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El forastero

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Un forastero siempre es un acontecimiento en un pueblo. Algar de las Peñas, con sus trescientos habitantes, está acostumbrado a los turistas de fin de semana, que se desplazan hasta sus calles atraídos por la iglesia, el entorno natural y las casas de pizarra, pero se trata de aves de paso, sombras que alteran el paisaje durante unas horas y luego se desvanecen. En las localidades pequeñas, las novedades parecen irreales o pequeñas fracturas que se cierran enseguida. Por eso, la aparición de Josu levantó una ola de curiosidad que se reflejó en los corrillos formados a la salida de la iglesia, las puertas de las casas o cualquier cruce, cuando los escasos vecinos coincidían y comentaban los exiguos incidentes que alteraban la rutina. También se hablaba del forastero en el bar de Martín, al que aún no acudían las mujeres más mayores, pues no habían logrado desprenderse del prejuicio según el cual esos lugares mantenían una áspera disputa con el pudor y la decencia. Todo el mundo se preguntaba quién era ese hombre de unos setenta años que había alquilado una casa en las afueras y que paseaba por el campo todos los días, casi siempre al poco de amanecer, como si buscara ese momento de tránsito entre la oscuridad y la luz que manifiesta la continuidad de la vida y la oportunidad de empezar de nuevo. Algunas veces, salía al atardecer, pero siempre volvía a su casa antes de que anocheciera, como si huyera del crepúsculo.

Josu era un hombre alto, pero no tanto como el padre Bosco, ese sacerdote que visitaba a menudo al padre Juan y al que la biología había bendecido con la altura de un alero de baloncesto y la corpulencia de un luchador. Con unas fuertes entradas y unas gafas plateadas de montura metálica, las facciones de Josu eran inconfundiblemente vascas: nariz alta y afilada, mandíbula con la dureza de una cornisa de piedra, sienes muy acusadas, rostro ancho, barbilla puntiaguda, ojos negros y profundos. Casi siempre le acompañaba una mueca levemente irónica que se despeñaba a menudo por la hosquedad. Su voz, aguda y cortante, no ayudaba a despertar confianza.

-Seguro que oculta algo –decían los vecinos-. Nadie se viene aquí si no huye de su pasado.

-Quizás es un artista con la cabeza llena de pájaros –apuntaba una voz-, como esos pintores que se pasan las horas copiando el paisaje o dibujando burros, nubes y pájaros.

-Tal vez es escritor –dijo un día Martín-. Pasé por delante de su casa y tenía la ventana abierta. Escribía sobre una mesa llena de libros. Y oía música religiosa en un pequeño aparato de música. Quizás es un intelectual o un cura que ha colgado los hábitos.

El padre Bosco saludaba a Josu cuando se cruzaba con él y a veces intercambiaban unas frases, pero no quería ser entrometido y se limitaba a explotar los lugares comunes, hablando del tiempo, la liga de fútbol o de cualquier otra nimiedad. Notaba que había mucha tensión en su rostro. Uno de sus ojos siempre permanecía medio cerrado y su boca a veces se torcía levemente con una expresión de dolor. Aunque intentaba disimular, el cura no podía evitar un pequeño parpadeo que revelaba su preocupación. Esos síntomas solo podían corresponder a un trastorno de tipo neurológico. Los había visto otras veces y casi siempre eran secuelas de un accidente cerebrovascular. Josu acabó confesándole que había sufrido un ictus:

-Podría había sido peor –comentó-. Algunos se quedan con medio lado paralizado. Yo solo tengo pequeñas molestias.

-Me han dicho que escribe.

-¿Cómo lo sabe?

-Perdone mi indiscreción. Un vecino le vio sobre un montón de papeles, utilizando una pluma.

-Sí, claro. Dejo la ventana abierta.

-¿No utiliza ordenador?

-No me gustan esos bichos.

