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A NATURAL HISTORY OF TIME

Pascal Richet

University of Chicago Press, Chicago

Trad. ing. de John Venerella

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De Selby, el científico y erudito ficticio de Flann O’Brien, concibió una teoría según la cual la oscuridad, lejos de ser la ausencia de luz, es realmente una acumulación de corpúsculos negros extremadamente pequeños. Yo había atribuido esta maravillosa idea al alegre surrealismo de O’Brien, pero me entero gracias a Pascal Richet, en A Natural History of Time (Una historia natural del tiempo), que en 1896 el físico Gustave Le Bon anunció realmente a la Academia de Ciencias en París el descubrimiento de la luz negra. Es posible que el vorazmente curioso O’Brien se hubiera topado con esta absurdez, una olvidada nota a pie de página en la historia científica. No faltaron rarezas similares a finales del siglo XIX tras el descubrimiento de los rayos X, esas misteriosas entidades que podían atravesar la propia carne. Los rayos N, «un nuevo tipo de radiación», por ejemplo, resultaban visibles especialmente para su descubridor, un catedrático por lo demás respetable de Nancy llamado René Blondlot. Al igual que el radio, emitían materia radiante. Esto fue lo que dijo de ellos: «El observador debería acostumbrarse a mirar la pantalla del mismo modo que un pintor, y en concreto un pintor “impresionista”, miraría un paisaje. Conseguir esto requiere una cierta práctica […] algunas personas, de hecho, nunca lo consiguen». Claro que no lo conseguían, porque los rayos N eran pura imaginación.

El hecho de que las observaciones de Blondlot se tomaran en serio nos dice algo sobre el modo extrañamente titubeante en que avanza la ciencia: un relato muy diferente del que cuenta la historia científica como un viaje incesante hacia la luz, guiado por un puñado de genios. Para un lector interesado en el progreso lento y errático de los descubrimientos, la historia de cómo se determinó la edad de la Tierra constituye una maravillosa concatenación de pistas falsas y suposiciones de la que acaba emergiendo la verdad, como uno de esos enormes escarabajos que pasan años como una larva fea y atareada antes de lanzarse al mundo perfectamente formado.

El propio tiempo cambió en el curso del descubrimiento de la historia temporal. En la época clásica predominó un mundo eterno, gobernado por una renovación cíclica. Tal y como eran las cosas, así habrían de permanecer, más o menos a merced de los dioses. Este tiempo indefinido se vio luego sustituido por una narración histórica directa que tenía su inicio en la Creación. Una escala bíblica de este tipo dominó el pensamiento occidental durante muchos siglos. El tiempo era entonces aprehensible, ya que existían únicamente tres medidas del mismo: el breve lapso de la vida humana; el tiempo transcurrido desde el comienzo del mundo (y su final previsto); y el infinito: la promesa de la inmortalidad por medio de la salvación. Este esquema era curiosamente reconfortante y cabe entender por qué muchos podían mostrarse reticentes a renunciar a él. Unos pocos miles de años desde el comienzo de las cosas pueden entenderse con bastante facilidad; la población de una pequeña ciudad o una bandada de estorninos se miden con una magnitud similar.

Richet subraya que para muchos eruditos del Renacimiento, y mucho después, no se planteaba sencillamente cuestionamiento alguno de la Biblia. Era –así lo pensaban– nada menos que un documento histórico, y que llevaba además la firma especial del propio Dios. Leonardo da Vinci había recogido en sus cuadernos observaciones del tiempo que se necesitaba para que se formaran sedimentos y salieran fósiles por encima del actual nivel del mar que eran, como siempre, asombrosamente clarividentes, pero que también se hallaban confusamente ocultas en su escritura invertida. Sus discernimientos fueron en su mayor parte ignorados. Mucho más influyente fue la obra de hombres de un genio incuestionable como Isaac Newton.

