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Napoleón y la estela bonapartista: el espadón como modelo político

Los generales políticos en Europa y América. Centauros carismáticos bajo la luz de Napoleón, 1810-1870.

Alberto Cañas de Pablo

Alianza, Madrid, 2022

463 p.

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Si hay un mito que define y caracteriza la entrada en lo que convencionalmente los historiadores denominamos época contemporánea, ese mito sin lugar a dudas es el de Napoleón. A pesar de ello o quizá por eso mismo, todo lo relacionado con el corso se presta a la controversia, empezando incluso por la nomenclatura o modo de referirnos a él. Como recuerda el autor de este libro, un joven investigador para mí desconocido, Alberto Cañas, «no era lo mismo hacerlo como “Buonaparte”, como “Bonaparte”, como “Napoleón” o simplemente como “el Emperador”». Esta última forma expresaba reconocimiento de su dignidad, aunque sin pasión, pero utilizar solo su apellido denotaba una intención ofensiva, en particular si se usaba la forma italiana, en la medida en que significaba implícitamente cuestionar su carácter genuinamente francés. «En una posición intermedia entre ambos quedaba el simple “Napoleón”» (pp. 256-257). Traigo al frontispicio del presente comentario esta curiosa observación porque considero que trasciende el umbral de mera anécdota y expresa de manera muy reveladora la carga conflictiva y emocional que conllevaba cualquier mención a la figura, gestas militares y acción política del Emperador. Pocos dignatarios pueden parangonarse con él en esa capacidad para despertar sentimientos profundamente contradictorios, de la veneración al desprecio, de la consideración de héroe inmarcesible a tirano que todo lo anegaba en sangre, de liberador de naciones a verdugo de los pueblos.

En cierto modo, ese mismo reconocimiento de su descomunal estatura política es el punto de partida de este libro, que establece así un marco de referencia: Napoleón es tan excesivo en todos los sentidos que, como persona y personaje, como militar y político, como estratega y administrador, como líder aclamado o perseguido, como héroe o deportado, en la cúspide o en la desgracia, proyecta su larga sombra –según la estimación de Cañas- sobre todo el siglo XIX y acaso aún más… Más adelante diré algo más sobre esa apreciación. Quedemos por ahora simplemente en que tal es, en cualquier caso, la hipótesis o la premisa, si se prefiere, que anima el libro que tengo entre las manos. Una cita del propio Emperador abre el ensayo: «Los hombres geniales son meteoros destinados a abrasar para iluminar su tiempo». El autor del libro, Alberto Cañas, parece asumir no solo el planteamiento sino hasta la metáfora en el subtítulo explicativo de su obra: Centauros carismáticos bajo la luz de Napoleón. En sus páginas se admite que, en efecto, el corso se abrasó en una carrera fulgurante, pero como consecuencia de esa meteórica trayectoria, un profundo resplandor derivado de su combustión iluminó durante mucho tiempo –al menos un siglo- el mundo europeo y americano, no solo en lo militar y lo político, sino hasta en la cultura y en el imaginario colectivo. A imagen y semejanza del semidiós galo, argumenta Cañas, surgieron por doquier unos nuevos héroes, representados gloriosamente a lomos de caballo, hombres fuertes y viriles, «soldados recios, sudorosos y polvorientos, guardianes del honor y la gloria». Esos son, pues, los centauros o generales políticos –como dice de modo más aséptico, pero también más preciso, el título principal- de los que se ocupa este volumen.

Ya por lo que queda dicho, el lector atento habrá colegido que, en contra de lo que sugiere equívocamente el título, no estamos ante una monografía que se pueda encuadrar en lo que comúnmente se entiende como historia militar. El versado en esta materia encontrará nada más ojear la relación bibliográfica que figura al final unas ausencias notorias, que delatan bien a las claras que las intenciones del autor se mueven por otros derroteros. Es verdad que, más aún que el título, es la propia portada, con esa conocida ilustración del general Prim a caballo, la que puede inducir a error. Recalco por ello que no estamos ante un estudio específicamente militar sino ante una interpretación plenamente política, con todas las consecuencias, del modelo de dirigente militar carismático que se extendió en la centuria decimonónica por buena parte del mundo. Así se reconoce también en un determinado momento en la introducción: «la historia militar queda al margen del libro, más encaminado a la historia política y del pensamiento» (p. 23). Convendría hacer notar en este sentido que «Napoleón fue el primer militar dictador de la Historia europea contemporánea», una función que no debe confundirse o asimilarse al papel de dictador militar, porque en su caso –me refiero al del corso- no era el ejército el que controlaba la administración, que es lo que sí sucede en la dictadura militar. Por decirlo en términos esquemáticos, el autor se mueve en dos líneas que se alimentan o sostienen en forma especular: por un lado, los rasgos fundamentales del surgimiento y desarrollo de la figura de Napoleón en el contexto francés y, por otro, la exportación de ese modelo carismático, tanto más factible cuanto que en otras naciones se vivían –insisto: siempre desde la óptica de Cañas- unas circunstancias no muy distintas de las que habían propiciado el encumbramiento del general francés.

