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Pedro Luis de Gálvez, capitán de milicias

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La primera biografía de Pedro Luis de Gálvez, gran poeta de negra leyenda, se debe al escritor anarquista José María Puyol Albéniz. Debió de terminarla en torno a 1955 y quedó inédita, pues no encontró quien la publicara ni en Europa ni en América, pese a los esfuerzos de su autor. Sabemos de su existencia porque el mismo Puyol se refirió a ella en diversos artículos publicados durante los años cuarenta y cincuenta en el semanario Solidaridad Obrera, impreso en París.

Gálvez es conocido por sus trapacerías de bohemio que, entre otros, narraron Cansinos Assens, Ramón Gómez de la Serna o Pío Baroja; por la antología de sus versos, Negro y azul, que publicó Andrés Trapiello en la colección La Veleta; por la semblanza que Javier Barreiro le dedica en Cruces de bohemia; por ser el personaje principal de la novela Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada, y por el libro póstumo de Francisco Rivas recién publicado por la editorial Zut, titulado Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos.

De José María Puyol tenemos constancia más difusa. Parece que nació en Cascante (Navarra) en 1881. Otras fuentes dicen que era natural de Lugo, hijo de Emiliano Puyol y Fisac y de Jovita Albéniz. La confusión quizá se deba a los numerosos traslados de la familia, motivados por el trabajo del padre, oficial de Correos y Telégrafos. También se dice que pasó por el seminario en Tudela, que fue actor y periodista y que en algún momento emigró a América. En la segunda década del siglo pasado trabajó junto a Gálvez. Escribieron al alimón una obra que quedó inconclusa debido a una discusión en la que Puyol, según cuenta en uno de sus artículos en «la Soli», terminó por echar a Gálvez de su casa. En 1939, poco antes de finalizar la Guerra Civil, coincidieron de nuevo en Valencia y Gálvez gestionó el viaje de Puyol a Alicante, desde cuyo puerto pudo embarcar rumbo a Orán a bordo del carbonero británico Stanbrook, el último buque que pudo rescatar refugiados republicanos. En Orán hay quien lo recuerda como «una réplica exacta de Don Quijote, un clon de castellano a la antigua». Formó parte de los grupos libertarios organizados en el exilio junto al antiguo consejero de la Generalidad de Cataluña, Pedro Herrera Camarero; el director de Solidaridad Obrera en Argel, José Pérez Burgos, y quien fue Jefe del Estado Mayor del IV Ejército a las órdenes de Cipriano Mera, el rocambolesco Antonio Verardini. También lo recuerda con aires quijotescos quien fue el director de Solidaridad Obrera en Argel, José Muñoz Congost. En unas memorias descarnadas, construidas con los relatos del horror de los campos de concentración en África, de la vida clandestina y de la marginación que sufrieron los españoles en el exilio, esquicia sus recuerdos de Puyol, que lo muestran como un hombre inteligente, mesurado y, por encima de todo, un cervantista erudito e ingenioso, aunque muy dado al enredo sintáctico en sus escritos y discursosJosé Muñoz Congost, Por tierras de moros: el exilio español en el Magreb, Móstoles, Madre Tierra, 1989.. Muñoz Congost aprendería de él a no tomar el exilio como un paisaje de horizontes amplios donde todo es posible: «Resuenan de nuevo para mí las palabras de Puyol, días antes de separarnos, cuando me hablaba de lo que iba a ser nuestro destierro. En varias ocasiones en su vida tuvo que salir de España, por pies, como él decía. Y me hablaba con la voz de la experiencia del sabor extraño del tristemente comido pan de hostilidades que se nos había de servir. Hostilidad de personas, del aire, del idioma, de las paredes de casa extraña y del suelo que se pisa casi con miedo».

Pedro Luis de Gálvez lo retrató en un soneto, publicado en Valencia durante la guerra, que en la edición de sus poesías que publicó Francisco Rivas en la colección La Veleta aparece dedicado a «Mariá Pujol»El mismo Puyol dice que el soneto le está dedicado. Lo hace en su obra Prensa burguesa y prensa proletaria: cháchara por acuerdo de los compañeros de Boufarik, Argel, Ediciones Libertarias África del Norte, 1945..

Personaje nacido de sí mismo,
es el creador y, a un tiempo, la criatura;
mente que ha enloquecido la cordura,
lumbre de amor en cárcel de sí mismo.

Su viejo corazón es un abismo,
del Quijote fraternal hondura:
sufren los dos de idéntica locura:
se le seca en el seso el egoísmo.