Desde la perspectiva actual resulta difícil comprender cómo el prodigio que desentrañó tantos secretos de la naturaleza podía seguir estando tan ciego a la antigüedad de la Tierra. Newton dedicó, en cambio, mucho tiempo y esfuerzos a su Cronología, la corrección de la escala de tiempo bíblica contada por las generaciones del Antiguo Testamento. Se esforzó incesantemente por conciliar su nueva cronología con aspectos recientemente admitidos de la rotación de la tierra. El hecho de que Newton se ocupara de la cronología bíblica durante la mayor parte de su larga vida muestra que para él constituía una preocupación fundamental. Su convicción del orden de Dios le impelía, sin duda, en su búsqueda de conciliar la escala histórica con la sideral. Ahora es posible que nos extrañemos ante lo que parece un desperdicio de ese gran cerebro; lo cierto es que él siguió una respetable tradición de cronólogos, y aunque ahora parezcan el equivalente de aquellos teólogos medievales, citados tan a menudo incorrectamente, que debatían cuántos ángeles podían bailar sobre la cabeza de un alfiler, no debieron de parecer tan triviales para muchos de sus contemporáneos. La fecha que dio el arzobispo Ussher para la Creación, el 23 de octubre de 4004 a. C., resulta ser justamente aquella a la que se aferraron, y a la que siguen aferrándose, algunos creacionistas.

Y no es que no hubiera intentos perfectamente serios para determinar la edad de la Tierra por parte de los contemporáneos de Newton. Halley calculó cuánto tiempo habrían necesitado los océanos para conseguir su salinidad a partir de la aportación de sal de los ríos, pero se mostró –sabiamente quizá, dadas las implicaciones– vago sobre la dilatada escala temporal que había inferido. Más de un siglo después, Joly utilizó unas pruebas similares para apuntar una cifra de ochenta millones de años. En los primeros años de la Ilustración, como ha mostrado Martin Rudwick en Bursting the Limits of Time (Reventar los límites del tiempo), la especulación sobre cuánto tiempo había transcurrido desde la Creación entre los eruditos aristocráticos de Europa era mucho más libre de lo que lo era entre las instituciones religiosas o los fieles.
La ciencia de la geología fue enteramente posnewtoniana. Los estratos revelaron gran parte de las pruebas para la antigüedad de la Tierra en los tiempos heroicos de la nueva ciencia: no en vano la escala terrestre se conoce como «tiempo geológico». A comienzos del siglo XVIII ya se admitía que la temperatura en las minas era elevada: de hecho, la geología había dado sus primeros pasos como un complemento práctico de la extracción de minerales. Una especulación posterior sobre el origen de la Tierra desde un estado fundido redujo el tiempo a un cálculo basado en los procesos físicos de una esfera que se enfría, dejando atrás como un recuerdo de los días primigenios el calor que aún molestaba a los mineros que ahondaban en las profundidades de las minas de Bohemia para extraer plata. Georges-Louis Leclerc, posteriormente conde de Buffon, realizó una serie de experimentos en los que calentaba y luego enfriaba bolas de acero de diversos tamaños. Más tarde amplió a escala los resultados para explicar las condiciones que permanecían en la Tierra en la actualidad, dando por supuesto un origen fundido para el planeta, y propuso una edad para la Tierra ligeramente inferior a los doscientos mil años. La importancia del resultado radica no en su exactitud –es absolutamente incorrecto–, sino en la aplicación del razonamiento y la experimentación al problema, así como en el abandono de los antiguos métodos de la cronología. La reputación de Buffon difícilmente pudo ser más estelar durante su vida, y numerosas rue Buffon por toda Francia siguen dando fe de su fama. Aun así, no logró convencer: «Por lo que respecta a las fantasías cosmogónicas de Buffon, han sido destruidas por otras que pronto padecerán el mismo destino», escribió un naturalista cínico pocos años después de que muriera Buffon en 1788.

La prueba de la sucesión estratigráfica de rocas contaba con un respaldo cada vez mayor. Los fósiles se habían considerado en otro tiempo «diversiones de la naturaleza», nacidos supuestamente a partir de «semillas» dentro de la roca. Pero a finales del siglo XVIII estaba empezando a aceptarse su naturaleza orgánica, y lo que Leonardo había visto como obvio estaba siendo por fin objeto de escrutinio por parte de una nueva generación de hombres de ciencia. Como consecuencia, se puso enseguida de manifiesto la utilidad de los fósiles para trazar el mapa de los estratos de rocas.

