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Fumata verde

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Este año, una de mis estudiantes mostró una visible sorpresa cuando, en plena discusión sobre mercado e igualdad, llamé la atención sobre el tradicional recelo de la Iglesia católica hacia el capitalismo, renovado durante la crisis por el mismo papa Francisco I que acaba de causar perplejidad universal con su llamamiento a combatir el cambio climático. Y es de suponer que mi estudiante haya vuelto a sorprenderse, aunque, a decir verdad, se trata de dos problemas relacionados, hasta el punto de que la preocupación por el cambio climático proporciona razones para arremeter contra el capitalismo y viceversa: en la segunda encíclica de Jorge Bergoglio, Laudato si’, podemos encontrarlas.

Mucho se ha hablado ya sobre la conflictiva relación que la tradición cristiana mantiene con el capitalismo y sus sinónimos, desde el comercio al afán de lucro, una relación que no difiere demasiado de la establecida por el republicanismo clásico. En ambos casos, se contempla la riqueza como amenaza para la virtud. O al menos, como señala Jerry Muller en su brillante estudio sobre el capitalismo en el pensamiento occidentalJerry Z. Muller, The Mind and the Market. Capitalism in Western Thought, Nueva York, Anchor Books, 2002., así fue mientras prevaleció la premisa clásica según la cual el bienestar material de la humanidad viene ya prefijado estáticamente y la ganancia de uno significa la pérdida de otro. Desde ese punto de vista, la ganancia es un robo. El desarrollo de la más dinámica economía moderna provocó una cierta moderación de esa severa posición, pero, descontando la legitimación del enriquecimiento personal procurada por el protestantismo, el catolicismo ha mantenido su rechazo teórico a la economía capitalista: baste recordar aquella Rerum Novarum de León XIII que se cuenta entre las influencias teóricas del bienestarismo estatal. Entre otras cosas, cabría añadir, por qué el progreso económico y el tecnológico forman una máquina secularizadora que tritura costumbres a velocidad de vértigo. Aunque, todo sea dicho, el fenómeno religioso ha demostrado ser más resistente de lo que parecía: el pueblo ha encontrado otros opios, pero no acaba de abandonar éste.

En todo caso, y al hilo de la denuncia aireada por el papa Bergoglio, me parece más interesante ahondar en la razón ecológica del cristianismo, esto es, hacer un poco de historia de las ideas con objeto de averiguar qué postura ha mantenido esta importante tradición religiosa hacia el medio ambiente. En el bien entendido de que, como veremos enseguida, el ecologismo crea sus precursores: las preocupaciones contemporáneas buscan en el pasado aquello que en el pasado no estaba, pero inevitablemente contenía el germen de lo que ahora es.

Pues bien, sería quizá chocante para Francisco I saber que un controvertido artículoLynn White, «The Historical Roots of Our Ecological Crisis», Science, vol. 155, núm. 3767 (10 de marzo de 1967), pp. 1203-1207. publicado en 1967 atribuía a la influencia cultural del cristianismo la responsabilidad principal de la presunta crisis ecológica. Y digo presunta, porque no está claro que esta noción sea del todo acertada para describir el actual estado del medio ambiente. Tiempo habrá para abordarla en lo que resta de año: démosla aquí por buena. Si el papa releyese el mandato inicial del Génesis, tal vez empezaría a entender las razones de la crítica:

Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra (Génesis, I, 28).

Es el historiador Lynn White quien, en el texto publicado en Science, afirma sin tapujos que el cristianismo está en la raíz de los actuales problemas medioambientales. White abraza un enfoque culturalista que enfatiza la importancia de las ideas por encima de las prácticas sociales y las relaciones materiales: «Lo que hagamos acerca de la ecología depende de nuestras ideas acerca de la relación hombre-naturaleza». Sin embargo, esta no es la única posibilidad. Entre los pensadores dedicados a trazar la genealogía de la crisis ecológica, abunda también un enfoque materialista que pone el foco en las condiciones económicas y las relaciones materiales de la sociedad con su medio ambiente. Después de todo, podemos encontrar divergencias entre lo que la cultura dice y lo que una sociedad hace, circunstancia que recomienda atender antes a la realidad de lo hecho que a la enunciación de lo pensado.

En realidad, conviene señalar de antemano que ambas perspectivas son complementarias y, de hecho, deben ser complementadas. La apropiación humana de la naturaleza es tanto material como simbólica, es decir, posee varias dimensiones que se corresponden también con distintos aspectos del modo de ser humano: el homo faber es también animal significativo. Por mucho que nos empeñemos en privilegiar una de esas dos formas de análisis, no existen hechos puros al margen del contexto cultural en que se producen: todo hecho es simbólico. Y todo símbolo posee un fundamento material, remite a una práctica social. Es la relación entre las ideas y las prácticas la que debe ser iluminada, sin prestar atención exclusiva a ninguna de las dos.

