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Por los barrios periféricos de Antonio Machado y Galdós

Prosas dispersas (1893-1936), Benito Pérez Galdós y el cuento literario como sistema

ANTONIO MACHADO, JULIO PEÑATE RIVERO

ed. de Jordi Doménech, pról. de Rafael Alarcón Sierra Páginas de Espuma, Madrid. Libros Pórtico, Zaragoza

896 págs. 25,96. 725 págs. 46,23

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Puede que el lector común empiece a sospechar que los profesionales de la filología buscan tres pies al gato cuando merodean por los barrios marginales de la gran literatura: epistolarios inanes, borradores de lo que nunca llegó a nada, discutibles textos juveniles, escritos de compromiso. Quizá no se equivocan y haya quien, efectivamente, confunde la legítima curiosidad con el fetichismo. Y quien no conoce todavía las severas admoniciones de George Steiner acerca de la banalidad culpable de la «literatura secundaria». Seguramente, a la fecha, debería existir ya un código acerca de los límites morales del tratamiento de estos temas: preceptos básicos serían no afligir al lector con la transcripción de textos irrelevantes y no incrementar la bibliografía convirtiendo en tupidas páginas impresas lo que, en rigor, son observaciones obvias acerca de insignificancias.

Pero puede que no todo sea tan sencillo. A la vista, por ejemplo, de la ya conocida carta de Antonio Machado a Ramiro de Maeztu, agradeciéndole en 1934 el envío de Defensa de la Hispanidad, ¿qué pensar? ¿Que el Machado obsequioso de esta epístola no tenía las ideas tan claras como pareció tenerlas en 1936? ¿Que la carta es un simple y olvidable ejemplo de retórica epistolar? Las reflexiones de don Antonio acerca de la endeblez de nuestro patriotismo civil y su lamentación de que la España de 1934 prefería la bandera de Cristo a la del país resultan, en honor a la verdad, bastante vulgares. Pero, por eso mismo, quizá valga la pena hincar el diente a la primera de mis preguntas… Algo parecido podría decirse de dos trabajos juveniles de Benito Pérez Galdós que tampoco son desconocidos de los estudiosos: «La conjuración de las palabras», publicado en La Nación en 1868, y «Un tribunal literario. Una especie de novela», que apareció en Revista de España en 1871. Pertenecen ambos a la especie de la fantasía literaria, tan común en su siglo (y en el anterior) y nunca habrían llamado la atención de no ser por su firma. Y, sin embargo, ¿no tiene algo de premonitorio que Galdós –tras las huellas del Larra de «Cuasi»– imagine una subversión de las palabras, él, que siempre buscó un lenguaje para sus novelas y que nunca lo halló del todo aunque sabía que, al fin, narrar era cuestión de disponer de las palabras precisas? Y, en el caso del segundo trabajo, la jocosa discusión que desarrolla acerca de los modos de escritura de «potencial» (idealista, vulgar, historicista, poética…), a la altura de 1871, ¿no actualizaba el dilema genérico en que estaba naciendo la novela realista y que el mismo Galdós sentenciaría en otro texto de esa misma fecha, su más famosa reseña de los Proverbios de Ventura Ruiz Aguilera, publicada como «Observaciones sobre la novela contemporánea en España»?