Josu no añadió nada más, dejando sin aclarar si era autor de ficciones, poemas o volcaba sus reflexiones y vivencias en un diario. El padre Bosco entendió que no quería hablar del tema y optó por el silencio, el recurso más civilizado cuando otro manifiesta el deseo de preservar su intimidad. Tampoco quiso preguntarle por qué acudía a la iglesia a diario. Ocupaba el último banco y se arrodillaba, permaneciendo mucho rato en ese estado. Comulgaba a menudo y se confesaba con frecuencia. El padre Juan respetaba el silencio sacramental, pero cuando surgía el nombre de Josu su rostro se ensombrecía. No con hostilidad, sino con la tristeza que produce contemplar un paisaje devastado o una vida en ruinas. Aunque no decía nada sobre sus confesiones, sus ojos mostraban con elocuencia que había escuchado cosas abrumadoras. Los pecados son como un lastre. Cuando se declaran en la penumbra de un confesionario, caen sobre las espaldas del sacerdote, ansiosos de seguir causando dolor en otra conciencia. En esos momentos, se pone de manifiesto que el presbítero es realmente un Cristo, sin otra alternativa que pasar una y otra vez por regiones inhóspitas y llenas de espinas.

Josu solía acercarse al río. Le gustaba contemplar el agua, a veces transparente, como una conciencia sin claroscuros ni secretos, y en otras ocasiones turbia, como la memoria de un hombre que no puede desprenderse de dolorosos recuerdos. Pasaba las horas en silencio, escuchando a los pájaros, que alborotaban en los árboles y observando el cielo, casi siempre una lámina azul sumida en una quietud que solo se rompía con el lento paso de las nubes, esas moles blancas con aspecto de cumbres desprendidas de alguna cordillera sacudida por convulsiones sísmicas. Siempre huía del crepúsculo, con sus rojos, cárdenos y naranjas, una combinación de colores que evocaba la violencia de un campo de batalla donde se amontonan los cadáveres, bultos inertes que ponen de manifiesto la fragilidad de la existencia, el finísimo hilo que nos mantiene vinculados al mundo.

El padre Bosco, que había pedido un permiso para pasar unas semanas en Algar de las Peñas en compañía del padre Juan, ya había perdido la esperanza de conocer un poco mejor a Josu, pero cuando este sufrió un ataque en plena calle, le sorprendió, pidiendo su ayuda. Auxiliado por los vecinos, que le descubrieron semiinconsciente sobre la calzada, se negó a ser atendido por un médico y solicitó que el padre Bosco se acercara a su casa. No pensaba que fuera a morir, pero quería confesarse por si su cerebro volvía a jugarle una mala pasada y quedaba gravemente impedido. Había sufrido un microinfarto cerebral y podía aparecer otro, menoscabando irreversiblemente sus facultades. Una de las secuelas habituales era quedarse privado del habla y aún necesitaba verbalizar algunas cosas.

El padre Bosco acudió apenas le comunicaron que requería su presencia.

-Deberíamos llamar a un médico –le dijo, observando su rostro con el color de un ceniza con grumos gruesos y compactos.

-Ya he vivido bastante. Que suceda lo que tenga que suceder.

-No desprecie así el don de la vida.

-Quizás es un don que yo no merezco.

-¿Quiere confesarse?

-Sí.

-¿Por qué no lo hace con el padre Juan?

-Ese muchacho no tiene fe. Debería cambiar de trabajo.

El padre Bosco sabía que era cierto, pero prefería silenciar la cuestión. No ignoraba que su amigo sufría mucho y no pensaba sacar a la luz su lucha interior. Que Dios hiciera lo que tuviera que hacer. Le parecía más sensato y cristiano permanecer al margen. Siempre había odiado la imagen del cura entrometido y manipulador.

-Empecemos –dijo el padre Bosco-. No he traído la estola, pero creo que podemos prescindir de ese detalle. Lo esencial es abrir el corazón a Dios.

Josu hizo la señal de la cruz y dijo las palabras habituales:

-En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo.

-El Señor esté en tu corazón –respondió escuetamente el padre Boso, poco amigo de los formalismos.

-Solo ha pasado una semana desde que me confesé la última vez, pero me pesan mis pecados.

-Habla sin miedo.

-No sabe quién soy, ¿verdad? 

-Solo sé tu nombre y que llevas aquí unas semanas.

-¿Conoce Bidart, un pueblo situado cerca de Biarritz?

-Sí, me suena. ¿Tienes familia allí?

-No. Allí me detuvieron. En 1992. Por entonces, yo formaba parte de la cúpula de ETA. Era el ideólogo. Salí de la cárcel en 2019.

El padre Bosco reprimió cualquier gesto de sorpresa o rechazo, limitándose a preguntar:

-¿Por qué entraste en ETA?