Para White, que da inicio con su artículo a un intenso debate especializado, si la crisis ecológica tiene su origen inmediato en la combinación de las revoluciones científica e industrial, cuyas raíces hay que buscarlas en un pensamiento medieval marcado por su impronta cristiana, será en el cristianismo donde hayamos de buscar los elementos que nos permitan explicar nuestra relación con el medio natural.

Sin duda, el primero de ellos es la desacralización del mundo contenida en el original relato bíblico de la creación. El fin del animismo –que todo niño, al golpear a la silla con la que ha tropezado, parece conservar– es el comienzo del dominio humano del medio natural:

Los espíritus en los objetos naturales, que habían estado protegiendo a la naturaleza del hombre, se evaporaron. Se confirmó así el monopolio humano sobre el espíritu en este mundo, y desaparecieron las viejas inhibiciones acerca de la explotación de la naturaleza.

Dicho de otro modo, el animismo da paso al monoteísmo, la adoración de un dios cuyos signos pueden encontrarse en la naturaleza, pero no se encuentra en la naturaleza: es una divinidad trascendente antes que inmanente. La naturaleza, como muestra el pasaje genesíaco antecitado, ha sido creada para el hombre. Y aunque la relación del ser humano con el mundo natural no podía ser pacífica en aquella época, porque nunca lo ha sido, el fin del paganismo marca seguramente un punto de inflexión en la percepción social del mundo no humano. Y situar al hombre en la cumbre jerárquica de la creación contribuye a crear una atmósfera cultural más favorable a la intervención directa en el entorno. Véase el Salmo 8:

Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor; le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas (Salmo 8, 4-9).

Estas proclamaciones fueron profusamente exploradas en la antigüedad por la literatura exegética que se proponía arrojar luz sobre unos textos bíblicos llenos de anfibologías o, cuando menos, susceptibles de diversas interpretaciones. Y aunque hay acuerdo acerca del efecto desacralizador producido por el Antiguo Testamento, las atribuciones de culpa empiezan a complicarse cuando reparamos en que el argumento del designio, brillantemente rastreado por Clarence Glacken, dista de ser un producto exclusivo del cristianismoClarence Glacken, Traces on the Rhodian Shore. Nature and Culture in Western Thought from Ancient Times to the End of the Eighteenth Century, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1967.. ¿Acaso no tiene ya el paganismo griego, cuya profusión de divinidades coexiste con un impulso científico que trata de comprender el funcionamiento del cosmos, al ser humano como centro? Para John Passmore, de hecho, la tradición cristiana no sería en este punto judeocristiana, sino grecocristianaJohn Passmore, Man’s Responsibility for Nature. Ecological Problems and Western Traditions, Nueva York, Scribner, 1974.. Entre otras cosas, también los griegos abrazan la idea de que la vida animal existe para provecho humano, como puede verse en Aristóteles:

las plantas han sido creadas porque son necesarias a los animales, y éstos, porque los necesita el hombre; los mansos para su uso y provisión, los salvajes, al menos en su mayor parte, para su provisión y otros fines ventajosos, como el suministro de ropas, etc.Se trata del Libro V de su Sobre la generación de los animales, citado por el propio Passmore (p. 28). Las referencias a Cicerón y Crisipo provienen de la misma fuente (p. 30).

De aquí deriva una duradera creencia: la de que nada es vano en la naturaleza. Este argumento llegó a manifestarse de forma casi paródica en sus expresiones más radicales, como atestigua una filosofía estoica que hace suya esta doctrina: si para Cicerón la curva del cuello de los bueyes se adapta al yugo, para Crisipo la utilidad de la mosca estriba en que despierta al holgazán y el valor del ratón en que nos hace temer el desorden. ¡Manufactura natural de símbolos morales! Y la misma idea tiene continuidad en comentaristas como Orígenes, quien en el siglo III de nuestra era aduce el Salmo 104 para reforzar el argumento del designio, con evidentes acentos aristotélicos:

Haces nacer la hierba para las bestias, y las plantas para el servicio del hombre (Salmo 104, 14)

Se ha señalado así que la helenización del cristianismo es patente en la interpretación que del Antiguo Testamento hacen los Padres de la Iglesia, con san Agustín y san Ambrosio a la cabeza, como respuesta a las potentes doctrinas maniqueas y gnósticas: el hombre es propósito y centro de la creación, tal como ya señalaban las cosmologías griegasSobre esto, Jan Boersema, «First the Jew but also the Greek. In search of the roots of the Environmental Problem in Western Civilization», en Wim Zeers y Jan J. Boersema (eds.), Ecology, Technology and Culture, Cambridge, The White Horse Press, 1994, pp. 20-55.. Por su parte, el Nuevo Testamento reafirma la autoridad moral del hombre sobre la naturaleza, al reubicar a aquel en el mundo a través de esa divinidad humanamente encarnada que es Jesús de Nazaret. Un hijo de Dios que conoce uno de sus más extraños episodios evangélicos –magníficamente recogido por Pasolini en su película de 1964– cuando maldice a una higuera que, por no ser la época, carecía de frutoVéase Marcos 11, 12-26 y, más suavemente, Mateo 21, 18-22.. La humanidad de Dios entre los hombres sugiere la divinidad de los hombres sobre la tierra.