No envidia ni desea, no atesora.
La cárdena noche de la guerra
vierte su pluma nácares de aurora…

Alto, enjuta la piel, solo, sin nido:
es su patria el pedazo de la tierra
donde puede acorrer a un oprimido.

Puyol murió en Francia, en el asilo de ancianos Beauséjour de Hyères, el 15 de septiembre de 1964. De sus papeles, si dejó alguno, nada se sabe. Los artículos que dedicó a Pedro Luis de Gálvez son pocos, aunque de gran interés. Mantuvo una gran admiración por el poeta malagueño y, aunque no se guarda de contar anécdotas que continúan alimentando su leyenda de hombre disoluto, auguran la intención desmitificadora de su biografía:

¡Cuán equivocados andan los que creen que escribía bajo los efectos del alcohol! Nunca pudo hacer cosas de provecho bajo tales efectos, ni a la hora de escribir –la del alba– se valió jamás de otros estimulantes que el de la inteligencia. […] El vino de Gálvez no era alegre ni trágico: procaz, simplemente. No buscaba la leticia en el vino, sino el tono mayor de sus palabras o incluso el de sus obras (las menos suyas). A la hora de ponerse en Pedro Luis de Gálvez, obraba mejor el peleón tabernario que el delicioso nepentes. El vino –me consta– era su contragusto, fabricador de la hiel de su almaJosé María Puyol. «Pedro Luis de Gálvez (su vida y su muerte): libro en preparación», Solidaridad Obrera, 20 de mayo de 1950..

Cabe suponer que estos párrafos habrían sido del agrado de Quico Rivas. Su Reivindicación… también tiene la intención de desbrozar la leyenda del hampón para hallar la verdad del poeta. El manuscrito de Rivas se quemó en el incendio que devastó su biblioteca, pero, por fortuna, el pintor Carlos García-Alix le había obligado a hacer una copia con la idea de publicarla en la revista El Europeo. Aquella copia apareció en la librería de Manolo Gulliver, y Juan Bonilla la ha editado finalmente en la malagueña Zut Ediciones. La edición recoge la investigación de Rivas tal cual (con demasiadas erratas), sin el añadido de un índice onomástico, sin notas explicativas y con un prólogo exiguo de Bonilla en el que da cuenta de las andanzas de un manuscrito que Rivas no dio nunca por concluso. Consideraba Rivas que la parte final, dedicada a la Guerra Civil, era la más débil y no estaba equilibrada respecto a las anteriores, muy bien documentadas durante años de pesquisas en bibliotecas, librerías de viejo y hemerotecas.

La fama de Gálvez como aventurero, sablista y, especialmente, como hombre terrible e inmoral estaba sustentada fundamentalmente por una anécdota siniestra. Rivas la cuenta en el capítulo que titula «La balada del hijo nonato»:

El episodio del poeta exhibiendo el cadáver de su hijo recién muerto por las tabernas y cafés de Madrid, como reclamo para obtener unas monedas con que comprar un ataúd y un vaso de vino para enjugar su dolor, con el tiempo devino en su imagen de marca, en un estereotipo de resonancias casi bíblicas que, se da por hecho, define por sí solo la catadura del personaje.

Este episodio vendrá a ser como la radiografía de un alma emponzoñada, el alma de un ser capaz de todas las abyecciones, de las mayores vilezas. Esa estampa tremebunda anulará o empequeñecerá todo lo demás, será el sambenito que le acompañe eternamente, que empañe su sombra siempre que salga a relucir, sea cual fuere el momento o la causa.

Hay numerosas versiones del hecho; tantas, que podría pensarse en exageraciones y mixtificaciones. El propio Gálvez trató de quitar hierro al asunto en su libro El sable: «Entré en el café donde Carrere hacía tertulia […] y le dije: Voy a enterrar al niño… mi madre quiere venir, pero no tengo para el coche. Eso fue todo».

Una de las versiones menos conocidas involucra al periodista Leopoldo Bejarano. José Castellón recoge su testimonio y asegura que le contó cómo Gálvez hizo aparición en su casa con una caja en la que estaba el cadáver de su hijoJosé Castellón, «Las hazañas del último pícaro de la literatura», El diario palentino, 23 de febrero de 1925.. Max Aub, en Campo cerrado, sitúa el acontecimiento en Barcelona y no en Madrid. Rivas se sorprende del aparente error de Aub, pero Puyol fue testigo de una escena similar, en Barcelona, que debió de ocurrir en torno a 1925, año en que Gálvez publicó El sable. Aub no andaba mal encaminado:

Nuevo mal parto de la compañera. De cuerpo presente el hijo no logrado. Salimos a la calle. ¿Por dónde echar? ¡Barcelona, ciudad inmensa, inmensamente trágica! A bolsillos exhaustos andábamos. Antojábanseme líneas de infinito las calles. Pedro Luis repetía sin cesar: «¡Don Ignacio Rovira, Don Ignacio Rovira, Don Ignacio Rovira…!» Retorno sin dinero, con unos ajenjos en el buche, y yo, más flojo, casi hecho equis. Hora de almorzar la burguesía. A almorzar invita Gálvez a Viladomat, el músico de «La Corte del Rey Asuero», y una vez en la casa: «Fiambre, ¿veslo?» – dícele señalando el aborto. «Siéntate y sírvete». Del carro de Elías me sirviera yo para trasladarme a otro planetaJosé María Puyol, «Gálvez en Barcelona», Solidaridad Obrera, 7 de octubre de 1950.. (7 de octubre de 1950)

En otro artículo hace referencia Puyol a otro de esos malos partos. Vivían ambos, Puyol y Gálvez, en Zaragoza (el poeta estaba instalado en una casa de la calle de la Verónica) y éste envió a Puyol a Caspe para que sacara de una fonda a su mujer, Teresa Espíldora, «no con otra moneda que buenas razones». Por aquella época, Gálvez viajaba mucho en busca de sustento: Santander, Valladolid, Vitoria… y dice Puyol: «Encontrándose forastero enterrele un hijo que nació muerto».

La vida de Gálvez en Madrid está bien documentada hasta el inicio de la Guerra Civil. No así sus andanzas como escritor y como pintor por París, Berlín o Albania, donde llegó a formar parte de su ejército en la guerra contra los turcos. Tampoco aparecía muy documentada la estancia de Gálvez en Barcelona hasta que, en 2004, la revista Barcarola dedicó un número especial a la literatura bohemia española. Uno de los artículos trataba de la vida de Gálvez en la capital catalana, donde, aparte de idas y venidas a otras ciudades, estuvo desde 1915 hasta 1927. El artículo repasa las apariciones de Gálvez en la prensa y aporta algunos títulos que engrosan la bibliografía del poetaJesús Gálvez Yagüe, «Andanzas, aventuras y desventuras de Pedro Luis de Gálvez en Barcelona (1915-1927)», Barcarola, núm. 63-64 (2004), pp. 293-304., dedicado entonces a escribir letras para zarzuelas y entremeses, además de pedir limosna en la iglesia de Santa Ana, de hacer de aeronauta subido en un globo aerostático (es desternillante la anécdota que cuenta Rivas acerca de cómo un día el globo se soltó y hubo que rescatar a Gálvez en el mar) o de proclamarse germanófilo durante la Primera Guerra Mundial. José María Puyol asegura en uno de sus artículos que a Gálvez se le tenía más estima literaria en Barcelona que en Madrid. Es muy probable que en su biografía se extendiera sobre las peripecias barcelonesas del poeta, ya que tuvo oportunidad de convivir con él en la ciudad. Quizás hablara, pues, de su detención en julio de 1925 debido a la reclamación de un juzgado de Madrid, que le exigía el pago de una multa por haber apaleado al escritor Antonio de Hoyos y Vinent; o de la vida azacanada del mundo de las letras barcelonesas: colaboraciones con escritores aún más desconocidos que Gálvez, zarzuelas y entremeses, homenajes y lecturas organizados por asociaciones inverosímiles. En septiembre de 1926 lo tenemos organizando un homenaje al periodista Eduardo Sanjuán Albi y, en octubre, conferenciando con el motivo de la creación del Teatro del Autor Novel. El 4 de mayo de 1927, participando en una «brillante velada literaria y musical», organizada por la Asociación de Dependientes de Agentes de Aduanas, junto al poeta Pedro Puche y a Alfonso Vidal y Planas; el escritor Juan Alzamora «pronunció una elocuente disertación sobre la obra literaria de Pedro Luis de Gálvez». Junto a Rafael Salanova y Alberto A. Cienfuegos escribió la zarzuela La reina del barrio chino, estrenada en el teatro Apolo con música de Rafael Adam. En mayo de 1928 se estrenó en el Teatro Italia el entremés La cazalla, que Gálvez escribió junto a Roberto del Real: «La acción en Barcelona, época actual». Y ese mismo año, finalmente, escribió la zarzuela Gerona y puso letra al himno de la Peña Ibérica, ambas piezas con música de Luis Badosa.