Los objetivos antedichos se plasman en una estructura sencilla de cuatro grandes capítulos, con múltiples epígrafes y apartados, que se ven completados con una breve introducción y unas sucintas conclusiones que reiteran las grandes líneas interpretativas que han ido apareciendo en las páginas anteriores en el examen de casos concretos. El primero de esos capítulos, «De la levée en masse al mesianismo militar», tras unas breves consideraciones de teoría política sobre el carisma, nos introduce en las revolucionarias coordenadas sociopolíticas que conllevaron las guerras napoleónicas, desde el reclutamiento revolucionario a las nuevas concepciones ideológicas. Algo más de la mitad de este capítulo está ya dedicado al caso español, desde la guerra de la Independencia a la situación de inestabilidad política que propiciará el protagonismo militar, con el pronunciamiento como recurso característico para derrocar gobiernos y acceder al poder. El autor se limita a hacer aquí unas consideraciones elementales sobre las interferencias militares en los períodos fernandino e isabelino. Se trata de un buen, aunque muy sucinto, resumen de unos fenómenos bien conocidos.

Más interés pueden tener para el lector español los dos capítulos siguientes, no ya solo porque se apartan del ámbito que nos resulta más familiar, el español, sino porque lo hace desde una perspectiva interesante, que no se limita a la mera exposición empírica. En «Napoleón Bonaparte, iniciador del modelo de general político» se analiza la construcción de un arquetipo llamado a tener una influencia duradera, con las nociones de autoridad y orden como pilares básicos de prestigio, pero también con una gran versatilidad que, a la postre, se revelará esencial para la supervivencia del modelo. Por otro lado, como es obvio, no puede desgajarse ese proceso de las nuevas coordenadas políticas, que van desde el surgimiento de la nación como sujeto de la soberanía hasta la conversión de los súbditos en ciudadanos, con el culto a la patria en primer término. De este modo, como se subraya en distintas ocasiones, el dirigente tendrá que ser ante todo la encarnación de la patria. Napoleón constituye en este caso el molde perfecto, por la identificación que se produce entre su persona y la nación. Una vez creado el mito, todo se puede integrar en él, incluso la caída en desgracia, el martirio y hasta la esperanza en una próxima resurrección: el culto napoleónico termina por admitir todo eso y más. La parte final de este capítulo vuelve otra vez la mirada a España para examinar cómo se recibe aquí el legado bonapartista, una vez que se ha superado el rechazo inicial al invasor. Para muchos –y no solo los que se consideran explícitamente afrancesados– constituye por distintos motivos un «modelo a imitar».

El capítulo titulado «Los generales políticos en Europa y América» constituye desde mi punto de vista la parte más atractiva de la obra. Son algo más de cien páginas que efectúan un repaso al modelo napoleónico en diversas naciones del viejo y nuevo continente. La objeción que se podría hacer a este recorrido estriba, más allá de la siempre discutible selección de los territorios, en el empeño sistemático en escoger un individuo -y solo uno- como encarnación en cada caso y en cada país del ideal napoleónico: Bernardotte en Suecia, Saldanha en Portugal, Garibaldi en Italia, Ulysses S. Grant en Estados Unidos, Iturbide en México, Bolívar en Colombia y Estanislao López en Argentina. No se entiende muy bien por qué en el caso español, que se trata en el siguiente capítulo, son tres los protagonistas (Riego, Espartero y Prim) y en los demás lugares del mundo solo uno. Desde mi punto de vista se podría haber obviado la impugnación atendiendo al modelo teórico más que al personaje que en su caso podía encarnarlo o eligiendo varios candidatos a desempeñar ese rol, como en el mencionado ámbito español. Los puristas argüirán además que se comparan no solo figuras disímiles sino contextos irreductibles, pero este reparo no lo suscribo totalmente, por la sencilla razón de que la historia comparada tiene que arriesgarse a la hora de trazar similitudes y diferencias, aun a riesgo de forzar en algún caso los paralelismos. Por mi parte, en un contexto historiográfico como el español, tan miope o incluso -¿por qué no decirlo?- tan reacio a la mirada curiosa allende nuestras fronteras, siempre tenderé a dar la bienvenida a cualquier estudio que haga un esfuerzo por situar cualquier problema en una perspectiva internacional y comparada. Es el caso de este libro y yo particularmente, aun con algunas discrepancias específicas, que no son ahora del caso, aplaudo la amplitud de miras del autor.

