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Noches de verano

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Con excepción de grandes producciones, muchas salas de teatro han estado semivacías en lo que va de junio. La crisis sigue haciendo de las suyas, pero en este caso hay que culpar también al clima. Tras meses de lluvias y caprichos térmicos, por fin el aire perdió humedad, subió la temperatura, el cielo clareó por los cuatro costados y con él llegó el deseo de estar en la calle hasta las tantas, en especial en ese momento en que, cerca de las nueve, el sol cae al sesgo en las aceras y enciende los vasos de cerveza como faroles. Buenas noticias para los bares, malas para los teatros.

Pese a que la taquilla afecta a todo el mundo, mis simpatías se concentran en los actores, que están obligados a dar la cara incluso cuando el patio de butacas es un páramo. ¿De dónde sacan las fuerzas? ¿Se entrenan especialmente para ello? ¿Se oculta allí el secreto de cómo lidiar con los lunes? Preguntas así me vinieron a la cabeza durante toda la semana pasada, en cada uno de los teatros a los que fui, empezando el domingo por la Sala Triángulo, donde apenas una docena de espectadores se habían reunido a ver No me acuerdo, mientras el resto de la humanidad parecía concentrarse a dos minutos de allí en los bares de la calle Argumosa o en la plaza de Lavapiés, que ofrecía un continuum de gastronomía india como parte del festival Bollywood. En esas circunstancias, hacía falta mucho amor al arte para encerrarse en una sala a oscuras. Pero la obra lo merece, como comprobaron los que subieron por la calle Zurita hasta el teatro.

Diez minutos después de la hora anunciada, como para dar una última oportunidad a los rezagados, las tres actrices de la obra entraron en escena. Y, por el entusiasmo con que lo hicieron, se hubiera dicho que se hallaban ante las plateas llenas del cercano Teatro Valle-Inclán (donde las plateas distan de estarlo; véase más abajo). La energía interpretativa no decayó durante cerca de una hora y cuarto. No me acuerdo es una serie de sketches con elementos de clown, vodevil, metateatro y hasta baile al ritmo de Tina Turner, puesta al servicio de un tema expresamente banal: un día en la vida de un hombre llamado Ramón, de quien se nos dan datos también banales, como que le gustan los plátanos, se ocupa de su madre anciana y está enamorado de su vecina, sin atreverse a hablarle. La particularidad es que todo eso se cuenta desde dentro de su cerebro, con atención a las asociaciones de su memoria, de la que cada actriz interpreta una variedad: episódica, semántica, operativa. Ramón nunca habla, pero en cuanto recuerda algo –por ejemplo, los bochornos de la infancia– las actrices lo ponen en escena. Aquí la frase «el teatro de la mente» es literal.

La compañía novel que ha creado la obra, Teatro sin fondo, aspira a «explorar la escena contemporánea […] investigando la naturaleza humana», y en su representación de la vida interior utiliza de manera muy divertida el discurso científico, e incluso lo parodia (hay chistes punzantes sobre Punset, que merece todos los dardos). Pero, si es bueno hallar ese discurso en diálogo con el dramático, la premisa que lo sostiene no destaca por original; de hecho, recuerda en su estructura las alegorías medievales, en particular las psicomaquias que escenificaban combates internos dándole la palabra a vicios y virtudes abstractos como Ira, Deseo o Lujuria. No me acuerdo merece verse por otras razones. La primera es que, al revés de una psicomaquia, entiende el drama como un ejercicio no sólo verbal, sino gestual y físico, lo que redunda en una gozosa exploración del lenguaje teatral: hay juegos con la voz en off, la imitación (clavada la de Torrebruno), los modismos, los estereotipos, las hablas generacionales, así como la iluminación, los efectos de sonido y una utilería muy bien aprovechada. Esa mezcla heteróclita nos lleva a la segunda razón: las jóvenes actrices Alexandra Calvo, Macarena de Rueda y Silvia Rey, que hacen un trabajo fantástico dirigidas por Daniel Llull. Macarena de Rueda, en particular, aúna un desparpajo y una precisión técnica que rara vez se ven juntos. Por lo que valen los vaticinios de un crítico, le auguro un futuro brillante.