No parece que su vida en Barcelona difiriera mucho de la que llevó en Madrid, al menos hasta el inicio de la guerra. Al final de ésta, Gálvez vivía en Valencia, donde escribía artículos autobiográficos y un soneto diario en el periódico El Pueblo. Junto a él se encontraba, de nuevo, José María Puyol, que describió su vida en la Posada del Rincón:

El mesón, en la calle de la Carda, cerca de la Lonja y del Mercado Central, casi a la vera de la Bolsería. Paraje de antaño. De par en par, el portón, capaz para el rodaje de una galera: carros y talabartes: moza que saca el corral en los pies y mozo sin números que en la pared lleva las cuentas de la paja y la cebada: el trajinero, y el cosario, y el vendedor ambulante: belitres, rodaballos, capigorrones –un solo pícaro verdadero–: el de la blusa añudada al extremo, que anda al trato y en lides de gitanería a los nietos de Faraón aventaja. Dos pisos, con sus cuartos a lo largo de los corredores: en el segundo, Pedro Luis de Gálvez y López, que en clásico del siglo XVII escribía y vivía. Pedrito en el frente, luchando, y Pepito en Patern [se refiere a los hijos de Gálvez], estudiando para ingeniero. Los padres ocupaban la habitación 21, pero tenían también alquilada la 22, con tantos libros en cajones, que era difícil penetrar en ella. En el mesón quedó el autor de «Negro y Azul» el 20 de marzo de 1939: yo partí, en el transporte militar que él mismo me proporcionó, a AlicanteJosé María Puyol, «Tres amigos», Solidaridad Obrera, 31 de agosto de 1946..

Desconocemos, sin embargo, si Gálvez le contó a Puyol sus andanzas en la retaguardia madrileña. Del Gálvez capitán de milicias durante la guerra únicamente sabemos, descontados los bulos y rumores, por su propia confesión tras ser detenido. Como reconocía el propio Quico Rivas, es el capítulo menos desarrollado de su investigación. Ramón Gómez de la Serna dejó escrito en sus Retratos contemporáneos escogidos que decidió huir de Madrid –y de la guerra– el día en que vio a Gálvez andar por la calle con mono de miliciano, dos pistolas al cinto y un máuser al hombro: «Aquella noche decidí salir para América, pues al ver a Pedro Luis convertido en hombre de acción, amparado por las circunstancias, me hizo pensar en lo que podría hacer si sentía sed de venganza».

El periodista Jacinto Miquelarena lo retrata como un energúmeno y un asesino en El otro mundo, y Pío Baroja, que omite su nombre –lo moteja de «El Bohemio» en Miserias de la guerra– lo acusó de asesino. Julián Cortés-Cavanillas escribió en 1939 un libro sobre los últimos días del dramaturgo Pedro Muñoz Seca, y acusó a Gálvez de su muerte. Y va más allá: lo incrimina en la participación en las sacas de las cárceles madrileñas en noviembre del 36. Estamos hablando de los crímenes de Torrejón de Ardoz y Paracuellos del Jarama. Las sospechas y rumores parecían seguir el cauce natural de su leyenda negra y se tomaban ya como hechos probados. Rivas, por su parte, no cree que alguien como Gálvez pudiera ser capaz de asesinar a nadie. Le pierde el rastro al poeta armado durante 1937 y parte de 1938, hasta que en octubre de ese año aparece en Valencia.

Gálvez fue detenido en esa ciudad el 11 de abril de 1939, después de haber sido denunciado en Madrid por el portero Ricardo Valdegrama Romo. Juan Manuel de Prada, que consultó el expediente de archivo que incluía la causa contra GálvezJuan Manuel de Prada, Desgarrados y excéntricos, Barcelona, Seix Barral, 2001., define a Valdegrama como un «soplón y beato del nuevo régimen» y añade que «formaba parte de esa legión de conversos que escamotean su propio pasado sacando a relucir el del prójimo», pero en ningún caso explica el porqué de tan duras palabras. Valdegrama acusó a Gálvez de haber detenido y fusilado a varios carabineros en los primeros días de la guerra.

Gálvez escribió en junio desde la prisión de Yeserías un pliego de descargo en el que se defendía de las acusaciones que se le imputaban. Había sido acusado de haber organizado una checa en el portal de su casa, en el número 90 de la calle Francos Rodríguez, donde había creado una brigadilla llamada «Grupo Cervantes».