Semejante ambigüedad, intrínseca a la tradición cristiana, queda de manifiesto en una interpretación judía más teocéntrica que antropocéntrica. No deja de ser interesante, desde una perspectiva ecológica, la frecuencia con la que Yavé arroja catástrofes naturales –huracanes sin bautizar y diluvios interminables– sobre los seres humanos. Hay así teólogos para quienes la posición privilegiada de los hombres dentro de la naturaleza no los saca de ella, lo que implica una responsabilidad en la conservación de la obra divinaSobre esto, véase Michael Watson y David Sharpe, «Green Beliefs and Religion», en Andrew Dobson y Paul Lucardie (eds.), The Politics of Nature, Londres, Routledge, 1994, pp. 210-228.. Porque una cosa es que la naturaleza haya sido creada ad majorem gloriam Dei y otra que exista para el bien del hombre. Las diferencias entre cristianismo y judaísmo –que refuerzan la lectura filogriega de la tradición cristiana– se manifiestan también en los mandatos y prácticas hebreas. El mandato genesíaco que ordena al hombre dominar la tierra recibe así en la exégesis judía una interpretación bien diferente. Eric Katz ha señalado que, si el Talmud subraya la primera parte del mandato, que demanda la reproducción de la especie humana, los comentaristas medievales ponen el acento en el uso moderado de los recursos naturalesEric Katz, Nature as subject. Human obligation and natural community, Lanham, Rowan & Littlefield, 1997.. Más que una realidad a nuestro servicio, la naturaleza sería una entidad a nuestro cuidado. Bal tashchit, dice la Torá: «No destruirás». Una de las razones para ello es que de esa naturaleza depende la supervivencia del ser humano, que haría bien así en cantar los favores del Hacedor:

Tú coronas el año con tu generosidad; la estela de tu carroza desprende gotas fecundas. Gotean los pastos del desierto, las colinas se cubren de gozo, las praderas se visten con rebaños, los valles se engalanan de cereal; juntos vocean y cantan su alborozo (Salmo 65, 11-13).

Hay que añadir a eso la incapacidad del hombre para comprender los misterios de la creación, a la que, en concordancia con la visión hebrea de la misma como un todo ordenado, se alude en el Antiguo Testamento:

Presta, Job, oído a esto, tente y observa los prodigios de Dios. ¿Sabes acaso como Dios los rige, y cómo su nube hace brillar el rayo? ¿Sabes tú cómo las nubes cuelgan en equilibrio, maravilla de una ciencia consumada? (Job, 37: 14, 16).

Sucede que hemos avanzado bastante desde Job: no sólo conocemos la razón de ser de esos prodigios –aunque quizá no su razón última–, sino que ahora la «ciencia consumada» está en manos del hombre. Por eso, también es necesario remitirse a la tradición griega para explicar las raíces de las actitudes modernas hacia la naturaleza. Ya los filósofos presocráticos, como es sabido, tratan de explicar el mundo mediante el ejercicio de la razón: buscan en él un orden discernible a través de la observación sistemática. Esta nueva forma de ver la realidad supone, de hecho, la invención de la naturaleza. Que una sola entidad pueda abarcar el complejo conjunto de seres, procesos y materialidades que conforman el mundo no humano es una idea específicamente occidental. Y una que se ha demostrado especialmente adaptativa, si medimos el éxito de la especie con arreglo a un criterio libre de valoraciones morales: el crecimiento exponencial de su población y el mejoramiento progresivo de sus condiciones materiales de vida. Es digna de mención, a este respeto, una filosofía epicúrea que se resiste al argumento del designio y pone las bases para la concepción puramente materialista de la naturaleza que sirve de base al pensamiento científico contemporáneo.

