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Con la crema de la intelectualidad. Husserl por la Castellana

Paseo filosófico en Madrid. Introducción a Husserl

Agustín Serrano de Haro

Madrid, Trotta, 2016

272 pp. 20 €

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Entre la primera Gran Guerra europea ?un poco antes, en realidad? y el estallido de nuestra Guerra Civil circula por las calles de Madrid una cantidad de talento filosófico realmente inusitada. Y no sólo inusitada para lo que es España, sino inusitada para cualquier lugar del mundo. Son dos décadas prodigiosas de la filosofía española en las que uno se cruza en la Gran Vía con gente como Eugenio d’Ors, Xavier Zubiri, Manuel García Morente, José Gaos, María Zambrano y hasta con Unamuno de visita. Oficiando como maestro de ceremonias, y como maestro a secas muchas veces, Ortega y Gasset.

Se diría que, perdido definitivamente el tren de la modernidad, el pensamiento español parece eclosionar de golpe en los umbrales de la sociedad posindustrial. Y lo hace, además, de tal modo que una legión de intelectuales, discípulos y allegados contagia el ambiente en los cafés, en las corridas y en los teatros. Así que no es ocurrencia de letrista: es rigurosamente exacto que hubo una Gran Vía en la que uno se tomaba un cortado postinero y podía estar sentado con la crema de la intelectualidad.

Ahora bien, con notorias excepciones como Unamuno o d’Ors, el grueso de esta pléyade de cabezas comparte un rasgo común: la influencia de la fenomenología consagrada definitivamente en la obra de Edmund Husserl como la principal novedad filosófica del siglo XX. De manera que el Madrid de comienzos del XX no es solamente una gran capital de la filosofía, sino que tal vez fuera, por chocante que resulte, una gran capital de la fenomenología.

El impacto directo o indirecto de la obra de Husserl en España fue tan neto que varias generaciones de escolares todavía lo recordamos ?sin saber lo que hacemos? con los Proverbios y Cantares de Machado, ya se sabe: «El ojo que ves no es…», «Tu verdad no, la verdad…», «No es el yo fundamental…». En estos días de renovación callejera en la Villa y Corte, la propuesta de una calle dedicada a Edmund Husserl no sería, por tanto, ninguna boutade, si no fuera porque tantos grandes pensadores españoles tampoco la tienen. Pero, a falta de calle, tenemos una fugaz caminata histórica, un paseo memorable que rescata hoy nuestro libro para memoria de curiosos y enterados.

Agustín Serrano de Haro es uno de los grandes especialistas en la obra de Husserl que trabajan hoy en Europa y representa una nueva generación de la fenomenología activa que, desde Madrid, sigue influyendo notablemente en todo el pensamiento iberoamericano. A ella pertenecen también autores como Miguel García Baró o Juan Miguel Palacios. Y lo que Serrano de Haro se propone hacer con este libro ?y, a nuestro entender, consigue? son tres cosas: rescatar la memoria de la fenomenología en España, acercando a un público culto general una deliciosa anécdota, un pequeño ?pero trascendental? suceso histórico de la filosofía en castellano; proponer una introducción rigurosa a la fenomenología para lectores con más interés y bagaje filosófico; y, finalmente, dirimir un debate interno de la propia escuela fenomenológica para un lector experto. En ninguno de estos tres niveles se verá defraudado el lector, aunque no estamos, desde luego, ante un libro de lectura fácil.

La ocasión que nos ocupa, y que es reconstruida con ejemplar rigor historiográfico, es la siguiente. El martes 10 de mayo de 1921 pronunciaba Ortega en la Residencia de Estudiantes su conferencia El heroísmo de Don Juan. Ese mismo día, un grupo de jóvenes filósofos, entre los que destacan Xavier Zubiri y José Gaos, deciden ir andando a escuchar al maestro desde la antigua sede de la Universidad Central, en la calle San Bernardo, hasta la Residencia de Estudiantes, entonces como hoy en los llamados Altos del Pinar.
La ruta más verosímil entre las consideradas discurre por San Bernardo hasta la actual glorieta de Ruiz Jiménez, continúa por Carranza, Sagasta y Génova hasta la plaza de Colón, pasando por las de Bilbao y Alonso Martínez, y remonta por la Castellana hasta la calle del Pinar. Nuestros jóvenes pensadores llegaron tarde, al final de la conferencia, pero el retraso les valió la pena porque, durante el trayecto, Zubiri, que defendía su tesis doctoral sobre Husserl muy pocos días después, ofreció a sus compañeros ?y con una rosa en la mano por más detalle, escogida para oficiar como fenómeno ejemplar? una brillante y convincente introducción a la nueva doctrina fenomenológica.