En los primeros días del movimiento fui detenido por los hombres de Paco «El Gordo», de Tetuán de las Victorias. Iban borrachos. Decían de mi melena que era postiza; yo, un cura disfrazado, y me tiraban de los pelos. Temí que a mi hermano José, operario de El Debate, le sucediera una desgracia. Pero, ¿cómo proporcionarle un aval, si para mí lo necesitaba? No pertenecía yo a partido político ni proletaria organización. Los cuatro mozos que conocí en guerra –Pancho Villa había desaparecido– me escudaban entonces con sus carnets de la UGT. Y hablé a Pestaña, para ingresar en las Milicias Sindicalistas. Fundo, pues, el Grupo Cervantes, sin otro deseo que guardarme a mí mismo y proteger a mis familiares y amigos. Mi hermano tuvo su aval, y lo tuvieron el doctor Martín Calderín (calle de Lista), el pelotari Jáuregui (Francos Rodríguez 90), el capitán de carabineros José Peral, y otros. Amparado en el Grupo, salvé asimismo la vida al poeta Emilio Carrere (Menéndez Pelayo 43), que buscaba la checa de Fomento; la del académico Ricardo León, al que tuve escondido en mi casa; vigilé la de Cristóbal de Castro (Magdalena 10); advertí a Pedro Mata, que en Fomento le buscaban también, para que se pusiera a salvo; coadyuvé, por modo eficaz, a la liberación del futbolista Ricardo Zamora (Redacción de Ya); a Rafael Segovia Ramos (Francos Rodríguez 84) lo salvé de una muerte cierta, y a un tal Jaramago, portero y pariente del académico Ricardo León, luego de libertarlo de la checa de la Princesa, que ya lo iba a ejecutar, le di un aval firmado de mi puño. A muchos otros he socorrido. A todos con riesgo de mi vida. Que digan, en conciencia, si es verdad lo que afirmo, y relaten a la Junta cómo fueron los hechos.

Que Gálvez protegió a Ricardo Zamora lo reconoce hasta Jacinto MiquelarenaJacinto Miquelarena. El otro mundo, Burgos, Castilla, 1938., que coincidió en la embajada de Argentina con el portero de fútbol. El caso de Carrere es igualmente conocido, aunque haya quien cargue las tintas en los detalles más siniestros. Carrere y Gálvez fueron más que amigos. Gálvez apadrinó a un hijo de Carrere, Pedro Luis, y éste apadrinó a su vez a un nieto de Gálvez, Pedro Luis también, nacido cuando aún estaba el poeta malagueño en la cárcelPedro Gálvez, Desarraigo: memorias de un hijo de los vencidos, Barcelona, Flor del Viento, 2001.. Carrere publicó en octubre de 1939 dos artículos en el semanario Domingo, en los que describe la manera histriónica y desaforada cómo lo salvó Gálvez, aunque tuvo la precaución de no citarlo por su nombre.

Y aquella misma noche el auto inquietador se detuvo ante mi puerta y unos hombres en mangas de camisa, con fusiles y pistolas en la faja, se entraron hasta mi despacho.

– Camarada, tengo la orden de detenerle.

Clavé mis ojos en el que parecía el jefe de la escuadrilla:

– ¡Tú…!

Era un antiguo compañero de letras extraño y desconcertante, bueno y malo; un loco irremediable, pero con talento hasta cuando se hundía en sus lúgubres borracheras.
Me tomó del brazo y me llevó al pasillo:

– Mírame bien. ¡Soy una máscara de la revolución! –me dio un abrazo y se echó a
llorar–, estás en un grave peligro y voy a ver si puedo salvarte.

– Pero, ¿y estos hombres? – inquirí receloso.

– ¡Son mis lobos! –gritó–. Recítales «La musa del arroyo». La poesía le cortará las garras a la checa. ¡Están borrachos! ¡Esta es la revolución de todas las borracheras! – Y en voz más tenue–: ¡Me escuece el alma, pero hay que seguir la farsa, porque me estoy jugando la cabeza! – Y en un grito estrangulado–: ¡Ya te he dicho que soy una máscara de la Revolución!

Los de la cuadrilla –caras atónitas, gesto borroso y palurdo– se reían.

– Pero a ti no pueden matarte. El pueblo no debe matar ni a los sabios ni a los poetas – declaró con entonación de soflama.

La escena era angustiosa en lo grotesco. Yo sentía la desesperación de la impotencia.
¡Por fin se fueron! Ya en el umbral murmuró a mi oído:

– Tengo oculto en mi propia casa a un gran escritor amigo tuyo. Quiero salvarle… por admiración.

