con combate nulo. La pantomima no le impresiona, pues está acostumbrado a vivir entre la hipocresía y la mentira.

Mucho mejor preparado que otros para aceptar la desgracia, Paul superará la primera selección en Auschwitz gracias a su excelente alemán. El propio doctor Mengele lo enviará a la fila de los que aún podían ser útiles, asombrado por la perfección de su acento. Esa cualidad también le granjeará la simpatía del temido comandante del campo, un delincuente común que vive en una casita con flores y cortinas. Tampoco tardará en atraerse la confianza del mismo jefe de bloque que estuvo a punto de estrangular a Primo Levi. Al cabo de un año, apenas había sobrevivido el quince por ciento de los que llegaron con él. La lógica inhumana del Lager ya ha actuado sobre los deportados. La muerte de otros carece de dramatismo. La única preocupación es sobrevivir: «Habíamos superado la etapa de los sentimientos, de las relaciones de amistad. Cada cual, replegado en sí mismo, luchaba por sobrevivir. La máquina de deshumanizar había funcionado de maravilla. Ya sólo existíamos en la indignidad». ¿Cuál fue el secreto que le permitió formar parte de esta minoría afortunada? «Creo –reflexiona Steinberg– que tuve, intuitivamente, una aguda percepción de aquel universo paralelo al que habíamos ido a parar. Adiviné sus leyes y su sinrazón».

¿Cuáles eran las víctimas inmediatas del Lager? Los que conservaban el sentido de la dignidad, los que tenían la personalidad mejor estructurada, los que no dejaban de pensar en la suerte de sus familiares, los que rondaban los cuarenta años. En cambio, los más jóvenes, los que tenían «un gusto desmesurado por la vida y una flexibilidad de contorsionista», los que no presumían de llevar la cabeza bien alta, los que eran capaces de soportar y olvidar las humillaciones, sobrevivirían para contarlo (o silenciarlo, de acuerdo con la experiencia de cada uno). Lo cierto es que en Auschwitz no había espacio para el heroísmo y cuando Steinberg es abofeteado por robar una barra de pan, sólo es capaz de contestar: «Lo he merecido». La muerte de Philippe extinguirá los últimos sentimientos que sobrevivían en él. Después vendrá la muerte del pensamiento y, por fin, la muerte del hombre. En los campos de exterminio, el hombre dejó de ser, se convirtió en un vacío, situándose muchas veces por debajo de la conciencia animal. En el caso de Steinberg, ese vacío sobrevivió a la hepatitis, la sarna, la disentería, la erisipela, el hambre. Sólo era una forma hueca, con una superficie colonizada por pulgas, piojos y chinches. Desprovisto de su identidad, no era más que una pieza perfectamente intercambiable. Esa disolución en lo colectivo tal vez sea lo más cercano a la utopía que soñó Ernst Jünger: una humanidad sin identidades individuales, una masa compacta y amorfa, donde nada es insustituible. A partir de la muerte de su querido Philippe, Paul descubre que «es un derroche dar afecto a unas sombras que penden de un hilo. ¿Por qué reservarse para un mañana lleno de lágrimas?» Si logra conservar la vida, ya llegará el día en que pueda volver a amar.

Al igual que otros supervivientes, Steinberg experimenta sentimientos de culpabilidad. ¿Por qué él y no otros? A través de un empresario y un profesor de filosofía, descubrirá la Sinfonía en Re menor de César Franck y la filosofía trascendental de Immanuel Kant. Sin embargo, esos hallazgos no le devolverán el amor propio, que sólo reaparecerá con la comida, el calor y la libertad. El regreso a la normalidad no borrará la sensación de no pertenecer a la comunidad de los vivos. Familiarizado con la muerte, no puede lamentar la pérdida de un semejante y no siente «angustia metafísica» ante la perspectiva de su desaparición. Convertido en un manipulador, capaz de adular a los capos más brutales hasta ganarse su confianza, el joven Paul se mueve por el Lager con una habilidad asombrosa. Su corazón está lleno de desprecio y frialdad. Se ha transformado en lo que han hecho de él y cuando, ejerciendo como capo, levanta la mano sobre un anciano enfermo, advierte que está contaminado hasta la raíz. Aunque la Shoah parece un acontecimiento insólito e irrepetible, las matanzas no han dejado de sucederse desde entonces. La ferocidad del hombre con el hombre parece no tener límites: «En este concierto –admite Steinberg–, yo he interpretado mi partitura. […] Nunca he podido lavar mi imagen. Soy y sigo siendo el testigo pasivo de la muerte de Philippe, el que abofeteó a un viejo judío, el enchufado de las letrinas, el cortesano que aduló a brutos y asesinos para proporcionarse un suplemento de sopa cotidiana. […] He atravesado la vida lastrado con plomo, esforzándome en arrastrar este peso excesivo […] ¿Quizás he sobrevivido para dar un último testimonio al mundo entero?»

La experiencia del Lager ha generado una vasta literatura: Primo Levi, Robert Antelme, Viktor Frankl, Bruno Bettelheim, Ruth Klüger, Jean Améry, Imre Kertész. ¿Qué aporta el testimonio de Steinberg? Tal vez una introspección desapasionada, que analiza el proceso mediante el cual un alma joven y cálida se transforma en un páramo helado. Frente a la poderosa reflexión moral de Levi, el estudio psicológico de Frankl o la fuerza teórica de Kertész, Steinberg escribe la crónica de una subjetividad que va desprendiéndose de emociones, hasta convertirse en una máquina regulada por un irracional deseo de vida. La producción incansable de estrategias orientadas hacia este fin imposibilita cualquier forma de empatía, pues el otro ya no es un valor, sino una variable en un escenario de degradación y muerte. Se cumple de este modo la lógica infernal del Lager: la destrucción de lo humano, la subversión de esa tradición de libertad y autonomía que identificamos –muchas veces falsamente– con la cultura europea. Pero este horror no viene de fuera, sino del corazón de Europa. Sería muy fácil explicar Auschwitz como una explosión de irracionalidad pero, en realidad, la biopolítica nazi sólo actualiza las exhibiciones de fuerza que caracterizaron al poder absoluto. El régimen de Hitler intentó recuperar ese concepto de lo político, donde la carne tumefacta testimonia la omnipotencia del Estado.