La propia obra de Zubiri y otros testimonios permiten al autor del libro recuperar las líneas básicas de esa exposición, unas líneas a las que Zubiri se mantuvo fiel toda su vida y que se corresponden con una lectura de Husserl que ha determinado la recepción de la fenomenología en todos los países de habla hispana. Lectura viva y apreciable en autores como Julián Marías o José Ferrater Mora. Sólo muchos años y traducciones más tarde, ya «transterrado» en México, José Gaos, principal interlocutor y «discípulo» de Zubiri en esa caminata, hará notar algunas disonancias entre lo que Husserl escribió y lo que Zubiri enseñaba en aquel Madrid primaveral en el que, efectivamente, en México se pensó mucho tras la guerra.

Porque el caso es que la interpretación que Zubiri hace de Husserl no es del todo correcta. No se atiene, por lo que parece, ni al espíritu ni a la letra más definitivos de Husserl, aunque sí a tanteos provisionales de su obra o a versiones propias de alumnos tan notorios con Max Scheler: ahí es nada. No se trata, pues, de que Zubiri se sacara de la manga una interpretación de Husserl traída por los pelos entre Alonso Martínez y Bilbao. Se trata de que en la propia estructura del pensamiento husserliano aparece un momento crítico en el que nos podemos perder, o tomar premeditadamente otra salida.

Hablando para especialistas, y es lo único que aquí diremos para ellos, esta encrucijada se centra, para el autor de nuestro libro, en la determinación misma de lo que debe entenderse por fenómeno en la fenomenología, tarea en la que resulta crucial no confundir la reducción eidética con la reducción trascendental. Hablando para un público más amplio, diremos que se abre aquí un importante dilema sobre lo que realmente «nos es dado» en la experiencia, un dilema que afecta a nuestra comprensión de cosas tales como el arte, la psiquiatría o las matemáticas, por mencionar algunos ejemplos que no suelen necesitar de justificación ante el público en general como «cosas importantes».

Trasteando un poco con esta cuestión, un Ortega joven y un viejo Unamuno bromeaban epistolarmente diciendo que, en esta vida, lo único que de verdad «nos es dado» son «palos». Pero incluso en esta broma nos ponemos ya en camino del asunto que ahora nos ocupa, y que es analizar en qué consiste verdaderamente la conciencia humana y lo que aparece ante ella, los fenómenos, cuando se aborda el problema desde el puro ejercicio de la propia conciencia. Esta ciencia de la conciencia pura es el ideal de la fenomenología, ideal común a todos sus practicantes. Donde no hay ya tanto acuerdo, como vamos a ver, es en cómo y de qué hay que purificar la conciencia, y si esto significa levantarla por encima de cosas como el cuerpo acariciado, el devenir temporal o la situación personal de cada uno ?que siempre suele ser una situación complicada?, o si significa, más bien, sumergirla completamente en ellas.

La fenomenología no es un cuerpo doctrinal. Tampoco pretende agotar la esencia de la labor filosófica y soporta maravillosamente bien maridajes de muy diversa índole. Por eso ha influido tanto en el pensamiento y la literatura actuales y por eso, al mismo tiempo, es tan difícil de explicar. Aun a riesgo de atajar por veredas no propuestas por el autor del libro, y en filosofía los atajos son muy peligrosos, podemos ensayar el siguiente esbozo, de cuyas inexactitudes nos sanará cumplidamente la lectura directa de la obra que nos ocupa.

