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¿Para qué sirve un crítico literario?

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Las preguntas contundentes merecen respuestas contundentes, pero en este caso no es posible. Si adoptamos la lógica del beneficio, que no extiende su mirada más allá de los resultados materiales, la respuesta es muy sencilla. Un crítico literario no sirve para nada. Desde hace tiempo, la opinión de los críticos ya no incide en las ventas, la consagración o la defenestración de un autor. En España, el último crítico verdaderamente influyente fue Rafael Conte. Después, ha habido otros nombres que merecen mencionarse, como Miguel García-Posada, Santos Sanz Villanueva, Ignacio Echevarría o José María Guelbenzu, que además ha escrito excelentes novelas, pero ninguno ha disfrutado de ese poder que en otro tiempo caracterizó a las grandes figuras de la crítica. No es que sean inferiores a sus predecesores. No es un problema de excelencia, sino de decadencia. Desde los noventa, la civilización del espectáculo ha actuado como un devastador agente de erosión que ha obligado a la cultura a retroceder hasta bordear la irrelevancia. En las páginas de esta revista escribió Martín Schifino, un crítico extraordinario, pero hace tiempo que abandonó el oficio porque advirtió su inutilidad. ¿Por qué seguir escribiendo reseñas cuando ya no ejercen ninguna influencia? ¿No es tan absurdo como pasearse con un bombín por la Gran Vía?

No voy a ocultar que me gustan los bombines. Al actor Patrick Macnee le quedaban de maravilla en Los Vengadores, la estupenda serie británica de los sesenta, pero si alguien cometiera hoy la imprudencia de rescatar esa prenda, solo provocaría irrisión. Algo semejante sucede con los críticos literarios. Solo damos risa. Por cierto, cabe preguntarse quién puede arrogarse esa condición. No hay títulos universitarios ni másteres que acrediten la capacidad de enjuiciar una obra con el rigor necesario. Yo llevo veintidós años escribiendo reseñas en distintos medios, todos bastante conocidos. Imagino que eso me convierte en crítico, pero no me salva de ser un cachivache inservible y anacrónico. Cada vez que escribo una reseña, tengo la impresión de pasear en público con un bombín como los de Patrick Macnee, pero ya ni siquiera suscito burlas. Simplemente, me he vuelto invisible. Me temo que mis colegas comparten ese destino, aparentemente amargo, pero quizás no tan desafortunado. Ser invisible era la máxima aspiración de algunos estoicos, según los cuales solo vive bien el que sabe ocultarse.

Julio Camba soñaba con no ser nada. Los críticos literarios ya lo han logrado. No son nada, una simple pompa de jabón que dibuja una pirueta en el aire y estalla sin dejar ninguna huella. Sin embargo, son necesarios, como los buenos modales, el humor exento de malicia, las lámparas Tiffany, una corbata con un bonito estampado o la seriedad, cuando esta es realmente necesaria y no simple afectación que encubre una pavorosa inanidad. Cuando está bien escrita y se basa en razonamientos precisos, la crítica literaria se convierte en un género más. Aporta belleza y refinamiento. Pienso en los textos de Octavio Paz sobre Pessoa, Rubén Darío o Cernuda. O en los ensayos de Pedro Salinas. Algunos objetarán que se trata de piezas de otra naturaleza, pero realmente son ejercicios de crítica literaria. Eso sí, sin las limitaciones de la prensa, que exige al crítico trabajar con rapidez y no extenderse más allá del espacio disponible. Borges ejerció la crítica literaria y nos dejó análisis memorables sobre Whitman, Chesterton, Quevedo, Oscar Wilde, H. G. Wells o la poesía gauchesca. Esos textos corroboran su teoría de que el crítico puede ser un «creador» y la crítica un «hecho creativo».

¿Por qué seguir escribiendo crítica literaria, si ya nadie le presta atención? Quizás por la misma razón que los monjes de la orden de San Benito se dedicaron a preservar el saber de la Antigüedad durante los siglos posteriores a la caída de Roma. Alguien debe ocuparse de separar el grano de la paja. Se publica mucho, cada vez más, pero escasean las obras ambiciosas. No tengo nada contra el arte menor. Suelo releer las novelas de Enid Blyton, quizás porque echo de menos mi niñez, cuando una nueva aventura de los cinco representaba un acontecimiento. Sin embargo, creo que la distinción entre alta y baja cultura es necesaria. Hay una distancia sideral entre Blyton y Dostoievski. Eso sí, a veces se menosprecia injustamente a algunos escritores, como sucedió durante mucho tiempo con Robert Louis Stevenson, rebajado a simple autor de novela infantil y juvenil. Gracias a Borges y otros escritores que practicaron la crítica literaria, como Chesterton, Stevenson ocupa hoy el lugar que le corresponde. Ya nadie cuestiona que es uno de los grandes narradores del XIX. La crítica literaria pone las cosas en su sitio. Esa es su misión y no es una misión baladí.

Quizás el aspecto más antipático de la crítica literaria sea su compromiso de enjuiciar obras ajenas. Soy un firme defensor de la cortesía, pero creo que un crítico está abocado a obrar con cierta brutalidad. Sus juicios no deben formar parte de las estrategias de marketing. Si algo es mediocre o afectado, debe señalarlo, aunque eso le cueste un disgusto. En el terreno de la crítica cinematográfica, aún se practica esa actitud. Por ejemplo, Carlos Boyero no tiene pelos en la lengua. Uno de los críticos literarios que he mencionado tampoco los tenía, pero su sinceridad le costó un despido fulminante.

Los críticos deben imitar a Sócrates. Es decir, deben ser tan molestos como un tábano. Tal vez eso les devolvería algo de prestigio. O no. ¿Quién sabe? Yo seguiré escribiendo reseñas. No sé cuánto tiempo. Depende de muchas cosas. Aprecio cierta fatiga, pero me hace ilusión pensar que mi trabajo está tan demodé como una corbata de lazo. Todo lo que merece la pena es perfectamente inútil.

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Ficha técnica

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