El mapa geológico de William Smith puede ser hoy examinado por cualquier visitante interesado que acuda a la sede de la Sociedad Geológica en Piccadilly, en Londres. No se trataba sólo de una guía práctica de los estratos, sino que constituía también una narración del tiempo geológico. Mapas similares de Francia proporcionaban también un amplio testimonio de la sucesión de formas de vida y siguió el reconocimento de que muchas de las especies presentes en las rocas se habían extinguido. La edad de los trilobites se vio seguida por la edad de los dinosaurios, y luego la de los mamíferos y –finalmente– el hombre. Las revoluciones no quedaban confinadas a Francia; eran, evidentemente, parte del tiempo mismo. En Gran Bretaña el control de la Iglesia era más fuerte de lo que lo era en la Francia posrevolucionaria, pero incluso allí una desviación que reconocía los fósiles como una prueba de la Gran Inundación no fue muy duradera. Parecía inevitable que hubiera sido necesario tiempo a raudales para la acumulación de todos esos estratos, que ya se admitía que habían quedado depositados en mares que habían desaparecido desde hacía mucho tiempo. Pero ¿cuánto tiempo?

La evolución orgánica ciertamente requirió tiempo, y montones de tiempo. De modo que la edad de la Tierra pasó a entrelazarse inevitablemente con la mayor controversia científica del siglo XIX. Charles Darwin y Thomas H. Huxley y sus numerosos partidarios necesitaban mucho tiempo para que se hubieran producido las transformaciones graduales de la vida, y sus cálculos ascendieron a cientos de millones de años. Sin embargo, lord Kelvin, un físico con la autoridad de un pequeño dios, tenía otras ideas. Valiéndose de una versión más sofisticada del modelo de enfriamiento terrestre de Buffon, Kelvin fijó a finales del siglo XIX en no más de unas pocas de decenas de millones de años la edad de la Tierra, y no se apeaba de su conclusión. Huxley, «el bulldog de Darwin», exigía multiplicar la cifra por doce. Incluso cálculos basados en el tiempo que hace falta para acumular el grosor de las rocas sedimentarias entonces conocidas –sumado todo el montón– arrojaba cifras de un orden de magnitud mayor que el de Kelvin. Se había llegado a un impasse.

El punto muerto se rompió con el descubrimiento de la radiactividad. El relato de la edad de la Tierra pasó a formar parte entonces de una historia que tenía como objeto comprender la constitución de la propia materia. Michael Faraday había señalado en 1866 que «descubrir un nuevo elemento es algo muy hermoso, pero si pudiera descomponerse un elemento y decirse de qué está hecho, eso sí que sería realmente un descubrimiento digno de hacerse». Había llegado el momento de la disección de la materia. Los rayos N y las radiaciones que supuestamente emitían los médiums fueron quizá las últimas distracciones de aquel desenlace. La producción de energía a partir del decaimiento radiactivo reescribió todas las ecuaciones que lord Kelvin había utilizado para sus cálculos. La Tierra era una caldera, no una patata enfriándose. Las intuiciones de los geólogos y los paleontólogos habían sido correctas, después de todo; y las aparentes certezas de la física se habían revelado como inadecuadas. La Tierra podía, finalmente, ser muy vieja. Cuando se cayó en la cuenta de que muchos elementos químicos podían existir como isótopos diferentes, quedó claro que el decaimiento radiactivo convertía una forma de uranio en otra de plomo a un ritmo predecible. Aquí estaba, por fin, el «reloj» objetivo que había estado buscándose desde la época de Buffon. El decaimiento de los elementos marcaba el tiempo geológico en millones de años. Vías de decaimiento diferentes proporcionaban una verificación de cualesquiera resultados. Los márgenes de error desaparecían cuando una pieza del kit era sustituida por otra diferente, aún más sofisticada, y capaz en última instancia de contar los propios átomos. Debido a los avances técnicos compartidos, la historia de la edad de la Tierra pasó entonces a imbricarse con la tragedia de Hiroshima.