-Era seminarista y la Guardia Civil mató a un compañero en un control. En aquella época, se disparaba a la mínima sospecha. Quizás hizo un mal gesto que se interpretó mal. Lo cierto es que ametrallaron el coche. Más de un centenar de disparos.

-Imagino que los agentes también estaban asustados.

-Mi compañero era nacionalista, pero no militaba en la organización. Su muerte me conmocionó y me pareció muy injusta.

-¿Dejaste entonces el seminario?

-No. Me licencié en Teología en Estrasburgo, pero nunca ejercí el sacerdocio. Unos amigos me pusieron en contacto con ETA y, tras un período de prueba, me admitieron. Aprendí a manejar armas y explosivos en el sur de Francia, pero lo mío no era la acción. Durante las asambleas, hablaba mucho y, poco a poco, escalé puestos hasta llegar a la cúpula. Soy consciente de la responsabilidad moral que conlleva haber sido durante años uno de los jefes de ETA. Dios sabe que estoy arrepentido. En 1997 sentí la presencia de Cristo en mi celda. Por entonces, me hallaba en régimen de aislamiento. Es una experiencia terrible. No puedes participar en talleres ni cursos. Solo te dejan tener dos libros y dos prendas de vestir. Comes en la celda y sales solo al patio dos horas al día. Pierdes la costumbre de hablar, casi tienes problemas para vocalizar. En la celda apenas hay muebles. En invierno pasas mucho frío y en verano te ahogas por culpa del calor. Registros continuos, a veces en mitad de la noche. Pensé que enloquecería, pero Cristo no me dejo solo. Una noche sentí su presencia con muchísima nitidez.

-¿Lo viste?

-No, pero estaba ahí, sosteniéndome, dándome fuerzas, pidiéndome que hiciera examen de conciencia y me arrepintiera. Lo vi… con los ojos del alma.

-Como Santa Teresa.

-Eso es.

-¿Habías conservado la fe durante tus años en ETA?

-No, dejé de creer en Dios. En los noventa, el anticlericalismo se había extendido por la izquierda abertzale. Me hace gracia esa novela que habla de la influencia de los curas en esa época. Por entonces, nadie quería saber nada de sotanas. ¿Es que han olvidado que desde 1979 pusimos seis bombas en la Universidad de Navarra? Ahora veo que ese alejamiento de Dios evidenciaba que había escogido la senda del mal. Yo he intentado escribir sobre el tema, pero carezco de talento literario. Mis papeles solo tienen un valor testimonial.

El padre Bosco se sentía incómodo. Había algo en Josu –si es que se llamaba realmente así- que le incomodaba. No dudaba de su sinceridad, pero apreciaba cierta voluptuosidad morbosa en su arrepentimiento. No parecía pensar en las víctimas, sino en sí mismo. Su conversión parecía una especie de onanismo. Y hablaba como un telepredicador. Eso de la «senda del mal» solo era teología barata. El mal no es algo abstracto, sino algo insoportablemente cercano, como esos cuerpos quemados por el amonal o un cóctel Molotov.

-¿Admites el mal causado? ¿Te pones en el lugar de las víctimas y de sus familiares? ¿Piensas en el daño que ocasionasteis a la sociedad?

-Claro, claro. No intento disculparme. Por las noches, lloraba en mi celda y me arrodillaba, lamentando lo que había hecho. Leía el Evangelio a diario. Mi historia es la de una gracia concreta y palpable, porque la fe me enfrentó a cosas peores que el miedo a un supuesto infierno: dar un sí definitivo a la fe de Jesús de Nazaret me suponía arrepentirme hasta la médula de los actos a los que pude contribuir en mi época de militancia en ETA, a rechazar la violencia y a decirlo claramente.

Josu se detuvo un instante y añadió:

-Pedir perdón es un acto de valentía. Comienzas un proceso de reparación del daño y, a su vez, te reconcilias contigo mismo, con lo más profundo de tu dignidad; eso sí, pedir perdón no responde a una necesidad psicológica o social, sino a un deber de conciencia para con tu víctima.