Podríamos decir que hacia mediados del siglo XIX se impuso la idea de que el saber filosófico, suponiendo que sea un saber valioso, se limita a justificar racionalmente nuestras acciones y a velar porque nadie confunda con conocimiento objetivo lo que es mera opinión. Son dos cometidos fundamentales de la inteligencia humana y cualquiera de los dos basta para justificar la existencia de la filosofía, pero ninguno autoriza al filósofo a hablar del ser, a enriquecer en modo alguno el contenido de nuestra experiencia. En ese contexto, la propuesta husserliana de recuperar para la filosofía el estatuto de ciencia estricta, de verdadero saber de realidad verdadera, al menos en alguna acepción de este oceánico concepto, tuvo así, en 1900, algo de provocador y revolucionario. Y lo tiene todavía: sobre todo porque funciona, que es lo más revolucionario que puede hacer una idea de filósofo.

Para Husserl, incluso aceptando que la filosofía no pueda proporcionar un conocimiento objetivo del mundo entendido como naturaleza, es decir, como objeto de las ciencias naturales, la relación entre mundo y conciencia no está necesariamente mediada por la naturaleza. Esto significa que no siempre hay que pasar por alguna conjetura o certeza de la física, la biología o la medicina para poder afirmar y compartir con otros que hay cosas o estados de cosas que son realmente de un modo u otro.

Y esto es así porque hay contenidos de conciencia que no se pueden mentar, decir o vivir sino de determinada manera. Por ejemplo, el mundo de nuestra experiencia personal, ese cuyo suelo no se mueve, aparece «existiendo» ?lo que rectifica seriamente a Descartes? y existe, además, «apareciendo», que es cosa distinta de la anterior. De manera que, en cualquier orden de la realidad, lo que se puede vivir y lo que no se puede vivir es algo que tiene reglas propias y «objetivas» a las que es posible ?y obligatorio? acceder sin pasar por la teoría de cuerdas o por las neuronas espejo.

Lo de «objetivas» va entre comillas aquí porque la fenomenología comienza por poner entre paréntesis toda teoría metafísica implícita o explícita, como la que subyace a la propia noción de objetividad. Y en este punto conviene recordar que cualquier teoría científica es también y siempre una teoría metafísica, aunque lo contrario no sea cierto. Es verdad que, para hacernos cargo de las cosas, los seres humanos usamos conjeturas y teorías que nos permiten compartir grandes visiones unificadas de realidad. Estos entramados de conceptos, hábitos o creencias organizan nuestra experiencia del mundo, pero, al mismo tiempo, la distorsionan. Por ejemplo, la distinción entre «objetivo» y «subjetivo» puede carecer de sentido en regiones enteras de nuestra experiencia, como los números o la música.

La fenomenología no critica ni reniega de nuestros pequeños o grandes modelos de comprensión del mundo, ya sean científicos, filosóficos, culturales o simples presupuestos de nuestra vida cotidiana. Conoce y respeta su función. Sólo nos pide que los desactivemos momentáneamente ?y en la medida de lo posible? para dejar hablar a lo que aparece ante nosotros antes de someterlo al interrogatorio y etiquetado preestablecido por nuestros protocolos mentales: incluido el de si existe o no existe. No hay aquí, pues, ejercicio radical de duda o desencanto de la inteligencia humana, como en la epojé de los escépticos griegos o en Descartes. Lo que se busca lograr es una buena distinción entre lo dado y lo explicado. Con la fenomenología, la pregunta clave es el qué y no el porqué, y el gran error a evitar es ese gran remoquete estúpido y perezoso del «esto no es más que…».

Esto hace que el estilo de pensar fenomenológico sea intrínsecamente «regional». Cada fenómeno u horizonte de fenómenos puede tener una lógica ?mejor diríamos una cartografía? que le es propia y que no debe ser desvirtuada con vistas a que luego nos encaje mejor en tal o cual totalidad explicativa. Y de aquí que la selección del fenómeno a explorar, entre los infinitos posibles, sea un momento crucial. No es lo mismo hablar del cuerpo humano desde la caricia, como hará Gaos, que desde el pellizco.

Además, como hay cosas que sólo pueden vivirse de determinada manera y tenemos bloqueada la función «unificar todos los fenómenos de nuestra vida en una sola explicación», es la atención, más que el razonamiento o la memoria, la que nos franquea el acceso a las cosas. La inteligencia fenomenológica no es deductiva o algorítmica, sino descriptiva. Serán la honestidad intelectual y la atención proactiva las que nos permitirán encontrar los rasgos propios de la piedad, la justicia, la risa o el amor.