El último capítulo -el más largo con diferencia: supera las ciento cincuenta páginas- está dedicado, como acabo de indicar, a tres generales políticos españoles, Riego, Espartero y Prim. La semblanza de cada uno de ellos es correcta en líneas generales y el contexto político, pese a pequeñas reservas puntuales, está bien trazado. El problema que se suscita aquí es de otro orden. Cañas justifica la elección del citado trío y no de otra triada –por ejemplo, Narváez, O’Donnell y Serrano-, en el hecho de que estos últimos «terminaron siendo percibidos más como obstáculos para la libertad que como sus adalides». Me temo que más de uno arqueará las cejas, no tanto por la estimación crítica hacia estos como por la simplificación que conlleva, pues tan discutible es agruparlos de esa guisa, de tres en tres, en dos bandos enfrentados como desechable la contraposición sin matices entre unos supuestos defensores a ultranza de la libertad y unos obstruccionistas de la misma. Cualquier buen conocedor del período y del papel de los espadones en él sabe bien que las cosas fueron bastante más complejas y se resisten a una esquematización tan pedestre. Para Cañas, «los militares progresistas protagonizaron pronunciamientos para alcanzar el poder, mientras que los conservadores en principio no tenían necesidad de recurrir a dicha práctica política», porque Isabel II les llamaba asiduamente. Esta distorsión reduccionista le lleva a establecer que Riego, Espartero y Prim «compartieron una voluntad revolucionaria que los vinculaba directamente con Bonaparte». ¿Vínculo directo con el francés? Sinceramente, este es el punto que me suscita más dudas. Además, lejos de ser baladí, afecta a la línea medular del libro.

En estas páginas, Cañas explica la proliferación de espadones a uno y otro lado del Atlántico aludiendo a la deslumbrante figura de Napoleón. Polariza en él la difusión de un determinado ideal heroico y atribuye el contagio pretoriano en forma de espadones carismáticos a la larga silueta bonapartista, esto es, la exitosa sombra del Emperador. Quizá se trate de una cuestión de perspectivas: el politólogo se siente concernido por el establecimiento de modelos políticos, mientras que el historiador se atiene más bien al contexto concreto y al enfoque empírico. No tengo reparo alguno en aceptar que se difundió por Europa y América el modelo político del carisma napoleónico: un gran hombre, un caudillo victorioso curtido en mil batallas, que se funde con la patria hasta convertirse en la encarnación de ella. Los atributos militares, al tiempo, se convirtieron en valores supremos: energía, fortaleza, orden, disciplina, determinación, heroísmo, gloria. Hasta en términos iconográficos, triunfa la moda militar, ya sea mediante desfiles o exhibiciones a caballo, sin descartar la estampa del prócer en uniforme de gala. En un tiempo de crisis, incertidumbre, convulsiones políticas, profundos cambios sociales y reordenación de las fronteras, el militar de prestigio y de alta graduación representaba la garantía suprema para unos ciudadanos que reclamaban libertad pero también seguridad.

Fueron estas condiciones –las coordenadas del liberalismo convulsivo- las que generaron en primer término la necesidad del general salvador, el espadón providencial o el centauro carismático, como quiera llamársele. Que la fulgurante estela del Emperador contribuyó a la extensión de este modelo no me cabe la menor duda. Atribuírsela solo -o en primer término- a él me parece, a todas luces, excesivo. Es probable que la intención profunda del autor no sea magnificar hasta ese extremo la influencia napoleónica pero muchos pasajes de su libro dan esa impresión. Hasta en los mismos párrafos finales, cuando considera que Napoleón pervive en militares políticos del siglo XX, como De Gaulle o Eisenhower. ¡O hasta en «responsables civiles como Emmanuel Macron»! ¡Como si toda aspiración de grandeur tuviera que ser forzosamente napoleónica! Respeto el planteamiento pero, francamente, no creo que la sombra del Emperador fuera tan alargada.

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