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¿Napoleón rojo?

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Võ Nguyên Giáp falleció el pasado 4 de octubre en el Hospital Militar Central 108 de Hanói, la capital de Vietnam. Tenía ciento dos años, y con él desaparecía la última figura del vistoso plantel de dirigentes que llevaron al país de la colonia a la independencia. El Partido Comunista de Vietnam decidió honrar su memoria con dos días de luto y un funeral nacional, un honor supremo, demostrando así que, pese a algunos desencuentros recientes, no se le discutía su enorme papel en ese proceso histórico, tan solo sobrepasado por el de H? Chí Minh. A lo largo de su vida, Giáp fue miembro del Politburó, secretario de la Comisión Militar Central, Ministro de Defensa, comandante en jefe del Ejército Popular de Vietnam y viceprimer ministro. Pero, más allá de esos servicios a su país y al Partido Comunista, se le recordará ante todo como al debelador de las intervenciones de Francia y de Estados Unidos y como a un gran luchador por la independencia de Vietnam.

Nadie hubiera podido anticipar su trayectoria castrense en los años treinta. Giáp había nacido en Quàng Bình, en el centro de Vietnam, en una familia relativamente acomodada y firmemente nacionalista. Su padre y una hermana murieron en prisiones francesas antes de que cumpliera diez años y, a los diecinueve, él también fue detenido y condenado a varios meses de cárcel. Luego vino un largo período de radicalización como estudiante universitario, profesor y colaborador en diversas revistas revolucionarias que aparecían fugazmente en Hanói. En esos años contrajo matrimonio con su primera mujer, que, más tarde, acabaría sus días en otra prisión francesa. En mayo de 1940, ante la creciente represión de las autoridades coloniales, abandonó Hanói y se instaló en China, donde fundaría, junto con H? Chí Minh, la Liga pro Independencia de Vietnam (Vi?t Minh). En China siguió escribiendo proclamas revolucionarias. Al Tío H? no le gustaba nada su prosa, tan farragosa.

No le habría llamado Dios por los caminos de la literatura panfletaria, pero entretanto, y para su fortuna, Francia había sufrido una colosal derrota militar ante las tropas alemanas en junio de 1940. Vietnam, como otras colonias, quedó bajo la administración del régimen colaboracionista de Vichy. El 9 de marzo de 1945, los japoneses que se maliciaban que el capitán Renault podía tener más de un doble fuera de Casablanca, decidieron liquidar la fantasmagórica administración francesa en Vietnam y montaron el llamado Imperio de Vietnam, independiente de Francia y encabezado por B?o ??i, el último miembro de la dinastía Nguy?n, quien, siempre servicial para con sus superiores, iba a hacer todo lo que ellos le mandasen.

La todopoderosa potencia colonial francesa se había disuelto como un azucarillo y los revolucionarios de Vietnam sabían leer los posos del té. En 1944 ya habían formado su Ejército de Liberación y habían puesto a su frente al escritor ilegible. Tras la capitulación de Japón el 15 de agosto de 1945, el poder quedaba huérfano en Vietnam y, a los pocos días, Giáp entraba en Hanói con sus fuerzas. El 2 de septiembre, H? Chí Minh declaraba la independencia del país y anunciaba su nuevo gobierno con el ya general Giáp como ministro del Interior. Poco sabía que los aliados victoriosos tenían otros designios. En Potsdam (julio-agosto de 1945) habían acordado la partición interina de Vietnam en dos zonas. El sur quedaría bajo control británico (sus tropas entraron en Saigón en 12 de septiembre) y el norte se confiaba a los nacionalistas chinos del Kuomintang, que lo ocuparon a partir del 9 de ese mes. En octubre, las tropas francesas comenzaron a reemplazarles, tratando de revivir el régimen colonial como si en los cinco años anteriores el tiempo se hubiera detenido. Una desmesura gabacha a la que iban a suceder varias más.

La mentalidad colonial no suele ser muy piadosa para con los nativos. Los nuevos amos tienden a creer que su dominación tiene que ver con la predicada superioridad propia y la inferioridad ajena y lo que no es más que una situación de hecho basada en mejor tecnología y organización se convierte en un destino manifiesto. Los colonizados necesitan de los funcionarios y empresarios extranjeros porque, dicen los coloniales, no podrían bastarse a sí mismos. En el fondo, son unos incapaces que harían mejor en aceptar su papel de secundarios. Y, así, los franceses se abocaron a una nueva desmesura en ?i?n Biên Ph?.

El desalojo del poder en 1945 llevó a los comunistas vietnamitas a unas negociaciones interminables con Francia, que no se resignaba a dar el pistoletazo de salida para la pérdida de su imperio colonial, y a crecientes actividades guerrilleras ante la esterilidad de las conversaciones. Como sucedería años más tarde con la intervención estadounidense, la guerrilla no respetaba las fronteras oficiales de Vietnam para desarrollar sus operaciones. ?i?n Biên Ph? se halla en el noroeste del país, cerca de la raya de Laos, y allí decidieron los franceses iniciar la operación Castor para acabar con el tráfico de material y vituallas desde ese territorio. Las ventajas estratégicas de esa localidad eran su situación y una pista de aterrizaje construida durante la guerra por los japoneses, a través de la cual se asegurarían los suministros de las tropas francesas. Y fue así como el general Henri Navarre, su comandante en Indochina, convirtió lo que no debería haber sido sino una base de apoyo para operaciones de castigo en un búnker que la guerrilla no podría desmantelar. Ni su armamento ni los planes estratégicos de sus dirigentes daban para tanto: eran unos aficionados.