La respuesta llegó finalmente hace cincuenta años, con la datación de meteoritos que se habían formado al mismo tiempo que nuestra incipiente Tierra: la creación tenía 4.550 millones de años. Las fechas concordaban a partir de muestras diferentes y con las mejores técnicas que podían utilizarse. Los comienzos de las bacterias se cifraban probablemente en 3.500 millones de años, con lo cual se calibró también el comienzo de la vida. Lo que resulta extraño es que llegar finalmente a la «respuesta» viene acompañado de un ligero dejo de desilusión. ¿Se limita el científico a recoger los trastos e irse a casa una vez que se ha obtenido la respuesta? Al fin y al cabo, no hay nada intrínsecamente científico en la propia respuesta. Pero piénsese en los cambios aparejados al tiempo: desde la escala doméstica de la época medieval hasta un número tan ingente que podemos pronunciarlo, pero no comprenderlo realmente. Nuestra propia ocupación humana de la Tierra, tan breve, pone de relieve nuestra vulnerabilidad. Dios se ha visto progresivamente apartado del centro de la narración. La expansión del tiempo ha venido acompañada de una disminución de nuestra propia estatura. Aunque somos los hijos del tiempo, nuestra herencia ha sido la desazón y una sensación de insignificancia.

Pascal Richet es un geofísico, y con una gran capacidad para explicar las complejidades de los descubrimientos que condujeron desde el tubo de Crooke, pasando por los de Pierre y Marie Curie, hasta llegar al descubrimiento de los isótopos del plomo y del uranio. Richet nunca priva de nada al lector en lo referente a la ciencia, y su conocimiento de más de mil años de especulación sobre nuestros orígenes es indefectiblemente admirable. Algunos de los científicos son famosos desde muchos otros contextos: ¿necesitamos realmente un pequeño apunte de los años de Darwin-Wallace cuando han sido analizados minuciosamente tantas veces? A mí me ha procurado un especial placer, y puede que esto sea extraño, descubrir a algunas de las figuras olvidadas, como Gustave Le Bon y su luz negra, o Joseph Pitton de Tournefort, que pensaba que «no había nada extraño en suponer que las rocas tenían semen». De un modo curioso, las aberraciones de la ciencia condenadas al fracaso marcan los cambios en el Zeitgeist con más eficacia que los triunfos de los nombres famosos. La obsesión de Newton con la cronología nos proporciona tanta información sobre la época en que vivió como sus triunfos en la física matemática.

La visión de la ciencia de Richet es marcadamente ad hominem. Su intento de incluir a casi todas las figuras de renombre resulta en ocasiones agotador: he contado hasta veinte figuras diferentes (con sus fechas) introducidas en tan sólo un capítulo. No hay tanto una sensación de los paradigmas cambiantes de Thomas Kuhn como una impresión de incesantes luchas y desacuerdos entre científicos individuales. Sin embargo, Richet observa cómo la historia –la Revolución Francesa por excelencia– ha metido su mugriento dedo en las vidas de incluso los científicos más ingenuos. Es también admirablemente ecuánime y nada chovinista: es estupendo ver cómo un francés reconoce al británico Arthur Holmes y, a la inversa, resulta seguramente correcto dar el necesario relieve a las trascendentales contribuciones de Buffon y Cuvier para hacer de la geología una ciencia. Descifrar la escala del tiempo parece haber involucrado a casi todos los países de la tierra. Un libro de este alcance tiene necesariamente que valerse de los trabajos de expertos e historiadores de la ciencia más que explotar un material original. Sin duda esos expertos tendrán objeciones que hacer, pero yo no puedo imaginar un intento mejor de abordar un rastreo tan amplio por la ciencia y la historia. Richet se vale también en su justa medida de tecnicismos. La jerga técnica es siempre un problema: demasiado poca, y el lector más avisado se siente estafado; un exceso por el otro lado, y el lego empieza a sufrir.

Los problemas con el tiempo no han desaparecido. «La ciencia de la creación» aún sigue jugando con él. Quienes se aferran a la comodidad de una escala de tiempo reducida para la tierra probablemente no se dan cuenta del lugar al que pertenecen en la historia intelectual: imaginen su asombro si les ofrecieran el tratamiento médico correspondiente a la misma época. Contemplar la magnitud del tiempo es desconcertante; es posible que prefiramos pensar en otra cosa, en algo de una vastedad menos cruel. Resulta de gran ayuda contar con una explicación del tiempo y de dónde provino. La historia natural de Richet llega –¿hace falta decirlo?– a tiempo.
 

Traducción de Luis Gago

© The Times Literary Supplement
 

 

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