El padre Bosco reconoció que Josu razonaba de forma impecable. Se notaba que era un hombre inteligente y con un buen bagaje de lecturas, pero no podía olvidar que bajo su dirección ETA había protagonizado una terrible escalada de violencia. Fue la época del atentado de Hipercor y de la casa-cuartel de Zaragoza, del atentado de la Plaza de la República Dominicana, donde murieron doce agentes de la Guardia Civil, y del asesinato de Yoyes, antigua dirigente de la banda que se había acogido a las medidas de reinserción, regresando a Villafranca de Ordicia, su localidad natal. El padre Bosco recordó a los niños de la casa-cuartel de Zaragoza, con sus cuerpos deformados por la metralla y los escombros. ¿Existían crímenes imperdonables? ¿Perdonar esas atrocidades no significaba agraviar de nuevo a las víctimas? ¿Podía alcanzar la misericordia de Dios a los genocidas, a los autores de las peores matanzas de la historia, a los terroristas, a los que habían crucificado a sus semejantes?

-¿Qué viste en ETA? No creo que la muerte de tu condiscípulo fuera el único motivo.

-Lo hice por el pueblo vasco. Somos una nación divida entre dos países. Francia y España nos han robado la soberanía. El nacionalismo español es particularmente agresivo. Odia al extranjero, al diferente, ya sea moro, judío, protestante o vasco. Con el franquismo se intentó llevar a cabo un genocidio contra la cultura vasca. Prohibieron la lengua, manipularon la historia, desterraron nuestros símbolos. Si el Estado español hubiera reconocido el derecho de autodeterminación de los vascos, no habría surgido la violencia. No había vías democráticas para avanzar pacíficamente hacia la independencia. Todos los pueblos tienen la necesidad de afirmarse, de existir conforme a sus particularidades.

Josu, que hablaba sentado en una silla de enea, bajó la cabeza y, tras una breve pausa, añadió:

-Además, éramos socialistas. Queríamos liberar al pueblo trabajador vasco de la explotación capitalista. Una república socialista en un pequeño rincón de Europa habría sido un soplo de esperanza para los parias y oprimidos.

-¿Crees que todo eso justifica el dolor que habéis causado? Casi mil muertos, entre los que había niños.

-Veintidós –dijo Josu-. Lo pienso a menudo. Sigo anhelando la independencia de Euskal Herria y no he dejado de ser socialista, pero la lucha armada fue un error. Nunca debimos recurrir a ella. Estoy profundamente arrepentido de mi papel en ese drama. ¿Puede absolverme?

-Imagino que ya te has confesado otras veces, manifestando tu pesar. ¿Por qué sigues haciéndolo? Si Dios te ha perdonado y persistes en tu arrepentimiento, ¿por qué volver sobre lo mismo?

-Intento reparar el daño que hice. Todos los meses entrego ciento cincuenta euros para indemnizar a las víctimas. Es muy poco y nunca podré pagar el total, pero mis ingresos son muy pequeños. No puedo hacer más.

El padre Bosco había perdido a un amigo en Bilbao, Guillermo, un compañero de la infancia que había elegido la carrera militar, logrando los galones de comandante a una edad relativamente temprana. Su expediente era impecable. Cuando lo destinaron al País Vasco, le comentó:

-Veremos si vuelvo con vida.

Una bomba colocada bajo su coche le amputó las dos piernas y le quemó todo el cuerpo. Murió horas después en el hospital. Durante el funeral, el ataúd permaneció cerrado. Por respeto a la víctima y a los familiares. El padre Bosco viajó hasta Bilbao, se detuvo ante el féretro y rezó un padrenuestro mientras desfilaban por su memoria recuerdos de su niñez compartida: los partidos de chapas en un descampado lleno de piedras y malas hierbas, el intercambio de cromos y canicas para completar colecciones imposibles de finalizar, las peleas con los chicos de otros barrios, los encuentros de fútbol con un viejo balón de cuero. Siempre había sido un amigo leal y generoso. En una ocasión, le acorralaron varios chavales con los que ya habían tenido problemas y empezaron a pegarle con saña. Aunque era alto y fuerte, la superioridad numérica era abrumadora. Guillermo lo vio desde el balcón de su casa y acudió a ayudarlo, sabiendo que las posibilidades de poner en fuga a los agresores eran escasas. Los dos acabaron magullados, sufriendo una humillante derrota, pero su amigo no se separó de su lado, aguantando estoicamente la paliza. Ahí descubrió que siempre podría contar con él, que nunca dejaría de responder ante un problema y, en los años posteriores, pudo comprobar que no se había equivocado. Se acercaba a la parroquia apenas tenía un rato y colaboraba en lo que podía, echándole una mano con los jóvenes toxicómanos a los que intentaba rehabilitar.