Ahora bien, bajo todo este sugestivo planteamiento subyace una tensión primordial entre lo idiosincrásico, lo personal y contingente que tiene siempre «el mundo ante mí» y lo universal de unos contenidos de conciencia que valen para todos, porque son como son y no pueden ser de ninguna otra manera. Entiéndase bien: ningún fenomenólogo serio renunciará a alguna de estas dos dimensiones, porque la clave del estilo fenomenológico está precisamente en captarlas las dos a la vez. La gracia está en descubrir que, en el fondo, son lo mismo, de modo que plantearlas como dicotomía significa no haber entendido nada. Pero, pese a todo, el problema de la primacía final de un motivo sobre el otro recorre la historia entera de la fenomenología.

Esta tensión se expresa también en la obra de Husserl y explica el interés filosófico de lo que se lidiaba en nuestro paseo por la Castellana. Porque, en esa nueva generación de filósofos del siglo XX que va a atreverse a hablar otra vez del mundo y la experiencia ?y que son hoy maestros inexcusables de la filosofía?, hay dos sensibilidades, dos estilos. Entre quienes buscan más bien los rasgos universales de algunos contenidos de conciencia que parecen importantes para todos, tendríamos a un Scheler en Alemania o a Zubiri en España. Por el contrario, entre quienes se vuelcan más en «el aparecer» de lo que aparece ante cada uno y bucean en la facticidad siempre imprevisible y renovada del «aquí y ahora ante mí», habría que citar a un Heidegger o, con muchos más matices, a un Ortega. Todos ellos ilustres «malos» discípulos de Husserl.

Y el propio Husserl, ¿por dónde tira? Parece que en el Husserl más definitivo también el acontecimiento, la mundanidad intrínseca de la conciencia, primó sobre un ?dicho sea con reparos y para entendernos? «intuicionismo esencialista». El cuerpo como yo encarnado, con su placer carnal y su dolor carnal, la temporalidad inexorable y misteriosa o la intersubjetividad sin la que no hay sujeto posible, aparecen entonces como dimensiones de la conciencia que no pueden ponerse nunca del todo entre paréntesis.
El «crudo aparecer» de aquella rosa que Zubiri paseaba por Madrid no nos conduce, pues, a la quintaesencia de la roseidad pura ?que es más bien trabajo de perfumista?, sino a la temporalidad de nuestro trato con las cosas, a la presencia o ausencia de alguien que todo objeto evoca, o a la incertidumbre con que nuestros quehaceres se insertan en ese horizonte de totalidad incierta que llamamos mundo. Un mundo que bien pronto iba a aparecer bajo la forma de guerra civil, transformando para siempre la fisonomía urbana del paseo de nuestros pensadores y también la esencia de aquella rosa ?inexplicable hoy sin la contienda y el exilio? y que se volvió así «rosa de fuego», entretejida de emociones y de historia, como la que da su título al magistral poema de Machado.

Se abre de este modo ante el lector una fascinante y nada bizantina controversia en la que convergen tres debates distintos. El primero es el de qué dijo realmente Husserl en su obra, ejemplar ejercicio de escritura siempre reiniciada cuyo afán de lucidez insobornable estremece y fascina al lector que se le acerca. El segundo es el de qué debería haber dicho Husserl, dijera de hecho lo que dijera, para ser fiel a ese enfoque fenomenológico que andaba buscando. Y el tercero es el de qué debemos decir y pensar nosotros hoy, un siglo más tarde, después de haberse aclarado las dos cuestiones anteriores ?o incluso antes? mientras estamos sumidos en nuestra vida de pobres cibernautas que tratan de evitar que les pongan una multa en la Castellana, o en la avenida que corresponda.

Dejando aparte, por cierto, el empleo de un castellano excepcional, el primer gran mérito de este libro ?que es muy de agradecer para quien se acerca al pensamiento de Husserl viniendo de otros lares? es el de no confundir estos tres niveles de argumentación. El segundo gran mérito, el más importante, y que sólo hace posible el ejercicio de una autoridad madura y creativa, es arriesgarse a proponer que la respuesta a estos tres debates diferentes es básicamente la misma.

Ignacio Quintanilla Navarro es filósofo y profesor de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad Complutense. Es autor de Techne. La filosofía y el sentido de la técnica (Madrid, Common Ground, 2012) y George Berkeley (Barcelona, RBA, 2016).

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