[…]

Una semana después volvió solo, completamente sereno:

– Estás denunciado por escrito en Radio 3, por cuatro individuos. Sé sus nombres, son unos oficinistas. Te acusan por tus artículos y por difamador del Frente Popular. Todo esto es ridículo… pero ahora muy peligroso. Lo sé porque yo me meto en todas partes. Lo mismo que sé que esta noche vienen por ti inaplazablemente. Yo tengo un coche abajo; vamos a ver dónde se te puede ocultar.

Me vestí y salí con él. Mi mujer no quiso dejarme ir solo. A la puerta había un auto militar. Pensé en quien era entonces embajador de Cuba. Tenía pocas esperanzas, porque le había escrito pidiéndole refugio y no me había contestado, a pesar de ser viejos amigos. No me engañó mi augurio. Encontramos al embajador cuando salía de su palacio. Iba con una dama alta, gentilísima y bella aún, con su cabeza blanca de señorío dieciochesco. Se negó en redondo a refugiarme. Tenía demasiados perseguidos y la embajada estaba en entredicho con el Gobierno de la República, por denuncias recientes de los periódicos.

Hablaba fuerte, en medio de la calle, entre los milicianos de su escolta. El momento se convertía en peligroso.

– ¡Salud, embajador! – le gritó amenazador mi acompañante – ¡En este momento no
hay más que asesinos y cobardes!

Fue una hora de incertidumbre a través del Madrid siniestro de octubre del 36.
No podía precisar cuál amigo no sentiría el terror de asilarme. Era en pleno furor
persecutorio de Galarza.

– ¿Y si te ocultases en un manicomio?

La idea pintoresca me sugirió un plan, pero hacían falta unos trámites, un certificado… Yo tenía un amigo, el Dr. Conrado González Estrada, que se estaba jugando la vida por salvar a los perseguidos. Acudí a él, y las puertas de un manicomio se abrieron ante mí.

La denuncia presentada contra mí ha querido el azar que la pueda leer yo mismo después de la Victoria. Era exacta la referencia del poeta atrabiliario, desconcertante, bueno y malo, «máscara de la revolución». Aquel papel pudo haber sido una sentencia irremediableEmilio Carrere, «Memorias de un resucitado: mi estancia en el manicomio», Domingo, núm. 117, 14 de mayo de 1939..

La máscara de la revolución. Nadie mejor que un poeta de ingenio como él podría clasificarse a sí mismo con tanta eficacia. El escritor amigo de Carrere que Gálvez había ocultado en su propia casa era Ricardo León. José María Puyol reproduce en uno de sus artículos en Solidaridad Obrera una carta de Gálvez a su mujer Teresa, en la que añade unas líneas para León:

Amigo Ricardo:

El 24 del pasado noviembre, día de San Juan de la Cruz, nuestro poeta admiradísimo, y cumpleaños de mi hijo Pepe, que acompañó tu soledad en mi biblioteca: fui condenado a muerte. Todo mi delito es haber hecho «el ciudadano Nerón» para salvar muchas vidas. Ni una sola de las acusaciones del sumario se me puede probar. No sería gallardo en otra ocasión recordarte que me debes la vida; pero, el momento, para mí, es harto dramático: te amparé muchos días bajo mi techo, con riesgo gravísimo de mi propia cabeza; mis hijos fueron tu compañía, y mi esposa –¡Santa Teresa Espíldora!– tu servidora. Entonces, con muchas lágrimas de tus ojos, tomándome las manos, me las besabas, y prometías salvarme, si cambiaran los vientos de la revolución… Por amor a ti saqué de la checa de la Princesa a tu criado Jaramago. Júzgame por mis obras, no por la boca de los calumniadores. Cuando vine a Madrid, conducido desde Valencia, en mayo, te lo hice saber y me cerraste los oídos… ¿También los cerrarás ahora? ¿No grita tu conciencia?… Te advierto, Ricardo, que no hay minuto que perder. Carrere y Cristóbal de Castro vinieron a verme. Cristóbal, que vive en Magdalena, 8, tiene teléfono: ponte al habla con ellos. Dios te ilumine en esta horaMaría Puyol, «Los últimos momentos de Pedro Luis de Gálvez», Solidaridad Obrera, 1 de agosto de 1953..

Pero León mantuvo los «oídos cerrados». La insania de la guerra persistió después de que finalizara. Fue el miedo lo que llevó a Ricardo León a olvidarse de Gálvez, fue el miedo lo que impidió que Carrere fuera a visitarlo a la cárcel, aunque fuera para él la última nota escrita por el poeta y en la que le conminaba a ser como un padre para su hijo Pepe. De sus últimas horas fue testigo el escritor Diego San José, preso también en Porlier, que dejó constancia de ellas en sus magníficas memorias, De cárcel en cárcel.