Serena apocalipsis, representada durante sólo una semana en el Valle-Inclán, que el día del estreno estaba dos tercios vacío, no augura nada bueno. Augura un futuro distópico en el que los habitantes de España vivirán en recintos cercados, un cigarro valdrá más que unas botas, los humanos serán pasto de jabalídogs («criatura nacida del cruce de jabalí y perro», aclara el programa, con una voluntad explicativa inversamente proporcional a sus nociones de biología) y los teatros montarán únicamente alegatos toscos como Serena apocalipsis. Dado que todo el resto es imaginario, me preocupa sobre todo esto último. La obra es un comentario sobre el presente a partir de una premisa fantástica, pero el problema es de nuevo la alegoría: si se muestra una cosa para hablar de otra, en algún momento tiene que producirse una ganancia simbólica. En una pieza medieval, eso ocurre por referencia a un rígido sistema de valores. En los autores modernos inclinados hacia la alegoría, como, por ejemplo, Beckett, la ganancia tiende a sobrevenir al vaciarse uno de los términos (¿qué representa Godot?), lo que suele llevar al desconcierto metafísico: ¿qué es esta realidad para la que buscamos representaciones? Es un mecanismo obvio. Y la obviedad hace tanto más fastidioso el hecho de que el futurismo de Serena apocalipsis caiga en la pura constatación: para hablar de los que hoy no tienen trabajo, habla de gente futura que perdió su trabajo; para condenar Eurovegas, habla de una condenable «Ciudad del juego» futura; y así de seguido.

Hay también derrapes que redundan en complicaciones ideológicas, como dar a un personaje negro, que dice haber nacido y crecido en España, un acento extranjero, además de un padre que llegó al país en patera. Obviemos el estereotipo de que los inmigrantes sólo utilizan este medio de transporte; más insultante aún es insinuar que sus hijos son incapaces de aprender bien el idioma. ¿En qué cabeza cabe? Entiendo que, como a menudo en el teatro, el problema parte de una imposibilidad práctica: el actor nigeriano Esosa Omo no es hablante nativo de español, por lo que mal puede serlo su personaje. Pero, en tal caso, estamos ante un grave error de casting, no muy distinto al de embetunarle la cara a un actor blanco con una dicción castellanísima. Esta cuestión que algunos juzgarán de detalle –y entre ellos se cuenta obviamente el director, Antonio C. Guijosa– delata la poca imaginación de la obra para lidiar con la complejidad del contexto que pretende criticar. Grandes dictámenes sobre la desesperanza, manifiestos contra la injusticia, obviedades varias, sí; sutileza en la observación, ni un poco. Serena despertó en mí el juicio crítico más extremo: me fui de la sala antes del final.

En realidad, hay un juicio aún más extremo, que es el de desestimar una obra sin siquiera entrar a verla. Se llama prejuicio y, aunque nos salva de ver comedias musicales, es de utilidad dudosa. Por mero prejuicio casi me pierdo El hijoputa del sombrero, la mejor obra que vi en lo que va de mes y una de las cuatro o cinco producciones que hoy por hoy merecen la pena. «No dejes que el título te confunda», dice la cita de The Wall Street Journal que adorna las publicidades. Bueno, el título no me confundía ni me dejaba de confundir, pero le había tomado manía el cartel tarantinesco de los anuncios, en el que un personaje enarbola un arma, otro pone ojitos de rebelde, un tercero levanta un dedo acusador, un cuarto se traba en una pose karateka y un quinto saca la lengua. Esto debe de ser un carnaval posmoderno que se las da de guay, me dije antes de entrar, y casi lo confirmo cuando se levantó el telón con una música a lo Ennio Morricone (en realidad, escrita por El Langui, que también le pone letra), al son de la cual los personajes se paseaban de un lado a otro en actitudes deliberadamente cool. Pero resultó que El hijoputa del sombrero contenía, no un encomio, sino un análisis feroz de las imposturas de la sociedad contemporánea.