Y en eso llegó el general Giáp y sitió ?i?n Biên Ph?. Los franceses no daban crédito a sus ojos. La guerrilla se había convertido en un ejército regular que contaba con cañones antiaéreos capaces de impedir el aterrizaje de sus aviones. Esa artillería había llegado hasta la base por zonas de montaña y de selva virgen consideradas impenetrables, gracias a los sacrificios, al coraje y a las incontables bajas que aguantaban aquellos aficionados incapaces. Tras cincuenta y siete días de cerco, ?i?n Biên Ph? se rendía el 7 de mayo de 1954, dejando en la cuenta más de mil quinientos muertos, cerca de siete mil heridos y unos once mil prisioneros franceses. Las fuentes vietnamitas hablan de cuatro mil muertos y unos nueve mil heridos propios, con una indudable y enorme reducción a la baja. Las campanas repicaban por la muerte del imperio francés en Indochina.

Lo que siguió resulta mejor conocido. Loa acuerdos de Ginebra de 1954 sancionaban la división del país entre la República Democrática de Vietnam, controlada por los comunistas, al norte del paralelo 17, y al sur el Estado de Vietnam (más tarde se convertiría en la República de Vietnam), de nuevo bajo el inoxidable emperador B?o ??i; igualmente anunciaban unas elecciones en todo el país y su reunificación posterior. Las elecciones nunca llegaron y la actividad de la guerrilla comunista en el sur no se detuvo. El sur, a su vez, se despeñaba en una deriva autoritaria y cada vez más frágil, lo que llevó a la intervención de Estados Unidos para, con la jerga de la época, evitar un efecto dominó de los comunistas en la zona. Las tropas americanas llegaron a quinientos treinta y cinco mil en 1968, pero no consiguieron reorientar una situación cada vez más podrida en Vietnam y crecientemente criticada en el interior de su país.

Desde un punto de vista militar, Giáp consiguió mantener las operaciones en el sur por medio de la pista H? Chí Minh, que discurría en paralelo a las fronteras de Vietnam con Laos y Camboya: toda una hazaña logística dadas las anfractuosidades del terreno y los feroces bombardeos estadounidenses sobre su trazado. Mucho se ha discutido sobre la ofensiva del T?t de 1968 y el fracaso de sus objetivos militares. En realidad, el ataque masivo contra un gran número de ciudades del sur no consiguió ventajas estratégicas y la guerra que Giáp pretendía terminar con un mazazo habría de durar aún siete años más. Sus efectos, sin embargo, devastaron al amigo americano, royendo hasta el hueso toda legitimidad para su intervención en aquella guerra civil. Con esa imprevista e involuntaria ayuda norteamericana, los comunistas vietnamitas consiguieron hacer buena la teoría del dominó, con efectos letales en Laos y, sobre todo, en Camboya.

¿Ha sido Võ Nguyên Giáp ese Napoleón rojo del que hablaban sus necrológicas? No es cicatería negarle el apelativo si hay buenas razones. La gran proeza militar de haber convertido a una guerrilla inicialmente desnortada en un ejército relativamente moderno irá siempre con él, pero eso es casi todo. Su genio militar no se inspiraba en la lucha por la libertad de su pueblo y la de sus vecinos, sino en algo más corto. Como a H? Chí Minh, como a Mao Zedong, como a tantos otros luchadores contra la colonia, lo que importaba a Giáp era, ante todo, la independencia de su país. En eso coincidía con muchos millones de sus compatriotas, pero sentía muy escaso respeto por esos muchos millones cuando no identificaban a la independencia con el comunismo. En sus tiempos de ministro del Interior, en septiembre de 1945, Giáp no tuvo empacho en detener, encarcelar o asesinar a otros nacionalistas no comunistas y nunca se separó después ni un milímetro de la línea oficial de su partido. Sus únicas desviaciones conocidas fueron una tórrida relación con Thuong Huyen, una bailarina famosa, en 1945 y sus críticas, más recientes, a la creciente industrialización del país. De la primera le sacó H? empujándolo a un matrimonio arreglado con una niña bien del Hanói comunista. La segunda lo convirtió en un involuntario campeón del ecologismo, aunque, en la realidad, lo que le disgustaba más era ver que Vietnam estaba convirtiéndose en algo muy distinto de la utopía campesina que ha fascinado a tantos comunistas.

En un artículo publicado a los pocos días de su muerte, John McCain no podía resistirse a una explosión de soberbia largo tiempo reprimida. Giáp, decía, nos ganó la guerra, pero ni una sola batalla. Su única estrategia era una resistencia numantina que no reparaba en costes humanos y los estadounidenses se cansaron de morir y de matar antes de que lo hicieran los vietnamitas. Hay en esas palabras un eco de las que pronunciara hace ya años el general William Westmoreland. Giáp, decía, ganó la guerra con ataques frontales que causaban terribles bajas en sus filas. «Semejante desinterés por las vidas humanas podía hacer de él un formidable adversario, pero no un genio militar». Tal vez, pero lo que ninguno de los dos explica es por qué tantos vietnamitas aceptaron de buena gana que Giáp los convirtiera en carne de cañón.

Y ése es el busilis de la cuestión.

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