Hubo quien llegó a achacar a Gálvez unos dos mil asesinatos. Es un número adecuado a su leyenda, pero ajeno a la verdad. No obstante, hay algunas imputaciones concretas que conviene conocer: María del Pilar Zorrilla lo culpó del asesinato de su marido, el periodista José San Germán Ocaña (asesinado en Torrejón el 7 de noviembre de 1936); Benita Rocío lo culpó asimismo del asesinato de su marido en septiembre de 1936, el periodista Ramón Martínez de la Riva; José Navarro le achaca la muerte de su padre, el general Felipe Navarro y Ceballos-Escalera, que murió el 7 de noviembre de 1936 en Paracuellos; José y Agustín de Diego López lo acusan, finalmente, de la muerte de su padre, el teniente de carabineros José de Diego Abadía, asesinado en agosto del 36 en Galapagar. Ambos fueron testigos de la detención, y añaden que Gálvez, junto a su grupo de milicianos, detuvo también a Joaquín Ibáñez Alarcón y a Julio Bragulat Pascual. El primero fue enjuiciado y absuelto del delito de auxilio a la rebelión; el segundo sobrevivió a la guerra y fue condecorado por Franco.

Por razones más fútiles fusilaron a muchos otros al terminar la guerra. No pudo demostrársele ningún asesinato, pero sí se probó que practicó algunas detenciones con su «Grupo Cervantes»; tampoco hubo nadie en esas declaraciones que asegurara cuáles fueron los pasos del poeta armado en las primeras semanas de noviembre del 36, cuando se intensificaron las sacas de las cárceles de Madrid, iniciadas y ordenadas desde varias semanas atrás por los responsables oficiales del Gobierno de la República.

Sí hay documentos de archivo, inéditos hasta ahora, en los que aparece Gálvez haciendo honor a su leyenda de hombre terrible, atrabiliario y vengativo. Se trata de tres expedientes (republicanos) de los Tribunales Populares y Jurados de Urgencia y de Guardia de Madrid, que se guardan en el Archivo Histórico Nacional, y los expedientes (franquistas) sobre su procedimiento judicial, que se guardan en el Archivo General e Histórico de DefensaDel Archivo Histórico Nacional: FC-CAUSA_GENERAL,34, exp.11, FC-CAUSA_GENERAL,347, exp.38 y FC-CAUSA_GENERAL,45, exp.24; del Archivo General e Histórico de Defensa: Legajo 6338, exp. 3257 y Legajo 49904, exp. 4330; también el procedimiento contra Francisca Ruiz Sanz, Legajo 21125, exp. 6832..

Antonio García Guzmán se encontraba preso en marzo de 1937 en la prisión de Porlier y había sido detenido por Gálvez el 5 de noviembre de 1936, un día antes de que el Gobierno marchara a Valencia. La aviación lanzaba bombardeos indiscriminados sobre Madrid y Franco se encontraba a las puertas de la ciudad.

García Guzmán, ayudante de arquitecto, había escrito alguna colaboración en el Heraldo de Madrid y era amigo de Gálvez. Su testimonio difiere en algunos puntos, según declare a los tribunales republicanos o a los tribunales franquistas, lo que hace imposible saber cuáles fueron los motivos reales por que fue detenido. Sobre las cuatro de la tarde Gálvez se presentó en su casa. Le comentó a García que habían detenido al amigo común de ambos, Modesto Alonso Perdiguero, cerrajero de profesión, y que tenían que acudir los dos a declarar a Fomento (el Comité Provincial de Investigación Pública, conocido después como Checa de Bellas Artes o Checa de Fomento, centro fundamental de la represión gubernativa). Una vez camino de Fomento, Gálvez aleccionó a García sobre lo que realmente tenía que declarar: que había hecho de intermediario del Marqués de Urquijo, y que éste le había ofrecido, a través de García, seis mil duros con la idea de fundar un periódico y que se apartara del Partido Comunista. Si no declaraba así, le daría el paseo. Como el otro se negó, Gálvez se lo llevó detenido a la Dirección General de Seguridad. En los calabozos se encontró con Alonso Modesto. Había sido detenido y Gálvez, con quien había discutido fuertemente en el pasado, acudió a declarar contra él, acusándolo de fascista. Modesto acusó a Gálvez de jesuita y de «comunista disidente», y éste, para defenderse, acudió a García para tramar un falso testimonio y limpiar así su imagen de capitán de las milicias comunistas, de las que, al parecer, formaba parte.