Tomo ambos ejemplos de dos libros muy recientes que coinciden ––uno más y otro menos, como se verá– en superar con fortuna los riesgos de las visitas a las provincias periféricas de los grandes escritores: una nueva edición de las Prosas dispersas (18931936) de Antonio Machado, preparada y anotada por Jordi Doménech y prologada por Rafael Alarcón Sierra, y un estudio de Benito Pérez Galdós y el cuento literario como sistema, de Julio Peñate Rivero. De Doménech conozco algún sugerente trabajo sobre Machado, Antonio, y de Alarcón Sierra, un par de ediciones y una excelente monografía –Entre el modernismo y la modernidad– sobre la obra del primer Manuel Machado; de Julio Peñate Rivero he leído un libro sobre el narrador canario Isaac de Vega y una notable lista de trabajos sobre autores hispanoamericanos y españoles. Unos y otro no se llaman a engaño sobre las operaciones filológicas que practican. Doménech y Alarcón Sierra tienen muy claro que sus exhumaciones de la prosa circunstancial machadiana solamente adquieren sentido como cronología estricta: en forma de una suerte de dietario que puede amparar, si no iluminar, un curso poético que el autor concibió, a cambio, de otra manera, como libro único, ámbito organizado y cerrado, en sus respectivas versiones de sus Poesías completas en las ediciones de 1917, 1928, 1934 y 1936. La idea ya la tuvieron Oreste Macrì y Gaetano Chiappini en el segundo volumen de su edición para Clásicos Castellanos y resulta un tantico cicatero que editor y prologuista de ahora pasen como sobre ascuas sobre este trabajo que, con todas sus tachas, sigue siendo de referencia; resulta patente, sin embargo, que Alarcón y Doménech son mucho más conscientes de las implicaciones hermenéuticas de su decisión.

También Peñate está convencido de que los veinticuatro cuentos que Galdós pergeñó entre 1861 («Un viaje redondo») y 1897 («El Pórtico de la Gloria») no son una «obra menor» del autor. No hay «obras menores» cuando, como se demuestra en este caso, se produce «una cierta configuración sistémica», un anhelo o voluntad de forma, en suma. Y, en tal sentido, entender los relatos más breves de Galdós como una idea que busca su plasmación, ayuda a entender cómo ideas más complejas y articuladas la hallaron en novelas extensas u obras teatrales. No es, como niega también Peñate, que los cuentos sirvan para explicar las novelas (lo que nos remitiría a la desechada idea de su subalternidad), sino que unos y otras se explican desde sí mismos y todos contribuyen a que entendamos mejor el arte único de Galdós. Pero, claros como están los puntos de vista, vale la pena saber qué se contempla desde cada uno de ellos.

ANTONIO MACHADO: PALABRA EN EL TIEMPO

La edición de Jordi Doménech trae un total de 265 textos de Machado, de los que 72 no figuraban en las precedentes ediciones. Faltan, como siempre, los cuadernos que custodia la Institución Fernán González, de Burgos; de los setenta y dos, la mayoría son ya conocidos y los rigurosamente nuevos, de valor desigual. Entre los mejores, señalaré el «Glosario» publicado en Renacimiento, las tres notas de Electra sobre escritores franceses del momento (Barbusse, Moréas y Henri Bataille) y la breve antología presentada de textos españoles modernos en El Porvenir Castellano, de Soria, que permiten añadir alguna nota más a lo que sabemos de la estimativa literaria de Machado. No es mala elección, por ejemplo, que, como muestra del arte de Valle-Inclán, seleccione la reseña que hizo de La casa de Aizgorri, de Baroja, porque la glosa de don Ramón es tan buena como el motivo.

Lo importante –y de lo que blasona su editor– es que todos los textos machadianos han sido cotejados con su original, que de todos se da cumplida cuenta de su historia editorial (en algunos, la cosa es muy pertinente: véanse las razones por las que se prefiere la versión del cuento «Perico Lija», tal como apareció en Mundial Magazine, frente a «Casares» en La Tribuna) y que todos están copiosamente anotados. Quizá abusivamente anotados… Ni el más lego en el arte de Cúchares necesita saber que es un pase natural, un ayudado y un volapié (otra cosa es que un famoso verso de las «Coplas por la muerte de don Guido», aquel que dice «vio a Carancha recibir un día», precise una visita al Cossío…). A cambio, las abundantes notas que abultan el pie del artículo «La admiración de algunos toreros» lo cuentan todo sobre «Machaquito» y Galdós… menos lo verdaderamente importante –la historia de su relación personal– que se podía haber ventilado con una sola referencia a la monumental y reciente biografía galdosiana de Pedro Ortiz Armengol.