En la escritura de Stephen Adly Guirguis, eso quiere decir la sociedad norteamericana, con personajes que rezan, consiguen armas de fuego como si nada, salen en libertad condicional o acuden a Alcohólicos Anónimos; aun así, la obra es bastante universal para haber sido adaptada en varios países, y la versión castellana de Miguel Hermoso suena muy pero muy bien, en particular en su elección de insultos, que Guirguis emplea más o menos como signos de puntuación. Que los personajes tienen buenas razones para insultarse se establece en la primera escena, cuando Jacky (un excelente Juan Díaz) vuelve al apartamento que comparte con su novia Vero (Bárbara Merlo), y descubre un sombrero ajeno bajo la cama. Lo que sigue es un perfecto ejemplo cómo el engaño llama al autoengaño, y el autoengaño lleva a tropezar, no dos, sino varias veces, con la misma piedra. Otra maldita obra sobre la infidelidad, me dirán. Pero no hay que confundir el engranaje con su tema. Aquí el fogonazo de la traición echa a andar los pistones del argumento, pero al cabo se subsume en una reflexión sobre la inmadurez, la dependencia e incluso la dependencia de la inmadurez, a veces durante décadas. Eso aqueja a casi todos los personajes, empezando por Jacky. Como le dice Rafa (Miguel Hermoso), su amigo y padrino de Alcohólicos Anónimos: «Paga una hipoteca, cómprate un coche […]. ¡Madura, hostia!».

La réplica me recordó el aria final de Renton en la novela de Irvine Welsh, Trainspotting: «Elige una vida. Elige un trabajo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un jodido televisor enorme», etc. Pero Guirguis es más ambivalente en cuanto a los mandatos sociales. La mejor estrategia, para sus personajes, es hacer como que los respetan, a fin de vivir de acuerdo con códigos propios. En otras palabras, la sociedad se mantiene en pie gracias a la hipocresía. Pero en esta historia de inadaptados, traidores, traicioneros e incautos casi nadie consigue un equilibrio. La excepción es el hermano adoptivo de Jacky, Julio (Alberto Jo Lee), un inmigrante homosexual (dos minorías en una, nótese) que resulta ser el más centrado de todos: alegre, afectuoso, monógamo. Creo detectar un comentario no muy sutil sobre el hecho de que ese ideal le toca a quien le toca de carambola, pero Julio hace también de contrapunto cómico, y su doble caracterización como florista y amante de las artes marciales es un gran acierto. Lee, que es un neófito en el teatro, sorprende por su naturalidad, y si no se apodera de cada escena que interpreta es porque tiene enfrente a dos afinadísimos actores, como lo son Díaz y Hermoso.

Bárbara Merlo y Raquel Meroño, que hace de esposa de Rafa, no se quedan atrás (sobre todo Merlo), pero la obra parecería escrita para que se luzcan los hombres, por motivos contrarios al machismo. Y es que aquí se expone una tara masculina tras otra, desde la dejadez hasta la violencia, pasando por la rivalidad, la voracidad sexual o la inseguridad afectiva. Pese a sus muchos momentos de alta comedia, El hijoputa del sombrero acaba siendo una obra que habla muy en serio de relaciones humanas precarias. Si tiene puntos débiles, estriban en cierta tendencia norteamericana al sentimentalismo, como en los diálogos entre Jacky y Julio, o en la convicción de que la mejor manera de explicar a un personaje es contar una anécdota sobre su pasado. Pero el autor mueve de manera inteligente las piezas hacia una conclusión inevitable. Y el director, Juan José Alonso, lleva con firmeza las emociones hacia la calma que sucede al derrumbe. «Ya no, está roto», le dice Verónica a Jacky al final de la obra. Entonces empieza a sonar una canción de The Commodores de la que se ha hablado todo el tiempo, cuya letra cuenta más o menos que el chico se va al día siguiente y que, es curioso, no aguanta el dolor, aunque le parece haber hecho todo lo que pudo, incluso suplicar y aferrarse a lo que no era suyo. La historia de Jacky, claro. A lo que la sabiduría pop agrega: ¿y la de cuántos más?

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