Las declaraciones de Antonio García Guzmán son un tanto caóticas y la historia parecería un vodevil absurdo, de no ser porque en la cárcel, y en esas fechas, había dos personas detenidas y una de ellas, Modesto Alonso, terminaría fusilada en Paracuellos. Su mujer declaró a las autoridades franquistas que su marido fue detenido por pertenecer a la Falange; que ella acudió a Pedro Luis de Gálvez porque eran amigos y porque podía ostentar su condición de capitán de milicias para liberar a su marido; que Gálvez no sólo no ayudó a su marido, sino que lo insultó y lo trasladó a los calabozos de la Dirección General de Seguridad.

En marzo de 1937 comenzaron las diligencias para localizar a Gálvez y a Modesto Alonso. El Partido Comunista comunicó que Gálvez había sido militante en octubre de 1934, pero que había sido separado del partido «por su mal comportamiento» y que, por lo que sabían, era capitán del cuerpo de carabineros y estaba afiliado al Partido Sindicalista. El Partido Sindicalista, por su parte, no tenía constancia de que Gálvez fuera militante suyo y se hacía eco de los rumores que lo situaban en Valencia. El cuerpo de carabineros de Valencia comunicó por telegrama que no sabía nada del poeta. El 31 de marzo de 1937, el Boletín Oficial de la Provincia de Madrid publicó una nota requiriendo la presencia de Gálvez y de Modesto Alonso Perdiguero. El primero estaba en Valencia, pero la suerte de Alonso no constaba en los registros oficiales. Había sido asesinado el 22 de noviembre de 1936 en Paracuellos, tras haber sido sacado de la cárcel de San Antón.

La Guerra Civil le vino grande a don Pedro Luis, como a tantísimos otros escritores, periodistas e intelectuales. Las bravuconadas, piruetas, timos y enredos que urdió durante toda su vida pusieron en aprieto a más de uno, escandalizó a muchos y repugnó a no pocos, fueran reales las historias o deformaciones exageradas. Pero lo que en otros tiempos eran diversiones o argucias para ganar el pan, trucos de hampones o bohemios desesperados, en la guerra se transformaron en acusaciones, torturas y farsas judiciales que terminaban en muchos casos frente al paredón o en garrote vil.

Pedro Luis de Gálvez murió fusilado el 30 de abril de 1940. De nada le valió que adujera haber salvado la vida a algunas personas, como al escritor Emilio Carrere o al guardameta Ricardo Zamora. Hasta los detenidos más conspicuos, responsables de las checas más duras (pienso ahora en el anarquista Benigno Mancebo o en el socialista Eloy de la Figuera) demostraron haber dado refugio a religiosos en sus casas, o haber salvado la vida de sacerdotes o gentes de derechas. Para ellos no hubo ni paz, ni piedad, ni perdón. En sus últimas horas parecía un despojo, avejentado y convertido a la teosofía. Parece que caminó hacia el paredón con entereza, convencido de su próxima reencarnación. Su mujer, su nuera y su suegra fueron detenidas más tarde; y con ellas, su nieto Pedro, recién nacido, que dejó testimonio de sus años de cárcel en unas memorias magníficas que ayudan también a desmitificar la figura negra del poeta. Ellas tuvieron más suerte y pudieron salir libres después de varios años de cárcel. Su nuera, la madre de Pedro Gálvez, había cosido su leyenda a la del poeta. Durante la guerra lo acompañó en sus andanzas, vestida con mono y pistola al cinto. Era hija de la portera de la casa y los bulos la hacían prostituta; la llamaban Paquita la Terrible y se decía que se encargaba de los asesinatos de las mujeres. Tan burdas fueron las acusaciones que cumplió pocos años de pena.

El libro de Francisco Rivas, Reivindicación de don Pedro Luis de Gálvez a través de sus úlceras, sables y sonetos, es el reportaje de una investigación minuciosa sobre la vida del poeta malagueño. Una narración entretenida y aun divertida, que, aunque demuestre la admiración del autor por Gálvez, logra mantenerse por la senda de la objetividad. Rivas lo dejó inconcluso hace casi veinte años. En este tiempo es posible consultar nuevas hemerotecas y hay archivos abiertos al público con documentación que entonces no era posible rastrear. No habría estado de más que la edición de Zut fuera más esmerada, pero no por ello el trabajo de Rivas es menos valioso. Fue un esfuerzo que mereció la pena, sin duda alguna. Su reivindicación como poeta alcanza también a la disipación de su leyenda.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco: los héroes de la embajada de España en Budapest.

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