Pero lo importante es que la escrupulosa tarea del editor y el prefacio de Alarcón –quizá demasiado prolijo y poco atrevido en la interpretación– permiten leer otra vez a Machado. Y entender la densidad capital del período baezano, centro de lo que el prologuista llama su «escritura cívica». Y contrastar dos formas de admiración: la casi filial y devota por Unamuno; la respetuosa y alguna vez zalamera que dispensa a un Ortega, a quien le debe un favor y en quien sabe que andan las líneas maestras del porvenir. Y volveremos también a leer las cartas de Pilar de Valderrama con cierto sonrojo porque son decididamente cursis y, sobre todo, por el rebajamiento de ideas y creencias al escribir a su dama (aquí sí que se hace imprescindible compensar la penosa lectura del epistolario con los angustiosos e híspidos poemas amatorios del penúltimo Machado).

GALDÓS Y LA FANTASÍA 

Mérito fundamental de Peñate es haber establecido una teoría galdosiana del cuento a partir de textos que no parecen tener otro nexo que su brevedad. Pero la bibliografía del género ha ido creciendo mucho y las consideraciones que se hacen sobre la función del relato breve en la prensa de la época o la inteligente utilización de los prólogos galdosianos (particularmente, claro, el que puso a los Cuentos de Fernanflor, en 1904), suponen páginas modélicas en un libro extenso pero al que no sobra un párrafo ni una referencia.

Baudelaire lo observó a propósito de Balzac: «J'ai maintes fois été étonné que la grande gloire de Balzac fut de passer pour un observateur; il m'avais toujours semblé que son principal mérite était d'etre visionnaire et vissionaire passioné». Quizá pase lo mismo con nuestro Galdós, el hombre que definió el cuento como «la máxima condensación de un asunto en forma sugestiva, ingenua, infantil, con la inocente marrullería de los niños terribles que filosofan sin saberlo». Retengamos de estas frases unas pocas palabras ––condensación, infantil, filosofía– porque en ellas está el horizonte secreto de las ambiciones del escritor: ¿nos extrañará que algunos de los relatos más conmovedores de Galdós sean de niños –«La mula y el buey», «La princesa y el granuja», «Celín»– y que la óptica infantil sea una de las constantes de su mundo novelesco? Desde 1868 nuestro escritor se dedicó a lo que concibió con los rasgos de una misión trascendental –la «mímesis social», como han visto Stephen Miller y Peñate–, pero no por eso su obra dejó de ser un palenque de la pugna entre el realismo y la alegoría, la sociología y el romanticismo ideal, la fantasía y la realidad.

Este excelente libro pretende, como se ha subrayado más arriba, estudiar el cuento en cuanto tal. Y no obstante, su vaivén permanente entre lo que se estudia y el resto de la obra galdosiana es pródigo en reflexiones muy felices: «Una industria que vive de la muerte» permite entender mejor El amigo Manso, las figuras de la serie «Manicomio político-social», no poco del mundo de las novelas de tesis; «El artículo de fondo» permite observaciones sobre la hipérbole que iluminan un rasgo de estilo perdurable y «Necrología de un prototipo» contiene unos párrafos particularmente agudos sobre la ironía. El cuento galdosiano no era en puridad terreno desconocido; hay buenos trabajos precedentes en Ángeles Ezama, Oswaldo Izquierdo o Alan Smith. Pero esta monografía va mucho más allá y, aunque su autor sea canario –como Galdós–, la meticulosidad implacable de su análisis tiene algo de suizo. De ese excelente hispanismo helvético que nos da trabajos tan penetrantes como los de Yvette Sánchez (Coleccionismo y literatura) y Marco Kunz (El final de la novela) entre los recientes. Y, por supuesto, como este de Julio Peñate.

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