Guillermo estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Lo mataron por su uniforme, pues realizaba un trabajo de oficina y jamás había participado en la lucha antiterrorista. Ahora tenía delante a uno de los hombres que tal vez había ordenado su asesinato. Le asustó comprobar que sentía algo parecido al odio. 

-Dios está aquí –dijo el cura- y no puedo mentirte. Yo no te perdonaría. Tu monserga victimista no me impresiona. El País Vasco sufrió con el franquismo, sí, pero no más que otras regiones. Y el socialismo…. Ya sabemos adónde lleva: falta de libertad, violencia, corrupción. No me mires así. La iglesia siempre ha estado con los pobres. Al menos, en teoría. Todos los papas han condenado el capitalismo salvaje. Yo no te perdonaría porque matasteis a un amigo de mi niñez, un comandante de infantería. Para vosotros solo era un uniforme, pero era una bella persona y tenía familia.

-El Estado también ha utilizado la violencia –respondió Josu-. ¿Acaso no sabe que se practicaba habitualmente la tortura? ¿Y qué me dice del GAL?

-Hablas como si siguieras militando en ETA. La guerra sucia fue un grave error moral, pero un error en el que incurren todos los países que sufren el terrorismo.

-No me sermonee.

-¿Olvidas que es mi oficio? ¿Ya no te interesa la absolución?

-Sí, claro que sí. Perdone, padre. Me he puesto nervioso.

-Yo no te perdonaría, pero yo estoy aquí como representante de Dios y no como hombre. Y el perdón de Dios es más grande que el mal, la venganza, el odio o el resentimiento. Así que yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Puedes irte en paz.

-¿Y la penitencia?

-No hay penitencia para un crimen infinito. Sería una burla pensar que puede borrarse con unas oraciones.

El padre Bosco se levantó y abandonó la casa sin mirar atrás, sintiendo que el alzacuello le estorbaba. Siempre se había considerado un sacerdote que cumplía con sus obligaciones, pero por primera vez pensó que se había sobrevalorado. Quizás no era un buen sacerdote, sino un hombre incapaz de seguir las exigencias del Evangelio. ¿Acaso Dios no pedía demasiado? ¿No era excesivo pedir que se ofreciera la otra mejilla? ¿Se podía perdonar todo o había cosas imperdonables?

-¿Qué opinas del perdón? –preguntó el padre Bosco al padre Juan pocas horas después, mientras cenaban en el patio aprovechando una apacible noche de verano.

-Es la clave de nuestra fe. Sin el perdón, todo se vuelve fatal e irreversible. El tiempo se convierte en una prisión. Nos quedamos atrapados en nuestros errores, como estatuas de sal. El perdón es el mayor milagro de Dios.

-Creo que eres mejor sacerdote que yo.

-No diga eso. Yo…

El padre Juan se interrumpió, reprimiendo su deseo de sincerarse.

-Sé lo que vas a decirme –dijo el padre Bosco-, pero no te preocupes demasiado por esas cuestiones. Las crisis de fe son parte de nuestra profesión. Vienen y van. Eres un buen sacerdote. No te atormentes. De hecho quiero que me confieses. Hoy me ha dominado la ira.

Dos semanas más tarde, Josu sufrió un nuevo ataque. En esta ocasión, una ambulancia le trasladó a un hospital. El padre Bosco decidió visitarlo, pero cuando se preparaba para hacerlo, escuchó por la radio que había muerto. Nadie lo lamentaba. Muchos consideraban su arrepentimiento poco sincero, puro teatro o un síntoma de neurosis. El padre Juan comentó la noticia:

-Yo conocía su historia e imagino que usted también. Se sinceró con los dos. Bueno, lo hizo con Dios. Ahora estará ante Él, rindiendo cuentas. ¿Cree que le perdonará sus pecados?

-En estos casos, me alegro de ser un hombre. Estos asuntos desbordan nuestra comprensión y nuestro juicio. Creo que deberíamos rezar un poco. Es una buena forma de reconocer nuestra impotencia. La noche se hizo más profunda y silenciosa mientras los dos sacerdotes encadenaban oraciones con sencillez, uniendo sus manos para sentir ese calor que solo puede proporcionar la cercanía de un semejante. En su gesto había fe, pero también una dolorosa conciencia de fragilidad.

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