Hannah Arendt ya nos enseñó que es un error buscar las causas de la Shoah en el antisemitismo. Detrás de aquellos crímenes hay una teoría de la acción política. Según Michel Foucault, la matanza industrializada de varios millones de seres humanos es la evidencia brutal de que la vida puede quedar reducida a una expresión del poder. Esto sucede cuando las fuerzas políticas actúan movidas únicamente por el propósito de adquirir y conservar el control del Estado. Dentro de este esquema, el hombre sólo tiene valor como víctima potencial. Ningún sufrimiento es irrelevante. El dolor de la carne martirizada nos muestra una y otra vez la impotencia del individuo frente al poder estatal. Atrapado por esta red, el hombre es despojado de su identidad, de su nombre y, en general, de todo lo que lo singulariza. Ni siquiera su muerte le pertenece, ya que el poder la utilizará para mostrar la banalidad de su existencia.

¿Es posible explicar el nazismo? Indudablemente, sí. Según Jeffrey Heart, el nazismo es una especie de «modernismo reaccionario», pues combinó la exaltación de lo germánico con los hallazgos de las ciencias naturales, especialmente de la física, la química y la biología. La medicina, actualmente incluida entre las ciencias de la salud, también desempeñó un papel esencial, justificando –y practicando– la eugenesia, el racismo y la eutanasia forzosa. En el campo de las ciencias sociales, tampoco escasearon las elaboraciones teóricas que avalaban la utopía nazi. El político, militar y geógrafo alemán Karl Haushofer describió el Estado como un ser viviente, cuyos límites territoriales sólo pueden ser fijados por la energía vital de su pueblo. El «espacio vital» (Lebensraum) es proporcional al vigor de una colectividad. Haushofer habla de «lo judío» como ejemplo negativo, pues –a su juicio– no se trata de un concepto racial, sino de una tendencia cultural. «Lo judío» es la matriz del liberalismo, el socialismo, el comunismo, la democracia, el comercio internacional y los grandes espacios urbanos. El «destino manifiesto» del pueblo alemán es destruir esas formas de dispersión, que impiden el arraigo en una comunidad y su expansión natural. El jurista Carl Schmitt sostuvo que el pueblo judío reinventó su identidad por medio de la ley, pues carecía de tierra y Estado. Su devenir errático ha engendrado la democracia abstracta y sin raíces. La República de Weimar es un ejemplo de esa mentalidad, con su parlamentarismo invertebrado y su caótica organización social. De hecho, su Constitución es obra de un jurista judío, Hugo Preuß. Schmitt asegura que la relación de un pueblo con su territorio no es fruto de la negociación, sino de su genio creador, que se objetiva en formas concretas de poder y no en tratados firmados conforme al derecho internacional. Con estos mimbres, el nazismo urdió su política genocida, una «medida ecológica» concebida para garantizar el cumplimiento de la ley natural, según la cual sólo debe sobrevivir el más fuerte. El judío invierte ese orden, propiciando una humanidad abstracta, débil y mestiza. En 1939, el filósofo e historiador judío Hans Kohn escribe: «La teoría racial desarrollada por el nacionalsocialismo desemboca en una nueva religión de la naturaleza en la que los alemanes son el cuerpo místico y el ejército, su clero. La nueva fe del determinismo biológico, opuesta fundamentalmente a cualquier religión humanista y trascendente, confiere al pueblo una fuerza inmensa en su guerra total y permanente contra cualquier concepción del Hombre, ya sea racional o cristiana. El pueblo representa al Reich, el reino de la salvación; el enemigo encarna al “antirreich” (Gegenreich) y se transforma en una ficción tan mítica y mística como el mismo Reich, salvo que al primero se le adjudican todas las virtudes imaginables y al segundo todos los vicios, incluso los más inverosímiles».

Paul Steinberg sólo era un adolescente, pero reunía todas las características de «lo judío»: políglota, cosmopolita, desarraigado, escéptico. En el Lager, su humanidad se desintegra poco a poco: «La carne y los músculos se funden, los dientes se descarnan, las tripas se licúan, se envenenan las heridas y morimos, morimos, morimos». En ese mundo, «lo ético no tiene curso». Simplemente, hay que adaptarse y eliminar «el sufrimiento moral, los recuerdos y, por imperativo vital, los reproches». El nazismo no fue una anomalía, sino una síntesis de algunas de las tendencias fundamentales de la historia de occidente: imperialismo, racismo, militarismo, antiliberalismo, autoritarismo. Para Hitler, el Lebensraum era una expansión colonial hacia el Este, tan legítima como la conquista de África, América y Asia por las potencias europeas de siglos anteriores. La Shoah no es un acontecimiento sin precedentes, como sostiene Raul Hilberg, sino la prolongación de las políticas de dominación y exterminio de los imperios decimonónicos. «Entre las masacres del imperialismo conquistador y la “solución final” –asegura Enzo Traverso– no existen simplemente “afinidades fenomenológicas” ni tampoco lejanas analogías. Hay una continuidad histórica que hace de la Europa liberal un laboratorio de la violencia del siglo XX y de Auschwitz un auténtico producto de la civilización occidental». El futuro podría reservarnos otras historias como la de Paul Steinberg.

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