Ahora bien, constituye un error habitual entender estos cuerpos doctrinales como creadores de realidad, cuando son también un reflejo de la misma. Si las reflexiones de los filósofos griegos poseían un notable sesgo práctico, ligado a la intervención humana en el medio, el texto bíblico puede verse como una manifestación del conflicto entre la vida pastoril e itinerante y la nueva agricultura sedentaria, o bien como la racionalización –justificación– de una transformación del medio que ya en marcha. ¿No dice célebremente Walter Benjamin que todo documento de cultura es también un documento de barbarieWalter Benjamin, «Tesis de filosofía de la historia», en Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1989.? Esa misma cultura documenta el dominio de la naturaleza, que, como insiste el historiador hebreo Yuval Harari, es la historia del sufrimiento de miles de especies no humanas: el famoso ángel de la historia haría bien en ampliar su mirada para incluir a los animales en su catálogo de horrores.

Ha quedado ya suficientemente claro que no tiene demasiado sentido hacer afirmaciones generales sobre la dimensión ecológica de tradiciones culturales tan complejas como la cristiana o, más ampliamente aún, la occidental. Se trata de tradiciones ambiguas que admiten distintas lecturas, no de bloques monolíticos que autoricen una operación de sumandos y restandos cuyo resultado final sea un veredicto de culpabilidad general. Tal como ha mostrado Passmore, el pensamiento cristiano puede servir como base para la atribución al hombre de hasta tres roles principales en su relación con la naturaleza: dominador, administrador responsable, cooperador. Más aún, el propio Lynn White aludía en su artículo seminal a una tradición alternativa cristiana en la que fundar una reorientación ecológica de la cultura occidental: la representada por san Francisco de Asís, no en vano inspiración para el papa Bergoglio, además de por místicos como Hildegard von Bingen o Teilhard de Chardin. La existencia de esta tradición alternativa viene a demostrar que el pensamiento cristiano contiene tanto una concepción instrumental de la naturaleza como una no instrumental: una síntesis de sus elementos judíos y griegos. Para Klaus Eder, el cristianismo reproduce esos dos códigos dentro de una misma cultura, de manera que los brotes de heterodoxia representados por un Francisco de Asís pueden interpretarse como intentos por revertir la jerarquía entre ambosKlaus Eder, «Rationality in Environmental Discourse. A Cultural Approach», en Wolfgang Rudig (ed.), Green Politics Three, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1995, pp. 9-37.. Bergoglio sería su último representante.

En realidad, esos dos códigos son intrínsecos a cualquier cultura humana. Se manifiestan, de hecho, en el interior de cada conciencia individual, como indican los estudios al respecto: vemos a la naturaleza de manera instrumental, al tiempo que le atribuimos funciones espirituales o estéticas: comemos vacuno y vamos de excursión. Es un efecto inevitable de la habitación humana del mundo, visto el natural impulso del ser humano a adaptarse al medio natural de manera agresiva, es decir, transformándolo en su beneficio. Esa ambigüedad inherente a la especie se refleja también en la contradicción existente en la cultura asiática, que Lynn White, así como los proponentes de tradiciones espiritualistas dentro del ecologismo, como la llamada «ecología profunda», lamentan no poder importar a occidente. Si bien se mira, la mayor reverencia hacia el medio natural característico de las religiones asiáticas no ha impedido a un país como Japón convertirse en una civilización industrial. ¡Allí también cazan ballenas!

Se deduce de aquí que resulta mucho más razonable adoptar un punto de vista de especie, que nos permita contemplar las distintas tradiciones culturales como reflejo de la compleja relación del ser humano con su medio natural. Una relación que la segunda fase de la modernidad ha complicado todavía más, con la emergencia de un imperativo medioambiental que expresa cómo, consumado el dominio del medio, tenemos por delante la tarea de su refinamiento. Sin que en ningún sitio esté garantizado, por añadidura, que el colapso ecológico no se producirá. Pero ésa es otra historia.

Si volvemos a la pregunta inicial sobre la relación del cristianismo con el medio ambiente y retomamos la acusación de Lynn White que lo identifica como la semilla del mal ecológico, no puede sino concluirse que la idea posee un trazo demasiado grueso. En primer lugar porque, como hemos visto, el cristianismo es en este aspecto combinación de otras tradiciones igual de culpables. Pero también porque aislar el papel de la religión en la antigüedad supone pasar por alto que, durante muchos siglos, cultura fue cultura religiosa. Y es la cristiana una tradición que, como todas las demás, posee heterodoxias que ahora pueden ser rescatadas para mejor ajustar su doctrina al signo de los tiempos.

Sobre todo, sin embargo, hay que preguntarse si los seres humanos habrían dejado de reproducirse y transformar la naturaleza en beneficio propio de no haber existido el mandato genesíaco o, ya que estamos, si los griegos no hubieran inaugurado la búsqueda racional de las leyes naturales. Y la respuesta es que no. Si no hubieran sido ellos, habrían sido otros; porque, en caso contrario, no habríamos prosperado fuera de las cavernas ni estaríamos reflexionando sobre esto. No es en la religión donde hay que buscar la explicación, sino en la especie que produce la religión.

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